4

Cuando Elena Montejano Ribas llegó al rellano de su casa, iba pensando, envuelta en una neblinosa sensación de felicidad que casi la hacía levitar, que había pasado uno de los mejores días de su vida. Después de que su madre le hubiera dado dinero para comprarse ropa y arreglarse el pelo, se había lanzado a la calle dispuesta a no perder ni un minuto, con el fin de hacer todo antes de acudir a su cita con su apuesto violinista. Alterando por completo el plan pensado en un principio, lo primero que hizo fue acudir a la peluquería. La habían peinado con el flequillo sobre el ojo izquierdo, a lo Verónica Lake, le había dicho la peluquera, tras enseñarle en una revista la foto de la actriz con ese gesto de femme fatale y su pelo lacio y rubio pegado a la frente; además se había maquillado un poco con rímel y colorete, y pintado los labios con una barra roja de su madre. Había comprado media docena de bragas, dos sostenes y unas medias de seda, y un par de zapatos de charol color guinda con tacón fino, y una falda negra de vuelo que se ceñía a su cintura con un cinturón de piel de Suecia con medallones dorados; el sostén de copa realzaba su pecho debajo del punto del suéter granate.

Una vez vista en la luna del armario de su madre y saberse perfecta, había cogido su bolso de plexiglás de diseño americano (un capricho, porque le había costado demasiado) del mismo tono que los zapatos, también comprado aquella mañana, había salido a la calle con la hora justa para llegar al paseo del Prado, frente a la puerta de Velázquez del museo. Ya desde lejos oyó el sonido del violín y el corazón se le aceleró. Cuando llegó interpretaba «La vida breve», de la Danza española, de Falla. Se vieron y se sonrieron, y cuando terminó la pieza, agradeció las monedas y empezó a recoger el instrumento. Ella se había acercado y echó en el sombrero un billete de diez pesetas.

—Esto es demasiado dinero —le había dicho Hanno, mirándola con esos ojos infantiles que la habían encandilado por completo.

—Nada resulta demasiado por escuchar tu música.

—Estás muy guapa, bueno, siempre lo estás, pero hoy…, no sé…, estas distinta.

—Será el pelo —había dicho ella sintiendo un ardor en sus mejillas.

—Te favorece mucho esa forma…, ese flequillo… Estás preciosa.

—Gracias —murmuró azarada.

Habían comido un potaje de vigilia con gusto a bacalao (ya que, por más que buscaron, ninguno de los dos consiguió encontrar ni rastro del pescado) en una pequeña tasca de la calle Moratín llena de humo y ruido; luego volvieron al Retiro y pasaron la tarde dando vueltas, hablando sin parar, o sentados en un banco mirando las barcas navegar perezosas por el lago. El tiempo parecía haberse aliado con ellos porque el sol calentó la incipiente primavera. Cuando empezó a anochecer, fueron a tomar un chocolate con churros y porras en el café Comercial. Después, caminando pausadamente por Fuencarral y Montera, la había acompañado hasta el portal y, como despedida, su apuesto violinista le había tomado la mano para besarla con una celebrada inclinación.

Tan embelesada estaba en cada uno de sus movimientos que no se había dado ni cuenta de que alguien se acercaba por su derecha procedente de la calle San Sebastián. Mauricio Canales había aparecido de repente detrás de Hanno, y Elena, al verle, se había soltado de inmediato y, con el corazón sobresaltado, había intentado sonreír.

—Buenas noches, Mauricio.

—Buenas noches, Elenita.

A Elena le molestaba que la llamasen así, aunque, por supuesto, no dijo ni hizo nada. Hanno había saludado asimismo con cortesía, algo cortado por la inoportuna interrupción, pero como respuesta solo recibió una mirada airada del juez, serio y claramente molesto. Hasta que Mauricio entró en el portal se mantuvo una ostensible incomodidad entre los tres.

Elena y Hanno se habían quedado atentos y callados oyendo cómo se alejaban sus pasos.

—¿Quién es? —había preguntado él alzando las cejas y en voz muy baja.

—Nadie…, el vecino del segundo —contestó Elena, sin darle demasiada importancia. Es más, no le había importado que Mauricio la hubiera visto con Hanno; a ver si se le quitaba la idea del matrimonio amañado, sobre el que cada día estaba más convencida de su rechazo, aunque costase un grave disgusto en su casa.

Subía la escalera aspirando el olor que desprendía su mano, la misma mano que, tan solo hacía un momento, Hanno había sostenido entre las suyas, arrobada por la sensación de no pisar el suelo, de caminar elevada por encima de todo y de todos. Nunca se había sentido así con nadie. Estaba claro que se había enamorado de aquel violinista que le parecía el hombre más maravilloso y perfecto del mundo, y estaba segura de que él tenía que sentir algo especial hacia ella por cómo la miraba y cómo le hablaba y cómo le había besado la mano. En eso iba pensando justo en el momento en que llegó al rellano de su casa. Al ir a introducir el llavín en la cerradura, oyó voces en el interior. Se extrañó. ¿Quién estaría con su madre? Abrió la puerta y la sonrisa, que aún mantenía en los labios, se le heló como si hubiera visto un espectro.

—Padre…

Antonio Montejano y Rafael Figueroa estaban sentados a la mesa, acompañados por sendas copas de coñac y una botella que seguramente habría subido Rafael, porque Elena sabía que en casa no había. Los dos hombres la miraron como si su llegada hubiera interrumpido una conversación interesante.

—No sabía que estabas en casa… Me dijo mamá que… —Miró a Rafael Figueroa, desconcertada, buscando una explicación.

—Rafael, será mejor que nos dejes solos —dijo Antonio sin quitar los ojos de su hija.

El notario se levantó y, antes de moverse, le dijo con voz bronca y seria.

—Le diré a Virtudes que os suba algo caliente. Antonio…, no tengo que decírtelo, si necesitas algo…

—Déjanos, Rafael —lo interrumpió con brusquedad.

Padre e hija se miraban de hito en hito, como si el notario hubiera dejado de existir para ellos; este salió y cerró la puerta.

Elena tenía una punzada en el corazón y la respiración contenida. Intentó sonreír, pero le resultó imposible.

—Padre, ¿cuándo has venido? ¿Y mamá?

—¿De dónde vienes? —le preguntó su padre desabrido.

—Pues… de la parroquia. Había una conferencia y me he entretenido…

—Tu amiga Julia ha llegado a las ocho de esa conferencia y me ha dicho que tú no has aparecido.

Tragó saliva. No podía pensar, los ojos de su padre la amedrentaban con una mirada iracunda y tan abrumadora que se sentía empequeñecer. Nunca antes la había mirado así.

—Estuve dando una vuelta por ahí… —balbuceó con una vocecilla ahogada.

—¿Sabes qué hora es, Elena?

—Creo que han dado las nueve, no estoy segura…

—Son casi las diez.

—Lo siento, se me fue la hora, hacía tan buena tarde… No sabía que habías vuelto. Mamá me dijo que te daban el alta mañana.

—¿De dónde vienes, Elena? —insistió el padre, levantándose lentamente, sin quitar en ningún momento los ojos de su hija, ceñudo.

—Ya te lo he dicho, he estado dando una vuelta. Aquí me aburro, me siento sola.

Elena calló porque se dio cuenta de que había cometido el error de cargar sobre los hombros de su madre la razón de su ausencia. Bajó los ojos al suelo y tuvo muchas ganas de llorar, pero intentó contenerse. Su padre se acercó hasta ella. Volvió a mirarle y, por primera vez desde que había entrado por la puerta, sus ojos la recorrieron de arriba abajo, las mandíbulas prietas, moviendo las aletas de la nariz como si le costase alcanzar el aire del ambiente que llevarse a los pulmones. Volvió los ojos al rostro de Elena, y tocando su pelo le dijo con rabia contenida:

—¿De dónde has sacado esa ropa?

—Mamá me ha dado dinero…

Volvió a tocarle el pelo, pinzándolo con los dedos.

—Pareces una cualquiera.

La bofetada le cogió tan desprevenida que trastabilló y se tambaleó aturdida. Nunca antes le había puesto la mano encima y no pensó que pudiera hacerlo. También era cierto que no había dado motivo para ello. Sintió arder la mejilla como si le hubiera puesto un hierro candente.

—¿Puedo saber qué hace mi hija vestida como una furcia?

Elena se miró a sí misma. Las lágrimas se deslizaban entre los dedos de su mano, que todavía mantenía pegada a su mejilla. La mirada furibunda de su padre quedaba nublada gracias al llanto.

—Es… es ropa normal, papá, es lo que se lleva.

Su voz era temblona y frágil.

—¿Sabes dónde puede estar tu madre?

—No lo sé, me dijo que hoy tenía una reunión muy importante y que llegaría tarde.

Antonio se volvió y de nuevo se sentó, cansino, en la silla de anea. Puso los codos sobre la mesa y ocultó su rostro con las manos.

—Papá…

—¡Sal de mi vista! —gritó iracundo—. ¡No quiero ni verte!

Elena se había encerrado en su cuarto y se había cambiado de ropa con mucha prisa. Sentía angustia por la ausencia de su madre. Se sentó en la cama y esperó en silencio, atenta a los movimientos de su padre, apenas toses y resoplidos acompañados de alguna maldición a medida que los minutos adentraban el tiempo en la noche. Poco después de las once, oyó un par de golpes en la puerta. Se levantó como si tuviera un resorte. Pensó que sería su madre, pero le extrañó que no utilizara su llave. Cuando salió, su padre ya abría. Virtuditas Figueroa apareció sonriente con una sopera y un plato sobre ella.

—¿Ha llegado Marta?

Antonio se dio la vuelta y volvió a su sitio, sin decir nada. Elena, desde la puerta de su cuarto, negó con la cabeza. Virtudes, entonces, entró y con un golpe de cadera cerró y colocó la sopera sobre la mesa.

—Bueno, pues algo tenéis que comer, así que os traigo sopa de fideos y una tortilla de patata, está hecha con patatas de Galicia y con seis huevos, ah, y con aceite de oliva, del que nos trae Eutimio de un contacto que tiene en Jaén; está buenísima, es una de las mejores cosas que le salen a Venancia.

—No hace falta que te molestes —dijo Elena sin moverse.

—Gracias, Virtudes —interrumpió su padre—. Por suerte para algunos, todavía hay mujeres que saben dónde está su puesto. Sírveme esa sopa.

Virtuditas no podía creer lo que estaba oyendo. Le costaba borrar la mueca estúpida que le fluía sin querer. Miró a Elena y le dijo con voz afectada por la emoción de haber sido aceptada:

—Anda, Elenita, pon los platos y siéntate. Te vendrá bien un poco de sopa caliente.

—No tengo hambre.

—Pues lárgate de aquí —le espetó su padre sin mirarla—. Se me revuelve el estómago solo con verte.

Elena se encerró de nuevo. Sentada en el borde de su cama, escuchaba la conversación entre su padre y esa arpía metida donde nadie la llamaba. ¿Qué hacía allí a esas horas? ¿Qué pretendía?, ¿hacerse pasar por la mujer perfecta para hacer aún más difícil la situación de su madre? Se preguntaba dónde estaría ella y cuánto tiempo iba a tardar. El susto que se iba a llevar cuando viera a su padre, y la que se iba a montar. Temía el momento. Si hubiera habido alguna manera de avisarla… Pero solo quedaba esperar.