Julia Figueroa miraba a un lado y a otro con evidente fastidio. Se había quedado sola sentada en el banco de la iglesia de Santa Cruz; su madre y su hermana no habían podido esperarla (tampoco lo hubiera querido ella), ya que tenían que cumplir con las obligaciones, abrumadoras a todas luces, de la preparación de la Cuaresma recién estrenada.
Fue dejando pasar a las mujeres que, como ella, aguardaban el turno para confesar. Cada cierto tiempo, el crujir de la madera alertaba a las penitentes en espera; la confesante, ya redimida, se levantaba y caminaba con pasos cortos y actitud recogida hasta postrarse de nuevo en un banco, dispuesta a cumplir la penitencia impuesta y a dar gracias por la absolución recibida; inmediatamente, sin apenas demora, otra se levantaba y se hincaba en el reclinatorio del confesionario, quedando su figura casi oculta en aquel rincón recogido que solo dejaba a la vista las pantorrillas suspendidas, castamente cubiertas de tupidas medias negras y la puntera de los pies fija en el suelo como firme guía de su estar en la tierra. En el silencio hueco de ruidos sigilosos y sutiles roces, se percibía el eco de los susurros quejumbrosos y raucos de la penitente. Julia miraba de reojo la cortina cárdena de terciopelo tras la que se ocultaba la figura magistral y omnisciente de don Próculo, quien después de haber ayudado a don Leoncio a impartir la comunión (a la que, por segunda vez en una semana, Julita no se había acercado, quedando conturbada con la mirada furibunda que le había dedicado su madre), se había introducido en aquel armario de madera sin importarle demasiado la profusión de chirridos y golpes que alteraron el recogimiento de los comulgantes, y una vez sentado y acomodado en su cátedra redentora, había desplegado el cortinaje desapareciendo a la mirada de los fieles, para escuchar, sin ser visto y sin ver, los pecados, faltas y debilidades de las feligresas que, una tras otra, se iban acercando hasta quedar ahinojadas al otro lado de la tupida celosía de madera.
Julia no tenía ninguna intención de acercarse a confesar, y mucho menos con don Próculo; había dejado de ir incluso a los Jerónimos, donde llevaba algún tiempo reconciliando con don Nazario, el cura joven de trato campechano que la instaba a hablar y a contar sin rubores eso que él llamaba «miserias de mujer en ciernes». Pero ya no se atrevía ni siquiera a contárselo a él, en apariencia tan comprensivo; le daba demasiada vergüenza hacerlo a pesar de la zozobra que desde hacía días no la dejaba ni comer ni dormir, ni siquiera respirar con normalidad. Esperó pacientemente a que el templo quedase más vacío para deslizarse sigilosa hasta la calle intentando que no la viera don Próculo, apercibido ya de su falta de comunión. Cuando solo quedaban dos mujeres delante de ella, aprovechó el levantarse de unas y el salir de otras y, casi de puntillas, se dirigió hacia la calle. Al salir, el sol claro de la mañana la deslumbró. Entrecerrando los ojos y con la mano en la frente, atisbó a un lado y otro para asegurarse de que nadie la conocía y apretó el paso en dirección a casa; pero al subir hasta el primero, no se detuvo en la puerta, sino que continuó hasta el cuarto. Tocó la puerta dos veces con suavidad y esperó. Al no obtener respuesta, llamó más fuerte.
—Elena, soy yo, Julia. Abre, anda… Tengo que hablar contigo.
Elena se debatía entre el duermevela que le aferraba a la placidez del lecho y la voz hueca que resonaba en alguna parte de su mente, acompañada de golpes secos.
De repente, abrió los ojos y se quedó quieta, a la escucha. Unos toques le confirmaron que no era un sueño: alguien estaba llamando a la puerta. Se levantó y salió a la sala. El brasero dispuesto en medio de la estancia emanaba un bochorno que caldeaba el aire, algo espeso por la cerrazón de la noche. Echó un vistazo a la habitación vacía de su madre, aunque había supuesto que no estaba porque había percibido el suave aroma a rosa y jazmín de su perfume Blue Glass. Al oír la voz de Julia al otro lado de la puerta, se apresuró a abrir.
—Julia, ¿qué haces aquí a estas horas?
La pequeña de los Figueroa pasó y se sentó en una silla sin quitarse el abrigo.
—¿A estas horas…? Elena, son las nueve.
—Y para qué madrugar tanto…
—Pues ya te podías venir a misa conmigo, que si no, me aburro como una ostra.
—¿A las siete de la mañana? Ni lo pienses.
—Estamos en Cuaresma, Elena, hay que cumplir…
—Ya iré luego. ¿Quieres un café? —preguntó acercándose al fogón y comprobando que el cazo estaba templado; azuzó el carbón del interior de la placa y volvió a colocar sobre ella el puchero con el café—. Es de doña Fermina, del que le traen de Portugal, está muy bueno.
—Vale, todavía no he desayunado.
—Ah, ¿no?
—No… Vengo de la misa de Santa Cruz y aún no he pasado por casa. —La miró con una fijeza suplicante—. Elena, tengo que hablar contigo…
—Y yo también, Julia. Tengo que contarte algo…
Pero Elena Montejano se calló, apagando su expresión radiante cuando se volvió hacia su amiga; estaba claro que su asunto no era grato porque tenía la mirada perdida y un gesto de profunda compunción; además, estaba tensa y frotaba sus manos claramente nerviosa.
La observó en silencio mientras colocaba las dos tazas en la mesa; luego cogió un plato de dulces y, poniéndolo en el centro, se inclinó hacia su amiga buscando sus ojos.
—¿Qué te pasa, Julia? No tienes buena cara.
—Elena, tú eres mi amiga, ¿verdad?
—Claro, ¿por qué me preguntas eso? ¿Qué te pasa?
Elena se acercó a coger el puchero en el que ya humeaba el café, cuyo aroma se esparcía por la sala; vertió un poco en cada una de las tazas; luego se sentó sin dejar de mirar el gesto desolado de Julia Figueroa.
Con los ojos bajos y esquivos, Julita cogió la taza y se la llevó a los labios sin llegar a beber. La vaharada que se escapaba le ascendía por delante del rostro. Dio un largo suspiro y bajó los hombros como si se rindiera.
—Me he arreglado con Dionisio.
—No sabía que eso te fuera a suponer un disgusto. Además, ya me lo dijiste, que os ibais a arreglar y que ya le habías perdonado. Pues vaya…, ¿y estás así por eso? Chica, yo no te entiendo.
Julia alzó los ojos y miró a su amiga con expresión de desamparo.
—Elena…, es que…, verás…, no sé cómo decírtelo.
—Pues dilo, y ya está.
Julia mantenía la taza cerca de la boca, mirando unas veces a Elena y otras al vacío, pero siempre con expresión meditabunda.
—Es que Dioni… —Abría la boca y la volvía a cerrar, apretando los labios—. No sé cómo decírtelo… Dioni y yo, bueno, hemos estado… Dioni… ¡Ay, no sé cómo explicártelo!
—Julia, cálmate, soy tu amiga.
La pequeña de los Figueroa dejó la taza en la mesa y extendió su brazo hasta agarrar el de Elena.
—¿Me prometes que no le vas a decir nada a nadie?
—Te lo prometo.
—¿Me lo juras?
—Jurar es pecado y estamos en Cuaresma… Pero si tengo que jurártelo, te lo juro. Dime ya de una vez lo que te pasa.
—Elena…, lo hemos hecho… —Tragó saliva y su cara parecía desmoronarse, sus ojos se llenaron de lágrimas, abrió los labios y la mandíbula le empezó a temblar—. Lo hemos hecho…, y sin utilizar nada.
Su amiga se había quedado estupefacta, intentando asimilar las palabras de Julia.
—¿Que habéis hecho qué?
—Ay, Elena, no me hagas hablar, pues qué va a ser…, eso. —Alzó las cejas como indicando algo sin decir nada—. Ya sabes, eso…
Elena no sabía qué pensar, o mejor, no quería pensar que lo que estaba pensando era lo que le quería decir su amiga.
—No me digas que Dioni y tú…, os habéis…
Julia afirmó y las lágrimas desbordadas de sus ojos empezaron a correr por sus mejillas.
—Fuimos a casa de doña Celia…
—¡Pero Julia! ¿Cómo se te ocurre ir allí? —Elena la reconvino con energía.
—Ya lo sé, Elena, pero me convenció, me dijo…, yo qué sé lo que me dijo, al final me convenció y yo… Fui una tonta y me dejé llevar, y allí… Ay, Elena…, tengo una cosa aquí… —Se llevó la mano a la boca del estómago—. No puedo comulgar ni confesar. ¿Cómo voy a confesarme de esto? ¡Qué vergüenza!
Elena la miraba atónita, intentando imaginar a su amiga en los brazos de aquel tonto de Dioni, engañada y obligada a ceder.
—Pero ¿tú quisiste…? ¿Te obligó?
Julia la miró un rato en un silencio culpable; al cabo, negó con la cabeza y bajó los ojos pegando la barbilla al pecho.
—¿Te dejaste? Pero Julia… ¿Es que te has vuelto loca? ¿Qué vas a hacer ahora?
—No sé, Elena, eres la única persona con quien puedo hablar de esto. Y eso no es lo peor… —de nuevo volvió a callar por unos segundos, tragó saliva, levantó la mirada hacia su amiga y le dijo pesarosa—: llevo una semana de retraso.
—No te preocupes por eso, he oído que la primera vez no pasa nada, no te puedes quedar.
—Es que no ha sido una…
—¡Julia!
—Dioni me dijo que si me lavaba enseguida no pasaba nada… Eso me dijo…, y ahora…
Las dos amigas se miraron un rato de hito en hito, en silencio, con un reproche candoroso una, suplicante la otra.
—Julia… —Esta vez el tono fue mucho más condescendiente—. Pero ¿cómo has podido?
—Ya lo sé, no hace falta que me lo digas, me he dejado llevar y ahora…, ahora no sé qué hacer. ¿Y si estoy embarazada, Elena? ¿Qué hago?
—Pues casarte, ¿qué otra cosa podrías hacer?
—Ya…, eso tenía que hacer…, pero no sé…, así…, qué vergüenza.
—Tenías que haberlo pensado antes, Julia. Ya sabes que eso es fuego.
Por un momento, Julia esbozó una leve sonrisa, como si se le hubiera escapado.
—Y no te puedes imaginar qué fuego, Elena, es…
—¡Julia! —Su amiga se irguió con afectada indignación.
Las dos callaron un rato, valorando las palabras dichas y oídas.
Julia Figueroa se sentía algo mejor después de haber compartido su secreto con su amiga. Las lágrimas se le iban secando en los ojos. Se acercó la taza a la boca y bebió un trago. Luego miró a su amiga y buscó sus ojos, como si con ello quisiera obtener su apoyo.
—Elena, he pensado que si estoy… —calló y tomó aire—, no estoy segura de querer tenerlo.
—No pensarás quitártelo.
Julia tragó saliva.
—No quiero tener un hijo así. No quiero. Sería una vergüenza para toda la vida. Las murmuraciones me acompañarían siempre a mí y al niño, ya sabes cómo es la gente.
—No, si te casas.
—Estas cosas nunca se olvidan, y siempre habrá alguien que me lo restriegue por la cara; si lo tengo, estaré marcada para siempre, y me niego a eso.
—¿Tu novio sabe algo de esto?
—¿Ese? A ese solo le interesa saber a qué hora nos vemos en casa de doña Celia.
—Pero ¿lo sabe?
—No, no se lo he dicho ni pienso hacerlo… —Se irguió con dignidad, alzó la barbilla y con firmeza añadió—: Estoy decidida, me lo voy a quitar.
—Pero ¿estás segura de que te has quedado?
—Con la regla soy muy puntual, y me tenía que haber bajado hace una semana, y además, llevo dos mañanas con unas náuseas… Ayer devolví todo el desayuno, menos mal que mi madre no se dio cuenta. Ya me contarás tú qué significa eso. Está más claro que el agua.
En ese momento las sobresaltó el ruido de la puerta al abrirse.
—Pero bueno, ¿qué hacéis aquí las dos de cháchara a estas horas?
—Hola, madre, qué pronto vienes.
La pequeña de los Figueroa también musitó un buenos días.
—Julita, hija, ¿no tienes calor con el abrigo? Se nota mucho el calorcito del brasero.
—Ah, no me había dado ni cuenta.
Sin levantarse, Julia se lo quitó y lo dejó caer en el respaldo de la silla.
—¿Vienes de ver a papá?
—Sí. De allí vengo.
—¿Te vas a ir a trabajar?
—Sí, Roberta me espera a mediodía y hoy no puedo faltar.
—Pero ¿papá no salía hoy del hospital?
—No, tiene que esperar a mañana. ¿Me preparas un café? Anda, hija, vengo un poco destemplada.
—Ahora mismo te lo pongo.
Mientras su madre entraba en la habitación a dejar el abrigo y el bolso, Elena se levantó y puso sobre la placa el cazo que aún tenía algo de café; cogió una taza y otra cuchara y esperó a que se calentase más. Marta salió a la sala tocándose la nuca como si le molestasen las cervicales y se sentó en otra silla.
—¿Qué tal, Julita, ya habéis oído misa?
—Sí. En Cuaresma mi madre se empeña en levantarme para ir a la de siete.
—Eso está bien. —Se dirigió a su hija—: ¿A qué hora vas a ir a ver a papá?
—Pues cuando arregle todo esto y baje a comprar, que no hay de nada, y si papá viene mañana…
Marta se sintió incómoda ante las palabras de su hija. Desde que estaba trabajando había dejado de hacer las tareas de la casa; todo lo hacía Elena: lavaba, tendía, cocinaba (aunque la mayor parte de los días lo hacía para ella solamente), limpiaba la casa, planchaba y hacía la compra con sus correspondientes colas y esperas, que le podían llevar toda la mañana. Luego se iba al hospital y se pasaba allí a la vera de su padre un buen rato (ella decía que toda la tarde, pero Marta sabía que apenas aguantaba un par de horas), para volver a casa a la espera de que ella regresara, una espera a veces demasiado larga. En ocasiones se la había encontrado sentada con los brazos sobre la mesa y la cabeza apoyada en ellos, dormida y cansada de estar sola y sin nada que hacer.
Marta se sentía culpable por eso y porque todos, de una forma u otra, le hacían sentirse así, todos menos Roberta Moretti, la única que defendía que nada malo hacía, que Elena ya no era una niña a la que no se la podía dejar sola y además era bueno para ella asumir ciertas responsabilidades a su edad: «Cuanto antes lo haga, antes lo aprenderá —le insistía ante la preocupación manifestada por Marta—. La vida está llena de retos a los que es necesario enfrentarse, y este es el que le toca a ella ahora. ¿Qué hay de malo en que sufra un poco de soledad?». Marta no contestaba, quedaba pensativa, valorando lo dicho y su situación, presente y futura. Cada día, cuando una vez arreglada y pintada se miraba al espejo del armario (de nuevo volvía a mirarse sin miedo a descubrir algún nuevo estrago del paso del tiempo o el aumento de la profundidad de las ojeras, consecuencia de la tristeza padecida), se repetía a sí misma que no hacía nada malo, que su vida era la que iba a iniciar en ese momento del día, en el momento en el que saliera de aquel cuchitril para encontrarse con el mundo que Roberta Moretti le había brindado, que aquella no era ni había sido nunca su casa, a la que había sido arrojada injustamente y nadie entonces había movido un dedo. ¿Acaso había sido ella la culpable de toda su desgracia? No lo era, y sin embargo nadie se planteaba esa ausencia de culpa, al contrario, criticaban con malicia su derecho a salir de la miseria en la que la habían incrustado circunstancias ajenas a su hacer. Se preguntaba por qué eran todos tan injustos hacia ella, qué razón había para que cualquier hecho venido del hombre, fuera lo que fuese, tendía a ser justificado, disculpado, siempre excusado en aras de razones de género o fuerza mayor, de obligación, de honor, incluso de una debilidad admitida y consentida tan solo en determinadas circunstancias, mientras que las decisiones o actos procedentes de la mujer siempre estaban sometidos al juicio vejatorio de todos, hombres y también mujeres, porque en los afanes de maledicencia de sus congéneres solían ser estas mucho más perversas que los varones. Sobre la mujer recaía la rigurosa aplicación de las reglas establecidas de la mano de los hombres, civiles o de Iglesia, que en eso de manejar la vida de las damas andaban ambos estamentos a la par. Su lugar natural: la casa, al cuidado de la familia, obligadas a traer al mundo la prole necesaria para hacer la patria grande y poderosa; trabajar como mucho de secretarias, dependientas, enfermeras o maestras, actividades coherentes a su condición natural de madres, o en otro caso les quedaba la derrota de la soltería o bien el ingreso en el convento para rezar por el resto de los mortales, condenadas en cualquier caso a una vida secundaria y suplida, sometidas siempre al escarnio del resto; ver, oír y callar, ese debía ser su lema de su existir diario.
Cuando se casó con Antonio Montejano, Marta era una mujer con inquietudes heredadas de la esmerada educación recibida; sus sueños de convertirse en una afanada concertista quedaron arrumbados al asumir, de manera aparentemente natural, su estatuto de señora de la casa, regente de su intendencia y de su perfecto funcionamiento, pero entonces su vida era otra muy distinta: su música, su piano, su lectura, los encuentros con la alta sociedad de Madrid y de Europa, siempre en la compañía de su esposo, atendida y apreciada por su distinción, formalidad y saber estar. Ahora, sin embargo, no le perdonaban su recuperado aspecto, condenada por todos por volver a vestir trajes caros, por dejar a su paso un aroma de perfume, por ir bien peinada; envidiaban la posibilidad de poder pagar sus deudas adquiridas con la connivencia de quienes ahora la señalaban. Al final, todos, los unos y las otras, anhelaban la pronta recuperación y el regreso de su marido, pero no por atención a su buena salud, sino porque sabían que, a partir de ese momento, Marta Ribas dejaría de ser la mujer libre que entraba y salía a su antojo, paseándose como una señora delante de quienes hasta hacía pocas semanas se apiadaban neciamente de ella y de su negra suerte, y no tendría más remedio que someterse otra vez a la implacable regla de ser la señora de Montejano, ajustarse de nuevo a lo correcto, a las normas establecidas; entonces celebrarían el regreso al redil de la oveja descarriada.
Elena vertió el café humeante en la taza de su madre, que lo tomó a sorbos cortos y rápidos, mientras oía los comentarios intrascendentes de las dos chicas.
—Voy a arreglarme —dijo Marta—. En una hora tengo que estar en casa de Roberta.
—¿Ya no vive en el Palace? —preguntó Julia.
—No, hace días que se instaló en el piso de Castellana.
—Ay, pues si a mí me dieran a elegir, viviría siempre en un hotel como el Palace, para que me lo hagan todo.
—Pero si en tu casa lo hace todo Venancia —replicó Elena.
—Bueno, alguna vez me he tenido que colgar yo la ropa porque a ella no le daba tiempo, y la cama, hay veces que tengo que ayudarla porque dice que no da abasto… Y es muy bruta, no me compares los que atienden en el Palace o en el Ritz con los modales que tiene Venancia.
Marta Ribas se levantó con una sonrisa plácida. Qué inocentes eran, pensaba, qué felices parecían, como si nada en el mundo les afectase…, aún.
Cuando se metió en su habitación, Elena y Julia se miraron en silencio.
—Luego te busco y seguimos hablando —dijo Elena, y empezó a recoger las tazas. Sin embargo, en vez de ir hacia el fregadero, se acercó al oído de Julia y le habló en voz muy baja—. Que yo también tengo una cosa que contarte.
Las dos chicas se miraron un instante. La radiante sonrisa de Elena indicó a su amiga que su secreto no era nada malo. Julia le sonrió a su vez.
—¿Qué ha pasado?
—Luego te lo cuento —volvió a decir ya desde el fregadero manteniendo el tono muy bajo.
—Ay —protestó Julia—, ahora tengo que irme a no sé qué de las hermanas clarisas. Una cosa que me ha encargado mi hermana. Oye, esta tarde empiezan unas conferencias sobre la Cuaresma para chicas…, tienen buena pinta. Son cuatro tardes, de cinco a ocho. ¿Por qué no te vienes? Las da el cura ese de Santa Cruz, don Damián, el más joven…, ¿te acuerdas? Uno con el pelo liso y casi blanco de tan rubio.
—Ya, sí me acuerdo, cómo no me voy a acordar, si me echó una bronca un día porque llegué tarde a misa que casi me manda a galeras. Qué exagerado.
—Bueno, pero ¿te vendrás?
—No sé, Julia, no me apetece nada.
—Es que si no, me aburro.
—Pues no vayas.
—Anda tú…, díselo tú a mi hermana que no voy… Ella sí que me manda a remar a la China con los chinitos.
—Elena. —Se oyó la voz de su madre desde el otro lado de la puerta entornada—. No estaría de más que acompañaras a Julia. Estamos en Cuaresma.
La hija de Marta gesticuló un reproche a Julia.
—Vale, iré cuando vuelva del hospital.
Julia se levantó y cogió el abrigo.
—Yo me voy ya. ¿Quieres que te pase a buscar?
—No —contestó enseguida Elena, a sabiendas de que tenía una cita en una de las puertas en el Museo del Prado—. Yo iré en cuanto pueda, pero lo mismo no llego puntual, avísalo, ¿eh?, que luego no quiero que me echen la bronca. Le dices a don Damián que estoy en el hospital con mi padre.
—Vale, pero tú intenta llegar a la hora.
Elena despidió a su amiga apoyada en el quicio de la puerta. Luego cerró y se dirigió a la ventana para airear la casa. Asomada, aspiró el aire de aquella mañana de marzo, llena de sol y brillo, que anunciaba la llegada del buen tiempo y los días más largos. Miró hacia abajo, a aquel patio sucio y cerrado como un oscuro claustro, y se entretuvo en atisbar entre las cortinas de las ventanas. En el segundo estaba abierta la ventana que correspondía a la habitación de Mauricio Canales y, al mirar, le atisbó moviéndose de un lado a otro varias veces como si estuviera terminando de asearse para salir. Apoyada en el quicio con la barbilla sobre las manos, se imaginó en aquella habitación en el plazo de unos meses, vestida con salto de cama igual que recordaba a su madre, convertida en la señora de Canales, y al hacerlo sintió un escalofrío que le estremeció todo el cuerpo como si hubiera recibido una descarga de electricidad tan fuerte que le resultó dolorosa. Se irguió y tomó aire ensanchando los pulmones, sin dejar de mirar las piernas de Mauricio, que aparecían y desaparecían a sus ojos en un ir y venir constante; movió la cabeza y pensó que no podía aceptar ese matrimonio. Estaba convencida de que Hanno se había interpuesto en su camino para evitar lo que sería un grave error. No podía hacerlo, tenía que hablar con su padre y decirle que no quería ese matrimonio, que se trataba de su vida y que no estaba dispuesta a entregarla a un desconocido solo porque tenía dinero y posición (de pronto se dio cuenta de que apenas conocía a Hanno, pero no era lo mismo, pensó de inmediato, Johann era otra cosa). Cambiando el gesto de su rostro, fantaseó con que si no aceptaban sus condiciones, escaparían juntos y se irían lejos, a un lugar donde él pudiera dar conciertos, no en la calle, sino en grandes teatros, y ella le acompañaría, siempre a su lado sintiendo su música, escuchando su voz y disfrutando de su risa.
El ensueño de su huida con Hanno, que había empezado con la pesadilla de la boda con Mauricio, se rompió cuando oyó la voz insistente de su madre a su espalda.
—Hija, te estoy llamando, ¿dónde tienes la cabeza?
Elena se volvió sobresaltada como si realmente se hubiera despertado repentinamente de un bello sueño.
—No te había oído… —Miró a su madre de arriba abajo y sonrió—. Qué guapa estás, mamá.
Llevaba un elegante traje sastre de Digby Morton color marrón claro de lana con la chaqueta cruzada y solapas algo más oscuras en terciopelo; la falda tenía un poco de vuelo, las medias marrones hacían brillar sus piernas y los zapatos eran de piel marrón oscuro. Se tocaba con un sombrero negro que llevaba unas plumas pequeñas y cortas de color miel.
Marta dejó el abrigo que llevaba en la mano sobre la silla y abrió el bolso.
—Te voy a dar dinero para que te compres un vestido, y también un bolso y unos zapatos nuevos, que los que tienes ya casi no tienen suela…, ah, y cómprate ropa interior, y ve a la peluquería a que te corten un poco y te arreglen el pelo; te vas a esa que hay en Callao, que tienen muy buena mano.
Dejó unos billetes en la mesa y cerró el bolso.
Elena miró el dinero sorprendida. Nunca antes le había dado dinero para ella, para que se comprase cosas. Elena conservaba (escondidas en un rincón de su armario) casi cuatrocientas pesetas de las quinientas que le había dado Basilio la primera noche que salió con él, temerosa de comprar nada que diera pie a tener que dar explicaciones.
—¿De verdad puedo comprarme un vestido…, y zapatos?
—Sí… —contestó su madre poniéndose el abrigo y mostrándole una sonrisa—. Vete de compras, te lo mereces. A partir de mañana las cosas volverán a ser como antes, y el dinero lo manejará tu padre. Pero eso lo he ganado yo y quiero dártelo. También te lo mereces.
—Iré a una tienda nueva que han puesto en la calle del Carmen, tienen unos vestidos…, o mejor a los almacenes Capitol…, o al Corte Inglés… Ay, mamá, voy a comprarme algo para mí…, gracias.
Elena se echó al cuello de su madre y le dio un abrazo y un beso en la mejilla. Olía a perfume y a polvos de la cara.
—¿Puedo comprarme un perfume y maquillaje?
—Ahí tienes el dinero, adminístralo como quieras, pero cómprate ropa interior, que la tienes muy gastada. Ah, y haz algo de compra para mañana, mira a ver si encuentras carne para hacer un guiso.
—Es que si me pongo en la cola de la carne lo mismo no me da tiempo a nada más.
—Pero si son las diez de la mañana, tienes todo el día.
—No, tengo que ir a ver a papá y luego he quedado con Julia a los ejercicios espirituales de la parroquia.
—Bueno, yo me tengo que ir, organízate como quieras. Ya eres mayorcita para eso.
Madre e hija se despidieron. Cuando Elena se quedó sola, se apresuró a arreglar las cosas de la casa; tampoco es que hubiera mucho que hacer, y toda la ropa estaba lavada, aunque no planchada, pero eso podía esperar. El problema era que había quedado con Hanno y si tenía que ir de compras y a ver a su padre, no le daría tiempo a ir a la peluquería y quería arreglarse el pelo. Pensó en cómo organizarse. Lo primero iría a hacer compra para llenar la despensa, luego iría a la peluquería, y lo último sería comprarse la ropa; si le quedaba tiempo, se acercaría al hospital; de lo contrario, la visita a su padre la dejaría para por la tarde, abandonando la asistencia a las conferencias parroquiales, aunque reconocía que Julia necesitaba mucho de su compañía. Estaba nerviosa y algo aturdida con el caudal de cosas que de repente tenía que hacer. Aquel día se le iba a quedar demasiado corto.
Mientras, Marta Ribas bajaba la escalera con gesto serio.