—No quiero ir contigo, ¿es que no entiendes lo que te digo? No quiero.
Elena intentó cerrar la puerta, pero Basilio se lo impidió. Abrió y entró en la casa. Ella volvió a la silla, se sentó y continuó cortando las vainas con el cuchillo. Al cabo, levantó la cabeza de sus manos hacendosas y le habló.
—Quiero que te marches.
—No me iré hasta que aceptes mi invitación. El otro día cumplí con lo que te dije.
—¡Cómo puedes tener la cara tan dura! Si no me hiciste ni caso…
—Y no le he dicho a nadie lo de doña Celia…
Elena le miró ceñuda.
—Te crees que soy una fresca y estás muy equivocado.
—Yo no pienso que eres una fresca.
Elena lo miró fijamente sin dejar de pelar las vainas.
—Pues el otro día bien que lo diste a entender.
Basilio la miró callado unos segundos antes de hablar, suavizando el tono y las formas.
—Eso está olvidado, ¿vale? Lo de doña Celia… Se me ha olvidado por completo. Te lo prometo.
—Es que estás muy equivocado con eso —replicó muy ufana—. Yo no…, bueno… —Bajó los ojos a la tarea que tenía en sus manos—. Será mejor que lo dejemos.
—¿Saldrás conmigo entonces? —Basilio casi suplicaba. Tenía la urgente necesidad de convencerla porque el barón le había pedido que la llevase con él a una reunión que había concertado en unos días. Tenía que actuar con mucha prudencia para no espantarla—. Te invitaré al cine…, o al teatro si te gusta más, luego iremos a tomar una copa y estarás en casa antes de la hora de las brujas… —Sonrió ladino, intentando encontrar la complicidad de Elena.
—No me apetece salir, Basilio. Además, a mi madre no le gustó que el otro día me fuera contigo.
—¿Tu madre? —inquirió extrañado—. ¿Qué peligro puedo suponer yo para ti? Te conozco desde que naciste… Eres como…, como si fueras mi hermana.
Ese sentimiento no era del todo cierto, al menos desde hacía un tiempo; aquella jovencita que había conocido desde la cuna se estaba convirtiendo en una mujer muy atractiva, cada día con curvas más voluptuosas y turgentes que levantaban en él los pensamientos más salaces, muy a su pesar porque todavía la veía demasiado niña, demasiado cercana a la figura de su hermana Julia, y no le encajaba mucho ese extraño deseo que había aflorado en él hacía unos meses, como si la hubiera descubierto.
—Pues dile a tu hermana Julia que salga contigo.
—Pero qué dices… Si es una cría.
—¡Tiene la misma edad que yo!
—Pero ella es mi hermana…
—Y yo, como si lo fuera, lo acabas de decir…
—No es lo mismo —replicó él.
—Para mí sí, y ya te he dicho que a mi madre no le gustó. Además, cuando llega está cansada y le gusta que esté aquí.
—Pero si solo será un rato. No te vas a quedar aquí encerrada. Alguna vez tendrás que salir.
—Salgo todos los días a ver a mi padre, y con Julia, que es mi amiga. No está bien que una chica como yo vaya a esos sitios de copas. Luego murmura la gente.
—Pues si te vas a mover solo por lo que vayan a decir de ti los demás, ya puedes ir preparándote…
—¿Tú te casarías con una chica que frecuentase esos sitios?
—¿Qué sitios, Elena? ¿Qué hay de malo en ir al cine o al teatro, o en tomarse una copa o un refresco en Chicote o en el Pasapoga, o en cualquier otro bar?
—No pasa nada, pero enseguida os creéis que una es una fresca.
—Salir al mundo no te convierte en una fulana, Elenita, para serlo es necesario algo más.
—Pero hay algunos que se pueden confundir…
—También hay prostitutas por las esquinas y eso no te impide pasear por la calle, ¿o sí?
Elena encogió los hombros insegura.
—No es eso… Además, no me has contestado, ¿te casarías con una chica si la conocieras sentada en la barra de una boîte de esas…?
Basilio alzó las cejas y sonrió divertido.
—¿Por qué no? No todas las mujeres que entran a los bares son putas.
La palabra pareció irritar a Elena, que lo miró con gesto de enfado.
—Vamos, Elena, sal conmigo. Iremos donde tú quieras.
—Que no, Basilio. Déjame, tengo cosas que hacer.
Basilio Figueroa, ceñudo, echó una ojeada alrededor. No le gustaba nada aquella casa, era fea y húmeda.
—Tú no mereces vivir en este antro, Elena. Te mereces un palacio.
Ella lo miró mientras pelaba las judías. Antes de hablar bajó los ojos a sus manos.
—¿Sabes que me voy a casar con Mauricio Canales? —dijo de repente, sin pensarlo demasiado, con la única intención de espantarlo de una vez.
Basilio se quedó mirándola boquiabierto, con una mueca cargada de ironía, serio aunque se le veía que reprimía las ganas de echarse a reír.
—¿Que te vas a casar con… Mauricio Canales? Pero ¿ese no andaba detrás de mi hermana Virtudes?
—Pues ahora se quiere casar conmigo, y va a ser él quien me saque de este… antro como tú lo llamas, y viviré justo encima de tu casa.
Basilio rio sin ganas. No se imaginaba a Elena Montejano casada con ese hombre. No le caía bien Mauricio Canales, le parecía una persona de doble moral, todo apariencia, y con un lado oscuro y desconocido a los ojos de los vecinos, no tanto a los suyos.
—Tú sabrás lo que haces con tu vida, Elenita, pero me parece que yerras el tiro. No es tu hombre, te lo digo de corazón. —Se puso la mano en el pecho y alzó las cejas imprimiendo seriedad a sus palabras.
—¿Entiendes ahora por qué no puedo ir contigo? Me voy a comprometer en cuanto mi padre se ponga bueno; tengo que guardarme, compréndelo, Basilio.
—Pero, Elena, yo no soy un chico cualquiera, conmigo es como si fueras con tu hermano. —Se sentó en la mesa, frente a ella, que seguía manejando entre sus manos la verdura—. Elena, tienes que hacerme este favor, sal conmigo, te lo suplico… Te daré otros cien duros.
Elena lo miró fijamente. No entendía muy bien la insistencia, pero los cien duros no le iban a ir mal. Su vida había cambiado desde que tenía dinero con el que manejarse a su antojo, y como ni su padre ni su madre la controlaban, estaba disfrutando de lo lindo yendo a sitios a los que antes no podía ni siquiera pensar en acercarse. Casi todas las tardes, después de ir en el tranvía (incluso algún día llegó a tomar un taxi) a visitar a su padre y permanecer un rato junto a su cama, quedaba con Julia y las dos amigas paseaban por Madrid, tomaban cafés o chocolate, o entraban a Rodilla a merendar, y luego se acercaban a la Cuesta de Moyano y compraban revistas o novelitas rosas que tanto les gustaban, incluso había llegado a entrar en la Casa del Libro; aquella librería le fascinaba por su amplitud, porque podía coger los libros de los anaqueles que ocupaban las paredes desde el suelo hasta el techo, sustentado por las columnas que le daban al local un aspecto de gran salón; allí no era necesario pedir al librero, uno podía permanecer mirando y ojeando libros el tiempo que quisiera, y allí encontró una novela que le llamó la atención primero por su título, Nada, era sugestivo por el vacío de la propia palabra, pero además, la autora, Carmen Laforet, era una chica seis años mayor que ella que había recibido un premio en Barcelona. No lo dudó y lo compró; lo había empezado a leer y le resultaba fascinante el mundo asfixiante que la autora representaba en sus páginas; desde la primera hoja se sintió arrobada por la personalidad de Andrea, cómo va desgranando sus sentimientos desde que llega en tren a Barcelona, de noche, por la visión de la familia materna tan desastrada como criaturas desvencijadas, y la casa fea, sucia, provocándole una impresión tan desagradable y poco acogedora.
Pensaba en la posibilidad de comprar más libros, o tener más cosas sin dar cuentas a nadie. Nunca antes había manejado su propio dinero, porque el sueldo que le daba don Críspulo lo entregaba íntegro a su madre. Su vida la recordaba siempre sin un céntimo en su bolso. No hacía mal a nadie, no tenía que pedir a nadie, así que lo pensó y con una inclinación de cabeza y poniendo morros, le dijo al cabo de un rato:
—Bueno…, está bien, pero me tienes que traer a casa a las diez.
A Basilio se le iluminó la cara con una sonrisa de oreja a oreja. Se levantó y, abrochándose la chaqueta, le habló agradecido.
—No tengas cuidado, Elenita, estarás aquí antes de la hora.
—Sí, ya, de la hora de las brujas —lo interrumpió divertida—, pero tiene que ser a las diez.
—Entonces el viernes. Pasaré a buscarte a las siete. Ponte muy guapa, aunque tú necesitas poco para eso.
Basilio Figueroa bajó las escaleras de dos en dos. Entró en su casa y fue directo al teléfono del salón. No había nadie salvo Venancia, que trajinaba en las habitaciones haciendo las camas. Marcó el número y esperó unos segundos.
—El viernes estaré en el Dorado con la chica. A las siete y media.
Colgó casi de inmediato, apretando los puños en señal de triunfo. No estaba seguro de que fuera a convencerla, y sabía que, de no haberlo conseguido, le habría puesto en un grave aprieto con el barón. En muy poco tiempo, Basilio había comprendido que los deseos del Káiser eran órdenes ineludibles.