—Llegas tarde.
—Habíamos quedado a las doce.
—Y son las doce y diez.
Marta Ribas no contestó. Roberta Moretti había salido a su encuentro cuando se dirigía al salón tras recibirla Elvira, la nueva criada de la casa. Marta tuvo que detenerse porque Roberta la rebasó, poniéndose el abrigo y avanzando con prestancia hacia el recibidor donde Elvira (ataviada con uniforme negro de cuello blanco exquisitamente planchado y un delantal almidonado rematado con una fina blonda, además de la cofia, asimismo blanca y con puntillas) esperaba muy tiesa junto a la puerta para despedir a la señora.
—Tenemos una cita importante en la embajada francesa; no me gusta llegar tarde.
—Roberta, he de hablar con usted…, se trata de mi marido…
Marta se tuvo que callar porque el brazo de Roberta se alzó con un gesto firme para que lo hiciera.
—En este momento eso no nos importa, Marta. Tenemos un asunto mucho más urgente que resolver.
En la puerta del edificio esperaba Óscar con el Packard Sedán reluciente. En cuanto atisbó a las dos mujeres en el portal, abrió la puerta trasera del vehículo y se puso firme para recibirlas con una pose solemne.
Una vez las damas acomodadas en el interior del auto, el chófer se sentó frente al volante, puso en marcha el motor y aceleró en dirección a la Castellana; transitó a buena velocidad hasta la Cibeles, subió hacia la Puerta de Alcalá y se metió, ralentizando la marcha, por la calle Salustiano Olózaga hasta detenerse frente a un edificio con aires de palacio señorial y fachada de piedra blanca en la que se destacaba una enorme bandera francesa. El inmueble estaba precedido de un pequeño jardín rodeado de una valla de barrotes negros rematados en punta de lanza.
Óscar descendió con rapidez para abrir la puerta de Roberta Moretti. Marta había bajado ya cuando el chófer llegó a la suya. Ninguna de las dos había dicho ni una palabra en todo el trayecto, mirando ambas a los lados, sin encontrarse sus ojos en ningún momento.
Marta siguió a Roberta Moretti y se adentraron en el paseo que les llevó a la puerta. Un funcionario muy alto y delgado, de largo cuello con nuez prominente que bajaba y subía cada vez que tragaba, la cara y nariz afiladas, y que acusaba cierto aire de distinción remarcado por la gallardía del uniforme oscuro con botonadura dorada y gorro de plato que le hacía parecer un general, las recibió con un saludo formal.
—Muy buenos días, madame Moretti. —Su acento francés era muy acusado, pero su español se entendía a la perfección—. Es un placer volver a verla por aquí.
—Buenos días, Pierre, madame Hardion nos espera.
—Así es, madame Moretti; la señora del embajador se halla en su despacho. —Estiró el brazo hacia las escaleras con una leve inclinación del cuerpo—. Si me acompañan…
Siguieron al funcionario en el ascenso por una escalinata de mármol blanco. Marta se fijó en la extraña forma que aquel hombre tenía de caminar, zancudo y elástico, que le hacía parecer una cigüeña con los brazos muy pegados al cuerpo como si fuera a emprender el vuelo de un momento a otro.
Llegaron ante una puerta alta, blanca y con un pomo dorado. Pierre se detuvo y con los nudillos dio dos toques sobre la madera; a continuación, sin esperar respuesta, entreabrió y metió la cabeza en el interior dejando el cuerpo fuera; se le oyó decir en francés que madame Moretti acababa de llegar, y acto seguido, abrió la puerta de par en par para dejar pasar a las dos mujeres.
Tras un escritorio estilo Luis XV, la esposa del embajador, a quien Marta había conocido en una recepción de la embajada de Inglaterra, se levantó con una amplia sonrisa y se acercó a recibirlas; primero a Roberta, hablando en francés; se dieron dos besos apenas rozando sus mejillas, se preguntaron que cómo estaban y que ambas se veían encantadoras; luego Roberta se volvió hacia Marta y habló en español.
—No sé si recuerdas a Marta Ribas, te la presenté hace unas semanas.
—Claro que la recuerdo, es difícil olvidar un rostro tan hermoso. Como diría mi esposo, señora mía, parece usted una diosa griega.
La señora de Hardion tenía el acento mucho más cerrado que el funcionario y sus erres se diluían en su garganta. Mujer de una estudiada delicadeza tanto en sus ademanes como en su aspecto, debía de estar cercana a los sesenta años, pero mantenía una frágil armonía, serena y madura, reflejada en los ojos grises casi transparentes, la piel clara y bien cuidada, con finas arrugas que proporcionaban calidez al rostro. Su perfil se suavizaba con el pelo rubio, cardado y perfectamente peinado. Las manos, de dedos largos y finos rematados con uñas perfectas y pintadas de rosa pálido, estaban moteadas por unas manchas pardas; sin embargo, su piel aparecía tersa y bien nutrida. Marta, al observarla, pensó que aquella mujer no debía de haber lavado un plato ni una camisa en toda su vida, utilizando sus manos únicamente para recibir a ilustres invitados y para dar órdenes a empleados y criados. Vestía un elegante traje de satén verde de media manga, con algo de vuelo y ajustado a la cintura, con cinturón de piel de Suecia de color verde claro, adornado con flores de tres tonos distintos; completaba el vestuario con un collar de perlas de dos vueltas que le caía hasta la altura del escote, medias claras y unos zapatos de piel fina color marrón con un pequeño adorno dorado en el empeine. Tenía un aspecto de gran señora.
Marta y la señora del embajador se dieron la mano, y a continuación madame Hardion invitó a que tomaran asiento en unos sillones tapizados con brocados dorados y claros rematados en madera de nogal.
—¿Os puedo ofrecer un café, un té…, un licor tal vez…?
A través de una llamada interna de teléfono, madame Hardion encargó un servicio de café para tres y, al cabo, se sentó en otro de los sillones, quedando a su izquierda Roberta Moretti y enfrente Marta Ribas, que ya sacaba su cuaderno de notas dispuesta a tomar apunte de todo lo que se dijera.
Sin embargo, cuando Roberta Moretti la vio, le dijo que no hacía falta.
—Hoy no estás aquí como mi asistenta. Estás aquí como Marta Ribas Cerquetti, la hija de Marcella Cerquetti y Daniel Ribas.
Marta la miró con un gesto de interrogación.
—No entiendo…
—En la primera entrevista que tú y yo mantuvimos me dijiste que querías conocer las verdaderas razones del juicio y ejecución de tus padres en París.
Marta, con gesto expectante y sorprendido, asintió levemente como si temiera hacerlo. Roberta había sacado un cigarrillo y lo encendió antes de continuar.
—Le pedí a madame Hardion que me hiciera el favor de mover sus contactos en París para intentar averiguar lo que pasó realmente con ellos. Ayer me llamó para decirme que le han llegado noticias respecto a monsieur y madame Ribas.
Marta abrió la boca, pero volvió a cerrarla. Miró a madame Hardion, que esperaba paciente a que Roberta Moretti explicase los antecedentes de la visita.
En ese momento se oyeron dos toques en la puerta y a continuación entró una mujer vestida con un traje de chaqueta negro y una blusa blanca, seguida de un joven ataviado con una chaquetilla blanca de camarero que portaba una bandeja con el servicio solicitado. Mientras el chico dejaba cuidadosamente las cosas sobre la mesa de mármol verde que estaba en medio de las tres mujeres, la esposa del embajador le habló en francés a la mujer que acababa de entrar pidiéndole que le alcanzara la carpeta que estaba en el escritorio. La mujer del traje negro se acercó a la mesa, cogió un cartapacio de piel marrón y se lo entregó; a continuación, ella y el camarero abandonaron la estancia.
Madame Hardion dejó la carpeta en una esquina de la mesa de mármol y se dispuso a servir el café a sus invitadas.
—Me ha costado un poco hacerme con la información porque todavía hay cierto reparo en todos los procesos y ejecuciones que se llevaron a cabo nada más ser liberado París. Hubo mucha precipitación…, ¿cómo explicarlo? —dedicó una fugaz mirada a Marta Ribas—. En algunos casos se cometieron errores…, fallos derivados del ansia de venganza de muchos y de traiciones de otros.
Calló un instante para tender la taza a Roberta.
—Solo sin azúcar, ¿no es así, querida?
—Gracias, Marie, eres muy amable.
—Y usted, señora Ribas, ¿cómo prefiere el café?
—Con un poco de leche, gracias.
Marta ansiaba que terminase con esa parafernalia y hablase de lo que había averiguado, pero por educación contuvo su anhelo.
—Verá, señora Ribas, he tenido a varios amigos… —Miró con una sonrisa a Marta, interrumpiendo por un momento el manejo de la cafetera—. Amigos de confianza, porque hay ciertas cosas…, ciertas preguntas que pueden resultar muy delicadas para la esposa de un embajador, usted me entiende; pues bien, varios de estos amigos han podido tener acceso al expediente de su padre, no así al de su madre.
Madame Hardion volvió a interrumpirse para tenderle la taza de porcelana blanca de la que emanaba un vaho humeante y un agradable olor a café. Marta lo cogió dando las gracias, pero lo dejó en el borde de la mesa.
—¿Por qué no el de mi madre?
—Pues eso es lo que no se explican, parece que se hubiera esfumado; Marcella Cerquetti no aparece en ninguna parte, ni en los ficheros de detención, ni en los de los juicios, ni por supuesto entre los ejecutados. Por no aparecer, su nombre no consta siquiera en los datos personales de su padre, le identifican como casado, pero nada se dice de la identidad del cónyuge.
—Pero… yo recibí una carta en la que se me informaba de que mis padres habían sido… —Tragó saliva porque le costaba repetir aquella sentencia escrita—. Ejecutados por traición a la patria.
—No lo dudo, señora Ribas, pero ni siquiera han encontrado copia de esa carta enviada a usted. —Marta miró a Roberta, que observaba atenta y callada las explicaciones de madame Hardion. Luego dirigió sus ojos a esta.
—Y eso… ¿qué quiere decir?
—Si le parece, vayamos por partes. —Dejó su taza, que se acababa de servir, a un lado, y cogió la carpeta—. Hablemos primero de la información que he podido obtener respecto del caso que atañe a su padre. —En ese momento, abrió el cartapacio y se colocó unas gafas minúsculas que se había sacado de un pequeño bolsillo en el lateral de la falda. Entonces se fijó en los papeles y leyó—: Daniel Ribas Rosenzweig, attaché cultural de la embajada alemana en París desde enero de 1932 hasta julio de 1942. —Levantó la vista y miró a Marta—. Es decir, que se mantuvo como agregado cultural en la Francia ocupada durante dos años.
Roberta conocía esa información porque se lo había contado Marcella Cerquetti en sus cartas manuscritas. La última que había recibido estaba fechada en junio de 1944, y en ella le hablaba de la preocupación creciente por la situación de su marido, porque, según le contaba, su esposo había descubierto cierta información comprometida para un grupo de funcionarios adscritos a varias embajadas, y en concreto para cuatro agregados militares, además de algunas personas de confianza del embajador, información que los ponían en un papel muy complicado si, como ya era evidente, los aliados entraban por fin en París. No volvió a recibir más cartas de Marcella.
Sin embargo, Roberta Moretti no dijo absolutamente nada al respecto, a la espera de que la esposa del embajador francés contase a la verdaderamente interesada, Marta Ribas, lo que había averiguado sobre el asunto.
—Unos días antes de la entrada de los aliados en París —continuó la esposa del embajador—, Daniel Ribas Rosenzweig fue detenido. —Leyó el documento y volvió a mirar a Marta por encima de las gafas—. Concretamente, el 3 de agosto de 1944. Permaneció encarcelado durante dos meses; su juicio se celebró el 3 de octubre; las acusaciones que constan fueron varias y muy graves, todo hay que decirlo, desde actuar de espía para la Wehrmacht hasta la colaboración para detener a más de cinco mil judíos parisinos, enviándolos primero a Drancy, para desde allí deportarlos a distintos campos de concentración de Alemania y Polonia. Fue condenado por alta traición a la patria, sentenciado a muerte y fusilado el 8 de octubre.
—No puede ser… —musitó Marta, acongojada por lo que estaba oyendo—. Mi padre era incapaz de hacer eso, no tenía nada contra los judíos, nunca lo tuvo; despotricaba contra Hitler y las leyes antisemitas que arrojaban a muchos ciudadanos alemanes de sus negocios y de la sociedad como si fueran apestados. —Se quedó unos segundos callada, miró primero a Roberta y luego a madame Hardion, y con gesto grave negó—: Mi padre no era un traidor.
—Tiene usted toda la razón, señora Ribas. Por lo que han averiguado mis contactos, Daniel Ribas Rosenzweig no fue un traidor, ni un colaboracionista de los nazis, ni fue el causante de la deportación de judíos desde París a campos alemanes. Parece que todo apunta a que su padre fue una víctima más de los desvaríos de la guerra; víctima de un complot perfectamente urdido contra él para evitar lo que sus urdidores temían, que hablase y delatase a los verdaderos traidores a Francia y al pueblo francés, laureados ahora como héroes de la patria.
Marta no sabía qué pensar. Sus ojos saltaban de un lado a otro con inquietud, incómoda por una situación que no se esperaba.
—Y… ¿entonces? La memoria de mi padre debe ser restablecida.
—No le voy a engañar, señora Ribas, el caso de su padre ahora mismo es muy delicado, me refiero para que sea revisado en vista de las irregularidades encontradas y contrastadas en su expediente.
—¿Por qué?
—Pues porque los mismos que tramaron su detención para quitarlo de en medio son quienes tienen el poder sobre estos expedientes. Sería luchar contra un gigante demasiado poderoso, y según me confirman mis contactos, si nos empeñásemos en remover todo esto, lo único que conseguiríamos sería que las pocas pruebas que pudieran existir desaparezcan definitivamente.
—¿Y qué se supone que debo hacer? ¿Quedarme con los brazos cruzados mientras el honor de mi padre sigue arrastrado por el fango, vilipendiado como basura en el ámbito diplomático al que dedicó toda su vida? ¿Usted sabe lo que es eso?
—Claro que lo sé, señora Ribas, claro que lo sé. Mi marido es embajador desde hace muchos años y sé cómo funcionan las cosas, pero por esa misma razón creo que debemos ser muy prudentes para evitar que el daño causado a la memoria de su padre se convierta en irreparable.
—Madame Hardion te está pidiendo paciencia y tiempo —intervino Roberta.
—¿Paciencia…? ¿Tiempo? —Marta tenía la frente arrugada; se sentía furiosa—. Acusan a mi padre de traición injustamente, manchan su memoria, difaman toda su vida, le ejecutan como a un vulgar delincuente y me piden que tenga paciencia.
—Así es —sentenció Roberta Moretti—. Las cosas más importantes requieren su tiempo. No te apures, tu padre tendrá el reconocimiento que se merece, pero para eso hay que andar con muchísima cautela.
Marta bajó los ojos al suelo; se frotaba las manos con ansiedad, su respiración se aceleró al mismo ritmo que los latidos de su corazón. Sintió un ligero mareo y de repente levantó los ojos y los fijó en madame Hardion.
—¿Y mi madre? ¿Dónde está mi madre? ¿Qué pasa con ella? ¿Y si está viva?
La sola idea de que su madre estuviera viva le desbocó el corazón.
La esposa del embajador cerró la carpeta y la dejó sobre la mesa con un largo suspiro.
—Verá, señora Ribas, no quiero que se haga falsas ilusiones al respecto. Si a estas alturas su madre no se ha puesto en contacto de alguna manera con usted, y entiendo que no lo ha hecho, y nadie sabe nada de ella desde principios de agosto del cuarenta y cuatro, es muy probable que…, bueno, que su madre haya fallecido. Lo que no sabemos es cómo, dónde y cuándo. En esta guerra se ha hecho desaparecer a mucha gente, cientos de miles, tal vez millones, no muertos en el campo de batalla, ni siquiera por efecto de los bombardeos en ciudades y pueblos —enmudeció y apretó la mandíbula como si le costase hablar de ese asunto—. Sencillamente se les hacía desaparecer, volatilizados su identidad y su cuerpo. Muchos fueron detenidos y se los llevaban lejos de sus casas sin posibilidad de avisar a sus familias sobre su destino; simplemente, desaparecían para siempre. Por muy doloroso que le pueda parecer, señora Ribas, no es nada extraño la falta absoluta de noticias sobre el paradero de su madre. Si le sirve de consuelo, mis contactos continúan su labor de investigación y no cejarán hasta dar con alguna pista. Eso sí se lo puedo asegurar. Intentaremos averiguar qué ocurrió con Marcella Cerquetti. No le quepa duda.
La conversación se desarrolló entre balbuceos de Marta y comentarios amables de las dos mujeres, hasta que Roberta Moretti miró el reloj y le dijo a la señora del embajador que no querían entretenerla más. Marta no llegó a probar el café, que ya había dejado de humear.
Madame Hardion las acompañó hasta la puerta del coche, en una charla amable en francés con Roberta, acompañada del silencio de Marta.
—Señora Ribas —le dijo la esposa del embajador al tenderle la mano para despedirse—, en cuanto tenga cualquier noticia acerca de sus padres, se la haré llegar. Confíe en mí: la memoria de su padre quedará en el lugar que le corresponde, no se apure; el tiempo corre a favor de nuestra causa, pero no debemos precipitarnos.
En cuanto Óscar puso en marcha el motor, Roberta Moretti le indicó que las llevase al restaurante Horcher. Nada hablaron durante el trayecto. Roberta entendía que Marta debía asimilar la información recibida. Había supuesto una impresión demasiado amarga, a la vez que esperanzadora, y requería un periodo de asunción y aprehensión de un asunto tan delicado.
Se sentaron en la misma mesa de siempre, la del fondo, junto a una de las ventanas y cerca de una vitrina iluminada horadada en la pared, repleta de espléndidas figuras de porcelana. Una vez servido el vino, Roberta Moretti rompió el incómodo silencio.
—Creo que te debo una explicación…
Marta la miró sorprendida, abrió los ojos y negó.
—No, Roberta, ni mucho menos, soy yo quien le agradezco profundamente todo lo que ha hecho por mí. Esto…, lo de madame Hardion ha supuesto para mí mucho más de lo que pueda usted imaginar, lo que ocurre es que no me lo esperaba y yo… No sé cómo agradecerle su interés y que se haya tomado tantas molestias por mí.
Roberta la miraba mientras hablaba, con una sonrisa condescendiente.
—¿Sabes, Marta? Eres igual que tu madre. Tus ojos me recuerdan tanto a ella.
Marta Ribas la miró absorta, abriendo y cerrando los ojos, aturdida, sin comprender qué quería decir con sus palabras.
En ese momento, el maître se acercaba a la mesa dispuesto a tomar nota de la comanda, pero le detuvo la sutil seña con la mano que le hizo Roberta. El hombre, impolutamente vestido con chaqueta negra y corbata, dio media vuelta y se alejó.
—Ya es hora de que sepas algo sobre mí, ya que yo lo sé casi todo sobre ti. Me parece justo. ¿No crees?
—No sé… No… Yo no… Usted no tiene por qué darme explicación ninguna, yo soy su asistente, intento hacer bien mi trabajo, usted me paga muy bien y yo se lo agradezco.
Roberta Moretti dio un sorbo al vino y suspiró con expresión amable.
—Marta, yo conocía a tu madre. Estuvimos a punto de montar un gran proyecto juntas, que no se llegó a realizar por culpa de la maldita guerra europea.
—¿Usted conoció a mi madre…? ¿Era amiga de mi madre?
—Bueno, no sé si tu concepto de amistad coincide exactamente con el mío. Pero si lo pienso, sí, puedo afirmar que llegamos a ser amigas, o al menos podríamos haber llegado a serlo. Eso seguro. Por encima de todo, fuimos socias. Nos conocimos en el verano del treinta y cuatro, en Londres, durante un concierto en el Royal Albert Hall. Las dos vivíamos entonces en París, y pensamos poner en marcha un proyecto que nos entusiasmó: crear una escuela para jóvenes promesas —calló Roberta y sonrió queda porque pensó en Francisco Castillo, pero decidió que todavía no era el momento de hablar de él.
—Ahora que lo dice… —interrumpió Marta con el rostro iluminado por la evocación—, alguna vez me habló de que quería abrir una especie de conservatorio, pero no de pago, sino de mecenazgo.
—Exactamente, esa era la idea. Una escuela en la que tuvieran cabida niños y jóvenes sin recursos pero que apuntasen talento para la música, la interpretación, la composición o la dirección. Teníamos visto ya el edificio, incluso llegué a apalabrar su compra a un anciano comerciante que quería desprenderse de un viejo inmueble junto a las Tulleries. Pero todo empezó a desmoronarse cuando Hitler traspasó todos los límites y a Francia no le quedó otro remedio que declarar la guerra a Alemania. Yo tuve que marcharme de París junto a mi familia en mayo del cuarenta. Pasé la guerra en Nueva York, en casa de unos primos. Tu madre y yo mantuvimos contacto gracias a las cartas, una correspondencia fluida al principio porque llegaba con la valija de la embajada; sin embargo, en los dos últimos años y hasta su absoluto silencio, las cartas me solían llegar con mucho retraso, y no me extrañaría que más de una se perdiera en el camino —calló y abrió su bolso para extraer de su interior un sobre. Se lo tendió a Marta—. Es la última carta que recibí de ella.
Marta Ribas cogió el sobre y reconoció la letra redondeada y menuda de su madre plasmada en tinta rosada desleída por el paso del tiempo; el nombre de Roberta, una dirección de Manhattan y, cuando lo giró, el remite con su nombre: Marcella Cerquetti. Tan solo eso. En el interior una cuartilla doblada en tres. Antes de sacarla, miró a Roberta con un gesto de interrogación, como pidiendo permiso para la intromisión epistolar. Después de recibirlo por parte de la destinataria, Marta extrajo la cuartilla, la desplegó y leyó su contenido en silencio, imaginándose a su madre escribiendo, su cabello caído sobre su frente, sus manos delicadas y frágiles. Cuando terminó no dijo nada, la dobló cuidadosamente como si temiera que el papel se quebrara, la introdujo en el sobre y se la tendió. Roberta la cogió y la guardó en silencio.
Marta abrió la boca para hablar. Sus ojos miraban absortos a Roberta, los bajó y alzando las cejas musitó casi en un susurro:
—A mí me llegaron muy pocas cartas…, todas abiertas, a algunas les faltaban hojas, y todas con semanas, incluso con meses de retraso. Desconozco si le llegó alguna de las mías. Me preguntaba que por qué no le escribía, que no sabía nada de nosotros… Era como un diálogo de sordos.
—Al menos hasta donde yo sé, nunca supo de ti. Seguramente a alguien en la embajada le interesó que no recibiera noticias vuestras.
—Pero ¿por qué?
—En las guerras no solo se mata con bombas, Marta, hay métodos que provocan efectos mucho más demoledores en el ánimo del enemigo.
—¿Y mis padres eran enemigos? ¿De quién?
—Eso estamos intentando averiguar. Deja que madame Hardion siga con sus indagaciones. Es una mujer muy eficaz, te lo aseguro. Y no cejará hasta que consiga saber qué pasó con tus padres.
—Roberta, ¿por qué hace todo esto? Quiero decir…, ¿por qué me ayuda?
—Tienes derecho a conocer qué pasó. Todos tenemos derecho.
—Ya. Pero yo…, mañana le dan el alta a mi marido. No puedo seguir con usted.
Roberta Moretti alzó la barbilla y miró al fondo y llamó la atención del maître levantando su mano. Mientras se acercaba solícito, le dijo a Marta mirándola a los ojos:
—Eso ya lo veremos.
—No me va a dejar.
—No voy a permitir que te enclaustres como si fueras una monja. Digamos que se lo debo a la memoria de tu madre.
Marta la miró fija, con recelo, intentando aferrarse a una esperanza derivada de las averiguaciones de la esposa del embajador.
—Puede que no haya muerto…
—Será mejor que vayas haciéndote a la idea de que lo está. Han pasado casi dos años, la guerra ha terminado en el mundo, ¿crees que no se hubiera puesto en contacto contigo si estuviera viva?
—Es posible que no pueda, o que no sepa… ¿Y si está herida y no sabe quién es? Hay gente que ha perdido la memoria…
Roberta pidió ensalada y lenguado a la plancha para las dos.
—Marta, me has dicho que no sabes cómo agradecerme lo que he hecho por ti.
—No puedo seguir trabajando, Roberta, mi marido se opone. No puedo luchar contra él.
—Todavía no he terminado de contarte cosas sobre mí, sobre la verdadera razón de mi estancia en España, al margen de los negocios de la familia Rothschild. Necesito a una persona de mi entera confianza para resolver un asunto…, ¿cómo lo diría?, algo delicado.
Marta Ribas no dijo nada; estaba expectante por saber qué más le podía contar aquella mujer. Roberta continuó hablando serena y pausada.
—No suelo comentar con nadie mis asuntos personales, primero porque no sé cómo hacerlo y, sobre todo, porque no me gusta, son…, ¿cómo te diría?
Por primera vez desde que la conocía, Marta notó los ojos esquivos de aquella mujer que parecía un castillo inexpugnable.
—Son mis puntos débiles…, mis flaquezas, a través de las cuales mis enemigos podrían batirme con muy poco esfuerzo.
Cogió un cigarro y lo encendió despacio, como si estuviera haciendo tiempo con el fin de encontrar las palabras más adecuadas para explicarse.
—Se trata del único asunto que mueve el mundo, Marta; ni el dinero ni el poder sirven para nada cuando se cruza el amor por medio. Antes de la guerra de España conocí a un hombre, aquí en Madrid.
Marta no pudo reprimir una sonrisa queda, apenas dibujada; aquella mujer era humana y tenía sentimientos más allá de los negocios y el dinero.
—Era profesor del conservatorio de música, un pianista excelente que interpretaba a Chopin como si el mismísimo Dios se apoderase de sus dedos al rozar el teclado; un hombre elegante y culto, y por qué no decirlo, un gran amante. Nada que ver con mi exmarido, al que aborrecí desde la primera noche que pasamos juntos, por torpe, grosero y vulgar. Francisco era ese tipo de hombres a quienes resulta muy fácil amar, un perfecto galán de película… —calló unos segundos con expresión taciturna, apenas miraba a Marta, que la escuchaba tan atenta que casi mantenía la respiración para no perderse ni una sola palabra. Aspiró el humo de su cigarrillo y exhaló la fumarada lentamente—. Pero los galanes perfectos siempre tienen alguna tara, y él llevaba la suya en forma de una preciosa y recién estrenada alianza que lucía en su mano derecha. Llevaba casado apenas unos meses cuando nos conocimos; yo intenté retirarme de su camino, nunca he soportado las escenas de mujeres enceladas por su hombre. No quería romper un matrimonio. Eran tan jóvenes… —Solo en ese momento la miró y sonrió sin ganas—. Él tenía diez años menos que yo. Pero cuando el amor se impone en una dirección, es imposible intentar enderezar el rumbo y, a pesar de que traté de evitarlo durante casi un año, al final caí en sus brazos como una adolescente. Gracias a las leyes que se implantaron en este país durante la República, Francisco pudo pedir el divorcio, eso sí, no exento de escándalo; imagínate, ya sabes lo mal que se suelen llevar esos asuntos en la alta sociedad, y más si el díscolo es el advenedizo a esa clase. Su esposa pertenecía a la aristocracia más rancia de esta ciudad. El tiempo corrió en nuestra contra; mientras yo batallaba por vencer las trabas de mi exmarido para que me concediera el divorcio, estalló la guerra aquí. Todo se rompió. La familia de su exmujer había salido de Madrid el mismo día del alzamiento militar, rumbo a San Sebastián, donde pretendía pasar el verano. A él no le dio tiempo. Francisco era un hombre de principios y creía en las bondades de la República, por eso se incorporó al bando republicano… De ese aspecto de la guerra solo sé que perdió… —Su rostro se ensombreció recordando—. Durante tres años recibí sus noticias a través de cartas; la última estaba fechada el 20 de diciembre de 1939; en ella me decía que había conseguido un salvoconducto para salir de España y que en pocos días estaríamos juntos —calló otra vez, aplastó con fuerza la colilla en el cenicero de cristal y echó el humo por los labios entrecerrados—. Le esperé durante meses, pero nunca llegó…, ni supe más de él… Tuve que marcharme a América…, sin él. He regresado a Madrid para saber qué le pasó, por qué no llegó a su destino aquel mes de diciembre.
—¿Lo ha encontrado? —se atrevió a preguntar Marta.
Roberta afirmó con un gesto entre la desolación y la firmeza.
—Lo he encontrado, pero ya no me pertenece. En su última carta ya me advertía que su divorcio había quedado anulado y volvía a ser un hombre casado. —Soltó un profundo y pesado suspiro—. Y por lo que he sabido, así sigue, casado y con dos preciosos hijos.
El silencio envolvió a las dos mujeres. Marta no se atrevía a preguntar, y Roberta parecía ausente, ensimismada. De repente la miró como si regresara de la penumbra de sus pensamientos.
—Necesito que me hagas un favor, Marta, un gran favor; si no fuera muy importante para mí, nunca se me ocurriría…, no te lo pediría.
—Si está en mi mano…
—Quiero que te acerques a Francisco y averigües si es feliz.
—¿Qué quiere decir? ¿Cómo podría yo acercarme a un… desconocido?
—Tendrás una buena excusa para tratar con él si te apuntas a unas clases de piano en el conservatorio. Por supuesto, yo corro con todos los gastos.
—Roberta…, yo…, no sé si podré, mi marido…
—¿También se va a oponer tu marido a que tomes unas clases de piano?
Marta suspiró derrotada.
—No lo sé.
—Si Francisco es feliz, habrá acabado todo y yo sabré que el hombre al que amo con toda mi alma se ha acabado para mí, pero si no lo es… —Tragó saliva con un ademán de emoción que sorprendió a Marta por lo inusitado—. Estaría dispuesta a luchar por él. Tú eres la única persona en quien puedo confiar, Marta. No me falles.
Marta Ribas la miró en silencio un rato, valorando sus palabras, hasta que afirmó, cerrando los ojos un instante.
—Lo haré, no sé cómo, pero haré lo que me pide.
Mantuvo sus ojos unos segundos, abrió una sonrisa agradecida y se colocó la servilleta sobre los muslos desdoblándola con elegancia.
—Y ahora dejemos mi vida personal y continuemos con los asuntos que hoy nos atañen. —Bebió un trago de vino de su copa—. Has dicho que a tu marido le dan el alta mañana, ¿no es eso? Bien, pues hoy hay que aprovechar el día. Después de comer iremos a ver a una persona que quiero que conozcas, y esta noche tenemos una cena en casa del subsecretario de Obras Públicas, a la que asistirá el ministro. Esa cena va a ser muy importante, Marta. De ella dependerá gran parte de mis inversiones en este país. Ah, y la semana que viene tendré que ausentarme unos días, he de viajar primero a París y luego pasaré unos días en Barcelona. Pedirte que me acompañes sería imposible; muy a mi pesar, te estás convirtiendo para mí en imprescindible, nunca me ha gustado depender de otro, pero he de reconocer que contigo todo está siendo muy distinto. De todas formas, aquí también te necesito.
—Roberta, no voy a poder…
—Solo será necesario que vayas de vez en cuando al piso de Castellana. Tu misión principal será abrir y controlar el correo, mantenerme informada sobre cualquier asunto por nimio que sea; ah, por cierto, mañana instalan el teléfono, me ha costado una fortuna, en este país tienen la costumbre de pedir para cada paso que dan. Como te decía, deberás informarme sobre la correspondencia y, en su caso, responder por mí. Tal vez tengas que recibir alguna visita puntual, pero podrás estar de regreso en casa para hacerle la comida a tu marido sin levantar suspicacias por su parte. El sueldo seguirá siendo el mismo.
Marta sonrió sin ganas, miraba a Roberta admirada de la seguridad que mostraba aquella mujer en sus planteamientos, como si diera por hecho que podía superar cualquier clase de obstáculo que se le pusiera por delante.
—¿Y si mi marido no me deja?
—No tienes por qué decírselo.
Marta sonrió irónica alzando las cejas.
—¿Pretende que le engañe?
—De casa te deja salir, ¿no es así? Pues no le digas adónde vas y asunto resuelto. Al fin y al cabo, es él quien te obliga a hacerlo debido a ese egoísmo incomprensible.
—No es egoísmo…
—Lo que sea, Marta, te necesito a mi lado y si ha de ser por encima de tu marido, que sea. Tampoco haces nada de lo que te puedas avergonzar. No sé si tu esposo está en condiciones de decir lo mismo.
—¿Qué quiere decir?
—Que los hombres tienen su propia vara de medir, estrecha y dura para las mujeres, y ancha y blanda para ellos —se calló porque en ese momento el camarero con una chaquetilla blanca y pajarita negra se acercó para servir la ensalada, un plato a cada una—. Y ahora será mejor que comamos. Tenemos muchas cosas que hacer y poco tiempo.