Marta Ribas no acudió al hospital en los días siguientes al enfrentamiento con Antonio. Se lo había aconsejado Próculo, asegurándole que hablaría con él. Y así lo hizo.
—Métete en tus asuntos, ¿quieres? Deja en paz a mi familia.
—No seas terco, Antonio. Es algo temporal.
—¿Quién puede ganar esas cantidades millonarias sin dejarse la decencia por el camino…, mi dignidad de hombre?
—Que no, Antonio, que no es lo que piensas…
—Da igual lo que yo piense, el caso es que lo piensa todo el mundo.
Próculo guardó silencio porque sabía que lo que decía Antonio era cierto. La gente no paraba de murmurar sobre la espectacular transformación de Marta: su ropa, su pelo, su belleza revivida, además del pago de todas sus deudas, los horarios, el coche con chófer. Se sentía incapaz de contener las habladurías en la escalera y en la parroquia. Todo el barrio sabía que la Montejano, así la llamaban muchos, andaba por ahí luciendo como una señorona; demasiado parné para la honra de una mujer.
—Antonio —dijo al cabo—, confía en mí. Me han asegurado la total honorabilidad de esa señora.
—¿Y a ti te parece bien que mi mujer sea la chacha de una vieja excéntrica?
Próculo sonrió. Había visto a Roberta Moretti salir del hotel cuando hablaba con su amigo Benítez.
—No sé si será excéntrica. Algo debe serlo porque derrocha el dinero como nunca había visto antes, pero te aseguro, Antoñito, que de vieja nada. Es una gran señora, ah, y de la familia de los Rothschild, no te digo más.
Antonio lo miró con una mueca de ironía.
—¿Una Rothschild, aquí, en Madrid?
—No es la única, según me han informado. Tienen negocios en España desde hace décadas. Esta señora, por lo que he oído, viene para comprar inmuebles e invertir en la construcción de grandes mansiones para gente con dinero. —Juntó los dedos de su mano derecha para indicar abundancia.
—Y se ha ido a fijar precisamente en mi esposa para que la acompañe…
—¿Y en quién si no? ¿En una como Virtudes, que le ponga la cabeza tarumba con su palabrería? —Abrió los brazos mostrando las palmas de sus manos—. Antonio, que tienes una mujer de bandera en todos los sentidos, que como Marta no hay en Madrid otra que se la iguale. ¿Cómo no se va a fijar en ella una Rochi? ¡Normal!
—¿Y yo, qué…? ¿Cómo quedo yo?
—Pues tú aquí, en la cama de un hospital recuperándote. Y en cuanto lo hagas, sales y retomas el mando.
—No puedo quedarme en la notaría… Si continúo allí metido mañana y tarde por menos de cien duros mensuales, no voy a salir en la vida de este agujero. Antes de que me pasara esto, fui al sindicato, tenía una buena oferta… Sé que me han escrito porque me ha traído la carta Elena, pero qué…, otra oportunidad perdida. Quién me va a dar trabajo si estoy aquí metido, como un inútil…, mantenido por mi mujer.
—De eso también quería hablarte.
—¿Tienes un buen trabajo para mí? —preguntó con sarcasmo—. Como no me metas a contarte las hostias…
—No blasfemes, Antoñito, que tampoco hay necesidad. Más quisiera yo encontrarte una ocupación digna, bien lo sabes. Pero es posible que Mauricio Canales te eche una mano.
—Al cuello —continuaba su ironía.
—No precisamente. Al menos, no al tuyo. Dice que, como estás de acuerdo en lo de Elena, que le gustaría acelerar los trámites de la boda.
—Ese badanas no da puntada sin hilo.
—Si ya has dicho que sí, ¿a qué esperar?
—Que no tenga tanta prisa… —contestó despectivo.
—Te conviene que la tenga… —calló, miró a un lado y a otro para comprobar que nadie podía oírlos. Luego se acercó un poco más a la cama y le habló en confidencia—. Estuve el otro día con él. El hombre andaba algo preocupado con esto tuyo, y… bueno…, no te voy a engañar, la preocupación le venía más de Marta.
—¿Lo ves? —lo interrumpió soliviantado—. Si es que tengo yo razón…
—Espera un poco y escucha —le espetó el cura con autoridad clerical—, hazme el favor. Es importante. —Se removió con gesto adusto—. Como te digo, estuvimos hablando, le calmé, igual que lo estoy haciendo contigo, sobre el carácter del trabajo de Marta, y me dijo que podía darte un puesto en el juzgado con el fin de que salgáis de esta situación. Entiende que su familia política no puede estar pasando tantas penurias, y mucho menos que andéis en boca de la gente.
Antonio lo miró fijamente.
—Eso dijo… —Pensativo, cavilando las palabras de su amigo clérigo, arrugó los labios valorando su contenido—. ¿Te das cuenta, Próculo? Estoy tratando a Elena como si fuera una mercancía.
—Yo no lo veo así.
—Estoy cayendo demasiado bajo… Me siento como una rata.
—Lo que estás es pasando por una mala racha, Antonio, y de ti depende, y de Mauricio, por supuesto, que tengáis la oportunidad de salir adelante de una vez, que ya te toca.
—No sé… Puede que tengas razón.
—Eso o no hacer nada y que sea tu mujer quien os saque de ella.
Antonio lo miró con despecho.
—Quiero que deje ese trabajo, Próculo. Ya.
—No tengas tantas prisas; esa Rochi le está pagando muy bien, os habéis puesto al día con los pagos. Tú cúrate y vuelve a casa. Yo iré preparando el terreno entre Mauricio y la niña, si te parece. Cuando tú estés en disposición de ganar un sueldo gracias a tu yerno, Marta dejará de trabajar y todo volverá a la normalidad.
—Eso puede llevar meses.
—Que no —dijo imprimiendo toda la paciencia de que era capaz—. Mauricio te colocará en cuanto puedas trabajar, déjalo de mi cuenta. Me ha dicho que él corre con todos los gastos de la boda, que quiere una ceremonia sencilla y con pocos invitados, los menos, si es posible, así que Elena puede estar casada antes del verano y tú, como un señor, colocado en el juzgado en cuanto tengas fuerzas para tenerte en pie. Ten en cuenta que la tarea allí no es de picar piedras.
Antonio se quedó pensativo, con la mirada ausente.
—No sé, Próculo. ¿Sabes?, me duele el cuerpo como si todo estuviera roto por dentro. Me mantengo gracias a la morfina.
El rostro del cura se ensombreció.
—Me lo ha dicho Carlos. —Alzó las cejas e intentó sonreír—. Se te pasará.
—Eso espero…