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Los dos días siguientes a la muerte de doña Fermina transcurrieron densos y silenciosos. Parecía que su muerte hubiera sumido a todos en una especie de decaimiento general. Pero al tercer día la notaría abrió sus puertas y los clientes empezaron a subir y bajar, y el bullicio de las calles penetró de nuevo en la escalera y, poco a poco, se normalizó el devenir cotidiano de las casas.

Basilio Figueroa permanecía en cama desde su llegada a eso de las diez de la mañana del día del entierro. Se había despertado sobresaltado en una de las camas de doña Celia (a cuyo regazo había acudido después de salir de casa de Eutimio Granados) con el cuerpo baldado, tiritando, con un latido insoportable en las sienes y la garganta como si tuviera un hierro candente. Doña Celia le había preparado un café caliente, le pidió un taxi y se despidió de él como del hijo pródigo que ha de retornar al hogar. Le había sorprendido el gentío en la plaza. Había bajado del taxi y trató de pasar, a hurtadillas y tratando de ocultar el rostro con el ala de su sombrero, entre los que ocupaban el portal esperando la firma o los que asistían o salían del velatorio.

Cuando doña Virtudes le vio avanzar por el pasillo casi le da un soponcio, convencida ella de que su hijo querido dormía como un bendito en su cama, ajeno al suceso acaecido en el piso de arriba; así se lo había asegurado Venancia, que seguía las instrucciones, muy bien remuneradas, del propio Basilio, de su deber de cubrirle cuando no llegaba a horas adecuadas con el fin de evitarse el sermoneo de cualquiera de sus progenitores sobre sus entradas y sus salidas. Pero esa circunstancia hubiera sido nimia si no fuera por el aspecto deplorable que traía su pobre hijo: la cara deformada debido a la inflamación de la nariz, con un hematoma que ya oscurecía sus ojeras, a lo que se añadía fiebre y temblores incontrolables. Carlos Torres le examinó y le diagnosticó: además de una paliza de cuidado, unas anginas más grandes que los cojones del caballo de Espartero (esto se lo dijo al interesado cuando no estaba presente doña Virtudes), para lo que le recetaba guardar cama unos días, cataplasmas de hielo para bajar la inflamación de la nariz, unas pastillas de Formitrol y dieta blanda: calditos suaves y miel con leche caliente.

Y así llevaba tres días, con tal debilidad que le resultaba imposible tenerse en pie unos segundos sin marearse, por lo que requería de ayuda hasta para alcanzar el baño. Pero su desasosiego no era tanto por la flojera y el mal cuerpo que sufría, sino porque en ese estado no iba a poder asistir a la cita que tenía con el Káiser, y mucho menos acompañado de Elena, y eso le preocupaba mucho más que los males de su maltrecho cuerpo.

Aquella mañana de viernes, justo el día en el que se iba a celebrar la dichosa fiesta privada, recibió la visita de un muchacho que tenía la orden estricta de entregar una nota a Basilio Figueroa en mano. Venancia intentó convencer al chico de que el señorito se encontraba indispuesto y que ella misma se la entregaría; el chico no cedió ni siquiera a la insistencia de doña Virtudes, que también porfió aduciendo que era la madre del susodicho; todo inútil, el imberbe se negaba a entregar el recado a nadie que no fuera el señor Basilio Figueroa. No le quedó otra a doña Virtudes que acompañar al mocoso (así le llamó, ante lo que para ella era una cabezonería) hasta la alcoba de su hijo para que cumpliera su cometido. El pequeño factótum se acercó a la cama y le preguntó al convaleciente si era Basilio Figueroa. El enfermo le miró alarmado, no tenía la menor duda de que se trataba de un aviso del barón, pero se preguntaba para qué le requeriría. Ordenó a su madre que los dejase solos. Doña Virtudes refunfuñó, pero no tuvo más remedio que salir de la habitación y cerrar la puerta, aunque se quedó con el oído pegado a ella, curiosa por enterarse de lo que le traían a su hijo con tanto celo.

Una vez solos, Basilio se incorporó haciendo un esfuerzo.

—¿Quién te envía?

—¿Es usted Basilio Figueroa? —insistió el recadero impertérrito.

Basilio cogió la cartera que tenía en la mesilla de noche, sacó su identificación y se la mostró sin soltarla.

—¿Sabes leer?

El muchacho, sin tocarlo, miró el documento sin responder a la pregunta. Se llevó la mano al bolsillo, sacó un sobre cerrado y en blanco y se lo tendió.

—Es del barón. No quiere respuesta.

Y sin más se dio la media vuelta y se marchó sin decir nada. Esas eran las instrucciones del Káiser, entregarlo y marcharse sin esperar nada, ni siquiera propina. Ya le había dado él suficiente para que pudiera comer todo el mes.

Basilio abrió el sobre con el corazón en un puño por los nervios y por la fiebre, que, poco a poco, remitía gracias al reposo y los cuidados a los que le sometían las mujeres de la casa. En la nota escrita a pluma con letras picudas, que no era la del Káiser, se le informaba, para su tranquilidad, que la reunión prevista para aquella misma tarde había quedado aplazada al día 12 de abril en el mismo sitio, a la misma hora y con las mismas condiciones. No llevaba firma. Con un suspiro de satisfacción, se dejó engullir por las sábanas y el calor de la lana del colchón, respirando tranquilo, sabiendo que tenía tiempo, que le habían dado una tregua, seguramente porque alguno de los gerifaltes de asistencia imprescindible se habría tenido que ausentar haciendo imposible el negocio del encuentro. Esas cosas solían pasar, se trataba de gente muy inestable, que hoy estaban en Madrid y al día siguiente desayunaban en Londres o cenaban en Nueva York. Tan sereno estaba que se quedó profundamente dormido hasta bien entrada la tarde.

El único lugar en donde las cosas no se normalizaron con tanta facilidad fue, como era lógico, en casa de doña Fermina. Su huérfano se había encerrado en su alcoba nada más llegar de enterrar a su difunta madre y allí había permanecido sin salir durante tres días. Solo dejaba pasar a Juana para que le dejase la bandeja con la comida que luego apenas probaba, sin darle opción a ventilar el cuarto o a levantar la cama como pretendía cada vez que le franqueaba el paso. Juana estaba triste, pero sabía que tenía que mantenerse serena para evitar que el señorito pudiera hacer una locura semejante a la de la madre, y cada dos por tres, se acercaba a la habitación, pegaba la cara a la puerta y decía con voz queda: «Señorito Camilo, ¿está usted bien?». Camilo contestaba que sí, que no se preocupase, sabedor de los desvelos de la pobre Juana, que más que criada había sido para él como una segunda madre.

Camilo Bonilla se había pasado los días y buena parte de las noches sentado en su escritorio, un hermoso bargueño que su madre había comprado a los Montejano. Fue uno de los últimos muebles de los que se habían desprendido, un poco antes que del piano. Cuando Marta Ribas se lo ofreció a su madre, Camilo le pidió que lo comprase, que lo quería para su alcoba. Le fascinaba ese tipo de muebles que pertenecían a un pasado romántico rebosante de pasiones, en cuyos cajones secretos, en sus recovecos, en sus gavetas camufladas a los ojos fisgones, podía esconder sus cartas y versos clandestinos referidos a un amor diferente, obligado a ocultarse, impedido a exhibirse con orgullo, prohibido en aquella sociedad carcunda dirigida por una panda de rapavelas que se arrogaban el derecho a juzgar y sentenciar miserablemente la insondable condición del corazón humano. Allí se le pasaban las horas escribiendo sus poemas, releyendo una y otra vez las cartas clandestinas de su amado, dejando volar su imaginación quijotesca, empeñado en hacer realidad sus sueños, alejarse de aquella cuidad asfixiante para vivir abiertamente el amor que le quemaba las entrañas.

En esas cavilaciones estaba cuando oyó dos toques en la puerta y la voz de Juana.

—Señorito Camilo, que está aquí la señora Marta. ¿Le digo que pase?

Camilo no contestó de inmediato. Esperaba su visita; esa misma mañana había enviado a Juana con el recado de que quería hablar con ella. Había estado acumulando valor suficiente para romper la mordaza que él mismo se había impuesto durante años y empezar una nueva vida, mirar hacia delante y avanzar; pero para eso tenía que dejar resueltos varios asuntos perentorios. Guardó las cuartillas emborronadas de poemas sin terminar, versos sueltos y largos circunloquios sobre la muerte y la vida y el amor y la incomprensión. Se levantó y abrió la puerta.

—Ay, señorito, no se encierre usted con el cerrojo, que me da mucha angustia. ¿Me deja que le levante la cama?

—No, Juana, déjalo. Está bien así.

—Pero si es que huele a tigre, señorito Camilo… ¿No lo nota usted? Que aquí no hay quien entre, que se va usted a asfixiar.

—Dile a doña Marta que pase.

—¿Aquí…, a su cuarto…, con este desorden que tiene usted? ¡Ni hablar!

—Hazla pasar, Juana, y tráenos un poco de café; anda, mujer, haz lo que te digo.

Juana se fue hacia la entrada rezongando frases de protesta.

Camilo miró su habitación y se quedó pensativo. Ciertamente parecía una leonera. Se acercó a la ventana y la abrió para que entrase aire fresco. Luego echó la colcha sobre la cama deshecha y recogió las novelas románticas y los libros de poesía desperdigados por la alfombra. En este afán estaba cuando oyó la voz de Marta.

—Pasa, Marta…, por favor… Perdona el desorden, pero es que no he salido de aquí desde que…, bueno, no me apetece mucho ver a nadie…

—Me ha dicho Juana que querías verme.

—Sí…, tengo que hablar contigo.

Camilo dejó de recoger los libros y se quedó de pie en medio de la habitación, como si no supiera muy bien qué hacer.

A Marta le apenó comprobar su apariencia descuidada. No era habitual verlo así, siempre impecable, perfectamente afeitado y acicalado, con su pelo negro, limpio y brillante, repeinado hacia atrás, que le daba un aire a Jorge Negrete, con bigotillo afilado, mirada seductora y encantadora sonrisa; el único inconveniente a un físico perfecto era su baja estatura y una barriga algo pronunciada por el gusto excesivo hacia todo lo dulce.

Su aspecto derrotado se veía acrecentado con el desorden y falta de limpieza que le rodeaba; parecía que le hubieran caído varios años encima: los pómulos renegridos por la barba de dos días, el bigote mal perfilado y el pelo greñudo; los pantalones, del mismo traje que había llevado al entierro, estaban arrugados y habían perdido la prestancia almidonada que le proporcionaba la mano experta de Juana, y el cuello de la camisa blanca se veía renegrido y sobado, como si no se hubiera cambiado de ropa desde hacía días ni siquiera para dormir.

—¿Cómo estás? —preguntó Marta.

—Bueno… —Se llevó la mano a la nuca alzando las cejas, balbuciendo la respuesta—. No puedo decir que bien, tan solo tirando, que ya es bastante decir… Pero…, qué estúpido soy, siéntate, por favor, en esta silla.

Marta se acercó al bargueño y, antes de sentarse, lo acarició con la mano.

—Es un mueble extraordinario —dijo Camilo observando la expresión de Marta.

—Sí lo es…

Se sentó y Camilo hizo lo mismo en otra silla algo más desvencijada. Con los codos en las rodillas y el cuerpo hacia delante, le habló con voz insegura, como si no supiera muy bien por dónde empezar.

—Marta…, verás…, yo quería verte porque…, bueno…, ya sabes que mi madre te apreciaba mucho y…

—Camilo —lo interrumpió Marta—, ¿alguien te ha dicho lo de tu hermano Adolfo?

Camilo Bonilla la miró en silencio fijamente durante unos segundos para luego bajar los ojos al suelo. Exhaló un profundo suspiro como si fuera a coger fuerzas para hablar.

—Lo sabía desde hacía más de cuatro años. —Su voz era profunda y grave, sus ojos esquivaban los de Marta—. Estaba muy enfermo. Pero no quería curarse, deseaba la muerte. La tuberculosis que acabó con él había vencido antes a Conny, su mujer, y a Charlie, su pequeño hijo… Solo tenía dos años…

—Pero Camilo…, ¿por qué no lo dijiste? —le preguntó sin ocultar la amargura de su indignación—. Tu madre esperaba cada día noticias de tu hermano…

—Adolfo no quería que ella lo supiera. No quiso que supiera nada. Era mejor mantenerla en ese anhelo de la espera.

—Eso es muy cruel, ¿no crees?

Camilo encogió los hombros conforme.

—Según se mire, Marta. Es posible que si mi madre hubiera sabido todo lo que pasó… —La miró con gesto lánguido antes de continuar—. Hubiera terminado con su vida mucho antes. Mi madre me lo había dicho ya, si le pasaba algo a mi hermano… Ella no podía soportar la idea de que ya no estuviera…

—Pero… ¿tú sabías que se iba…, sabías que tenía la intención de hacer lo que hizo?

Camilo bajó los ojos al suelo. Se mantuvo un rato callado, incapaz de asumir la respuesta. Al cabo, la miró con fijeza y afirmó con un gesto leve, casi imperceptible, como si le diera vergüenza admitirlo:

—Dios santo… —murmuró Marta, comprendiendo que la decisión de asumir ese terrible final no había sido en un momento de enajenación, sino que lo había premeditado a conciencia—. ¿Pudiste impedirlo y no hiciste nada?

—¿Cómo iba a hacerlo? Cuando uno toma esa clase de decisiones, nada ni nadie puede impedirlo.

—¡No es cierto! ¿Por qué no me avisaste? Podríamos haberla ayudado entre todos.

Un silencio incómodo se hizo entre ellos. En ese momento se oyeron dos toques en la puerta. Juana entró con una bandeja en la que portaba una cafetera, dos tazas, un azucarero y un plato de pastas. Lo dejó sobre el tablero del bargueño y se retiró apercibiéndose de los rostros de circunstancias que ambos tenían.

Cuando se quedaron solos, Camilo le dijo con gesto afligido:

—El día que recibió el paquete con las cosas de mi hermano subí a verte… Eran las diez de la noche y no estabas. Elena me dijo que llegarías tarde.

Aquellas palabras dichas sin malicia alguna taladraron la conciencia de Marta Ribas.

—No te atormentes, Marta. Mi madre lo hubiera hecho de todas maneras. Estoy convencido… Bueno, en realidad tengo la necesidad de convencerme de ello.

Durante un rato se mantuvieron callados, asumiendo cada uno su carga de culpa, rumiando sus alegatos, excusas urdidas para no caer en la desesperación de su propia condena. Camilo sirvió el café.

—¿Qué le pasó a tu hermano?

—Cuando terminó la guerra se marchó a Inglaterra siguiendo a Conny. La había conocido unos meses atrás, era periodista o fotógrafa, no lo sé muy bien. Se enamoraron locamente, como se enamora uno de verdad…, eso decía en su carta…, un amor de verdad. Era la mujer de su vida. —Esbozó una sonrisa rota, con la mirada perdida y cargada de una infinita tristeza que parecía pesarle sobre los hombros—. Ella tuvo que regresar a su país. A las pocas semanas de terminar la guerra, me escribió desde Bilbao, se iba a Londres a buscarla; sabía que estaba embarazada y quería estar con ella. Me pidió encarecidamente que no le dijese nada a mi madre; de hecho, no le dijo nada a nadie, tan solo yo sabía de su salida de España, tenía miedo de que no le permitieran salir y lo hizo ilegalmente. Adolfo estaba convencido de que mi madre no admitiría a Conny…, extranjera y con una tripa, y sin estar casados por la Iglesia, porque no era católica y nunca se hubiera casado, mucho menos ante un cura católico. Ya sabes cómo era mi madre, el anhelo de su vida era vernos casados en el altar mayor de los Jerónimos, y tener nietos a los que acristianar por todo lo alto; pobrecita, ninguno de los dos le dimos el gusto. Adolfo pensó que sería mejor arreglar el asunto poco a poco, convenciéndola con tiento. Mi hermano conocía muy bien cómo manejar a mi madre. A partir de ese momento recibí tres cartas más. —Camilo se levantó y abrió uno de los cajones del bargueño, sacó un hato de tres sobres y lo puso encima del tablero abierto del lujoso arcón.

Marta comprobó que iban dirigidas a Eduardo Martínez Ruiz, en la calle Alfonso XII número 14; junto al nombre había un asterisco bien marcado. Extrañada, y antes de que pudiera decir nada, Camilo añadió:

—No las enviaba aquí, sino a casa de Eduardo… Él es…, bueno, es mi pareja, el asterisco es la señal para que él supiera que eran para mí.

—No sabía que tú…

—Hay muchas cosas que desconoces de mí, y tal vez será mejor que sigas sin saber algunas. —Señaló las cartas como para retomar la conversación sobre su contenido—. Me describía los primeros meses con Conny, lo feliz que se sintió al ser padre… Decía que ya no estaban en Londres, habían tenido que huir al campo por temor… —Volvió a sentarse, cansino, mientras Marta miraba las cartas—. Adolfo había entrado a Inglaterra de manera ilegal, así que corría el riesgo de ser detenido y deportado. Me repetía una y otra vez que no le dijera nada a mi madre, que ya encontraría él la forma de contarle todo —calló y tomó aire con un gesto circunspecto—. La segunda carta es la más dura. En ella me contaba que había perdido a su mujer y a su hijo, y que su vida carecía de sentido. Tardó meses en enviarme la última carta. La letra ya no es suya, no tenía fuerzas para escribir, únicamente la firmó. Me decía que se iba a morir allí, que buscase la mejor manera de contarle a mi pobre madre que su hijo se moría solo y enfermo en una casa de caridad del hospital de Leeds.

—¿Por qué no se lo dijiste entonces?

—No encontré la forma ni el valor suficiente para hacerlo… Hasta que me enseñó el paquete con las pertenencias de Adolfo… Le conté lo que sabía. Además, le anuncié que me iba a América con Eduardo.

—¿Te marchas?

—Aquí no puedo vivir, Marta, no me dejan. ¿No lo comprendes? —Su mirada imploraba la indulgencia de Marta—. Eduardo es médico, está casado, tiene dos hijos adolescentes. Es un buen hombre, pero no quiere a su mujer, ella no es buena con él; hace un par de meses nos pilló… Eduardo y yo…, bueno…, ya sabes. Desde entonces está haciendo de su vida un infierno, amenazas y chantajes a diario; es insoportable, de verdad, Marta, cuánta maldad hay en la gente, una maldad gratuita, indigna; es el padre de sus hijos, pero le da lo mismo, la humillación a la que le está sometiendo le tiene desquiciado. —Hizo una pausa, sus ojos perdidos en una profunda tristeza, amarga como el café que tragaba a sorbos cortos—. Él me quiere a mí, nos queremos desde hace años, siempre a escondidas, ocultos a todos con el miedo metido en el cuerpo. El mes que viene tiene que ir a Nueva York a un congreso. Ha decidido quedarse allí. No regresará y me ha pedido que me vaya con él. Le dije a mi madre que necesitaba dinero. Ella…, sé que con mi actitud clavé el puñal de suicidio en su corazón, pero… qué otra cosa podía hacer…

Camilo Bonilla se derrumbó por primera vez desde la muerte de su madre, lloró desconsoladamente, lloró con una pena aguda, hiriente, tanto que Marta se emocionó también.

—¿Cuándo te vas? —preguntó Marta cuando la aflicción de ambos parecía remitir.

—En cuanto tenga todos los papeles arreglados —contestó con la voz temblona todavía—. Calculo que en un mes o dos como mucho. En esta casa me ahogo.

—Te entiendo.

Él la miró agradecido por el gesto.

—Antes de marcharme, tengo que arreglar varios asuntos, y encauzar la situación del pobre Tabique.

—¿Has sabido de él?

—No. Don Escolástico tiene un hermano abogado y me ha dicho que con la ayuda de Mauricio van a intentar que lo trasladen a una cárcel de Madrid. Por lo visto, el asunto es muy feo. No quiso entrar en un chanchullo con los de suministros y se la han jugado. En este país, si eres honrado te muelen a palos. Pobre Manolo. Por lo menos le caen dos años, eso me ha dicho Mauricio.

—¿Sabe lo de tu madre?

—Le he enviado una carta con la noticia, y con el nombre del abogado que le va a llevar el caso, y algo de dinero y ropa y papel…, esas cosas…, ya sabes —calló un rato, bebió el café y dejó la taza—. Marta, hay algo más que quiero decirte. Mi madre te apreciaba mucho, a ti y a tu familia. Eras la hija que no tuvo, y Elena la nieta o la nuera que quiso tener. Le dolía mucho todo lo que habéis tenido que pasar. Ella ha dejado una carta… Se llama testamento hológrafo, según me ha dicho don Rafael. Como sabía que yo me iba a marchar de España, mi madre quería que os quedaseis vosotros con esta casa.

—Yo no puedo aceptar eso, Camilo.

—No puedes negarte a la última voluntad de una anciana. —Se levantó pesadamente y se acercó a la mesilla que había junto a su cama, abrió el primer cajón y sacó una carpeta—. Mi madre lo dejó todo bien claro. La casa permanecerá a mi nombre, pero el uso y disfrute lo tendréis vosotros, con la única condición de que mantengáis a Juana hasta su muerte. No tiene a nadie, y yo no la puedo llevar conmigo.

—¿Y tú qué dices a eso?

—Quién mejor que vosotros me va a cuidar esto.

—Pero si la vendieras…

—Nunca lo haría, no lo necesito. Mi madre tenía unos buenos ahorros. Voy a dejar un dinero en el banco con la orden de que se le envíe a Tabique una cantidad al mes para que pueda ir tirando. Además, Eduardo es un buen cirujano; ya le han ofrecido varias veces trabajo en un hospital muy prestigioso de Manhattan. Podremos vivir con cierto desahogo.

—¿Y tú, qué vas a hacer tú?

—¿Yo? —Sonrió lánguido—. Lo que siempre he deseado: escribir poesía y amar a Eduardo, sin tapujos, a la vista de todos, sin vergüenza, libre por fin de comehostias maldicientes que condenan y enturbian el sentimiento humano más puro y hermoso que existe.

Marta se quedó callada, pensativa, sin saber qué decir.

—Yo… Camilo, yo no puedo aceptar…

—No es tu voluntad, es la de mi madre, y ahora la mía. Quiero que os vengáis a vivir a esta casa y que de una vez volváis a ser felices.

—Te pagaré…

—No. Mi madre dejó escrito que tan solo os haréis cargo de los gastos. Los muebles se quedan, pero… puedes cambiar lo que tú quieras… La alcoba donde…, bueno, ya sabes… Puedes cambiarlo todo, ponerlo a tu gusto. A mí no me importa.

—Pero hay muebles muy valiosos aquí.

—Los únicos muebles valiosos son los que mi madre te compró a ti, Marta. Ah, y también quería que recuperases el piano.

—Solo el traslado para subirlo del primer piso aquí me puede costar un dineral…

—No pasa nada, dejaré una cantidad suficiente para que hagas frente a eso.

—No puedo aceptar eso… ¡No voy a aceptarlo!

—Será un préstamo —dijo alzando las manos para convencerla—. Me lo devolverás cuando puedas hacerlo. Marta, ese piano tiene que estar donde tú estés, y no en casa de gente que lo tiene como un mero adorno.

Ella negaba con la cabeza, con un gesto cargado de incredulidad.

—Todas las condiciones están ahí. Se lo daré a don Rafael para que todo se haga legal. Según me ha dicho, hay que protocolizar el testamento y luego tengo que aceptar la herencia. Trámites…, ya sabes. Hasta para morirse uno tiene que transitar por los oscuros pasajes de la farragosa burocracia.

—¿Rafael conoce ya el contenido de ese testamento?

—No. Solo le dije que mi madre había dejado escritas de su puño y letra sus últimas voluntades.

—Recuperar mi piano… —murmuró Marta ensimismada—. Dios santo, Camilo… —Le miró de repente como si hubiera caído en algo importante—. ¿Y si nunca conseguimos salir de esta situación? ¿Crees que Antonio va a permitir que vivamos de prestado? Ya le conoces…, nunca lo aceptará.

—Convencerlo está en tu mano, Marta. Además, mi madre estaba convencida de que tarde o temprano saldríais del agujero en el que la mala baba de otros os ha metido…, y yo también lo estoy. Así que no hay más que hablar. Quiero resolver todo esto cuanto antes. Y tú, empieza a tantear a esa beata ofidiana de doña Virtudes para que te devuelva el piano, porque estoy convencido que va a ser ella quien te ponga más reparos.

Marta seguía abismada en la idea de vivir en aquella casa, de tener la oportunidad de salir del zaquizamí en el que ahora se movía, y sobre todo la posibilidad de volver a tener parte de sus cosas, su música, su vajilla, su bargueño…, su piano.

—No sé yo si será ella…, o su marido, o incluso la estúpida de Virtuditas, pero estoy segura de que me van a poner pegas para devolvérmelo.

—¿Me dejas que te dé un consejo?

—Claro.

El hijo de la difunta doña Fermina echó el cuerpo hacia delante y la miró con fijeza.

—Ándate con cuidado con esa Virtuditas, es una sabandija a la que le han privado de semental que llevarse al catre, te lo digo yo, está hambrienta de hombre y una mujer así es muy peligrosa.

Marta sonrió ruborizada por la forma de hablar de Camilo. Su madre solía reprenderle cuando soltaba esos exabruptos por la boca.

—No digas tontunas, Camilo, esos son los chascarrillos que tenía tu madre. Si Antonio podría ser su padre…

—Tú hazme caso, ándate con ojo con esa víbora.