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Elena Montejano entró en casa y, al presionar el interruptor, comprobó que no había luz. No le extrañó; ya se lo había advertido Zacarías, el sereno, al abrirle el portal, y había tenido que subir casi a tientas guiada por el pasamanos, con el único resplandor temblón de una mariposa que doña Fermina solía encender en su puerta para iluminar el rellano como si de la entrada de una iglesia se tratara. Antes de cerrar su puerta, palpó la repisa que había junto a la entrada hasta que tocó la caja de cerillas; la abrió, sacó una y la prendió; cogió la palmatoria de porcelana que sujetaba la vela y encendió el pábilo. Sopló la cerilla y cerró. Al ir a quitarse el abrigo sintió un escalofrío. Percibió el aire helado y húmedo; su ausencia desde media mañana había provocado que el brasero estuviera totalmente apagado. Sin desprenderse del gabán, removió con la badila la ceniza gris sin encontrar atisbos de rescoldo. Llevó el brasero hasta ponerlo bajo la ventana y la abrió de par en par en un intento de orear aquella sensación de cerrazón mohosa que persistía siempre en aquel piso. Apoyó las manos en el alféizar y respiró el aire viciado del patio como si fueran miasmas procedentes de las entrañas del infierno; luego alzó los ojos al cielo. La luna llena estaba a punto de culminar su fase y el cielo oscuro reflejaba su blanquecina luminosidad sin ocultar del todo las estrellas. Por un momento pensó que estaba en la cima del mundo prisionera de un mal fario que la impedía sonreír, pero su príncipe azul se acercaba por el horizonte a lomos de la suave melodía de violín y la salvaba de aquella inmunda prisión.

De pronto, como si de un milagro se tratara, la música de Chopin con su Nocturno en mi bemol mayor, op. 9, n.º 2 Andante ascendió como una bendición para acompañar su soledad. La buena de doña Fermina o su hijo Camilo, muy gustoso de la música, habían puesto en marcha el gramófono y los delicados acordes del piano se escapaban a través de los finos cristales y las grietas de la ventana. Fue la guinda para Elena, embebida en el cielo estrellado, soñando con todo lo que había sucedido aquella tarde; arrobada en la memoria de los ojos gríseos del alemán, se podría haber pasado horas escuchando las palabras salidas de sus labios, acariciado su oído por esa voz suave como su piel que, sin haberla tocado, parecía de terciopelo. Nunca antes había sentido aquel cosquilleo en el estómago, esa sensación de caminar en una nube, de no pisar el suelo, de que el tiempo había quedado detenido aferrado a su mirada, a sus pestañas y a su pelo; todavía le parecía escucharlo en su mente acorchada, sin saber muy bien por qué se sentía tan etérea, tan… De repente se dio cuenta de la palabra y la pronunció con temor a que se rompiera en sus labios: tan «feliz».

Al terminar la pieza de Chopin, el silencio la estremeció como si la música la hubiera estado envolviendo con su calidez y, en su ausencia, el frescor de la noche hubiera conseguido penetrar a través de la ropa hasta hender su piel; se agachó para sacar la ceniza del brasero, amontonó algunas astillas, arrugó un trozo de papel y con él en la mano, lo acercó a la llama de la vela titilante movida por la suave brisa que entraba desde la ventana barriendo el aire de la estancia; una vez prendido un extremo del papel, lo colocó bajo las astillas; atizó el fuego hasta que los trocitos de madera empezaron a quemarse; echó el cisco y cubrió con cuidado para que el ascua se fuera prendiendo; solo entonces cerró la ventana y se desprendió del abrigo. Miró a su alrededor desolada, como si al despertar de un sueño fascinante se hubiera dado cuenta de dónde se encontraba en realidad. Allí las cosas se tornaban feas y lóbregas, como si aquel lugar estuviera maldito y no permitiera que penetrase por la puerta ni una sola alegría, ni una esperanza, ni siquiera una sonrisa. No tenía hambre, había comido demasiado. Cogió la vela y la llevó a su cuarto. Helada de frío, se desvistió rápido, se puso el camisón y se metió en la cama tiritando.

Durante largo rato mantuvo la mirada fija en el techo, tan bajo que a veces parecía que le faltaba el aire para respirar. Igual que un baile tétrico, veía cómo las sombras componían formas inquietantes, agitadas al son del fulgor temblón de la vela. No podía conciliar el sueño, tampoco quería; repasaba con deleite cada una de las palabras que había escuchado de la boca de Hanno, así quería que le llamase, o Juanito, como lo hacía la señora Paula porque a la mujer le resultaba más español y más cercano, «más nuestro —decía ella—, que lo otro no hay quien lo pronuncie, con lo bonito que es el nombre de Juan».

—Son muy buenos conmigo —le había dicho nada más sentarse a comer—; si no hubiera sido por ellos, habría muerto de hambre y de frío. Cuando llegué a Madrid no tenía ningún sitio adonde ir y el destino me trajo a este lugar; me debieron de ver tan desamparado que me dieron de comer y me recomendaron una pensión barata y limpia regentada por una buena mujer, una viuda de guerra a la que le gusta tanto mi música que hay veces que no me quiere cobrar la renta solo por escucharme tocar el violín. Además, cuando la policía me detiene, es doña Saturna quien se presenta en la comisaría e intercede por mí —había callado y se había reído como recordando—; no te puedes imaginar cómo se pone con los policías, es como si fuera mi madre…, peor…, se solivianta de tal manera con los guardias que al final me dejan salir para deshacerse de ella, pero con la condición de no dejarme ver, al menos en una temporada; eso me dice el comisario cada vez que firma mi salida. Así que de vez en cuando tengo que quedarme en mi cuarto. Aprovecho entonces para ensayar y perfeccionar. Es mi periodo de retiro.

Le había preguntado Elena que cómo sabía hablar tan correctamente el español, porque a pesar de un ligero acento que lo delataba, su forma de expresarse y el vocabulario eran muy correctos.

—Aprendí desde muy niño. Mi madre me lo enseñó; ella lo había aprendido gracias a su padre, con la única finalidad de poder leer el Quijote de Cervantes en castellano, y no traducido.

—¿Y lo has leído?

—Claro —contestó él con tanta firmeza que Elena se sintió avergonzada.

Se había encogido de hombros y con una sonrisa estúpida le dijo que ella no lo había leído.

—Eso no significa que no puedas hacerlo. Cuando era niño, mi madre me leía las aventuras de don Quijote y Sancho Panza. —Sus ojos se habían anclado en un vacío sereno—. Me gustaba tanto escucharla…

Su rostro se había ensombrecido de repente como si la evocación le hubiera dolido igual que el pinchazo de un afilado cuchillo. Elena se había mantenido en silencio, observando su mirada perdida en el pasado, hasta que de repente la miró y, como si hubiera regresado de un mal sueño, con la expresión más distendida, había continuado hablando.

—Le apasionaba leer, y también le apasionaba la música, pero era mi padre quien había estudiado piano; el violín se le resistía; a él le oí por primera vez decir que era el instrumento del diablo y que aquel que lo tocase de forma virtuosa era porque había hecho un pacto con Satanás vendiéndole su alma.

Elena, deslumbrada no solo por las palabras, sino por la presencia misma del muchacho, empezó a contarle que su madre tenía una enorme biblioteca, y que recordaba una edición preciosa del Quijote en dos volúmenes, con cubiertas de piel y letras doradas y los cantos rematados con terciopelo granate. Y entre sorbo y sorbo de sopa, de pocos fideos pero caliente y sabrosa, le fue relatando cómo era su madre y de su pasión por la música; y le habló del gramófono que ahora tenía doña Fermina en su casa, y gracias a eso, de vez en cuando, podían escuchar los discos que antes se oían en su casa, y le describió lo maravilloso que era el piano de cola de su madre, que también había perdido al cambiar de casa. Hanno se había quedado admirado de que fuera un Steinway: «Es uno de los mejores —había dicho—, yo pude tocar uno en un concierto en Berlín y resultó una experiencia inigualable». Ella le había preguntado entonces si también tocaba el piano, y él le explicó que tocaba el piano y el violín, pero con el piano no podía hacer conciertos en la calle ni podía llevarlo bajo el brazo igual que llevaba su preciado violín.

Y Hanno le pidió que continuase hablando, que le contase todo sobre ella; y Elena habló embriagada por el calor del aire, por la tranquilidad que los rodeaba, solos salvo doña Paula, que recogía cacharros y fregaba el suelo sin llegar en ningún momento ni siquiera a acercarse por la mesa, si no era para llevar o recogerles alguna vianda. Y así llegó la fuente de los garbanzos, tan llena que rebosaba, con repollo, tocino y morcillo; al servirla, les explicó la mujer que todo, garbanzos, patatas y carne, era de lo mejorcito porque se lo traía su hermano de Móstoles; de allí eran los dos, su marido y ella, y allí vivía casi toda su familia, y allí era donde quería regresar el día que el Señor se los quisiera llevar de este mundo, que ella no quería que la enterrasen en esos cementerios de Madrid tan inmensos que uno vivo puede hasta perderse y perder a sus muertos, todo lo contrario de lo que pasaba en el suyo de Móstoles, un camposanto como Dios manda, pequeño y recoleto muy cerquita del pueblo, más íntimo, «más acompañado, dónde va a parar, allí todos nos conocemos, los vivos y los difuntos, y sabemos todos que allí nos han de entrar un día pa no salir más», afirmaba doña Paula, ufana con sus manitas regordetas apretadas contra su estómago; y en ese momento se oía la vocecilla del señor Rufino, que desde la puerta de la cocina le decía que dejase a los chicos comer tranquilos y no molestase con esas monsergas que no interesaban a nadie más que a ella. La señora Paula se alejaba relatando cosas a su marido y continuaba con sus quehaceres, y Elena siguió contando a Hanno Merkt su pasado, algo simple… y sobre todo triste, le había dicho ella con gesto compungido sin ser consciente de la expresión cómplice con que la miraba él.

Y le contó todo lo que tenía que contar: la amistad de su padre con Rafael Figueroa, cuya notaría ahora ocupaba la casa donde ella había vivido hasta hacía apenas unos años, y de cómo había cambiado la suerte de su familia; habló poco del piso en el que vivían, pero sí de la enfermedad de su padre y del nuevo trabajo que su madre había conseguido y que les había permitido pagar todas sus deudas, y que, a pesar de todo, su madre continuaba soportando una nostálgica pesadumbre porque sabía que en cuanto regresara su padre a casa se vería obligada a dejar el trabajo y a retomar una rutina que la ahogaba y la iba matando poco a poco, y cada vez le costaba más renunciar a sus propios sueños, renacidos al lado de esa señora tan elegante, Roberta Moretti, con quien había congeniado tan bien y en tan poco tiempo que parecía conocerla de toda la vida, como le decía su madre con la voz muy queda, temerosa de ser descubierta en ese estado de endeble felicidad que se le rompía en las manos como un vidrio quebradizo.

Y luego le habló de su amiga Julita, algo más animado el discurso, del novio que tenía, que era tonto, un tonto reconocido por su amiga, y que se llamaba Dionisio, y le decía, hundiendo la cuchara en el montón de garbanzos tiernos con un suave sabor a hierbabuena, que no podía entender cómo seguía con él si en realidad no le quería. Y de repente se había callado porque, al hablar de Julita y de su novio, se acordó de Mauricio Canales y de su compromiso inminente, y su expresión risueña se ensombreció y él lo había notado y le preguntó que si le ocurría algo, y ella le había dicho que nada, incapaz de decirle que su padre iba a comprometerla con un hombre al que conocía de cruzarse con él en la escalera, un matrimonio amañado pero que, según la opinión de todos, iba a arreglar muchas de las cosas que en ese momento estaban muy mal en su familia. Y entonces hablaron de la guerra; ella, de la de España, de que no se le olvidaban las noches de bombardeos, el hambre, la pena, la muerte, y le había dicho que aún despertaba sobresaltada con imágenes y sonidos de estrépitos y gritos y el espanto reflejado en los ojos de su madre, que la protegía aferrada a su regazo mientras el suelo del andén del metro retumbaba y las paredes se descascarillaban en cada estruendo, desprendiéndose sobre sus cabezas una lluvia arenosa de polvo y yeso que les dejaba el pelo y la ropa blanquecinos; el miedo a la ausencia de su padre, a su no regreso, a su pérdida, y la alegría contenida, casi ahogada, de verle llegar sano y salvo aunque con la tragedia marcada en sus ojos. Sin embargo, el recuerdo más reiterado y doloroso era el de la expresión de Pedrito Figueroa, el hermano mayor de Julita, aquellos alaridos de súplica dirigidos a su padre para que no permitiera que se lo llevasen y la paralización absoluta de este, incapaz de hacer nada, inmóvil, sin recursos para reaccionar; y de nuevo se había callado y tragado saliva y esquivado la mirada, porque la emoción del recuerdo evocado le subía por la garganta como una torrentera incontrolada; y en silencio, mirando al plato, removió durante un rato los garbanzos que rodaban como pequeñas bolitas por el fondo de la loza blanca.

Una vez acabados los garbanzos y sin que lo hubieran pedido, el señor Rufino les había llevado un flan de huevo que depositó en el centro de la mesa, recibiendo a cambio una sonrisa amable de ambos comensales, una sonrisa de agradecimiento por la comida opípara que les estaba ofreciendo. Y encandilados en la palabra de uno y el escuchar del otro, seducidos por confidencias que se convertían en lo más trascendental de toda su existencia, fueron picando a base de cuchara del flan mórbido, amarillento y de sabor dulce que se fundía en la boca.

Y continuaba Elena con los ojos abiertos, fijos en las siniestras formas que parecían danzar en cada rincón, desprendidas de la oscuridad para mostrarse a su mirada avizoradora. Y se arrebujó en el embozo de las sábanas, acurrucada en aquella cama que no era la suya porque también la habían vendido, por necesidad y porque lo historiado de su cabezal no cabía en la alcoba estrecha en la que dormía ahora.

No sabía qué hora era, tampoco le importaba; continuó complacida rebuscando en el recuerdo de las horas transcurridas junto a Hanno. Al terminar el flan, el mesonero se había acercado y, sin decir nada, había dejado sobre la mesa un vaso lleno de orujo blanco. Hanno lo cogió y le dio las gracias. Fue entonces cuando Elena le instó a que contase él algo, porque ella ya poco tenía que decir, y le preguntó que desde cuándo estaba en Madrid y cómo había llegado y por qué, y cómo había aprendido música y qué razón había para que no estuviera tocando en una gran orquesta teniendo en cuenta lo bien que lo hacía, y que dónde estaban sus padres, y mientras ella hablaba sin parar, enlazando preguntas una tras otra, demasiado impaciente para esperar respuesta, él guardaba silencio, absorto en los ojos de Elena, con una expresión tan fascinada que ella llegó a ruborizarse y bajó los ojos y se quedó callada, con cara de boba, según se recordaba ella. Y a partir de ese momento, después de un rato en silencio, no incómodo sino grato, de miradas y sonrisas atortoladas, Hanno Merkt habló y le contó una historia tan hermosa, tan peligrosa y tan humana que tuvo deseos de escribirla para no olvidar ni uno solo de los detalles relatados con palabras suaves y cadenciosas, igual que si de una prolongación de su violín se tratara.

Pero en ese instante oyó la cerradura y, a continuación, el chirrido de la puerta al abrirse y el golpe seco al cerrarse. Se incorporó en la cama y llamó a su madre.

—Sí, soy yo. No hay luz…

—Espera…

Elena se levantó, se puso una chaqueta de lana para evitar perder el calor que había conseguido acumular bajo las mantas, cogió la palmatoria y salió con la vela en la mano. En la penumbra vio a su madre quitarse los guantes, el sombrero ya sobre la mesa, y dibujada en su rostro una sonrisa rota y cansada.

—Hola, hija, ¿cómo te ha ido el día?

Elena se acercó y le dio un beso en la mejilla.

—Bien, como siempre —calló unos segundos—. Me ha dicho papá que mañana le dan el alta.

Hubo un silencio amparado en la oscilación de las sombras provocadas por la vela. Las dos mujeres estaban de pie, frente a frente, separadas por la mesa. Elena fue la primera que se sentó. Marta se desabrochó los botones del abrigo, pero no se lo quitó; se sentó y sonrió a su hija.

—Bueno…, es una buena noticia, ¿no?

Elena no respondió. Quería que su padre regresara a casa, pero por otro lado sabía que para su madre supondría el final de sus salidas con madame Moretti. Esa había sido la condición, en cuanto estuviera en casa tendría que dejar de trabajar. Al final, Próculo había conseguido que aceptara ese plazo.

—¿Qué piensas hacer? —preguntó Elena al cabo de un rato.

Marta miró a su hija con ojos tristes. Elena pensó que estaba guapísima, maquillada y peinada como una señora, con una camisa granate bajo un traje de chaqueta negro hecho a medida, compuesto de bolero y falda de tubo que realzaba su figura esbelta y con clase.

—No lo sé… —Sus ojos se llenaron entonces de lágrimas y sus labios temblaron—. Tu padre está empeñado y yo…, no sé qué voy a hacer. Es tan testarudo.

Marta había ido a visitarlo cada día a primera hora, intentando poner su mejor sonrisa, la mejor disposición para estar a su lado, pero las visitas se hacían insufribles y salía del hospital hecha polvo, con la pesada sensación de culpa que Antonio le imprimía con su silencio y sus miradas esquivas y torvas; apenas le hablaba, siempre ceñudo, instalado en un enfado continuo. A sus preguntas respondía con monosílabos o con un gesto hosco y desairado, y enseguida cerraba los ojos y aparentaba dormitar para evitar tratar con ella. Para Marta aquello resultaba insufrible, fuera de lugar e incomprensible. Próculo le decía que era lógico, que entendiera su postura y que todo volvería a la normalidad cuando Antonio pudiera retomar las riendas de su vida y de su casa. «Hay que ponerse en su lugar, Marta —le había dicho condescendiente—, no deja de ser humillante para él que su mujer esté ganando lo que tú ganas y él allí postrado, sin oficio ni beneficio, viviendo de su mujer… Sí, ya sé que el trabajo no tiene trampa, y bueno…, no seré yo quien vaya ahora a dudar de tu honestidad. —Y al decir estas palabras, Próculo le había mirado al bies conocedor de su flaqueza del pasado—. Pero la gente habla, y Antonio es consciente de las murmuraciones, y a nadie gusta que su mujer esté en boca de todo el mundo».

Antonio no había vuelto a preguntarle nada sobre el trabajo, nada sobre Roberta Moretti, sobre lo que hacían o lo que ganaba. De todo se enteraba preguntando a Rafael y a Próculo, interesado en sus salidas y sobre todo por la hora a la que llegaba; pero quien más voceaba sin que hiciera falta que nadie la tirase de la lengua era Virtuditas Figueroa; todo se lo soltaba al atrapado convaleciente que aparentaba no atenderla, pero también lo relataba en casa y en la parroquia y en la calle a todo aquel que se lo preguntara, o aunque no lo hiciera, como si se le cayera de la boca, sin venir a cuento, reprochando la postura de Marta Ribas, la señora de Montejano que no merecía ser ni señora ni nada ante la evidente dejación de su labor de madre y esposa. Contaba Virtuditas en su crítica mordaz con el ánimo instigador de doña Virtudes, su madre, y con el oído bien abierto y la boca bien cerrada de su padre, Rafael Figueroa, que se consumía de rabiosos celos cada vez que veía salir a Marta de casa tan arreglada y tan envanecida de su propia elegancia, de su suerte pasajera, pensaba él, y ella sabía que lo pensaba, por su mirada, por su gesto y por sus palabras: «Ten cuidado, Marta —le decía cuando se cruzaban—, te estás metiendo en un jardín que no es el tuyo y puedes salir escaldada». Aquello no le iba a durar mucho, se decía Rafael para sí, no podía continuar alejada de su dependencia, ya se encargaría él de que volviera a comer de su mano, ella y Antonio, controlar la medida de sus vidas se había convertido en un juego peligroso pero necesario para su propia existencia.

Julia le confesaba a Elena algunos de los chismes que se hablaban en la mesa: «A mí no me gusta que hablen así de tu madre —le decía a su amiga con una expresión atribulada de imagen de Semana Santa—, pero es que dice mi hermana que todo el mundo comenta…, y que se hablan cosas… muy gordas», y Elena se enfurecía, no sabía muy bien con quién, si con los murmuradores o con su madre, que no dejaba ese trabajo que tanto daba que hablar a los maldicientes, o contra su padre, por estar enfermo y no ser capaz de trabajar, incluso consigo misma, porque tampoco ella hacía nada que los sacase de aquel torbellino en el que hasta la buena suerte se esfumaba por efecto de la envidia y la mala baba de algunos.

—No te preocupes, mamá, seguro que se arreglan las cosas. Papá empezará a trabajar y todo volverá a ser como antes.

Marta miró a su hija compadecida. Sonrió sin gana. Alzó las cejas y tragó saliva sin ganas de rebatir las palabras de su hija.

En el fondo, Elena deseaba que su padre encontrase un buen trabajo en el que ganase lo suficiente para que su madre no tuviera que salir todos los días; nunca antes su madre había tenido necesidad de trabajar, y por mucho que le gustase aquello y por mucho dinero que ganase, Elena no se acostumbraba a que su progenitora estuviera ausente todo el día, y toda la tarde, y muchos días hasta bien entrada la noche, porque en aquella cueva la soledad se agrandaba y, a veces, se le hacía insoportable, tan cruda y tan amarga que se bajaba a casa de doña Fermina si Julita no estaba, muy entretenida con actividades organizadas por doña Virtudes y, sobre todo, por su hermana Virtuditas, como si quisieran aislarla para hacer más evidente su desamparo por la ausencia de la madre imprudente y poco responsable.

—Elena, no quiero dejar esto, me gusta lo que hago. —Alzó sus ojos de repente como si buscase la complicidad de su hija—. ¿Sabes?, he vuelto a tocar el piano. A Roberta no le importa, me deja practicar cuando hay tiempo y no hay nadie en la casa.

—¿Ya está todo amueblado?

Marta afirmó tragando saliva.

—Habrá quedado bonito…

—Es un piso precioso. Tenías que verlo. Tan amplio, y con tanta luz…

—Madre, ¿es tan importante para ti seguir con esa señora?

Marta encogió los hombros con gesto derrotado.

—Es amable conmigo, la verdad es que nos llevamos bien, parece como si nos conociéramos de toda la vida; pero es que me gusta lo que hago, por primera vez en mi vida me siento útil, respiro por mí misma y no a través de… tu padre o de ti…

—Pues si es tan importante, díselo a papá; tiene que entenderlo.

Marta mantuvo silencio durante un rato. Su mirada se tornó triste y melancólica. Al cabo, habló arrastrando las palabras, forzándolas a salir desde su garganta, moviendo levemente los labios.

—Qué más da lo que es importante para mí… Yo no cuento, Elena. Las mujeres no contamos. No somos nada sin ellos, sin el padre o el marido, y si quieres salirte del carril, te machacan como si fueras un insecto hasta hacerte regresar a su forma y a su orden.

—Madre…, yo te echo mucho de menos; me gusta cuando entro en casa y te veo. Ahora…, nunca estás. Siempre estoy sola.

Marta Ribas comprendió que sus palabras caían en un inmenso desierto, vacío y demasiado extenso, que reflejaba espejismos a los que sabía que debía renunciar. El llanto le subió por la garganta, pero pudo controlarlo tragando saliva. Afirmó compungida e intentó sonreír a su hija.

—Lo sé, hija, ya lo sé, pero no te preocupes; todo volverá a ser como antes…, dentro de poco las cosas volverán a estar en su sitio.

Un silencio envolvió a las dos mujeres.

—Madre… —Elena tragó saliva, no sabía si sacar el tema, pero le ardía en el pecho y no lo pensó demasiado—. ¿Qué sentiste cuando conociste a papá? ¿Te enamoraste de él enseguida? ¿Fue un flechazo?

Marta alzó las cejas sorprendida y soltó una risa desganada.

—Apenas lo recuerdo. Ha pasado demasiado tiempo. Pero sí, creo que fue un flechazo por parte de los dos. Tu padre era muy atractivo y, sobre todo, muy simpático, tenía mucha labia, sabía embaucar con las palabras. Siempre ha sido un buen comerciante.

Marta se dio cuenta de que estaba hablando en pasado.

—¿Y tenías una cosa aquí? —Se irguió y se llevó la mano al estómago—. ¿Como un cosquilleo?

La risa de su madre ocupó por primera vez todo su rostro llegando hasta los ojos.

—Pero ¿a ti qué te pasa? ¿Has vuelto a leer alguna de esas novelas que te da Julia y que os llenan la cabeza de pájaros?

—Mamá, ¿podría aprender a tocar el piano?

El pasmo de Marta iba en aumento.

—Pero si tú nunca has querido… Si cuando intenté enseñarte no dejabas de protestar porque decías que te aburrías, ¿es que ya no te acuerdas?

—Bueno, eso era antes, cuando era una niña…, ahora he cambiado de opinión. Quiero estudiar música y aprender a tocar el piano como tú.

La expresión de Marta se ensombreció de repente, como si se hubiera dado cuenta de la situación. Tomó aire y lo soltó despacio, pensativa, valorando lo que iba a decir. De repente, alzó las cejas y la miró.

—Mira, una cosa que puedes pedirle a tu futuro marido, que te compre un piano y te pague clases. Estoy segura de que Mauricio no pondrá ninguna pega.

Elena frunció el ceño contrariada por la respuesta, pero su madre no lo advirtió, estaba demasiado cansada; se levantó y se quitó el abrigo dispuesta a irse a la cama.

—Madre, ¿y si no quiero casarme con Mauricio?

—Ya hemos hablado de eso, Elena. Estoy molida, hija. Mañana va a ser un día complicado para mí… Dios santo, qué paradoja, mi vida se complica porque mi marido regresa del hospital. A quien se lo diga…

Parecía arrastrar las palabras, cansina, derrotada por la impotencia.

—Pero… ¿y si te digo que me he enamorado de un hombre?

Elena lo dijo casi sin pensar, como quien se aferra a un clavo ardiendo y se quema de inmediato. Al oírla, su madre, de espaldas a ella y llegando a la puerta de la alcoba, se detuvo en seco, se giró para mirarla y se apoyó en el quicio, con el abrigo colgado en el brazo y sujetando en la otra el sombrero, los guantes y el bolso de piel negro.

—¿Que te has enamorado? —Su voz se había tornado grave y seria—. ¿Te refieres a ese jovencito aspirante a arquitecto que te ronda?

—No, no es ese…

—Entonces, ¿de qué estás hablando?

Elena se había arrepentido en el momento de lo que había dicho; se dio cuenta de que había sido una estupidez. Desconocía lo que Hanno sentía hacia ella, aunque había que ser muy poco agudo para darse cuenta de que algo había en sus ojos que confirmaba que, al menos, sentía algo especial. Habían quedado en verse al día siguiente en la puerta de Velázquez del Museo del Prado. Él dijo que aquel lugar le había dado suerte porque, además de encontrarla a ella, había recogido una buena cantidad de propinas, como si los paseantes de aquella zona tranquila de jardines y parterres fueran más generosos que la gente que transitaba por las calles atestadas de menestrales, coches y ruidos. Ella le había dicho que allí, en el paseo del Prado, se podía apreciar mejor la música, y él había asentido con un «puede que tengas razón». La había acompañado hasta el portal, y se despidió de ella cogiéndole la mano y, con una reverencia, se la había llevado a los labios y besado el dorso, apenas un roce que le había erizado la piel de todo el cuerpo.

Tomó aire y decidió plegar velas antes de que fuera demasiado tarde y se viera obligada a dar unas explicaciones de lo que no existía.

—Es que yo no quiero casarme con ese señor. No me gusta nada, es tan…, tan serio…, tan estirado… ¡Tan mayor!

—Tiene treinta y cuatro años, Elena. Es joven, aunque a ti ahora no te lo parezca.

—Pero parece mucho más mayor, es como un viejo. Es que no ves cómo viste y cómo anda y cómo habla… ¡No quiero casarme con él!

Marta soltó el aire retenido en los pulmones lentamente, con una mueca condescendiente. En el fondo entendía la actitud de su hija porque ella opinaba lo mismo. Mauricio Canales había pasado totalmente desapercibido a su atención a lo largo de los años, no era un hombre que tuviera mayor interés que ser el vecino de puerta de doña Fermina; a eso se añadía que, a pesar de ser el jefe de casa, solía dejarse ver muy poco por el edificio. Era de los que salía muy temprano y regresaba tarde, porque comía y cenaba casi todos los días en casa de su madre viuda, que vivía en la calle Montalbán con una hermana soltera quince años menor que ella, y que le tenían a cuerpo de rey, como él decía alguna vez. Ni siquiera los domingos se le veía en la parroquia, ya que era su costumbre escuchar la misa diaria en los Jerónimos, oficiada por un tío carnal muy mayor, hermano de su difunto padre. Así que su escueta conversación se había ceñido a los buenos días y buenas noches, cómo está usted, o felicitar las Pascuas o el Año Nuevo, o comentar el calor insoportable o qué largo se estaba haciendo el crudo invierno.

Pero también era consciente de que resultaba a todas luces imposible abrir otro frente a su marido contradiciendo la decisión de aquella boda. Bastante tenía con pensar en buscar alguna solución a su problema, porque ella se resistía a dejar de trabajar con Roberta.

—Elena, tu padre ya ha dado su palabra a Mauricio Canales sobre tu compromiso, y ya sabes que para papá la palabra dada va a misa. —Su expresión se torció con una expresión resignada—. Además…, han hablado de un puesto en el juzgado. Lo tienen todo dispuesto…, hasta la fecha de la boda; pretenden que se celebre en junio, en los Jerónimos. Mauricio corre con todos los gastos.

—Lo sé… —dijo bajando la mirada, arrugando los labios doblegada—, todo eso me lo dijo papá el otro día, pero a mí nadie me pregunta y se trata de mi vida.

—Es por tu bien, Elena. A veces la vida no nos da la oportunidad de elegir. Hija, si Mauricio no fuera un buen hombre no lo permitiría, sabes que no lo haría…

—Madre… —Alzó la mirada y su voz suplicante se quedó en eso, en una llamada de auxilio.

—Elena…, mi pequeña niña… Cásate y sal de esta cueva, da clases de piano, ten un piano si quieres, él puede comprarlo. Cuando tengas hijos, te aseguro que no te importará demasiado si quieres o no a Mauricio. Cuando a una casa llega un bebé, los hombres pasan a un segundo plano para nosotras. Te lo digo por experiencia.

Elena volvió a bajar los ojos vencida en esa batalla, pero no derrotada. Poco a poco crecía en su interior, con toda claridad, la idea de que no quería compartir toda su vida con un hombre como Mauricio Canales, por mucho que recibiera a cambio, y mucho menos después de sentir lo que aquella tarde había ocupado su corazón, tan rebosante y tan lleno. Le sería imposible.

—Me voy a dormir —dijo al fin levantándose de la silla—. ¿Quieres la vela?

—No, quédatela, pero apágala antes de dormirte, ya sabes que no me gusta que se quede encendida.

Elena se mantuvo callada, viendo entrar a su madre en la penumbra de su cuarto. Estaban tan acostumbradas a moverse así, iluminadas por el parpadeo de la llama de la candela, que parecían espectros pululando por la casa.

Cuando se movió hacia su cuarto, oyó a su madre:

—Elena, hija, quiero que sepas… que te quiero con toda mi alma.

Notó que la voz de su madre se quebraba en las últimas palabras.

—Lo sé. Descansa, mamá. Yo también te quiero.

Marta Ribas se sentó en el borde de la cama y dejó que un llanto silencioso brotase por fin en sus ojos, sintió la calidez de las lágrimas correr por las mejillas y resbalar al vacío oscuro. Oyó el crujir metálico de los muelles de la cama de su hija, y de repente, cuando Elena sopló el pábilo de la vela, la opacidad lo ocupó todo, arrojándola a un vacío ligero y grato.

Estuvo un rato así, sin hacer nada, quieta, agarradas sus manos al borde de la cama, pensando. Al cabo, rebuscó bajo la almohada hasta encontrar el camisón. Se desvistió lentamente, dejando la ropa en una silla, palpando antes de colgar cada prenda. Al meterse entre las sábanas se estremeció de lo frías que estaban. Echaba de menos el calor de Antonio. Cada noche, al acostarse, añoraba su presencia, la calidez de un cuerpo a su lado, la respiración pausada que le confirmase que no estaba sola en el mundo, ese miedo irrefrenable a una soledad marcada, a sentirse abandonada, un miedo que se repetía cuando palpaba la cama vacía. Se encogió sobre sí misma, tiritando. Mantuvo los ojos abiertos, como si quisiera encontrar en aquella negrura algo que iluminara sus dudas. Mañana tenía una reunión importante a la que debía asistir, se lo había pedido encarecidamente Roberta, porque ya le había advertido de que Antonio estaba a punto de recibir el alta.

—Enfréntate a tu marido. Lucha por lo que quieres. No le perteneces.

Aquellas palabras se las había repetido demasiadas veces a lo largo de las últimas semanas, en el transcurso de las largas conversaciones que habían mantenido las dos, entre medias de reuniones, recepciones o visitas. Se había acostumbrado al diferente trato de Roberta cuando estaban trabajando, ella en su papel de jefa y mando, su actitud distante, incluso displicente, aunque siempre con una educación exquisita hacia ella como su asistente; pero todo cambiaba cuando estaban solas, sin nadie pululando a su alrededor; Roberta parecía dejar su careta de mujer dura y mordaz, impertérrita a todo y a todos, incluso el tono de voz dirigido a Marta se hacía más suave y amigable, y todo se volvía más íntimo, más cercano, como podrían hablar dos buenas amigas que se conocen desde siempre.

—No puedo hacer nada, Roberta. Es mi marido, las cosas son así y yo no puedo cambiarlas.

—Claro que puedes. Solo depende de ti.

—No. No depende de mí. No depende de nadie. Las cosas no se pueden dar la vuelta como un calcetín, sin consecuencias.

—Pues asume las consecuencias.

Marta había mirado muy fijamente a Roberta.

—¿Y si no quiero asumirlas? ¿Y si el temor a esas consecuencias es mucho más poderoso que asumirlas?

—A veces, para salir a la superficie y no ahogarse es necesario soltar lastre.

Marta la había observado intentando atisbar qué escondía detrás de sus palabras, o más bien, qué supondría asumir lo que resultaba demasiado evidente para ella.

—¿Cree que mi marido es un lastre en mi vida?

—Yo no creo nada. Cada uno es responsable de lo que decide y de lo que no decide. Si no te mueves, si dejas que te arrollen, te lamerás las heridas toda la vida.

—Estoy lamiendo mis heridas desde hace… demasiado tiempo.

—¿Me permites una pregunta?

Marta había afirmado mirándola con curiosidad.

—¿Qué sientes por tu marido? ¿Le amas, o simplemente convives con él por pura inercia?

Hubo un largo y pesado silencio. Marta bajó los ojos a la nada; sonrió lacónica y, levantando las cejas, dijo casi en un susurro:

—Él…, él es mi marido…

Roberta Moretti no dijo nada, cogió la cajetilla de cigarros, sacó uno y lo encendió. Mientras lo hacía, lanzaba miradas de vez en cuando a Marta. Aspiró el humo y luego lo soltó lentamente, frunciendo los labios, con el codo apoyado en el brazo del sillón recién estrenado, la mano en alto con el pitillo pinzado entre los dedos índice y medio, las piernas cruzadas y la otra mano sobre su regazo, su actitud cavilante, seria.

—Te vas a enterrar en vida —había dicho con una franqueza hiriente.

El rostro de Marta reflejaba la derrota antes incluso de ir a la batalla.

—No puedo elegir, Roberta, la obligación me viene impuesta. No tengo opción a decidir.

—Eso es cobardía. Y no hay nada peor en esta vida que un cobarde.

Marta no había replicado las palabras de Roberta; no las había dicho con la intención de herir; sin embargo, le habían dolido porque eran verdad. Miró el paquete de cigarrillos y pensó en coger uno, pero no lo hizo. Roberta se dio cuenta y alzó las cejas molesta.

—Fuma si quieres, yo no se lo voy a decir a nadie. Te lo puedo asegurar. Puedes confiar en mí.

Lo había dicho imprimiendo a sus palabras ironía; sabía que en el fondo había rechazado fumar por miedo a que la vieran.

Entonces Marta sonrió en la oscuridad, recordando cómo, después de mirar a Roberta unos segundos, había cogido el paquete, sacado un cigarro y lo había encendido. Primero había notado un picor por la garganta que le hizo toser, ante la sonrisa complaciente de Roberta; después fue dando caladas cortas y, al final, no le supo tan mal como ella pensaba.

—Intentaré convencer a mi marido, es de lo único de lo que me siento capaz por ahora.

—Algo es algo…

Pero Marta, acurrucada bajo las mantas, con los ojos abiertos y la mirada clavada en la oscuridad, sabía que no tenía armas, no las tenía y no podía utilizar las que Roberta le ofrecía. La pregunta de si aún quería a Antonio se la había insinuado en varias ocasiones, y su respuesta había sido un sí, pero no rotundo, un «Claro», seguido de un «Por supuesto, no estaría con él si no le quisiera». Roberta esquivaba la mirada y permanecía en silencio durante un buen rato, como si la obligase a rumiar sus palabras, a analizar sus sentimientos. Pero solo pensar en contradecir a su esposo, enfrentarse a él y plantarse, como le aconsejaba Roberta, le asustaba tanto que lo descartaba de su cabeza.