Marta Ribas se levantó más temprano que de costumbre. Quería ir al hospital para saber cómo y cuándo recibiría Antonio el alta. Se arregló sigilosa, intentando no hacer ruido para no despertar a Elena. Ya vestida y con un café caliente bebido, salió de casa cuando empezaba a amanecer. Al llegar al rellano del primero, oyó el cerrojo de la puerta de los Figueroa. Apretó el paso para intentar zafarse del encuentro, pero el inevitable taconeo la delató y la voz de doña Virtudes a su espalda la obligó a detenerse. Salían la madre y las dos hijas, las tres cubiertas por sendos velos de tul y encaje, negros los de las dos Virtudes, blanco el de Julita, y cada una llevaba su misal en la mano.
Habló la matriarca acercándose a Marta, mientras Virtuditas echaba el cerrojo a la puerta.
—Buenos días, Marta, qué temprano…
—Buenos días. Voy al hospital, es posible que le dan el alta a Antonio.
—Lo sé, me lo dijo ayer Rafael, que estuvo por la tarde a verle. Me alegro mucho de que se haya recuperado.
—Gracias, Virtudes. —Marta, mientras hablaba, bajaba lenta las escaleras con evidente impaciencia—. Si me disculpas, tengo mucha prisa.
—Ve, hija, ve…, que nosotras también vamos con la hora pegada a los oficios de Cuaresma. —Ya todas iniciaban la bajada en dirección al portal—. Por cierto, deberías acudir a alguno, Marta. Y lo mismo Elena. Mujer, que estamos en el tiempo.
—Sí, sí —contestó Marta de mala gana—, a ver si ya con Antonio en casa puedo acercarme…
—Luego pasaré a ver a Elena —intervino Julia—. Esta tarde empiezan unas conferencias para chicas en la parroquia.
Marta volvió la cara sin detenerse, afirmó esbozando una sonrisa antipática y se despidió saliendo a la calle como una exhalación. Las tres se quedaron plantadas en el umbral del portal, siguiéndola con la mirada, observando cómo se alejaba marcando el paso firme de sus tacones, mientras ellas se enfundaban los guantes y se abrochaban el abrigo.
—Qué poca vergüenza… —murmuró doña Virtudes encajando los dedos a la lana del guante—. Esta no pisa la iglesia desde hace meses. Es que no sé ni cómo no se le cae la cara de vergüenza; demasiado bueno es don Próculo, demasiado transige con ella, sí, señor… Anda que si fuera yo… Le iba a dar un repaso a esta de arriba abajo…, de arriba abajo y como Dios manda; más derecha que una vela la ponía yo…
—Vamos, madre —dijo Virtuditas tirando de su brazo—, que llegamos tarde y quiero sentarme en los primeros bancos, que hoy está don Leoncio y, con la poquita voz que tiene, apenas se le oye lo que dice.
—Niña —dijo la madre dirigiéndose a Julita—, hoy tienes que reconciliar con el padre Próculo, que llevas una semana sin hincar la rodilla.
—Que sí, mamá —respondió molesta la chica—, que ya lo sé, hoy después de misa me quedo y me confieso.
Cuando echaron a andar (la madre en medio, flanqueada por las hijas), Virtuditas se volvió para ver a Marta; maquinalmente, apretó la mandíbula y arrugó el gesto al sentir la inquina que le quemaba las entrañas. Luego se giró, miró al frente muy erguida y con afectada dignidad, se enganchó al brazo de su madre y tomó aire para intentar rebajar la sensación de odio irracional.
Marta cruzó aspirando con fuerza el aire fresco de la mañana, farfullando palabras tales como «beatas, meapilas, hipócritas y malas», como una retahíla imperiosa que quería escapar de sus labios bisbiseantes.
Cuando entró en la sala, Antonio estaba desayunando. Se acercó a él sonriente y le dio un beso en la frente.
—¿Cómo estás? —le preguntó desabrochándose el abrigo—. Me ha dicho Elena que te van a dar el alta.
—Eso parece.
En ese momento se oyó la voz potente y grave de Carlos Torres. Marta se giró y lo vio acercarse por el centro de la sala, con expresión satisfecha, su bata blanca e impoluta y el fonendo colgado del cuello.
—Hola, Marta. Me alegro de verte.
Se saludaron con cordialidad y, tras intercambiar algunas frases amables, se dirigió a Antonio, que terminaba de beber un vaso de leche templada.
—Y el enfermo, ¿cómo anda? —preguntó el médico.
—Voy tirando, solo eso.
—Pues ya es hora de que termines de recuperarte en casa. Aquí ya no haces nada. Pero hoy no te vas, lo harás mañana.
—Me dijiste…
—Ya sé que te dije que te ibas hoy, pero no me han llegado todavía los resultados de la última prueba que te hice y no quiero dejarte marchar hasta estar seguro de que está todo bien. De todas formas, no te preocupes, me han asegurado que estarán como mucho a última hora de la tarde. Déjate querer un día más por todas estas mujeres que te adoran, Antonio.
Hizo un gesto con el brazo como si abarcase a todo el personal sanitario femenino que, en esos momentos, se movía de un lado a otro atendiendo a los enfermos con solicitud y delicadeza.
—Pues a mí me sigue doliendo todo el cuerpo. Es como si estuviera roto por dentro.
—Paciencia, Antonio, eso se pasará con el tiempo.
—Y cómo voy a vivir mientras se pasa. Si no fuera por lo que me inyectan las enfermeras…
—Bueno, bueno; el buen tiempo y el sol te ayudarán a recuperar fuerzas.
—Pero ¿puede hacer vida normal, o es mejor que descanse? —preguntó Marta.
—Buenos paseos, buena comida, dormir lo suficiente y poco más —se calló y miró a Marta un instante, pensativo—. Puede empezar a trabajar si se ve con fuerzas, ya me ha dicho que vuestro futuro yerno le ha buscado un puesto de oficial en el juzgado. —Volvió a dirigirse a Antonio—. No es mal sitio. Te vendrá bien incorporarte a tu vida normal, eso sí, poco a poco, sin prisas y con calma. Tampoco tendría sentido que te quedes metido en casa sin hacer nada. Debes salir, caminar, distraerte, Antonio, has estado al borde de la muerte, eso debe hacerte reflexionar.
—Si tú lo dices —dijo Antonio con gesto irónico—, habrá que creerte.
—Debes hacerlo; a partir de ahora, la recuperación depende solo de ti. Estaremos pendientes de la evolución de tus pulmones y tu hígado. Por lo demás, vida normal, Antoñito, se te acabó el chollo.
Aquella frase cayó como una sombra entre el matrimonio. Carlos Torres se dio cuenta de las miradas incómodas; carraspeó, sonrió con aprensión e hizo un gesto a la monja con una enorme toca que esperaba algo más alejada con una carpeta entre las manos. Durante un rato, el médico consultó en el informe los resultados de las últimas analíticas. Lo cerró y sentenció satisfecho.
—Esto está muy bien. Lo dicho, esperamos a ver cómo vienen los de esta tarde, y si no hay novedad, que no la va a haber, mañana duermes en casa. —Se volvió hacia Marta—. Ya que estás aquí, Marta, podías acompañarme y arreglamos el papeleo. Así lo dejamos todo cerrado para que mañana no tengáis que entreteneros. ¿Te parece?
Marta Ribas acompañó a Carlos Torres por un largo pasillo hasta llegar a la puerta blanca en la que había un cartel en el que se leía: «Doctor Carlos Torres Martínez. Jefe de Planta». El médico sacó una llave de su bolsillo, abrió y le dio paso para que entrase.
El despacho de Carlos Torres era como el resto del hospital, blanco, frío y limpio como una patena; la diferencia era que allí se respiraba un aire cargado, en una mezcla de aromas a tabaco y colonia. Había una mesa, una silla y dos confidentes; al frente, la ventana; en la pared de la izquierda, una serie de títulos enmarcados y los retratos del Caudillo y de José Antonio Primo de Rivera; el primero de cuerpo entero y con uniforme militar, atiborrada la guerrera de condecoraciones; el segundo de medio cuerpo con traje y corbata; y en la de la derecha, una estantería metálica en la que se acumulaban libros y carpetas, todo con cierto orden. Desde la ventana se atisbaban las copas de los árboles que se elevaban en la calle, y el débil sol de la mañana empezaba a colarse a través de sus cristales.
—Siéntate, por favor, hace días que quería hablar a solas contigo. Tengo algo que decirte.
—¿Qué ocurre? —preguntó ella alerta.
Una vez los dos sentados, Carlos quedó de espaldas a la ventana y de frente a Marta.
—Verás. —Posó sobre la mesa sus manos grandes, de piel blanca, enlazando los dedos largos y finos con uñas ovaladas y bien cortadas—. El veneno afectó gravemente a órganos del cuerpo no vitales, gracias a eso le tenemos vivo, pero…, bueno, el tiempo que la sustancia adulterada se mantuvo en el organismo fue el suficiente como para dejar algunas… secuelas.
—Tiene secuelas… —Marta lo afirmó desolada, convencida de que la seriedad con la que hablaba el doctor Torres confirmaba aquella evidencia.
—Me temo que sí.
—¿Son graves? ¿Qué clase de secuelas?
—Graves en sí no son, pero estoy en condiciones de afirmar que, con toda seguridad, va a sufrir un dolor crónico, un dolor difuso y extendido por todo el cuerpo. Difícil de paliar.
—Pero… —Encogió los hombros, con miedo de hablar y saber—. Has dicho que puede hacer una vida normal.
—Puede y debe, pero eso únicamente va a depender de él. Cada uno resuelve el dolor de forma distinta. Hay gente que lo sobrelleva mejor que otra. Las mujeres, por ejemplo, soportáis mucho más dolor que los hombres, a pesar de que se os trate como el género débil. Físicamente y, sobre todo, mentalmente estáis más preparadas para aguantar el sufrimiento. —Manteniendo una expresión de gravedad, la miró con fijeza antes de continuar, como si estuviera requiriendo toda su atención—. Marta, tu actitud puede ser fundamental; a partir de ahora, Antonio va a necesitar de tu apoyo y comprensión más que nunca. Vas a tener que destilar paciencia a raudales con él.
—Dios santo… —murmuró para sí, pensativa, con los ojos perdidos en un lacerante vacío—. Si Antonio no soporta ni el pinchazo de una aguja.
—No le queda otro remedio que acostumbrarse. —Volvió a callar, y tomó aire como si cogiera fuerzas. Abrió uno de los cajones y sacó una caja—. Pero si te digo la verdad, no es eso lo que me preocupa. Hay formas de combatir el dolor, lo malo es que si se abusa de ellas se puede llegar a sobrepasar una línea muy peligrosa.
La última frase la remarcó lentamente, palabra por palabra, con firmeza, afectando preocupación.
—¿Qué quieres decir?
Le mostró la caja y se la acercó empujándola con la mano. Marta la miró sin llegar a tocarla, como si temiera hacerlo.
—Esto es morfina —dijo él—. Desde que salió del coma, Antonio recibe a diario dos dosis, una por la mañana y otra por la noche. —Aspiró el aire y lo soltó con fuerza—. Le calma y le permite descansar, pero… tiene que intentar pasar sin esto, debe habituarse al dolor.
—¿Habituarse al dolor?
—Abusar de la morfina le puede llevar a una adicción muy peligrosa, Marta. Era mi obligación advertírtelo.
—Él es médico, tiene que saberlo.
—Sí, pero ya sabes el dicho, en casa del herrero cuchillo de palo. Un médico en el papel de enfermo es peor que un crío pequeño.
—¿Y qué puedo hacer yo?
—Tienes que ser más fuerte que él; le queda un duro camino. Llévate la caja. Son seis dosis. Pero intenta que las utilice solo si no es capaz de soportarlo.
—¿Cómo voy a impedir que se ponga morfina si quiere ponérsela? ¿Crees que a mí me va a hacer caso? —lo dijo consternada, como si de repente se hubiera apercibido de que Carlos Torres estaba echando sobre su espalda una responsabilidad demasiado grande para ella.
—Antonio está… —calló y meneó la cabeza como si no supiera cómo explicarlo—, está muy débil, no solo físicamente, sobre todo está débil de aquí. —Se puso el dedo en la sien—. Ahora mismo dudo de que sea capaz de controlar él solo la situación, hay que darle tiempo. Verás, Marta, en situaciones normales, el dolor que pueda padecer tu marido es llevadero, uno se acostumbra a todo; el problema es que la mala racha que arrastra le tiene el ánimo por los suelos, y esta burda situación que a punto ha estado de costarle la vida ha sido la puntilla para caer en un abatimiento y en una apatía que, si te digo la verdad, me preocupa mucho porque le hace muy vulnerable, y me temo que para poder sobrellevar no solo el dolor físico, sino de la sensación de desplome moral que tiene, se lance a un consumo incontrolado de esto —dijo señalando la caja de morfina—, o de otras sustancias… En estas circunstancias, no se puede descartar ninguna posibilidad. Por eso te pido que estés alerta, muy pendiente de él y de sus movimientos.
Marta escuchaba atónita las explicaciones de Torres, pasmada porque parecía que la mala situación únicamente le afectase a él, como si ella, y por ende su hija, no sufrieran las mismas calamidades y su corazón fuese de piedra; ninguna de las dos había caído enferma, eso era lo único que las distinguía de él, pero las consecuencias de los malos tiempos también las arrastraba ella y, en cierto modo, su hija, obligada a condicionar todo su futuro por la misma coyuntura que tan decaído había dejado a Antonio. Dónde estaba la fortaleza masculina tan cacareada por todos, sobre todo por los propios varones, desdeñando siempre el sufrimiento de las mujeres, tildadas de débiles y pusilánimes, como si a ellas no les afectasen los males de la vida o en su caso los tuvieran que cargar con la obligación natural con la que se afronta algo innato.
—No es el único que está pasando por un mal momento, Carlos —se revolvió Marta indignada—. Te recuerdo que yo estoy en el mismo carro que él; sufriendo lo mismo que él.
El médico suspiró apretando los labios con los ojos fijos en la caja, valorando las palabras oídas y las que debía decir. No estaba dispuesto a discutir con la mujer de Antonio Montejano sobre las obligaciones propias hacia su marido.
—Yo, Marta, tan solo te he dicho cómo está la situación. Otra cosa no puedo hacer. Si Antonio no aprende a controlar el dolor y se inyecta esto a menudo, no podrá pasar sin la morfina ni un solo día. Tu apoyo y cuidados son fundamentales ahora. Tú eres la única que puede salvar a tu marido de una adicción muy peligrosa, es tu responsabilidad como esposa.
Marta se puso la mano en la boca, cerró los ojos y apretó la mandíbula para evitar ponerse a llorar allí mismo, un llanto de rabia que le quemaba por dentro. Todo se desmoronaba otra vez; si había mantenido una mínima esperanza de convencer a Antonio para que la dejase trabajar con Roberta Moretti, se había desmoronado con lo que le acababa de decir el doctor Torres; sus palabras le habían sonado amenazantes, sin detenerse a pensar si había sido intencionado o no el tono del desafío: si no permanecía al lado de su marido, cuidando de su evolución, Antonio podría convertirse en un adicto a la morfina, o aún peor, caer en la desesperación del dolor, o en algo más grave y tal vez definitivo.
Después de la conversación con Carlos Torres regresó al lado de su esposo. Sin embargo, sintió una culpable sensación de tranquilidad al comprobar que estaba dormido. «Se acaba de quedar dormido ahora mismo —dijo la enfermera al pasar al lado de la cama—. He estado hablando con él hace un momento, qué sueño más profundo tiene siempre este hombre, qué suerte, Señor, si yo pudiera dormir con esa facilidad, como si fuera un niño…». Se lo había dicho desde la cama contigua en voz muy queda, mientras tomaba y apuntaba la temperatura del hombre postrado en ella. Mientras, Marta miraba el rostro durmiente de Antonio, la cabeza ligeramente torcida sobre la almohada, los ojos cerrados y un respirar pausado; en el fondo sabía que se estaba haciendo el dormido, lo notaba en el temblor de sus párpados, imposible de controlar si su voluntad era la de abrirse en vez de permanecer cerrados. Sin saber muy bien qué hacer, tragó saliva, miró el reloj; eran las nueve pasadas; con mucho cuidado alisó el embozo. Se mantuvo un rato más a su lado hasta que decidió marcharse. Tenía una reunión importante con Roberta Moretti y el atraso del alta le daba la oportunidad de plantearle lo que ya se veía venir desde el principio: con todo el dolor de su corazón, no le quedaba más remedio que dejar el trabajo.
Con el taconeo amortiguado por un paso cuidadoso, se había alejado diciendo adiós con la mano a las dos enfermeras que pululaban en la sala. Ella ya no lo pudo ver, pero Antonio, sin mover ni un solo músculo, había abierto por fin los párpados para ver cómo se alejaba hasta que desapareció por la puerta del fondo de la sala. En ese momento, con la visión nublada por las lágrimas, había cerrado los ojos apretando los párpados para evitar el llanto, pero le había resultado imposible, y no tuvo más remedio que encogerse para disimular los hipos incontrolados.