Cuando el Packard conducido por Óscar cruzaba la Puerta del Sol lentamente, Marta alzó la vista para mirar el reloj de la torre de la Casa de Correos; ya era medianoche. Cada vez que pasaba por delante de aquel edificio, sentía que su corazón se aceleraba impulsado por el espanto de los recuerdos: la inquietud de las primeras horas de calabozo de Antonio, la imposibilidad de visitarlo durante tres largos días con sus tres noches, sentada sin apenas moverse del banco de madera corrido que había en aquel siniestro pasillo de miradas esquivas, de miedos y lágrimas, a la espera de alguna noticia que sosegase su ánimo derrotado, de que alguien le explicase qué había pasado para que su marido hubiera acabado detenido en la Dirección General de Seguridad como un vulgar delincuente; y cuando por fin le permitieron verle, apenas unos minutos, fue aún más duro que la propia espera, al comprobar el reflejo en su rostro del temor de lo incierto, el quejido al estrechar su cuerpo en un abrazo efusivo y anhelante, dolorido de golpes invisibles; y de ahí a la impotencia de no poder hacer nada, el inicio de una larga espera que los llevaría a una ruina malvada y embustera.
Movió la cabeza con un gesto enérgico respirando con fuerza, llenando de aire los pulmones para expulsar cualquier evocación dolorosa. El coche se deslizaba lento por las calles desiertas de la ciudad dormida, transitada solo por serenos vigilantes prestos a la palmada y noctívagos henchidos de madrugada. Acababan de dejar a Roberta en el piso de Castellana, una vez finalizada la cena en casa del subsecretario de Obras Públicas a la que habían asistido dos empresarios de la construcción con sus respectivas esposas, además del ministro Fernández Ladreda en persona; durante la velada había tenido que estar concentrada en todo lo que allí se hablaba, atenta a las cada vez más sutiles indicaciones de Roberta (con un gesto, un movimiento de mano o una mirada sabía qué era lo que tenía que apuntar en su memoria o cómo debía actuar, si era conveniente que hablase o era mejor que estuviera callada), y nada más salir de la casa del subsecretario, empezó a darle vueltas a todo lo que había sucedido aquel día intenso y largo.
Desde la mañana, con su visita al hospital y la conversación con Carlos Torres sobre las secuelas de Antonio, el dolor crónico y la necesidad de morfina con los peligros en torno a su abuso y adicción, pasando por las conmovedoras y a la vez inquietantes noticias recibidas de la esposa del embajador francés respecto de la suerte de sus padres; se preguntaba qué habría sido de su madre, plenamente consciente de que resultaba una quimera imposible el hecho de que estuviera viva, si, tal y como había afirmado Roberta, no había recibido ni una sola noticia suya, ni buena ni mala, teniendo en cuenta el tiempo transcurrido.
Pero aparte de saber que sus padres habían sido víctimas de una terrible conspiración, el día había tenido más acontecimientos. Después de la comida en Horcher y de la intensa e íntima conversación que, durante la misma, había mantenido con Roberta Moretti, abriéndole el corazón y mostrándole lo que ella misma había definido como sus puntos débiles o flaquezas, y que Marta había interpretado como la muestra de que aquella mujer estaba encastrada en una aureola de poder y arrogancia necesarias para hacerse valer en el mundo de hombres en el que se desenvolvía con una soltura envidiable, habían ido al café Fuyma para reunirse con dos caballeros: Pablo Zabaleta, director de una importante empresa de cementos y materiales de construcción de Bilbao, que desarrollaba sus actividades al albur de las obras públicas o privadas previstas por los Ministerios de Obras Públicas y Gobernación; y don José María Alba González, ilustre corredor de comercio, hombre muy reputado en Madrid. A este último lo conocía bien Marta Ribas porque era amigo de Rafael Figueroa y solía frecuentar, con cierta asiduidad, su casa y la notaría. A Pablo Zabaleta se lo había presentado Roberta la primera vez que comieron en Horcher y, posteriormente, habían coincidido en varias ocasiones: reuniones y comidas de negocios y alguna que otra recepción en sitios distinguidos de Madrid. Marta no se sentía muy cómoda a su lado porque en cada encuentro había intentado cortejarla, con bastante descaro por su parte y mucha desazón por la suya.
Las cosas habían empezado mal porque nada más entrar en el café, sentado en una de las mesas más cercanas a la entrada junto al ventanal que daba a la Gran Vía, descubrió a Rafael Figueroa, solo, leyendo el diario de la tarde y con una copa vacía en la mesa. Su figura solitaria quedaba perfilada por la luz de la tarde que, a esa hora, penetraba a raudales a través de los cristales cubiertos con largos visillos, por cuyo encaje se atisbaba el trasiego de la calle. Fumaba abstraído en la lectura de las noticias y no se dio cuenta de su presencia, pero Marta sabía que era cuestión de tiempo que la viera. Sin poder controlarlo, el corazón se le aceleró; la idea de que Rafael pudiera verla sentada en una cafetería con dos hombres le resultaba, como mínimo, incómoda y engorrosa.
Desde que había empezado a trabajar con Roberta Moretti, sus encuentros con el notario habían resultado tensos y, sobre todo, había notado una incomprensible actitud de celos que la habían llevado a pararle los pies teniendo que recordarle que él no era su marido. «Pero eres la esposa de mi mejor amigo», alegaba ante las evasivas a los reproches debido a sus horarios y sus largas ausencias del lugar que le correspondía, su casa; y ella apretaba los labios a punto de espetarle a la cara que no pensó en eso cuando la arrastró a sus brazos, embaucada por la ternura de sus palabras, entregada a la calidez de sus besos, encandilada con la pasión de sus caricias; y no le contestaba para evitar a toda costa enfrentamientos que le complicasen aún más la vida.
Marta había seguido a Roberta, que a su vez se dejaba guiar por un camarero alto y elegante que las llevó hasta el fondo del local para invitarlas a ocupar uno de los sillones corridos de piel situados sobre la plataforma central. Marta se había colocado de espaldas a Rafael con la intención de eludir su mirada, pero frente a ella quedaba el espejo que cubría toda la pared del fondo y cuyo reflejo le mantenía informada de todo lo que sucedía a sus espaldas. Roberta había pedido una copa de anís y Marta un café solo. A los pocos minutos, con los ojos fijos en el espejo, Marta había visto aparecer a Pablo Zabaleta, escupido desde la calle por las puertas giratorias; se había detenido un instante oteando el local hasta que las vio y se acercó sonriente. Como siempre, las había saludado efusivo y algo zalamero, sobre todo con ella; Marta temía que su vozarrón hubiera llamado la atención de Rafael. A pesar de que el café estaba casi lleno a esas horas, no había, sin embargo, demasiado barullo, ya que la mayoría de los veladores de madera con la superficie de cristal verde estaban ocupados por hombres solos, tomando un anís o un café, leyendo el periódico, jugando al dominó o haciendo algún que otro solitario, como anacoretas vigilantes a todo lo que ocurriera a su alrededor, atentos a cualquier entrada o salida del personal.
Justo cuando Zabaleta había tomado asiento frente a Marta, volvió a levantarse alzando el brazo para llamar la atención de José María Alba, que entraba en el local en ese momento. Rafael Figueroa había levantado los ojos del diario y se fijó en el corredor de comercio; y lo inevitable sucedió. Se habían saludado efusivos; José María Alba le invitó a acercarse a saludar a las señoras, haciéndole constar que una de ellas era precisamente Marta Ribas de Montejano, la esposa de su amigo y vecino.
Como era de esperar, el encuentro había resultado muy embarazoso para Marta; entre otras cosas, porque Pablo Zabaleta no prescindió del galanteo hacia ella delante de Rafael Figueroa, que no dejaba de mirarla con un arbitrario reproche. Le costaba evitar la irritación con el rictus contenido, como un marido encelado presenciando el cortejo a su mujer, inferido de una afrenta insoportable para él.
Rafael Figueroa había saludado con fría cortesía a Roberta Moretti. En el fondo culpaba a aquella mujer, a su parecer embebida de soberbia, de una parte de la agonía interna que le corroía desde que Marta andaba por ahí todo el día a su antojo, como si fuera una mujer libre de ataduras. No había consentido sentarse a compartir un café, porque dijo que debía ir a visitar a su amigo Antonio al hospital. Lo había dicho con saña, a lo que Marta reaccionó comunicándole que ella había estado por la mañana, que estaba mucho mejor y que al día siguiente le iban a dar el alta. Rafael Figueroa había sonreído sardónico y se había despedido con un gesto agrio.
Óscar detuvo el coche en el portal 10 de plaza del Ángel; se bajó para abrir la puerta del coche y dio una voz al sereno, dando un par de palmadas hacia la plaza.
—Gracias, Óscar. Puedes marcharte. Ya me quedo a esperar.
—No, señora, faltaría más. Sabe usted muy bien que de aquí no me muevo hasta que no esté usted dentro del portal.
—No hace falta, no tardará en venir; suele estar por aquí cerca. Seguro que llega enseguida.
—Ni hablar. —El chófer se volvió y echó otra voz potente y con más fuerza llamando al sereno, a lo que se oyó una voz que decía «Ya voyyy» y el ruido seco del chuzo. Se volvió hacia Marta y le sonrió—. Ya viene.
—Eres muy amable, Óscar.
—Es mi obligación, señora Ribas. Su seguridad es mi competencia.
El sereno apareció por la esquina de Espoz y Mina.
—Ahí está —dijo ella en cuanto le vio—. Anda, vete a casa. Es muy tarde.
—Buenas noches, señora Ribas, que descanse usted.
El chófer se subió al Packard, mientras el sereno se iba acercando acompañado del tintineo de las llaves que llevaba en una mano, y algún que otro golpe en el pavimento con el chuzo para advertir de su presencia. Cuando el coche se puso en marcha, el hombre, alto y corpulento, con su gorrilla de plato y su mandilón gris, llegó frente a Marta.
—Buenas noches, señora —le dijo con un cerrado acento gallego—. Hace relente, ¿no cree?
—Sí, se nota mucha humedad.
—Yo me creo, fíjese usted, que mañana llueve —añadió el hombre buscando entre el manojo de llaves que colgaban de un aro de alambre, hasta que encontró la adecuada y la introdujo en la cerradura—. Yo huelo a leguas la tierra mojada, sabe usted, y ya le digo, mañana llueve seguro.
Marta no dijo nada; en las últimas semanas había oído de aquel hombre cosas parecidas sobre el tiempo que hacía y el que iba a hacer. Sacó de su monedero una peseta y cuando el sereno abrió la puerta y pulsó el interruptor de luz del portal, le puso la moneda en la mano, disimuladamente tendida, le dio las buenas noches y entró al interior.
El hombre se lo agradeció y se despidió con un toque en la visera de la gorra; luego cerró.
Marta inició el ascenso, oyendo a su espalda el ruido del cerrojo y el tintineo de las llaves alejarse poco a poco. Después, solo sus tacones retumbaban en el silencio hueco de la escalera. Iba pensando en las ganas que tenía de quitarse los zapatos, en lo cansada que estaba, y en que aquella iba a ser la última vez que subía a su casa a aquellas horas, sola, sin la compañía de su marido, la última salida a cenar, la última reunión de negocios a horas intempestivas como asistente de Roberta Moretti; pesadamente, intentaba hacerse a la idea de que tenía que asumir estar de nuevo metida en casa, sin apenas salir. Cuando llegó al segundo, vio un haz de luz por debajo de la puerta de doña Fermina. Pensó que aquella anciana, tan llena de sueños y anhelos incumplidos, volvería a ser su tabla de salvación en la soledad amarga que ya empezaba a embargarle de nuevo.
Un ruido la detuvo cuando acababa de llegar al tercer rellano. Procedía del piso de arriba, donde solo estaba su casa. La puerta se había abierto y vuelto a cerrar. Miró por el hueco de la escalera y vio a una mujer que empezaba el descenso. Continuó su paso porque creyó que se trataba de Elena, que bajaba a decirle algo a doña Fermina o a su amiga Julia, pensando en que no eran horas de visitas. Al alzar los ojos quedó paralizada porque no era Elena quien descendía la escalera, sino Virtuditas Figueroa. Al verla, se quedó quieta, igual que Marta, las dos frente a frente, una en lo alto de la escalera, la otra en los primeros peldaños del tramo. La sonrisa que traía Virtudes se congeló un instante para abrirse, a continuación, como si el encuentro la hubiera colmado de satisfacción.
—Ah, hola, Marta… Ya llegas.
—Ya me ves —añadió secamente a la evidencia.
El gesto de Virtuditas se mudó de nuevo en una mueca maliciosa. Bajó lenta los últimos escalones hasta quedar uno por encima de Marta, mirándose ambas arrogantes e insolentes.
—Ahora mismo vengo de tu casa.
—¿Y tú qué haces en mi casa a estas horas?
—Verás… Es que…, no sabrás…
—¿No sabré qué, Virtudes?
—Estaba atendiendo a tu marido —contestó con firmeza la mayor de los Figueroa, regocijada al comprobar el sobresalto de Marta, el susto reflejado en sus ojos.
—¿Qué quieres decir?
—Marta, a Antonio le han dado el alta esta tarde. Mi padre fue a verle y, por lo visto, Carlos Torres le dijo que se lo podía traer si quería, porque las pruebas estaban bien. Cuando llegaron no había nadie… No estabais ni Elena ni tú, y…, bueno, tuvimos que pedirle la llave a Juana porque tu marido no quería quedarse en mi casa. Ya sabes lo cabezota que es para sus cosas…
—¿Elena no está en casa todavía? —preguntó Marta alarmada.
—Sí, sí…, está en casa, según mi padre, que estaba haciendo compañía a Antonio, llegó a eso de las diez, pero bueno…, será mejor que subas tú y hables con tu marido… La verdad es que no le hizo mucha gracia que llegase tan tarde y…, será mejor que subas.
—¿Y se puede saber por qué estás tú atendiendo a mi marido? Mi hija sabe muy bien cómo cuidar a su padre.
La voz de Marta cada vez era más ronca, más rabiosa, más iracunda.
—Así debería ser, supongo —contestó Virtuditas sin perder la compostura, más bien creciéndose ante la manifiesta indefensión de Marta—. Pero por lo visto tu hija estaba en algo más entretenido que atender a su padre. Y si tú hubieras estado donde debe estar una mujer, no habría tenido que subir yo con una sopera para que tu marido pudiera llevarse algo caliente al estómago —esto último lo dijo sin disimular la inquina con la que envenenaba sus palabras—. Porque Elena ha tenido tiempo para pintarse como una puerta y comprarse algún que otro modelo con el que lucirse, pero no lo ha tenido para comprar algo de comer, y, por lo que he podido comprobar yo misma, tu despensa está tan vacía como tu conciencia.
Marta la miró un instante con los ojos inyectados en la animadversión que sentía hacia aquella mujer. Apretó los labios para no soltar todo lo que le pasaba en ese momento por su mente. Con el ímpetu que le daba la rabia, inició el ascenso de las escaleras y al pasar junto a la mayor de los Figueroa, la empujó sin ningún miramiento.
—Eh —se quejó ella por el empellón—, ¿es que también has olvidado la educación?
Marta se detuvo y se giró hacia ella. Esta vez estaba más elevada que Virtuditas.
—Escúchame bien, Virtudes Figueroa, vete a tu casa y no vuelvas a meter las narices en mi familia, ¿me oyes?
Virtuditas la miraba con una media sonrisa de sarcástica complacencia. La cosa no le podía haber salido mejor. Observó el ascenso de Marta hasta que desapareció de su vista; entonces empezó a bajar, lentamente, pendiente de captar algo de lo que sabía iba a suceder, porque Antonio no solo estaba enfadado, estaba furioso, fuera de sí por la ausencia incomprensible de Marta a unas horas en las que ninguna mujer honrada andaba sola por la calle. No era nada extraño que se sintiera humillado, zaherido porque todos habían sido testigos de que, a su vuelta del hospital, ni su mujer ni su hija estaban para recibirle, y el transcurrir de las horas sin que ninguna apareciera había resultado terrible, casi patético.
A punto estuvo Virtuditas de volverse y subir para poner la oreja, pero no se atrevió. Oyó cómo Marta introducía el llavín en la cerradura, y a continuación, el golpe seco de la puerta al cerrarse. Luego, el silencio. Se mantuvo un rato a la escucha, pero temió ser vista por alguien y descendió el resto de las escaleras hasta su casa. Mientras lo hacía, pensaba que a Marta Ribas se le había acabado esa guasa de entrar y salir de casa a la hora que le viniera en gana, sin nadie que le parase los pies, poniéndola en su sitio, con esas ínfulas de marquesa que se daba y que no podía soportar; pero asimismo era consciente de que su acercamiento a Antonio iba a resultar ahora más complicado, porque además ya no iba a trabajar en la notaría, donde le tenía cerca y podía pasar con cualquier excusa, aunque solo fuera para verle; su padre le había confirmado que el matrimonio de Mauricio Canales con la mojigata de Elenita le iba a reportar, además de una buena boda para la niña, un trabajo bien remunerado para el padre, de administrativo en el juzgado, al que se incorporaría en cuanto estuviera recuperado y tuviera fuerza suficiente para emprender la jornada laboral.
A ella no le importaba demasiado que Mauricio Canales se hubiera cansado de esperarla; no era un hombre que le atrajera en absoluto, pero reconocía que se trataba de un buen partido. Virtudes Figueroa no perdía la esperanza de que algún día Antonio Montejano, su amor platónico desde que era una adolescente, se fijase por fin en ella. Estaba convencida de que el tiempo corría a su favor porque la relación entre Marta y él, a su parecer, se estaba deteriorando cada vez más, y ella estaría ahí para recoger los pedazos de su amor cuando las cosas llegasen a un punto insostenible.