Marta Ribas, con el llavín en la mano y delante de la puerta de su casa, tomó aire intentando acaparar el valor necesario para entrar. El corazón le palpitaba tan fuerte que temió advertir de su presencia solo con el alocado golpeteo. Se mantuvo unos segundos atenta por si oía algo al otro lado de la puerta, pero un silencio hueco parecía atronar en sus oídos y en su mente. Un agradable aroma a café se escapaba del interior expandiéndose por el rellano. Cerró los ojos e introdujo la llave en la cerradura.
Antonio estaba sentado sujetando una taza humeante. Al oír el sonido de la cerradura, alzó los ojos y se encontró con los de Marta. Se miraron un instante tenso; ella cerró y se quedó quieta, pegada a la puerta, de frente a su marido.
—Me acabo de encontrar a Virtuditas en la escalera y me ha dicho… —calló porque sintió que le temblaba la voz.
—¿De dónde vienes?
—Lo siento, Antonio… He tenido que asistir a una cena…, una cena importante con el ministro de Obras Públicas…
Enmudeció, asustada, ante la reacción de Antonio, que se había levantado con tanto ímpetu que la silla cayó al suelo con estrépito. Respiraba igual que un animal salvaje a punto de saltar sobre un adversario. Sus ojos la taladraban amenazantes, como si la quisiera azotar con la mirada.
—Antonio, no te enfades, por favor… No sabía que estabas en casa, Carlos Torres dijo que no te daría el alta hasta mañana…
—¿Y por eso has aprovechado para irte por ahí de farra a cenar con el ministro?
—No te equivoques, Antonio, era una cena de trabajo, solo una cena de trabajo.
Marta permanecía de pie, pegada la espalda a la puerta como si intentase buscar un punto de apoyo a su temor. Su aspecto, elegante y sofisticado, bien conocido por Antonio de otros tiempos, ahora le resultaba irritante, imposible de soportar.
—Pareces una puta cara…
—No me hables así —dijo ella en un intento de mantener una dignidad que sabía estaba perdida.
—¡Te hablo como me da la gana! —gritó—. Soy tu marido… ¿O es que ya no te acuerdas?
—No digas eso… Sé que eres mi marido. Nunca lo he olvidado.
Antonio se acercó a ella, lento, con la mirada torva.
—Entonces, ¿me puedes explicar cómo me he podido sentir yo, ¡tu marido!, cuando regreso del hospital después de semanas convaleciente y me encuentro con la humillación de tener que pedir la llave de mi casa a la vecina porque mi mujer y la idiota de mi hija han salido y nadie sabe dónde andan?
—No sabíamos que estabas en casa —insistió ella en su afán de justificarse.
—Y por lo que veo, aprovechas muy bien mi ausencia, te vas de cena por ahí, apareces pasada la medianoche… Y, según tengo entendido, montada en un coche de lujo, conducido por un tío que no conozco, como si fueras una cualquiera.
—Antonio, no es lo que piensas, ya te he dicho que todo es trabajo.
—Tú y tu trabajo con esa rica habéis echado a perder esta familia; tu hija sola por ahí, vestida como una… furcia, llegando a horas intempestivas para su edad, fuera de todo control, y tú… Me has puesto en ridículo, Marta, somos la comidilla de todo el barrio, ¡qué digo!, somos el comadreo de todo Madrid. Mientras el cornudo del marido se debate entre la vida y la muerte metido en la cama de un hospital, su esposa se pasea por los cafés y los restaurantes de postín luciéndose como una ramera, ofreciéndose al mejor postor…
—¡No te permito que me digas eso porque es mentira!
Las palabras de Marta, firmes y altivas, desataron la furia ciega de Antonio, que, de forma incontrolada, empezó a golpearla con saña acallando el poco valor que había conseguido acumular para defenderse de unas acusaciones tan mordaces e injustas. Ante la inesperada arremetida, Marta se cubrió la cara con los brazos y, entre gritos angustiados, se agachó para intentar zafarse de la agresión.
—¡Que tú no me vas a permitir a mí…! —Antonio escupía las palabras rasgándolas de su garganta—. Te rompo la crisma, fíjate lo que te digo, cállate la boca o te parto el alma. ¡Maldita sea mi suerte! ¡Maldita seas! ¡Maldita seas!
Con el oído pegado a la puerta desde el momento en que había oído entrar a su madre, Elena la abrió asustada cuando oyó las voces.
—¡Papá, por favor!
—¡Tú vete de aquí! O te llevas también lo tuyo.
Elena se quedó quieta, incapaz de enfrentarse a la furia de su padre, descargada sobre el cuerpo encogido de su madre. Sentía que no podía respirar, que le faltaba el aire.
—¡Papá, papá…, no sigas, por favor! —volvió a suplicar con voz ahogada en un llanto doloroso—. No sigas, por favor…, papá…, papá… ¡Papá!
Antonio dejó de pegar a Marta, no por las palabras de su hija, que apenas le habían llegado a la conciencia, sino porque de repente se sintió mareado, débil y a punto de desvanecerse. Se volvió de espaldas a Marta, apoyó las manos sobre la mesa unos segundos, tambaleante, hasta que cayó desplomado al suelo.
Madre e hija se quedaron inmóviles, sin capacidad de reacción, asustadas, mirando el cuerpo desmayado tendido en el suelo. Sus ojos se encontraron un instante y, solo entonces, Marta se movió hacia él, despacio, como si tuviera miedo de acercarse.
—Antonio… —Esperó respuesta y se acercó algo más hasta llegar a tocarle, y ante la inmovilidad evidente, gritó—: ¡Antonio! ¡Antonio! Elena, ayúdame. Vamos.
Entre las dos cogieron el cuerpo inerte y lo arrastraron hasta la cama. Marta se desprendió de su abrigo, que todavía llevaba puesto, mientras miraba el rostro de su marido e intentaba hacerle reaccionar.
—¡Antonio! Antonio, mi amor, dime algo… Por Dios, dime algo…
Elena se quedó a los pies de la cama, sin saber muy bien qué hacer.
—¿Bajo a buscar a Rafael?
—No. Todavía no —contestó tajante su madre, sin mirarla—. Antonio, amor mío, dime algo.
Antonio se removió inquieto, con un gesto de dolor. Tenía la frente perlada de sudor. Abrió un instante los ojos, pero volvió a cerrarlos; una mueca de dolor le quebró el rostro.
—Trae un vaso de agua —le dijo a Elena—. Tranquilízate, mi amor, tranquilízate, ya ha pasado, ya pasó, tranquilo… Estoy aquí, a tu lado, vamos…, vamos…, tranquilo.
Entre las dos consiguieron que bebiera un trago de agua, pero enseguida rechazó el vaso con un escalofrío.
—Tengo frío.
Elena le alcanzó una manta y entre las dos le arroparon, intentando detener la tiritona que le había dado de repente.
Antonio volvió a abrir los ojos y miró con fijeza a Marta, casi suplicante; le habló con voz ronca y débil.
—Dame la morfina… Marta, necesito que me inyectes morfina.
Marta dudó un instante, pero ante la insistencia de su marido y la desesperación reflejada en sus ojos, se levantó, abrió el armario y sacó el calmante que Carlos Torres le había dado por la mañana. Nerviosa, preparó la jeringa, le levantó la manga de la camisa y pellizcando la piel del brazo, le clavó la aguja sin apenas pensar.
Percibió en él una mirada de gratitud, y a los pocos segundos, como si de un milagro se tratara, se fue calmando; su respiración, antes acelerada y descompensada, se sosegó y retomó el pulso normal. Al cabo de unos minutos, abrió los ojos de nuevo. Marta estaba a su lado, sentada en el borde del colchón, mirándole con angustia, con los ojos ennegrecidos del rímel corrido por el llanto, y el pómulo enrojecido a consecuencia del primer golpe que había recibido todavía desprevenida.
—¿Te encuentras mejor? —le preguntó con la voz rota, acariciándole la mejilla.
Antonio le cogió la mano y la apretó durante unos segundos sin dejar de mirarla. Marta sintió que el corazón se le aceleraba de nuevo, temerosa del rechazo; sin embargo, comprobó cómo sus ojos se llenaban de lágrimas y, en vez de agredirla, se llevó a los labios la mano sujeta y la besó repitiendo, balbuciente, varias veces su nombre. Y la tempestad se convirtió en lluvia de lágrimas y palabras musitadas de culpa y disculpa, y la ira furibunda dio paso, poco a poco, a tiernas caricias, entregados ambos a restallar heridas y ofensas inferidas, dichas y oídas, tornando la amargura en dulzura infinita. Ya no había miedo a que las palabras como retorcidos rayos fulminasen las almas y el ánimo.
—Estoy aquí, amor mío, a tu lado. —Con voz temblona, Marta se dejaba besar el dorso de la mano, empapada por la calidez de las lágrimas—. Voy a cuidarte, no te preocupes por nada, yo cuidaré de ti… Todo saldrá bien… Antonio, todo se va a arreglar.
Elena observaba la escena desde la puerta, imbuida a su vez por un sollozo irreprimible.
Unos gritos procedentes de la escalera interrumpieron aquel momento de lamento. Se miraron las dos alarmadas.
—Ve a ver qué ocurre —susurró Marta a su hija.
Mientras Elena abría la puerta y se asomaba al hueco de la escalera, Marta quitó los zapatos a su marido y le aflojó el pantalón, hablándole dulcemente, con palabras amorosas y con mimos. Él se dejaba hacer y parecía que se iba a quedar dormido.
Elena se asomó a la habitación.
—Mamá, es Juana… Algo le pasa, está en el rellano gritando como una loca.
Marta la miró, pero siguió arrullando y colocando a su esposo como si el resto del mundo pudiera esperar. Le acarició la frente y esperó unos instantes. Antonio parecía caer poco a poco en un sosegado letargo, agotado, seguramente, por la tensión y el trajín del día.
A los gritos de Juana, ahora claramente identificados, ya empezaban a sumarse los de algunos vecinos que acudían a sus ruegos.
—Quédate con él, iré a ver qué pasa.
—Toma. —Elena le dio un pañuelo a su madre—. Límpiate la cara, que no sepan que has llorado.
Su madre la miró y esbozó una sonrisa triste y lánguida; cogió el pañuelo, tomó aire y le dio las gracias.
—No le dejes solo hasta que no esté dormido, luego cierra la puerta de la alcoba, que no le despierte el jaleo, voy a ver qué le pasa a Juana.
Marta se asomó y atisbó a la criada de doña Fermina dos pisos más abajo, tronando a toda voz: «¡Ay, ay, mi señora, ay, Dios mío, mi señora!», los brazos en alto y la cara desencajada. Bajó el primer tramo de escalera y al llegar al rellano del tercero, la puerta izquierda se entreabrió y asomó la cara asustada de doña Carmen Frutos, la viuda de don Evaristo Alcázar, enmarcado su rostro adusto y blanco como el mármol por una horrible redecilla negra que la hacía parecer una monja.
Al ver a Marta se sintió más segura y salió al descansillo mostrando su espeso y recatado camisón de color blanco, tocado con una mañanita de lana negra de largos flecos que llevaba sobre los hombros; detrás de ella, como si fuera su sombra, apareció su hija Carmenchu con los pelos alborotados, abrochándose una bata larga y oscura y con cara de sobresalto. Vieron que Marta intentaba limpiarse las marcas de sus lágrimas negras de rímel para hacer desaparecer el rastro de la discusión, aunque madre e hija lo habían visto y oído casi todo, bien atentas desde que el Packard se había detenido en la puerta, mirando por la ventana con mucha discreción, habían observado cómo Marta Ribas de Montejano descendía de aquel lujoso auto, escandalizadas (como cada noche desde que Antonio estaba en el hospital) por las horas intempestivas para que una mujer que quiera decirse decente regrese a casa sola, o mucho peor, que lo haga en un coche de los caros y con chófer; y habían estado acechando, desde su discreta atalaya, la llegada del sereno; y cuando Marta entró en el portal, se habían dirigido sigilosas a la puerta y pegaron el oído, incluso abrieron un poco la mirilla para verla pasar; y había querido la suerte que fueran testigos indiscretos y ocultos del encuentro de la andoba con la abnegada Virtuditas Figueroa, y habían escuchado todo lo dicho entre ellas; y cuando la de Montejano entró por fin en su casa, las dos habían corrido con pasos cortos, casi de puntillas, a la alcoba de Carmenchu, situada justo bajo lo que ahora era el hogar de la familia Montejano, y ahí habían estado atentas, mirando al techo, apenas sin respirar, hasta que oyeron primero el golpe, que les había sobresaltado tanto como si hubieran sido pilladas, y después las voces y los gritos angustiados de Marta y los de la ira desatada de Antonio; y con gran susto, se habían abrazado como si ellas mismas fueran quienes sufrieran la bronca, bien merecida, eso sí, porque demasiado bueno había sido Antonio, que un hombre tiene un aguante, y en todo hay un pasar, y cuando los límites se saltan y una mujer no sabe estar donde ha de estar por ley y por mandato de Dios, pues pasa lo que tiene que pasar, que el hombre estalla y viene lo que viene.
En estas cosas estaban la madre y la hija, sentadas en el borde de la cama, cuchicheando lo sucedido justo encima de sus cabezas, una vez que el jaleo se había tornado en aparente calma y silencio, y a punto estaban de iniciar sus rezos y letanías, que la Semana Santa se acercaba y había mucho que hacer por las almas descarriadas, cuando volvieron a sobresaltarlas más gritos, pero esta vez en la escalera.
—¿Qué pasa? —preguntó doña Carmen acercándose a Marta.
—No sé, es Juana, la criada de doña Fermina —le contestó sin detenerse, esquivando incluso a la mujer que se interpuso en su camino y que, a pesar de la rapidez y de la poca luz, pudo apercibirse con certeza de la mala cara y del golpe en el pómulo, muy cerca del ojo.
Cuando Marta empezaba a descender el tramo de escalera hacia el segundo, la puerta de los Espinosa se abrió y apareció don Escolástico seguido de doña Prudencia, su señora. Llevaba don Escolástico el abrigo echado sobre los hombros (lo primero que había cogido con las prisas, por no volver a la alcoba a buscar el batín), dejando ver el pijama azul, impoluto y como recién planchado (con raya y todo en los pantalones); doña Prudencia, sin embargo, vestía el traje gris oscuro de andar por casa, ya que en el momento en el que habían empezado aquellos alaridos de la criada de doña Fermina, ella rezaba en el saloncito, a la tenue luz de una vela para no gastar electricidad, el quinto de los siete rosarios que le había impuesto como penitencia don Próculo en la confesión de la mañana, faltas ya perdonadas, aunque pendientes de esos dos rosarios que le faltaba rematar. Doña Prudencia y doña Carmen, seguidas de Carmenchu, se reunieron en el centro del rellano y juntas, como si entre ellas se dieran valor, se asomaron al hueco de la escalera. Don Escolástico, sin embargo, se precipitó de inmediato detrás de Marta para saber de primera mano qué era aquella escandalera a semejantes horas de la noche.
—Lleva un moretón en la cara que ni te cuento —le murmuró doña Carmen a doña Prudencia—. Y le ha debido de dar bien de golpes.
—Pues es lo que merece —contestó la otra—, que esta se cree que puede hacer lo que le da la gana y eso no puede ser…, cada uno en su sitio, que no hemos ganado una guerra para esto, y ya tuvimos bastante con el choteo de la dichosa República, que nos llevó adonde nos llevó…
—Si ya lo dice el refrán, a la mujer y a la burra, cada día una zurra, y esta es muy burra, muy fina pero muy burra, y al pobre Antonio no le queda otra que darle, claro está, qué va a hacer el hombre, demasiado aguanta el pobre…
—Lo que yo te digo… Que no se puede andar por ahí como un pendón, y como dice mi Tico, la mujer tiene derecho si se mantiene en su techo.
—Pues eso digo yo…
Mauricio Canales, con batín marrón de seda anudado al talle con un cinturón y zapatillas de piel marrones sobre un pijama azul celeste, intentaba calmar a la criada de doña Fermina sujetándola de los hombros.
—Juana, por favor, compórtese, dígame qué ocurre, ¿está enferma la señora Fermina? ¿Le ha pasado algo?
—¡Ay, ay, mi señora! ¡Ay, mi señora!
Era evidente que la criada estaba conmocionada, descompuesta, incapaz de hablar y decir lo que pasaba.
A Mauricio se le unió Rafael Figueroa, vestido con traje y corbata, repeinado e impecable como si fuera a salir a la calle en aquel momento, y por la escalera ascendía doña Virtudes con cierto reparo por su indumentaria (una bata larga de piqué afelpado color granate con ribetes rosas y con una especie de rulos en la cabeza sujetos con una redecilla), precedida de Virtuditas, algo más decidida.
Entre unos y otros trataban de tranquilizar a la pobre Juana en su repetitiva conturbación.
Después de observarla un momento, Marta se dirigió directamente a la puerta de doña Fermina, que estaba abierta de par en par, pero una voz potente la conminó.
—¡Deténgase!, ¿dónde se cree que va?
Mauricio Canales obvió a Juana y se dirigió hacia Marta.
—A ver qué le ha pasado a doña Fermina.
—No debemos entrar.
—¿Por qué? Está claro que algo grave le ha ocurrido…
Mauricio Canales se llevó la mano derecha con mucha afección a la barbilla con un gesto cavilante, frunció el ceño, arrugó los labios y con voz engolada y grave dijo:
—Teniendo en cuenta el estado en el que se encuentra esta pobre mujer, parece evidente que algo ha debido pasar. Es muy posible, no lo dudo, pero si alguien ha de entrar para hacer una primera inspección, ese debería ser yo sin duda, al fin y al cabo, soy el jefe de casa y podríamos estar ante una situación…, como diría yo, crítica.
—Pues entre —le conminó Marta nerviosa—. Puede que doña Fermina esté enferma y necesite ayuda.
—No tanta prisa, Marta, no tanta prisa.
En ese momento Juana se desvaneció en brazos de Rafael.
Marta aprovechó la confusión y se lanzó al interior de la casa. Sabía que algo grave le había sucedido a la anciana y no estaba dispuesta a esperar a los formalismos de un funcionario de medio pelo. Entró dando voces por el pasillo llamando a la señora Fermina. Mauricio Canales, al percibirse de la transgresión, se precipitó tras ella conminándola a detenerse aludiendo a la autoridad que él representaba. No iba a consentir que una mujer, por mucho que se fuera a convertir en su señora suegra, le arrebatase el protagonismo que la situación empezaba a requerir. Pero Marta no le hizo caso; primero fue hasta el salón, estaba a oscuras y encendió la luz.
—¡Doña Fermina!
Le respondió el vacío. Cuando se dio la vuelta para acudir a su cuarto, se topó de bruces con Mauricio Canales, que con gesto ofendido la cogió del brazo y tiró de ella pasillo adelante para sacarla de la casa.
—Haga usted el favor de salir de la vivienda o me veré obligado a detenerla por desacato a la autoridad.
Marta se dejó llevar hasta que llegaron frente a la habitación donde dormía la señora Fermina. Se soltó con un gesto brusco forcejeando con Mauricio, que se empeñaba en sujetarla, y consiguió abrir la puerta; al hacerlo los dos se quedaron petrificados, quietos, consternados ante la visión. Alumbrada por la tenue luz de la lamparita situada sobre la mesilla junto a la cabecera de la cama, pendía el cuerpo de la anciana sujeto por el cuello con una soga atada al gancho de la pesada araña del techo; la vacilante oscilación del cuerpo colgado hacía tintinear los minúsculos cristales que componían la enrevesada lámpara mezclado con un lúgubre crujido que provocaba el roce de la cuerda con el hierro del gancho. Tenía las piernas abiertas, como desparramadas en el aire, y el camisón blanco de algodón que le llegaba hasta las rodillas le hacía parecer un fantasma levitando en el aire. En el suelo, a los pies del lecho matrimonial de la anciana viuda, y justo debajo de su cuerpo flotante, una escalerilla de madera tirada en el suelo que solía utilizar Juana para limpiar las zonas altas de la casa.
Tras unos segundos de mudo estupor, Marta profirió un grito tan desgarrador que resonó en toda la casa. De inmediato, doña Prudencia y doña Carmen, esta custodiada por su hija, se precipitaron al rellano del segundo. Allí se unieron a doña Virtudes y a sus dos hijas, ya que Julia no había podido resistirse a la orden de su padre de esperar en casa y había subido al segundo, seguida de Venancia, ávida por enterarse de lo que pasaba un piso más arriba. Todos en el umbral de la puerta, sin decidirse ninguno a adentrarse al pasillo.
El primero en hacerlo fue Rafael Figueroa, que se abrió paso entre las mujeres y se acercó hasta donde se encontraba Marta, quedando tras ella, uniéndose a la contemplación del luctuoso espectáculo, incapaces de retirar los ojos de aquel rostro inclinado igual que el de un Cristo crucificado, desprendidos los brazos de la cruz caídos a lo largo del cuerpo, la piel azulada, la lengua pinzada entre los labios con una mueca de aparente burla, los ojos abiertos y desorbitados por el horror del ahogamiento.
El resto de los vecinos, con excepción de Carmenchu, que se quedó junto a la criada desmayada, siguieron los pasos del notario ansiosos por saber a qué se debía aquel chillido que en sí mismo anunciaba algo muy grave. Todos sufrieron la misma reacción: al llegar a la puerta abierta de la alcoba de doña Fermina, cegados por el fisgoneo irreprimible, alzaban la vista y se tapaban la boca ahogando el grito de espanto; unos retiraban la vista de inmediato, otros se quedaban con los ojos fijos, petrificados por la visión del cuerpo oscilante.
Julia Figueroa fue la única que salió de la casa con el gesto descompuesto por la visión. En ese momento, Elena llegaba al descansillo del segundo (impaciente por saber lo que ocurría y después de asegurarse de que su padre dormía con placidez) y su amiga se echó a sus brazos llorando desconsolada.
Carmenchu atendía solícita a la pobre Juana, que iba recuperando el sentido, con la misma retahíla que antes del desmayo pero ya sin aspavientos ni gritos, sino en un murmullo lastimero y penoso.
Mauricio Canales se adentró en la alcoba, cogió la escalera y la colocó junto al cuerpo de la mujer y, con la ayuda de Rafael Figueroa, ascendió tres escalones y, no sin reparo, alzó la mano hasta el cuello retirando los ojos para evitar la terrible mirada de la ahorcada.
—Está muerta —sentenció con solemnidad, tras unos segundos de silencio.
—Pero… —añadió Rafael al ver que descendía.
—Nada, nada —interrumpió con gesto grave—, muerta y bien muerta. Se lo digo yo, que por mi profesión algún que otro caso como este me ha tocado ver.
—Habrá que descolgarla —insistió el notario, haciendo intención de subir a la escalera una vez hubo descendido don Mauricio.
La voz potente y la mano firme del juez le detuvieron en seco.
—¡Aquí no se toca nada!
—¿No pensará dejarla ahí…, colgada? —le espetó Marta con reproche.
El juez no hizo caso de sus palabras.
—Don Rafael, se lo ruego, salga de la habitación. Vamos, se acabó el espectáculo. Todo el mundo fuera.
—¡No puede hacer eso! —gritó Marta alterada.
—Me hago responsable de la situación. Como jefe de casa y como juez de instrucción en ejercicio, ostento la autoridad competente para ello, y ordeno a todo el mundo que salga fuera y que nadie toque nada bajo pena de incurrir en un delito de desacato a la autoridad o ser acusado de cualquier alteración de pruebas del crimen.
—¿Ha sido un crimen? —preguntó doña Virtudes, olvidada ya de las trazas que llevaba nada adecuadas para la ocasión.
—Hay que avisar a la policía inmediatamente —sentenció el juez.
Mauricio Canales empujó a todos hacia el recibidor, recomendando calma e intentando acallar las protestas y opiniones de unos y otros. Marta se resistía a moverse; no estaba de acuerdo en dejar en semejante situación a la pobre anciana, le parecía inhumano. Rafael, convencido de que el jefe de casa tenía razón, agarró a Marta por los hombros y con mucha mesura la arrastró por el pasillo. Fue entonces cuando vio el golpe del pómulo. No pudo reprimir el impulso de tocarla con suavidad, pero ella lo rechazó con brusquedad y un gesto esquivo, volviendo la cara y ocultando la mejilla con la mano. Fue consciente de que algo así iba a pasar, pero ahora, al verla, le dolía como si el humillante golpe lo hubiera recibido él.
Había estado apostado en la ventana del salón, en penumbra, fumando un cigarro tras otro, atisbando cualquier movimiento de la plaza, atento a los pasos que se aproximaban por cualquiera de las calles adyacentes, ansioso a la espera de su llegada, con el alma en vilo, todavía indignado por el recuerdo del encuentro con ella en el café Fuyma, iracundo al evocar el trato de aquel hombre, el galanteo desplegado alrededor de ella. Nada más salir de allí se había ido a ver a Antonio, dispuesto a contarle que, mientras él penaba en una cama de hospital, su esposa coqueteaba descaradamente con un hombre delante de todo el mundo, a pesar de que él sabía que en ningún momento ella había respondido a dicha galantería y que su actitud era claramente cerrada a halagos y lisonjas. Lamiendo su propio aliento adherido al cristal, Rafael Figueroa se sentía furioso con ella por haberse expuesto, porque iba pintada y peinada y vestida como una diosa, y porque era una diosa y porque la seguía deseando con todas sus fuerzas, y eso le consumía las entrañas. Su única pretensión al compartir con su amigo las andanzas de la esposa falsamente descarriada había sido la de hacerle tragar la agria quina que a él le amargaba. Cuando vio llegar el coche se había erguido manteniendo la respiración. La había visto descender y entrar en el portal. Solo entonces se había sentado en el sillón envuelto en la oscuridad, apesadumbrado, ansioso por salir a la escalera y evitar lo inevitable, consciente de que Antonio estaba muy enconado, demasiado, y que podía estallar por cualquier cosa temiendo las consecuencias; el hecho de que ni Elena ni Marta se encontrasen en casa cuando ellos llegaron le había soliviantado tanto que Rafael tuvo que esforzarse en calmarle; poco a poco, lo fue consiguiendo gracias a la conversación plácida y pausada, en su casa, sentados en las sillas de anea con dos copas y una buena botella de coñac que había subido Rafael, los dos solos, como en los viejos tiempos ya casi olvidados de charlas a media voz hasta bien entrada la madrugada en el rincón más apartado de cualquier garito, arrojados por el dueño a la calle entre risas y empellones, iniciando entonces el largo paseo de regreso, un paseo igualmente sosegado, contando, hablando, callando, amparados en la soledad de la noche.
Avanzando por el pasillo hacia el rellano, ajenos a los vecinos que apenas hablaban, llevando a Marta Ribas pegada a su cuerpo, Rafael Figueroa sintió el nudo de la culpa que le cerraba el estómago; con suavidad, la estrechó contra él y ella se dejó hacer, derrotada por las circunstancias. Tuvo entonces el deseo irrefrenable de abrazarla y besar aquella rojez hasta hacerla desaparecer con sus labios, pero se contuvo y continuaron hacia la salida, acuciados por los requerimientos del juez.
Una vez que todos estuvieron en el descansillo, el juez entrecerró la puerta y se dirigió a don Escolástico Espinosa, hablándole con afectada solemnidad:
—Don Escolástico, será usted por su edad y por su probada honestidad, sin menospreciar al resto del personal, a quien, desde este mismo instante, otorgo la competencia para salvaguardar la inviolabilidad del escenario del deceso. Cuídese de que nadie entre ni salga sin el correspondiente permiso. ¿Queda claro?
—¿Salir? —interrumpió doña Carmen con voz aguda—. ¿Quién va a salir? A ver si es que…
—¿Y Camilín? —apuntó entonces doña Prudencia—. ¿Dónde está el chico? Ay, Dios mío… ¿Y si también le han matao? ¡Qué tragedia! ¡Que los han matao a los dos!
—Menos cábalas, señoras, que no les corresponde a ustedes sacar conclusión alguna del caso.
—Yo lo que he visto, mire usted —le contestó muy ufana doña Prudencia.
—Y yo, y yo… —añadió doña Carmen muy pegada a su vecina de puerta—, que ahí estaba la muerta, colgada como un gorrino en la matanza.
—Señora, un poquito más de respeto a la finada —agregó huraño el jefe de casa. Luego se quedó callado mirando a un lado y a otro, extrañado, buscando algo—. ¿Dónde está Donato? Este hombre, siempre en Babia. —Se asomó al hueco de la escalera y gritó el nombre del portero sin obtener respuesta. Se volvió de nuevo y puso sus ojos en la criada de los Figueroa, que era la que tenía más cerca—. Venancia, haga usted el favor de avisarme al portero.
La mujer se fue escaleras abajo como si le fuera la vida en ello. Llegó al portal y llamó a la puerta con la insistencia que exigía la urgencia.
El portero oyó los golpes y se levantó refunfuñando.
—Ya estamos… A ver qué pasa ahora… Tantas voces y tanto jaleo… A estas horas… Que ya voooy —dijo en respuesta a los porrazos que Venancia atizaba persistente sobre la frágil madera—. Si estuviera cada uno en su casa, no había ningún problema. ¡A eso sí…!, que anda que nos les gusta a algunos el pingoneo…
Se calló al llegar a la puerta; la abrió y se encontró con una Venancia desencajada, aferrada a su delantal negro, que se ponía para hacer las faenas porque cuando empezó el jaleo de Juana estaba terminando de limpiar la plata.
—¿Qué pasa?
—Don Mauricio, que le llama a usted, que suba, que ha habido una desgracia.
—¿Y para qué se me requiere? Si es que se puede saber, porque no son horas…
Venancia se acercó un poco y le habló en voz baja.
—Doña Fermina…, que ha aparecido colgada.
Y completó sus palabras llevándose las manos al cuello ensayando una mueca de ahorcada.
Donato continuó impertérrito. Era su estar en la vida; no se inmutaba por nada ni por nadie; ningún acontecimiento, por fuerte y grave que fuese, parecía alterarle, ni para bien ni para mal, no se disgustaba, pero tampoco se alegraba, impávido siempre, inconmovible al dolor o a la alegría. Dijo que subiría enseguida y se dio la media vuelta para adentrarse de nuevo en la casa.
—¡Que le llama don Mauricio! —porfió la criada.
—Me tendré que poner algo encima, no querrá que salga en pijama y zapatillas.
Venancia inició el ascenso deprisa. Cuando llegó al segundo respiraba con dificultad por el esfuerzo.
—¿Y Donato? —preguntó el jefe de casa.
—Que dice que ahora sube —contestó sin apenas resuello.
Donato Castro González había nacido en aquella portería regentada por su madre durante más de cuarenta años, hasta que se murió; fue entonces cuando Donato heredó el cargo. Era soltero, discreto en exceso, no se metía con nadie y no le gustaba que nadie se metiera con él; se pasaba el día sentado en su cuchitril, situado en el hueco que se formaba bajo la escalera, enfrascado en la lectura de una biblia manoseada y muy gastada; apenas alzaba los ojos para ver quién entraba y quién salía, y volvía a su lectura de la historia sagrada. Se levantaba antes del amanecer para fregar la escalera porque no le gustaba que nadie importunase sus quehaceres. Cuando acababa, se tomaba un opíparo desayuno en un café de la calle Espoz y Mina, en el que también comía y a veces cenaba, casi siempre solo; la única compañía que admitía era Acisclo, un dependiente de la tienda de marcos y cristales que había en el local del edificio, con el que hablaba poco, porque a Donato Castro no le gustaba hablar, ni de él ni de nadie, le asqueaba el chismorreo, al que tan aficionada había sido su madre. El tiempo lo dedicaba, además de su afición por la Biblia, a jugar al ajedrez en partidas interminables con Acisclo, que a pesar de carecer de una técnica fina de juego, la mayoría de las veces ponía al portero en un aprieto, y eso daba lugar a que la partida quedase colgada durante días hasta saber cuál era el movimiento más adecuado que debía hacer.
Había oído los gritos de la criada de doña Fermina cuando estaba a punto de entrar en el primer sueño. Pero no se levantó. Se dio la media vuelta, de espaldas a la puerta como si no quisiera saber nada y se tapó la oreja con el embozo, cerrando los ojos dispuesto a dormirse de nuevo, cosa que ya empezaba a hacer, en un segundo intento, cuando la criada de los Figueroa le había arrancado otra vez de los brazos de Morfeo.
Se puso una camisa y un pantalón sobre el pijama, se calzó los zapatos sin calcetines, se chupó las palmas de las manos, se las pasó por las greñas y se dispuso a subir.
Mientras, don Mauricio Canales seguía al mando de la situación.
—Don Escolástico, lo dicho, en la casa ya no entra nadie más que la autoridad competente. Ese asunto ya no es de nuestra jurisdicción.
—Virtudes —Rafael se dirigió a su esposa con la autoridad de un superior a un subalterno—, baja a llamar a la comisaría.
—¿Yo? —Doña Virtudes se puso la mano en el pecho contrariada. No quería ella perderse nada de lo que allí acaeciera.
—Sí, tú, y quédate en casa, por Dios, que no se puede salir con esa facha…
El tono despreciativo de su esposo le resultó muy humillante y pagó su despecho con aquellos sobre los que tenía poder.
—Virtudes, Julia, Venancia —ordenó con un gesto desabrido—, venga, para casa, ya habéis oído, aquí sobramos.
Las tres se le quedaron mirando con los ojos suplicantes. Tampoco ellas querían irse.
—Vamos, Virtudes —le conminó su marido para que se diera prisa—, la policía tenía que estar ya aquí. Baja y llama de inmediato.
No tuvo más remedio que hacerlo; la siguieron Virtuditas y Venancia, pero Julita se hizo un poco la remolona y se quedó, aunque solo por un momento, ya que al llegar su madre a la puerta y ver que faltaba, la llamó y tuvo que despedirse de su amiga.
El portero apareció por fin en el rellano del segundo. En cuanto le vio, el jefe de casa se dirigió a él con autoridad.
—Donato, tú al portal. Que no pase ni salga nadie. ¿Entendido?
—Lo que usted mande, don Mauricio.
Y con las mismas se marchó.
—Qué hombre… Parece que no tiene sangre en las venas —dijo doña Prudencia cuando desapareció el portero.
—¿Qué cree que ha podido ocurrir? —preguntó don Escolástico al juez, que había adquirido un rictus de togado, cavilante, con un mohín metafísico, voz ampulosa y actitud pedante.
—No sabemos si se trata de un suicidio, o tal vez estamos ante un crimen, brutal sin lugar a dudas, inferido a nuestra querida vecina.
—¡Un asesinato! —exclamó doña Prudencia persignándose con afectación—. ¡Ay, Señor! ¡Qué desgracia más grande!
—Mujer, vete a casa —le apuntó don Escolástico, que ya se había apostado delante de la puerta de doña Fermina, tieso y firme como un guarda de la porra—, que aquí ya está todo visto.
—Eso, eso —apoyó el juez—, cada mochuelo a su olivo, que ya estamos nosotros para recibir a la autoridad; y llévense a esta pobre mujer, que aquí va a coger un pasmo.
—¿Dónde estará Camilín? —preguntó doña Carmen—. Juana, ¿sabe usted dónde está el señorito Camilo?
Juana la miró con gesto dolorido, desolado, y empezó a llorar con tanta amargura que todos se temieron que volviera a desmayarse.
Aquella noche ninguno de los vecinos del número 10 de la plaza del Ángel pudo conciliar el sueño, tan solo uno lo consiguió en casa de doña Celia: Basilio Figueroa, ajeno a la ominosa tragedia que se estaba viviendo en su edificio, había acabado acudiendo al regazo de la vieja alcahueta para recibir el amparo maternal y poder dormir la mona y la paliza.