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Marta Ribas de Montejano bajaba las escaleras abrochándose el abrigo cuando oyó la puerta de los Figueroa. Virtuditas salía de su casa sola. Al verla, sonrió.

—Hola, Marta, buenos días.

—Buenos días, Virtudes —contestó sin detenerse.

—Me alegro de que Antonio esté mejor.

Marta se detuvo y se giró hacia ella algo desconcertada susurrándole un gracias casi imperceptible, no sentido, como si le costase pronunciarlo. Inició de nuevo el descenso, pero la voz de la hija mayor de los Figueroa la detuvo de nuevo.

—Ayer por la mañana fui a verle. No sé si lo sabes… Ya está despierto y, aunque un poco molesto, está bastante despejado.

Tal y como había pretendido Virtudes, Marta se sintió incómoda de que fuera ella quien le diera las últimas noticias del estado de su esposo.

—Ah… Bien… Está bien, Virtudes. Te agradezco la visita. —No sabía qué decir, no le gustaba que fuera a ver a su marido, no tenía por qué hacerlo, le incomodaba su actitud como si le estuviera echando en cara algo. Intentó zafarse de aquella conversación—. Si me disculpas… Precisamente voy a verle ahora y no tengo demasiado tiempo…

—Claro, es el problema de las que trabajáis, tenéis que multiplicaros para atender todos los frentes.

—Sí, es posible… Todo sería mucho más fácil si tuviera a alguien que me resolviera la vida. Pero yo no tengo papá que lo haga, así que tengo que trabajar para pagar mis facturas.

—Por Dios, Marta, no creerás que yo…

—Yo no creo nada, Virtudes —le espetó sin disimular su desagrado—. Si me disculpas… Tengo mucha prisa.

—No, si yo comprendo tu situación, no creas. La verdad es que a mí no me cuesta ningún trabajo pasarme un rato en el hospital. Ahora necesita muchos cuidados, eso fue lo que me dijo la enfermera ayer, está tan débil el pobre, y tan solo.

—No necesitamos tu ayuda, Virtudes; si no puedo yo, mi marido tiene a su hija para cuidarle.

—Elena es demasiado joven para estar todo el día metida en la sala de un hospital. Tú no te preocupes, Marta, tú a lo tuyo, que yo estoy encantada de poder ayudar.

Los fríos ojos de Marta Ribas taladraron el gesto indolente de aquella novia viuda a la que no soportaba. Virtuditas, con una sonrisa ladina, bajó los escalones pasando por delante de ella, hasta dejarla a su espalda sin que Marta fuera capaz de reaccionar a sus palabras insidiosas.

Con el ingreso de Antonio Montejano en el hospital, Virtudes Figueroa había encontrado la forma de hacer realidad los anhelos que le atizaban desde muy jovencita, atemperados por la fuerza del tiempo y de las circunstancias. El gran amigo de su padre siempre había sido un hombre alegre, jovial, divertido y simpático, un seductor que encandiló el corazón adolescente de Virtuditas en el despertar de sus sueños amorosos. Con el tiempo y con el trato estrecho de las familias, la hija mayor de los Figueroa idealizó a Antonio como el caballero perfecto, el marido atento y delicado que toda mujer querría tener a su lado, el príncipe azul de los cuentos y el galán de novelas y películas. No era guapo, pero sí atractivo (ella lo comparaba con Robert Taylor; de hecho, tenía un retrato del actor en el que sublimar su rostro), ni demasiado alto ni tampoco bajo, ni flaco ni fuerte, sus ojos pequeños siempre risueños le daban una apariencia entrañable, y su voz masculina y enérgica era un torrente de convencimiento para cualquiera que lo escuchase; tenía una mezcla de fortaleza y distinción que lo hacía especial a los ojos de una joven enamoradiza como lo había sido Virtudes Figueroa. A su novio, muerto en la guerra, le quería porque compartía con el amigo de su padre algunas de las formas y maneras del carácter, y cuando se quedó sola y viuda sin catar la esencia de la vida, el paso del tiempo y la soledad alimentaron esa sensación de amor platónico.

Siempre había mantenido el control de sus celos hacia Marta, consciente de que nunca podría llegar a ocupar su puesto; sin embargo, desde que había comprobado la deplorable ausencia de la esposa junto al marido enfermo, más pendiente de salir atusada y perfumada cada mañana que de estar al tanto de la evolución del convaleciente, se había despertado en ella una inquina de sentimiento desconocido: por un lado, una renovada pasión por el hombre solo e indefenso ante la amenaza de la muerte; por otro, una intensa aversión hacia Marta por preferir atender otros menesteres más frívolos y veleidosos que los propios de una esposa diligente y atenta a las obligaciones propias de su condición. Y ante aquella situación, había tomado la firme determinación de cubrir la soledad de Antonio con su presencia, y suplir la figura vacante del cónyuge ausente.

Nunca había hablado a nadie de aquellos sentires, consciente de que no eran demasiado virtuosos en su estado y condición, ni de los celos ni de su pasión secreta hacia Antonio Montejano, ni siquiera en las reconciliaciones semanales hechas al padre Próculo, a pesar de que, siendo rastreros y poco edificantes, le costaba mucho controlar sobre todo la nefanda cuestión de los achares.

Marta Ribas intuyó problemas nada más entrar, al atisbarle al fondo de la sala, en la que además de su cama había veinte más, diez en cada lado de la pared, vestidas con las sábanas y colchas blancas e impolutas, todas ocupadas por hombres que, afectados, la miraban al pasar con el desánimo marcado en sus rostros demacrados por la enfermedad. Antonio se hallaba incorporado sobre una doble almohada, despierto y en apariencia muy despejado. Al percatarse de su lucidez, ralentizó un instante el paso para retomar el ritmo enseguida, poniendo en sus labios un gesto de alegría al verle así.

En ese momento, él la descubrió y alzó el brazo en un gesto de bienvenida, con una media sonrisa, algo forzada. Estaba claro que se encontraba mejor y que la medicación por fin hacía evidentes los primeros indicios de una recuperación. Se acercó taconeando con fuerza, sin percatarse de que sus pasos retumbaban en exceso en aquella catedral de convalecencia.

—Hola —dijo besándole con ternura en la frente—. Te veo muy bien. ¿Cómo te encuentras?

—Como si hubiera vuelto de las entrañas del infierno —contestó removiéndose quejumbroso—. Me duele todo el cuerpo, pero me ha bajado la fiebre… Por lo visto, de esta no te libras de mí.

—No digas eso, tonto, ni en broma. Estás en muy buenas manos. Carlos Torres ha estado al tanto de todo.

—Pasó por aquí ayer a mediodía y estuvimos hablando —dijo mirándola con fijeza—. Pensaba que ibas a venir. Te esperé toda la tarde.

—Vengo cada mañana desde que estás hospitalizado, pero no has sido buena compañía —dijo sonriendo con un mohín de ironía—. Las enfermeras me recordaban que necesitabas descansar…

Antonio le miró el pelo, impasible.

—¿Qué te has hecho en el pelo?

Ella se tocó la melena encogiendo el cuello como si quisiera desaparecer.

—Ah…, el pelo… ¿Te gusta?

Él no le respondió esperando una explicación del cambio.

—Juana me lo ha cortado y me lo ha teñido. Ya sabes cómo es la señora Fermina, me tiene en palmitas.

—¿Y ha sido ella quien te ha dado el dinero para pagar el alquiler de los dos últimos meses que le debíamos a Rafael, además de las facturas pendientes de luz?

—¿Quién te lo ha dicho…?

—Qué importa quién me lo haya dicho —la interrumpió con un enfado cada vez más evidente—. Te presentas aquí peinada de peluquería, oliendo a perfume caro, con naranjas y jamón que cuestan una fortuna, te has puesto al día de nuestras deudas… ¿De dónde has sacado el dinero, Marta?

—¿No te lo ha dicho tu amigo Rafael?

—No quiero que me lo diga Rafael. —Su voz se tornaba cada vez más recia y su gesto más arisco—. Quiero que me lo cuentes tú.

—Estoy trabajando —dijo manteniendo luego la respiración a la espera de la reacción.

—Y qué trabajo decente te permite pagar todo lo que debíamos en solo unos días, y manejar dinero como si fueras la nueva rica del barrio.

—Baja la voz, te lo suplico —dijo intentando calmarle—. Es un trabajo decente, Antonio, te lo aseguro… He aceptado ser la asistente de esa mujer del Palace.

—Te dije que mi mujer no asistía a nadie más que a mí. ¿Es que no te quedó claro?

La excitación de Antonio llamó la atención de la enfermera, que se acercó chistando para que bajase la voz.

—Señor Montejano, se lo suplico, baje usted el tono, esto es un hospital y hay enfermos a su alrededor que requieren silencio y tranquilidad.

Antonio ni siquiera la miró. Estaba enojado, rojo de cólera, impotente de verse postrado en aquella cama de hospital, enfadado consigo mismo, incapaz de levantarse y salir de allí para controlar su casa.

—Es un trabajo honrado, Antonio, tienes que creerme.

—No recuerdo que te haya dado mi autorización para aceptarlo.

—Fue Próculo quien me dijo que lo hiciera y ha sido él quien ha firmado el contrato en tu lugar.

—Y tú, por lo que veo, estás encantada.

—Antonio…, cálmate, no te conviene excitarte así. Todo está bien, no te preocupes, confía en mí.

—¿Que confíe en ti?

—Sí, por una vez confía en mí —le espetó intentando imponer sus razones—. ¿Qué querías que hiciera? Dime. Has estado a punto de… —Las lágrimas de impotencia le subían por la garganta y ahogaban sus palabras—. No tenemos nada. Tú necesitas cuidados y medicinas que hay que pagar…, y tu hija y yo… —calló un instante para tragar el llanto—. ¿Qué quieres, que nos echen a la calle?

—Rafael nunca os dejaría en la calle y tú lo sabes. Pero parece que prefieres humillarme a mí, antes que humillarte tú y pedir a los amigos…

—Llevo años haciéndolo —murmuró indignada.

—Y en cuanto tienes ocasión para manejarte tú sola, te echas a la calle a ganar dinero, eso es lo que querías, ¿no? Lo que yo no puedo darte… Dinero a espuertas, por lo que veo.

—La señora Moretti paga muy bien, ya te lo dije. Y es un trabajo honrado y decente. La acompaño a las reuniones y comidas. Eso es todo. Estoy atenta a todo lo que se habla sin decir nada, y la escucho a ella cuando tiene algo que decirme. Tiene mucho dinero…

—¡No me importa cuánto dinero tiene! —La voz alta y alterada de Antonio volvió a atraer a la enfermera hacia la cama.

—Señora de Montejano, será mejor que se marche. No es conveniente para su esposo que se altere de esta manera. Por favor… Le ruego que abandone la sala.

La invitó a alejarse interponiéndose entre ella y la cama, desde la que le miraba Antonio con ojos exaltados de furia, herido en su dignidad y en su hombría, consciente de su incapacidad para controlar a su familia y dolido por ello.

Marta se alejó unos pasos, pero se detuvo cuando oyó la voz de su marido.

—Deja ese trabajo, Marta. ¿Me has oído? Quiero que lo dejes hoy mismo.

Ella no dijo nada, ni siquiera se volvió. Inició la marcha con paso firme, cada vez más rápido, acuciada por un llanto que le impedía ver con claridad por dónde caminaba. Cuando salió de la sala, ya fuera de la vista de Antonio, se detuvo, pegó la espalda a la pared y dejó correr las lágrimas, lloró convulsivamente durante unos segundos, con un desconsuelo retenido, evitando llamar demasiado la atención. Otra enfermera la vio y reparó en ella. La conocía de otros días y, sobre todo, se había percatado de las visitas de la hija de los Figueroa a Antonio Montejano, y no había que ser muy avispado para entender que aquella afabilidad hacia el enfermo, excesiva a su parecer, escondía algo más que la simple cortesía.

Se acercó hasta ella con una sonrisa y trató de calmarla con voz amable.

—Vamos, vamos, no tiene que preocuparse por su esposo. La medicación está haciendo efecto, su recuperación está siendo muy aceptable y se repondrá en poco tiempo. Tenga confianza. ¿Quiere esperar al médico y hablar con él? No tardará mucho. Él le confirmará lo que le estoy diciendo.

Ella la miró entre lágrimas y negó con la cabeza murmurando un «No puedo».

—Debería venir más a menudo. Su marido la necesita mucho en estos momentos.

Marta la miró llorosa, aquellos ojos grises clavados en los suyos la hicieron estremecer.

—Tengo que trabajar, no puedo…

—Ya, lo comprendo, pero no es conveniente desatender a los hombres, ya sabe… Son como niños, necesitan sentirse cuidados y atendidos.

Marta la observó unos segundos intentando encajar las palabras de aquella mujer de cofia blanca perfectamente acoplada en el pelo cardado y algo canoso, de ojos blandos y grises, que mantenía un gesto dulce y conciliador. No dijo nada, tan solo un gracias apenas musitado; respiró en un intento de sosegarse. Se le estaba haciendo tarde. Tenía que llegar a casa, arreglarse y maquillarse; estar perfecta, como le exigía Roberta Moretti. Tragó saliva. Se secó las lágrimas que todavía pugnaban por desbordarse de sus ojos y se marchó para reanudar su nueva vida con las palabras de Antonio retumbando en su cabeza: dejar el trabajo, hoy mismo. No podría hacerlo, no quería hacerlo.