El cortejo fúnebre se puso en marcha cuando el reloj de la plaza marcaba las siete de la tarde. Tal y como había vaticinado el sereno, el primer día sin la presencia en el mundo de doña Fermina había amanecido lluvioso y con un aire húmedo y frío, como si el ya fenecido invierno se aferrase por derecho al tiempo de Cuaresma. Las calles mojadas formaban un tapiz gris y brumoso por donde transitaba la imponente carroza mortuoria, adornada con áureas filigranas vegetales y abierta en sus laterales, por donde se mostraba el sólido ataúd de caoba oscuro, incluido en el modelo de entierro elegido de primera categoría.
Dos caballos guiados por un elegante cochero vestido de morado a la federica arrastraban la fastuosa carroza hacia Atocha. Abriendo el cortejo, el sacristán con la cruz de la parroquia, dos monaguillos y un sochantre, seguidos de don Próculo, con roquete, dalmática y estola, acompañado de otro monaguillo portando el acetre con el hisopo. Detrás de la carroza, el hijo de la difunta, a pie, solo con sombrero oscuro bien calado cubriéndole casi todo el rostro y una cinta negra en la manga derecha del abrigo. Unos pasos por detrás marchaban Marta, su hija Elena y la pobre Juana, a quienes seguían el resto de los vecinos y una multitud de personas procedentes de todos los rincones del barrio y de lugares más lejanos que apreciaban las buenas maneras de doña Fermina. Cerraba el cortejo el coche de los Figueroa, conducido por Rafael, al que acompañaban su señora esposa, demasiado delicada de los pies como para caminar tanto trecho, y Antonio Montejano, convaleciente y débil todavía.
Desde la apertura de la capilla ardiente en el salón de la casa de doña Fermina, se había formado una riada de dolientes y plañideras, un ir y venir constante, dejando su firma o su rúbrica o su marca con el dedo en las cuartillas colocadas en la mesa de firmas que Donato había dispuesto en el portal, junto a la escalera, desde primera hora de la mañana. Los más madrugadores habían empezado a llegar alertados por la presencia de los de la funeraria en la puerta del número 10 de la plaza del Ángel, y como si de pólvora prendida se tratase, la noticia del luctuoso suceso empezó a correr por todo el barrio.
«Con lo buena que era», se oía musitar a unos; «En el cielo tiene que estar, la pobre», decían otros más vehementes; «Que Dios la tenga en su gloria», deseaban algunos. Sus lamentos susurrados dejaban una estela de pesado silencio al paso de la cohorte plañidera, y hasta los transeúntes ajenos a la identidad de la finada, camino a su última morada, se detenían descubriéndose y bajando el rostro con respeto y sorpresa por la abrumadora pena que arrastraba la marcha.
Llegados a la Puerta de Toledo, la mayoría de los que formaban aquel séquito mortuorio se despidió para dejar que los más allegados pudieran dar el último adiós a doña Fermina Carrascosa, viuda de Bonilla, en la intimidad de la Sacramental de San Justo, donde iba a ser cristianamente enterrada junto a los restos mortales de su esposo, gracias a la componenda que habían conseguido urdir entre don Mauricio Canales en su calidad de juez y actuario del caso, el padre Próculo como ministro de la Iglesia y fedatario de que la finada había recibido la extremaunción y los santos sacramentos antes de entregar su alma a Dios, Carlos Torres como médico firmante del certificado de defunción, y Rafael Figueroa con la autoridad que le otorgaba ser notario público, además de la connivencia y el silencio indulgente, y sobre todo interesado, de todos los vecinos, a pesar de que la mayoría había visto con sus propios ojos el balanceo de la pobre Fermina ahorcada en su alcoba.
Había sido don Escolástico, instalado como leal centinela ante la puerta del piso de la muerta, quien dio la voz de alerta: si se resolvía que aquella muerte había sido consecuencia de un suicidio, tal y como se desprendía de los hechos de acuerdo con el primer reconocimiento realizado, no solo resultaría muy factible que a la difunta se le negara la sepultura en suelo sagrado —de conformidad al canon 1240 del código canónico en vigencia, había apuntado muy campanudo el arquitecto, que se sabía al dedillo el dicho código eclesial, una de sus lecturas de cabecera junto a los Santos Evangelios—; esto, ya en sí mismo, resultaba una circunstancia aciaga, pero es que además, inevitablemente, recaería sobre el edificio y sobre todos los vecinos la vergüenza del hecho en sí: un suicidio era un crimen reprobado por la ley de Dios y por la Iglesia, dispensada esta incluso de celebrar misa de exequias o las últimas preces para la salvación de un alma ya condenada. Resultaba intolerable que todos se vieran obligados a cargar con esa pesada losa dejada en el último acto de doña Fermina, acto que, con toda probabilidad, no debía de haber contado con la voluntad consciente de su vecina, sino que tenía que haber sido producto de una enajenación transitoria, lo que eximía a la difunta de cualquier responsabilidad.
Tras valorar las palabras dichas por don Escolástico, Mauricio Canales intervino, en su calidad de juez, sentenciando la exención de culpa de la muerta, y todos estuvieron de acuerdo en que, por muy reprobable que fuera el susodicho acto de acabar con su vida, no se merecía doña Fermina una sepultura en tierra profana después de haber llevado una vida piadosa y cristiana, en la que todos afirmaron, con rotundidad inequívoca, que había convertido su hacer diario en servicio al prójimo, y que su negocio había sido en muchas ocasiones asidero gracias al que muchos pudieron evitar la miseria y la inanición, además de un montón de virtudes que entre uno y otro habían ido enhebrando hasta llegar a elevar a la suicida al pedestal de la santidad. Con todo el bien que había hecho en vida, no podían permitir que la vecina difunta penara hasta el juicio final, señalada con el estigma de una muerte por suicidio, mancillada su memoria y fuera de la Sacramental, lejos de los restos de su querido esposo, al que había guardado durante años de abnegada viudez y honra intachable.
Convencidos todos, lo arreglaron con celeridad. Había que evitar primeramente que la policía metiera las narices en el asunto. Rafael se había precipitado entonces escaleras abajo para detener la orden dada antes a su mujer. Llegó a tiempo de impedir la llamada gracias a la innata torpeza de doña Virtudes, torpeza que se había visto aumentada con los nervios del momento, que le habían dificultado dar con el número de la policía. A la nueva orden recibida de su marido, doña Virtudes se había quedado con el dedo tieso en la rosca del aparato negro. La señora de Figueroa era simple de mientes, insegura y dócil a las órdenes de su esposo, que por las mismas se desconcertaba en cuanto había una contraorden o algo poco claro que pudiera dejar en sus manos la decisión final a tomar. Antes de que hubiera podido reaccionar, don Rafael Figueroa le instó para que llamase a don Próculo. «¿A estas horas? —había objetado ella—. Que venga de inmediato, ah, y llama también a Carlos Torres, que venga también, avísale que es una urgencia, y no les digas nada más, ¿me has oído? Tan solo que tienen que venir sin tardanza, nada más».
Doña Virtudes se había quedado absolutamente confundida, petrificada, con el auricular en la mano, insegura de ejecutar las órdenes dadas, temerosa de errar, hasta que su hija Virtuditas la hizo reaccionar y cumplieron con los mandados recibidos.
De este modo, doña Fermina, con la ayuda de los hombres y la cooperación necesaria de doña Prudencia y doña Carmen, había sido descendida de su colgadura como si de un eccehomo se tratase y depositada en su cama como una honorable muerta. Bajo la supervisión y el consejo de don Mauricio y del notario (don Escolástico seguía en la puerta para que nadie, sin permiso, entrara ni saliera de la casa), se recogió todo, se guardó la cuerda y la escalera, y se vistió a la difunta con decencia, anudando un pañuelo al cuello, con lo que quedaba oculto el surco oscuro grabado por la soga.
Una vez cumplido el cometido de cada uno y con la promesa de todos, hecha sobre los Evangelios y con la bendición del padre Próculo, de guardar para siempre silencio sobre la verdadera causa de muerte de la anciana, se procedió a dar parte a la funeraria.
Dispuesta la muerta en su cama y con los operarios de las pompas fúnebres haciendo las labores propias de su oficio, el jefe de casa y el notario, acompañados del cura como autoridad eclesiástica, habían tenido que solucionar otro asunto espinoso, pero necesario, en aquella ajetreada madrugada. Mauricio Canales sabía dónde encontrar al hijo de doña Fermina, ya que a eso de las ocho de la tarde la anciana había tocado a su puerta suplicando su ayuda: su hijo se hallaba encerrado en los calabozos de la Dirección General de Seguridad de la Puerta del Sol, y no tenía a quién acudir, y le pedía, más bien le suplicó, que hiciera algo para sacarle de allí; pero el juez vecino le había aconsejado que dejara transcurrir un tiempo prudencial, añadiendo la inconveniencia de mover esas cosas, que lo más probable es que le soltasen en pocas horas, y que no se preocupase demasiado, que aquel encierro podía resultar una buena medicina para arreglar, o al menos atemperar, el grave «problema» que afectaba a su hijo.
Ante la humillante displicencia del juez vecino, la madre se tuvo que dar la media vuelta y volver a su casa, sola y cargando con la angustia de saber que «esas horas de medicinal encierro» habían transcurrido ya en exceso, porque Camilo Bonilla Carrascosa llevaba más de veinticuatro horas detenido en un oscuro calabozo de la Dirección de Seguridad a consecuencia de una redada en un garito frecuentado por hombres de mala vida, «uséase, y para que ustedes me entiendan mejor…, de maricones»; de ese modo se lo había espetado el guardia que había atendido a los tres hombres. Después de varias llamadas y de algún que otro billete pasado bajo cuerda, consiguieron sacar al hijo de la difunta de su encierro. El reo liberado presentaba un estado deplorable, ojeroso, desaliñado, sucio, y desprendía un olor agrio y avinagrado que echaba para atrás. Además cojeaba un poco, como aviso grabado a golpes que no se podía ver, pero sí percibir en sus andares nada filenos. La noticia de la muerte de su madre se la había dado el padre Próculo. Su reacción fue de una pasiva frialdad, como si hubiera barruntado el doloroso desenlace y ya lo hubiera asumido; pero la procesión la llevaba por dentro, una condena pesada y culpable difícil de soportar para su frágil espíritu.
Cumpliendo las órdenes dadas por el jefe de casa, a Juana la habían metido en el piso de doña Carmen, quedando atendida por Carmenchu y Marta Ribas (Elena Montejano regresó a su casa para estar pendiente de su padre, que continuaba dormido). Entre sorbo y sorbo de una infusión bien caliente, y en cuanto se recuperó algo del susto que le tenía el cuerpo descompuesto, la pobre criada de doña Fermina había podido dar cuenta de lo acontecido antes del trágico final de su señora.
—Ya me extrañó a mí que me pidiera la escalera —decía, entre sorbo y sorbo de la tisana que mantenía entre sus manos sin separarla apenas de los labios—, que paqué la quería, le pregunté, y ella me dijo que iba a buscar unas cosas en lo alto del armario. Ya le dije yo…, que a ver si se iba a caer, que me dijera qué quería y que yo se lo buscaba, pero ella que no…, que me fuera a acostar y que la dejase sola. Y la dejé… En la hora que la dejé, santo Dios bendito…, pobrecita mía, si me lo tenía que haber olido, sobre todo desde esta tarde, cuando llamó ese hombre y le dijo dónde estaba Camilín… Qué disgusto se llevó más grande… No se puede usted imaginar, qué disgusto… Pobrecita, no paraba de llorar, y que mis niños, y mis niños y no había quien la sacara de ahí, así hasta que me pidió la escalera y se metió en su cuarto. Qué pena más grande, Señor… —murmuraba, y callaba con el gesto descompuesto por el recuerdo y por la sensación de culpa que ya le empezaba a pesar—. Y yo, claro, pues la dejé sola…, porque ella me dijo que la dejase…, que si no de qué…, ni se me ocurre… Aunque yo ya andaba con la mosca detrás de la oreja, sabe usted…, que no me dormí…, no se crea usted, que estaba más despierta que un búho y con el oído bien atento, porque lo del señorito Camilo la había dejado mala, pero ya desde que recibió el dichoso paquete andaba ella como ida…
—¿Qué paquete? —lo había interrumpido Marta.
—Uno que trajo el cartero hace unos días.
—¿Y qué era? —le había preguntado Carmenchu con ansia.
La mujer había encogido los hombros.
—Pues si le digo la verdad, no lo sé. No lo abrió delante de mí. Venía del extranjero, eso sí se lo digo porque me lo dijo el cartero, que yo las letras no las veo bien, sabe usted, pero el hombre me lo dijo, como me conoce… Se lo llevé y con las mismas y sin decir ni media, se metió en su habitación y ahí…, ya…, yo no sé más del paquete, pero desde ese día apenas ha probado un bocao…, fíjese lo que le digo, si ayer me dejó hasta mis croquetas, que no sabe usted cómo le gustan…, pobrecita mía. Y tenía la cara muy seria todo el día, y fíjese lo que le voy a decir, ya ni siquiera ponía el aparato ese de la música…, nada de nada. Todo el día ahí, sentada en su sillón, mirando por la ventana como si estuviera en el otro mundo. Parecía una muerta…, una muerta en vida…, tan seria…, como ida…, se lo digo yo, como si estuviera ida.
Marta había tenido un presentimiento y preguntó a Juana si sabía dónde podía estar el paquete recibido. Ella le contestó que cuando entró a llevarle la escalera lo había visto encima de la cómoda. Marta Ribas se había levantado de un salto y bajó corriendo al piso de doña Fermina. Sin embargo, se topó con las reticencias de don Escolástico Espinosa, que, en principio, le había negado en rotundo la entrada. No estaban en ese momento ni Rafael, ni Mauricio ni don Próculo —entretenidos en la Dirección de Seguridad—, y ante el jaleo que montó Marta, había tenido que salir doña Prudencia —que junto a doña Carmen supervisaba el montaje de la capilla ardiente en el salón, muy atentas a que el pañuelo colocado a la muerta ni se tocase, ni mucho menos se retirase—, y por fin se le permitió el paso. Seguida por la señora de Espinosa, Marta Ribas había entrado en la habitación como una exhalación. La alcoba estaba ya vacía (una vez colocada la difunta en su habitáculo definitivo por las expertas manos de los funerarios), todo recogido, incluso la cama estaba hecha y la colcha perfectamente estirada. Marta buscó con los ojos la cómoda y, tal y como le había dicho Juana, había un paquete envuelto en papel de estraza que tenía cortado el cordón que lo cerraba. Lo desenvolvió bajo la atenta mirada de doña Prudencia, apostada a su lado, dispuesta a enterarse de lo que la de Montejano buscaba con tanto ahínco.
Lo primero que había visto fue un sobre, sin remite y con el sello grabado de un hospital enmarcado en los colores de la bandera inglesa. En el interior, una escueta nota escrita a máquina en un mal español, sin firma pero con el membrete de un hospital general de Leeds. Al leerlo, Marta confirmó con amargura sus malos presagios. Iba dirigido a doña Fermina como Mrs. Bonilla: le remitían las pertenencias de don Adolfo Bonilla Carrascosa, halladas en los sótanos del hospital referido, anunciándole, con gran pesar, que su hijo, según constaba en los archivos de la institución, había fallecido el día 2 de mayo de 1942, y que debido a los avatares derivados de la guerra mundial, no había sido posible darle cuenta antes del deceso. Nada se apuntaba sobre el lugar en el que estaba enterrado, pero era evidente que debía de encontrarse en alguna fosa común, junto a otros muchos muertos anónimos, desaparecidos para sus familias, y que ahora dejaban de serlo gracias a la restauración de la paz que llegaba con noticias de ese tipo. Marta se había estremecido al pensar en sus padres, sobre todo en su madre, evaporada su existencia en el eco mudo del olvido.
La voz impertinente de doña Prudencia la sacó de sus cavilaciones, pegada a ella preguntando y curioseando con ansia fisgona; aquella mujer resultaba irritante e incómoda.
El paquete, además de la carta, contenía varias fotos de una mujer joven, guapa, de larga y rubia melena, que aparecía siempre sonriente; en una de ellas, bajo un ligero vestido de verano, se hacía evidente un embarazo ya avanzado, y en otra estaba Adolfo junto a la mujer rubia sosteniendo en los brazos a un niño de apenas un año; se les veía felices y muy contentos. Marta sintió un escalofrío que le recorrió el cuerpo al pensar cómo se debía de haber sentido doña Fermina al descubrir todo aquello. Había además un pañuelo de flores de mujer, sucio y muy sobado, y una cartera en cuyo interior encontró la cédula de identificación de Adolfo que utilizó durante la guerra civil, y un carné de Falange fechado en mayo de 1939, y una foto de estudio muy tazada con la imagen de don Adolfo padre, de pie, muy tieso y con gesto adusto, y a su lado, sentada en una silla, la madre, doña Fermina, asimismo seria y erguida.
—Esto ha sido la causa… —había musitado Marta, pesarosa, sin pensar en que doña Prudencia aguzaba el oído tras ella—, esto le ha llevado a tomar la decisión de… ¡Dios mío! Pobrecita…
Las lágrimas le corrieron por la mejilla y sintió una intensa quemazón en el golpe del pómulo. Notaba que se le estaba inflamando y le dolía.
—Pobre mujer —había murmurado la señora de Espinosa tras haber leído el texto de la nota y según ojeaba las fotos—, lo ingratos que llegan a ser los hijos… Qué poquito piensan en lo que sufrimos las madres… Dejarla así, por una…, tiene toda la pinta de extranjera… ¿Verdad, usted? Se la ve… Sabe Dios de dónde habrá salido… Y con un niño… Criaturita, seguro que ni estaban casados ni nada. A estas les da lo mismo todo.
—¡Cállese de una vez! —le había espetado Marta con gesto malhumorado.
—A ver por qué voy a tener que callarme, porque tú me lo digas. —Doña Prudencia trataba de usted a todo el mundo, pero el respeto se había perdido y olvidó la corrección—. Pues faltaría más, no te digo lo que hay. Hablo porque me da la gana, y ya está.
Mientras peroraba rabiosa, Marta había recogido todo lo que había en el paquete dispuesta a llevárselo, pero doña Prudencia no la iba a dejar.
—¿Qué vas a hacer con eso?
—Guardarlo.
—Esto no sale de aquí sin el permiso de don Mauricio.
Marta la había mirado con los ojos llenos de lágrimas enrojecidos por la rabia. Arrojó el paquete a la cama y se marchó oyendo la voz chillona de doña Prudencia.
No había sido una buena semana para la pobre doña Fermina. Fatalidad llama a fatalidad, era una frase repetida por ella cuando, en tantas ocasiones en los últimos años, Marta había acudido a su regazo maternal a volcar la pena que la acuciaba por tanta desgracia que parecía caer únicamente sobre su cabeza y la de su familia; aunque tampoco hay mal que cien años dure, añadía con una sonrisa tierna. Doña Fermina debió de pensar que en su caso no podía esperar tanto tiempo a que se agotara su mal.
El paquete con las últimas pertenencias de su hijo mayor y la noticia de su muerte, a lo que se había añadido una llamada anónima y caritativa (un hombre de voz ronca que acababa de recuperar su frágil libertad y le hizo el encargo referido por Camilo) informándole de que su hijo estaba detenido en la Dirección General de Seguridad, habían sido la puntilla a una semana que había empezado con un desastre para el negocio: Manolo Rodríguez, su entrañable Tabique, había sufrido una encerrona y penaba desde hacía días en una miserable cárcel de Jaén.
Marta se sentía abatida por la muerte tan horrenda de doña Fermina, pero sobre todo se sentía culpable de no haber estado a su lado, de no haber sabido atenderla cuando la necesitaba. Juana le había contado que, en varias ocasiones, su señora la había mandado a buscarla para que bajase porque tenía que hablar con ella, y que nunca la había encontrado en casa.
Se había pasado todo el velatorio dolorosamente llorosa, velando el cuerpo, al lado de Camilo, que no derramó ni una sola lágrima, perfectamente aseado e impecablemente vestido, los ojos fijos en la madre muerta apenas retirados cuando se acercaba alguien para ofrecerle el pésame.
Una vez abandonada la carroza en la puerta del camposanto, el féretro, portado por cuatro hombres trajeados y con la cinta negra cosida a la manga de sus gabardinas, se adentró poco a poco en los paseos señoriales del cementerio. Todos seguían el paso de los eclesiásticos que iban abriendo camino. Marta caminaba un paso por detrás de Camilo Bonilla, que avanzaba afectado pero tieso como un garrote. Junto a Marta, su hija y Juana, a continuación doña Carmen flanqueada por su hija Carmenchu y doña Prudencia. Cerraban el cortejo don Mauricio, don Escolástico y la familia Figueroa al completo, a excepción de Basilio, que se hallaba en cama con fiebre, según su madre, imposibilitado de salir a la calle. Antonio Montejano se había quedado esperando en el coche de Rafael, en la puerta del cementerio, aconsejado por Carlos Torres de que se guardase de resfriados o catarros inoportunos en su frágil recuperación y procurase no andar mucho por la calle, y menos en un día lluvioso y destemplado como aquel.
Se sobrecogió Marta al ver pesadamente suspendido el féretro de los gruesos cordeles, descendido por dos sepultureros vestidos de pana. Al llegar al fondo sonó con un golpe recio, solemne, para dar paso al silencio, un silencio que se quebró como un crujido al coger Camilo un puñado de tierra y arrojarlo a la fosa abierta, rompiéndose los terrones contra la oscura madera.
Mientras el padre Próculo cumplía con la liturgia, Marta pensaba en las horas que había pasado junto a aquella anciana que ya dormía el sueño eterno, en sus gratos consejos maternales, en su bondad, en su infinita paciencia apaciguadora de su amargo desasosiego. El trabajo la había sacado de casa demasiadas horas y demasiado tiempo como para haber sido capaz de entrever cuánto le urgía su presencia. Una y otra vez, con saña insistente, se reprochaba a sí misma que hacía más de un mes que no pasaba a verla, más de un mes sin prestar atención a una de las pocas personas que nunca le había fallado. Había abandonado a aquella pobre anciana, hundida y abatida por quedar definitivamente malogrado el anhelo iluso de la vuelta del hijo ausente, dejándola en brazos de una desesperación que la precipitó al vacío de la muerte.
A Marta le pesaba la conciencia como la losa mortuoria que descansaba a un lado del hueco de la sepultura que ya empezaba a llenarse.