3

Rafael Figueroa se detuvo ante el número 25 de la calle Velázquez. Miró hacia arriba. El edificio se elevaba al cielo plomizo y en cada uno de sus seis pisos una fila de balcones iguales recorría la fachada de un lado a otro en tramos de hierro oscuro como barrotes de una cárcel. Hacía frío y sintió un escalofrío. Encogió los hombros, tomó aire y empujó la puerta.

El portal era estrecho y profundo, con tres escalones de mármol que llevaban hasta la puerta del ascensor. Con cierto resquemor, pensó que en su casa no había elevador, aunque el inmueble era más señorial y céntrico que aquel. Eutimio Granados había comprado aquel piso hacía cuatro años, gracias a las ganancias del estraperlo. No podía quejarse el tagarote, se decía para sí Rafael Figueroa esbozando una mueca de malsana envidia, no le había ido nada mal la vida después de la guerra, a diferencia de otros con más posibilidades que a duras penas sobrevivían. Abrió la cancela del ascensor, entró y, después de asegurarse de que habían quedado cerradas todas las puertas, pulsó al quinto. A través de los cristales de las portezuelas de madera veía cómo rebasaba los distintos rellanos en un ascenso lento y pausado. Por enésima vez caviló sobre lo que iba a decirle.

Le costaba reconocerlo, pero se encontraba inquieto y a disgusto; había mantenido la esperanza de que fuera el oficial quien se rebajase a ir a solicitar de nuevo que le aceptase en la notaría; sin embargo, la espera había sido inútil y no podía dilatar más una situación que se le iba de las manos. Le resultaba humillante acudir a su casa. Durante toda la semana había estado llamando sin poder hablar con él; siempre respondía la antipática de su mujer y le decía, con cajas destempladas, que no estaba o que no se podía poner, y cuando Rafael le pedía que diera el recado de que le llamase, que tenía que hablar con él, la mujer contestaba displicente un «Bueno, ya veremos, porque anda muy ocupado de aquí para allá». Por eso se había decidido a ir a visitarlo, sin avisar, con la esperanza de encontrarlo en casa para pedirle que volviera a la notaría.

Era como si con su marcha se hubiera llevado con él, además de sus cosas, todo el orden de la oficina; el trabajo no salía, los documentos se presentaban con errores imposibles de salvar justo en el momento de la firma, lo que provocaba el descontento de los clientes, que no podían cerrar el asunto que les competía y se veían en la obligación de posponerlo y volver otro día. Todo se había convertido en una especie de caos en el que ninguno de los empleados daba pie con bola ni siquiera en su propia parcela de trabajo; era como si se les hubiera ido el guía, el director de la nave, y anduvieran a la deriva, desconcertados y torpes hasta la exasperación. Rafael era consciente de que gran parte de los fallos eran cometidos a propósito por los compañeros de Eutimio. Estaba seguro de que, de alguna forma desde fuera, manejaba los tiempos y les daba instrucciones de cómo minar el prestigio de la notaría, sin darse cuenta ellos de que estaban echando piedras sobre su propio tejado, como les había advertido Rafael en más de una ocasión; pero la sombra de Eutimio Granados era alargada y su influencia resultaba incontrolable y, cada día que pasaba, los efectos catastróficos de su ausencia hacían mella en el ánimo de Rafael, desbordado por la situación.

Ya en el rellano del quinto, se quitó el sombrero, atusó su pelo, metió los dedos en el cuello de la camisa y tiró como si el nudo de la corbata le apretase la nuez. Llamó y esperó. No tardó en abrir una mujer con cofia y delantal blanco sobre un vestido negro, de baja estatura y regordeta, con una mueca de extrañeza como si la visita le resultase intempestiva.

—¿El señor Granados está?

—¿Quién lo requiere? —inquirió la mujer con voz gangosa.

—Rafael Figueroa.

—Pase y espere, señor; voy a ver si el señor se encuentra.

Rafael Figueroa pasó a un recibidor no demasiado amplio y algo oscuro, iluminado por la única bombilla de la lámpara que pendía del techo. Había un olor raro, desagradable, mezcla a cerrado y guiso de col. El único mueble era un perchero de madera de haya, en el que había colgados un sombrero y dos paraguas —uno de mujer y otro de caballero—, además de un gabán oscuro. El suelo era de madera y Rafael oyó el crujir de las tablas bajo los pies de la criada en su avance por el pasillo. Unas voces procedentes del interior de la casa le alertaron y puso toda su atención en lo que decían; primero fue la de la sirvienta, luego la voz chillona y bronca de una mujer que debía de ser la esposa de Eutimio; la conocía muy poco, Eutimio procuraba evitar su compañía en público. De inmediato oyó la voz potente del oficial ordenando que se callara. Luego, el silencio dio paso al crujido de la madera, esta vez de pasos que se acercaban.

Rafael permanecía avizor a lo que acontecía al otro lado de la cortina que la criada había dejado corrida para impedir que su mirada pudiera ir más allá de la pesada tela de color granate con remates dorados. Daba vueltas y más vueltas al sombrero en sus manos, intentando calmarse. La cortina se abrió y apareció, con un ademán serio y grave, Eutimio Granados envuelto en un elegante batín azul oscuro con un ribete rojo anudado a la cintura.

—Don Rafael…

—Eutimio, perdona si me presento así en tu casa, pero te he llamado varias veces y tu mujer…

—Sé que ha llamado.

—¿Podemos hablar?

El oficial se volvió indeciso hacia la cortina que había quedado algo más abierta, como si escudriñase de un vistazo si había alguien en el pasillo.

—Está bien, pero no aquí… Espéreme en el Avenida, se encuentra un poco más arriba, en la acera de enfrente. Deme unos minutos.

Rafael Figueroa no dijo nada. Se volvió, esperó a que Eutimio le abriera la puerta, salió al descansillo y oyó cerrar a su espalda. Ya en la calle, buscó el café y cuando lo encontró, entró agradeciendo la calidez del local.

Era un pequeño café con demasiados veladores y sillas apretadas entre sí que apenas dejaban espacio para pasar. Muy pocos estaban ocupados; en uno de los más cercanos a la puerta había un hombre solo, tan corpulento que estaba obligado a sentarse de medio lado; el cuello y los carrillos mantenían una continuidad lineal, como si su cabeza fuera una enorme bola, agudizado ese efecto por su escaso pelo; tenía un puro pinzado en los dedos y ojeaba un periódico, sobado de tanto hojearlo; sus fumaradas hacían el ambiente más denso y blanquecino, creando una neblina que hacía parecer el lugar aún más angosto.

Rafael Figueroa se sentó en la mesa que estaba junto a la ventana y se dispuso a esperar. Desde su posición podía ver el portal de Eutimio Granados. Pidió un café con leche al camarero, que le atendió desde la barra, y sacó la bolsa de tabaco para liarse un cigarrillo; había sido Eutimio quien le había enseñado las virtudes del tabaco de picadura; el sabor le resultaba más agrio, pero le relajaba el ritual de envoltura hasta formar el pitillo. Concentrado en que no cayera ni una hebra del tabaco fuera del papel, no se dio cuenta de que el oficial se acercaba hasta que no lo tuvo junto a él. Se sobresaltó un poco, pero intentó disimularlo.

—Ah… Eutimio… Ya estás aquí. Gracias por bajar.

Eutimio se sentó y, cuando el camarero trajo el café para Rafael, pidió una copa de coñac para él. Rafael le ofreció la bolsa del tabaco, pero Eutimio lo rechazó con un gesto de la mano.

—¿A qué ha venido? —preguntó arisco.

—Eutimio… —Se pinzó el pitillo en los labios y lo prendió con el mechero; aspiró una bocanada larga y profunda, tomándose su tiempo, mirándole con los ojos entornados entre la humareda que ya expelía por la nariz y la boca—. Quiero que vuelvas a la notaría.

El oficial lo miró durante unos segundos haciendo un esfuerzo para no mostrar la enorme satisfacción que le provocaban aquellas palabras.

—Le recuerdo que me echó de muy malas maneras.

—¡Lo sé, lo sé! —exclamó Rafael airado—, pero ahora quiero que regreses, la notaria no funciona sin ti.

En ese momento, Eutimio giró la cabeza para coger la copa que le tendía el camarero y pudo esbozar, sin ser visto por Rafael, una sonrisa complaciente. Estaba disfrutando del momento y quería dilatarlo todo lo posible.

—Ya… Pero es que…, bueno, verá, don Rafael, usted me dejó en la calle y todo este tiempo no me he quedado de brazos cruzados esperando a que usted viniera… Me he movido, ¿sabe?, y tengo una buena oferta; esta mañana me han llamado para citarme a primera hora de la tarde.

—¿Quién?

—No tengo por qué contestar a eso.

—Estás mintiendo —le espetó el notario despectivo—. No tienes ninguna oferta.

Eutimio Granados lo miró fijamente, impávido. Tenía la copa de coñac en la mano, la apretó y se la llevó a los labios bebiéndose el líquido ambarino de un solo trago. Lo dejó en la mesa con un fuerte golpe y se levantó.

—Que le vaya bien.

Rafael Figueroa no esperaba aquella reacción. Pensó que tal vez se haría algo de rogar, conocía de sobra el orgullo de su oficial estrella, pero no podía dejar que se marchase. Antes de que pudiera alejarse, intentando abrirse paso entre el amontonamiento de sillas y veladores, Rafael lo asió del brazo.

—No te vayas, Eutimio…

El oficial se giró con gesto serio y puso sus ojos en la mano de Rafael que agarraba su antebrazo.

—Quédate… Por favor.

Aquel «Por favor» fue la clave. Eutimio no solo estaba esperando un «Por favor», sino un «Lo siento», una disculpa, incluso sus pretensiones eran forzar una súplica humillante. La primera vez que su esposa le había dicho que Rafael Figueroa había llamado preguntando por él, se sorprendió de lo fácil y rápido que había resultado su plan. Al día siguiente de su despido, empezó a mover los hilos para que en su ausencia las cosas fueran un desastre; se había ganado el favor de todos los empleados de la notaría pagándoles por hacer mal su trabajo, por aparecer torpes y despistados. Era su primera estrategia; si aquello no funcionaba, actuaría con algo más contundente; pero no había sido necesario, en apenas un mes había conseguido doblegar la voluntad de aquel notario arrogante al que había dedicado tantas horas y que tanto le debía. Eutimio Granados nunca había admitido, ni siquiera se le había pasado por la cabeza, que la dedicación —cada uno en su puesto— y la confianza habían sido mutuas. El oficial se arrogaba a sí mismo todo el mérito de la buena marcha de la notaría, a su trabajo y su astucia y a su habilidad para acapararlo todo y tenerlo bajo su control. Por eso lo que quería era verle doblegado implorando su regreso. Estaba dispuesto a tensar la situación hasta el máximo para que Rafael Figueroa mordiera el polvo a sus pies. Todo era cuestión de paciencia y de saber manejar los tiempos; y en eso, Eutimio Granados era todo un maestro.

—Yo no miento.

—Siéntate, hombre —insistió Rafael sin soltarlo—. No te pongas así. Parece mentira… Con lo que hemos pasado tú y yo… Ahora con estas.

—Es usted quien lo ha provocado.

—Siéntate… Anda, siéntate, que te lo he pedido por favor.

El oficial hizo un movimiento para que liberara su brazo, y después de unos segundos de tensión en los que pudo ver el ansia en los ojos del notario, se sentó de nuevo en la silla.

Rafael Figueroa, más tranquilo, alzó la mano al camarero para que trajera dos coñacs.

—Eutimio, la notaría no marcha sin ti. Tengo que admitirlo. Eres imprescindible. Y quiero que vuelvas.

—Hay un despacho de abogados… Es un conocido. Me paga quinientas pesetas más al mes.

Eutimio Granados estaba mintiendo. No tenía ninguna oferta. Pero sacaría tajada de aquella situación. Le haría pagar caro sus acusaciones y malos modos.

—¿Qué coño vas a hacer tú en un despacho de picapleitos? Tú eres un oficial de notaría. Ese es tu puesto.

La presencia del camarero con las copas interrumpió la conversación. Cuando se alejó, Eutimio sacó un paquete de Lucky y cogió uno sin ofrecerle a Rafael, que apuraba su pitillo de hebra.

—El trabajo es fácil y el sueldo muy superior. —Se puso el cigarro en la boca, y antes de que pudiera abrir su mechero, Rafael había encendido el suyo y le ofrecía la llama. Eutimio bajó los ojos a la vacilante llamarada y luego, sin moverse un ápice, los alzó para mirar a Rafael. Con un chasquido abrió el suyo y prendió el cigarro girando la cara. Aspiró el humo mientras el notario apagaba su mechero—. ¿Por qué había de volver a un sitio en el que me humillan y me tratan como un asesino?

—No exageres, Eutimio. No te he tratado como un asesino. Estaba nervioso…

—Uno tiene que saber controlar sus nervios, don Rafael.

—Tú nunca pierdes lo nervios, ¿no es eso? —le espetó sin poder reprimir su irritación—. Todo lo controlas, todo y a todos.

Eutimio Granados guardó silencio con los ojos entornados, fijos en el notario sentado frente a él. Cogió la copa y bebió un trago.

—Te estoy pidiendo que vuelvas… ¿Es que no es suficiente?

De nuevo el oficial le contestó con un silencio, consciente de que Rafael Figueroa se estaba poniendo cada vez más nervioso y eso le hacía muy vulnerable. Al cabo de unos segundos, puso los codos sobre la madera del velador y, con el dedo índice señalándole acusador, le habló con gesto grave, evidenciando su malestar.

—Me jugué el cuello por recoger ese maldito pedido y, a cambio, usted me trató como un perro. ¿Cómo iba yo a controlar si la penicilina estaba mal o era veneno? Usted tiene amigos médicos, hubiera confiado en ellos. —Bajó el dedo sin dejar de mirarle—. El estraperlo es lo que tiene, don Rafael, te la pueden jugar y contra eso, poco se puede hacer. Son gajes del oficio. Pero en vez de entender esa regla, no tuvo usted ningún empacho en cargarme a mí con la culpa.

—¡Lo siento, joder!

Eutimio Granados, para contener la sonrisa, bajó la barbilla hasta casi pegarla al pecho; se llevó el cigarro a la boca, aspiró y solo entonces volvió a alzar la cara expeliendo el humo hacia el notario.

—¿Se está disculpando, don Rafael?

El notario cogió la copa y esta vez fue él quien se bebió de un trago todo el coñac. Dejó la copa sobre el velador de madera.

—¡Está bien, está bien! ¡Sí, joder, te pido disculpas! Es lo que andas buscando desde que te has sentado. Nos conocemos bien, Eutimio. —Guardó silencio unos segundos con altivez—. Ya lo has conseguido. Ganas tú. Ahora ya puedes volver triunfante a la notaría.

—No voy a volver…

Rafael lo miró con los ojos como platos.

—¿Cómo que no vas a volver?

—Que no voy a volver a la notaría, don Rafael, ya le he dicho que hoy tengo una cita en un despacho de abogados.

—No me hagas esto, Eutimio…

—Don Rafael, me pagan quinientas pesetas más al mes, y solo por las mañanas. Si le digo a mi señora que he dejado pasar esa oportunidad…, me echa de casa, no sabe cómo se las gasta… Para las cosas del dinero es una loba.

Rafael Figueroa le observó ladino durante unos segundos. Mientras, Eutimio intentaba mantener el gesto impertérrito en su desafío, consciente de que estaba tensando la cuerda demasiado, pero ya habría tiempo de aflojar.

—No puedo pagarte ese dinero. Tendría que despedir a alguno para poder hacerlo…

Eutimio Granados no movió ni una pestaña. Sus ojos clavados en los de Rafael, que, soliviantado, resoplaba como un animal herido.

—No puedo, Eutimio. Compréndelo. Tu sueldo es mucho más alto de la media, y bien sabe Dios que te lo he venido pagando encantado. Pero…, cien duros más… —Negó con un gesto y bajó los ojos a la copa vacía, mostrándose derrotado—. No puedo.

—Si soy… imprescindible, como usted dice… No tuvo reparos con el dinero cuando contrató a Montejano sin necesitarlo, tan solo porque era su amigo.

—¿Pretendes que eche a Antonio?

Eutimio se levantó tranquilo, severo, se metió la mano en el bolsillo y echó una moneda sobre la mesa.

—Yo no pretendo nada, don Rafael. Haga usted lo que quiera. Si me disculpa, tengo una cita en un despacho de…

—Está bien —interrumpió el notario sin mirarle, con la cabeza gacha, humillado, tal y como quería Eutimio—. Está bien, te pagaré cincuenta duros más.

—Cien.

El notario y el oficial se miraron, la posición de ambos determinaba el triunfo de uno, de pie, y la derrota del otro, sentado y mordiendo el polvo.

Rafael Figueroa, como símbolo de su abatimiento, bajó los ojos.

—Tú ganas… Pero te quiero mañana mismo en la notaría. ¿Me oyes? —Solo entonces levantó la mirada para descubrir en el rostro del oficial una sonrisa taimada.

Eutimio Granados no se movió. Rebozado en su propia satisfacción, le dio lástima el aspecto doblegado del notario.

—Una cosa más, don Rafael, tenga cuidado con Basilio. Me he enterado de que anda metido en ambientes algo turbios.

Rafael Figueroa hizo una mueca despectiva y llevó los ojos más allá de la cristalera, a la calle.

—Bah… No hay que preocuparse demasiado por él, es joven, un poco farolón, no te lo niego, pero está en la edad de cometer locuras. —De nuevo volvió a mirar al oficial, que se mantenía en la misma posición, de pie junto al velador—. Si no la corre de joven, la correrá de viejo; y no quiero que le pase como a otros, que a la vejez viruelas.

—Yo se lo he advertido. Hasta mañana.

Esta vez sí que se marchó, abriéndose paso entre el amasijo de sillas apretujadas alrededor de los veladores. Rafael Figueroa vio cómo cruzaba la calle y se metía en el portal de su casa.

—Cabrón, hijo de puta… —murmuró—. Esta me la pagas.