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A los quince días de su ingreso, Antonio Montejano empezó a ser consciente de la gravedad de su estado y de lo cerca que había estado de morir. Rayaba el mediodía. Era el primer día que no estaba sedado y Carlos Torres hablaba con él explicándole lo sucedido con la penicilina, el tratamiento seguido y la medicación suministrada. Antonio apenas recordaba nada.

—¿Cuánto tiempo crees que voy a estar aquí?

—No te lo puedo decir, Antonio, todavía es pronto. Es cierto que has pasado lo peor, pero la septicemia requiere tiempo; estás muy débil y seguimos haciéndote pruebas para saber el alcance del daño causado en tus órganos por el veneno inyectado.

—Necesito ponerme bien, Carlos. Tengo una familia que mantener.

—Por eso no te preocupes. Tengo entendido que Marta se está apañando de maravilla sin ti. De hecho, fue ella quien te sacó del pabellón de beneficencia para traerte a este, bastante más acogedor y mejor dotado, todo hay que decirlo.

Antonio le miraba sin llegar a entender lo que hablaba.

—Es una mujer muy inteligente. Tú preocúpate de recuperarte, ya habrá tiempo de volver a tu vida normal.

—¿Insinúas que mi mujer está trabajando?

—No lo insinúo —dijo Carlos Torres socarrón—, lo afirmo. Fue Próculo quien se lo ofreció el mismo día que te ingresaron.

—Este Próculo… —murmuró irritado—, siempre metiendo las narices donde no le llaman.

—Todos queremos ayudar, Antonio, no te resistas tanto. De algo tienen que vivir la niña y Marta. Por una vez en la vida, sé más flexible con estas cosas.

—¿Y tú me lo dices? ¿Por qué no dejas a Ana ejercer su profesión? Todos sabemos el disgusto que se llevó cuando la obligaste a dejar el hospital. No me negarás que era una excelente enfermera.

—No es lo mismo. Ella no necesita trabajar, Antonio. Cuida de mis hijos y de la casa, y bastante tiene. La enfermería requiere mucha dedicación. Además, tampoco te preocupes tanto. Esto es circunstancial; si conseguimos erradicar esa septicemia y sacarte los restos de veneno del cuerpo, podrás regresar a tu vida normal en menos de lo que piensas. Ten confianza. Ahora estás en buenas manos.

Mientras hablaba, el médico le tomaba la tensión arterial, pendiente de una enfermera que, solícita, iba apuntando los valores resultantes. Antonio mantuvo unos segundos de silencio valorativo.

—¿Y dónde trabaja?

Carlos Torres retiró del brazo de Antonio el brazalete del manómetro y se lo entregó a la enfermera. Se colocó los extremos del fonendoscopio en las orejas y posó la campana sobre el pecho del enfermo, abriéndole la chaquetilla del pijama. Escuchó unos segundos cerca del corazón y de los pulmones.

—Ayúdeme a incorporarlo —indicó a la enfermera, que sujetó a Antonio para que pudiera auscultarle por la espalda.

Escuchó atento los ruidos del interior del cuerpo de Antonio y se retiró las varillas de los oídos dejando el aparato colgado al cuello como si fuera un extraño collar. Mientras, la mujer ayudó al enfermo a tenderse en la cama y recompuso la colcha y el embozo de la sábana.

—Creo que en el hotel Palace, pero no me hagas mucho caso. Solo la he visto una vez en estos días. Suele venir a verte muy temprano y lo cierto es que no hemos coincidido.

Antonio, ceñudo, volvió a murmurar contra la intromisión de Próculo en su vida y en su matrimonio, aunque lo que más le soliviantaba era la insolencia de su mujer por aceptar algo a lo que él se había opuesto manifiestamente. Era consciente de que, dadas las circunstancias, necesitaban el dinero, pero se le retorcían las entrañas solo de pensar que Marta estuviera por ahí, trabajando.

Carlos terminó de apuntar en la hoja del historial los distintos parámetros del enfermo y le dio varias instrucciones a la enfermera para el cuidado del paciente.

—¿Tienes dolor?

—Dolor es poco, es como si me hubieran apaleado todo el cuerpo.

—Suminístrele morfina —indicó a la enfermera. La miró con fijeza antes de continuar—. La que necesite.

La mujer afirmó con un solo gesto.

Luego, con una palmada en el hombro y una sonrisa bonachona, Carlos se despidió de él, dejándolo sumido en un mar de confusiones. Antonio se sentía baldado, sin apenas fuerzas, débil y poco animado. Miró alrededor. El personal sanitario se movía de un lado a otro atendiendo a los convalecientes como él distribuidos en las camas de la sala. Vio sobre la mesilla una naranja, y un paquete envuelto. Lo cogió. Era jamón y pan blanco. La enfermera lo vio y se acercó sonriente.

—Tómelo si quiere. El doctor Torres ha dicho que puede empezar a comer con cierta normalidad. Aunque no se han acabado los caldos, se lo advierto.

—¿Quién lo ha traído?

—Su esposa; ha estado aquí esta mañana, muy temprano, como cada día. No ha faltado ni uno desde su ingreso, a pesar de que no ha sido usted buena compañía. —Hablaba con la sonrisa prendada en los labios, mientras le ayudaba a incorporarse un poco en la cama; le colocó otra almohada en la espalda para que estuviera más cómodo—. Es muy guapa…, y muy joven… —Ante el gesto algo despistado de Antonio, la mujer puntualizó—: su mujer, digo, que es muy guapa. Tiene usted mucha suerte.

—Sí —murmuró bajando los ojos al paquete ya abierto, dejando a la vista el jamón serrano y el pan de Viena que debía de haber costado una fortuna—. Tengo mucha suerte.

—Voy a inyectarle morfina para calmar el dolor.

Se dejó hacer y, cuando la enfermera se alejó, repuso sobre la mesilla el pan y el jamón sin tocarlos, mientras pensaba en todo lo que había pasado. Estaba a punto de caer en un duermevela reparador por el efecto de la morfina cuando oyó un taconeo femenino. Abrió los ojos y vio acercarse a Virtuditas.

Ella se sorprendió al verlo despierto e hizo un amago de pararse, pero continuó caminando hasta llegar a su lado forzando una sonrisa no preparada.

—Antonio, cómo me alegra ver que estás algo mejor.

Le dio un beso en la mejilla con cierta torpeza en un impulso impensado.

—¿Qué haces tú aquí? —preguntó con gesto serio.

—Vengo a verte.

Un silencio incómodo se instaló entre ellos. La hija de Figueroa no sabía qué decir, ya que no esperaba encontrarlo despierto. Los dos se esquivaron la mirada.

—¿No quieres el jamón serrano? —preguntó Virtuditas al ver el paquete abierto—. Tiene muy buena pinta.

Antonio negó con un gesto.

—Tienes que comer para recuperarte. —Mientras hablaba, recogió el paquete, lo envolvió cuidadosamente—. ¿Tampoco quieres la naranja?

—No.

—Con lo que le ha debido de costar a Marta… —Sus ojos miraron de reojo al enfermo—. Bueno, aunque la verdad es que ahora no tiene problemas para comprar esto y todo lo que quiera. Le ha pagado a papá toda la deuda que teníais del alquiler y de la luz.

Antonio, que apenas la había mirado, se volvió hacia ella alzando las cejas.

—¿Marta ha pagado lo que le debía a tu padre del alquiler?

—Y la luz. Ya ves —contestó ufana. En ese momento se sentó en una silla que había junto a la cama poniendo su mano muy cerca de la de Antonio, posada sobre el cobertor blanco—. Peseta a peseta. Y no solo eso, también ha cerrado las cuentas que teníais con las tiendas del barrio. Lo sé porque me lo ha dicho mi hermana, que ha sido Elenita quien las ha pagado, porque como Marta no tiene tiempo…

—¿No lo tiene? —preguntó Antonio con cierto sarcasmo, convencido ya de que Virtuditas estaba dispuesta a contarle todo lo que él quisiera saber y lo que no.

—Uy. —Sacudió la mano—. Sale a media mañana y hay días que son las doce de la noche y todavía no ha vuelto. Pero no te preocupes. —Con un gesto en apariencia indolente, posó su mano sobre la del enfermo, apretándola con afecto—. La traen en coche hasta la puerta de la casa, un cochazo, sí, señor, todo hay que decirlo. Y ella, ya la has visto, está que no se la conoce.

Guardó silencio dispuesta a que fuera Antonio quien la tirase de la lengua. Él la miró unos segundos.

—Virtudes, bien sabes que hasta hoy no he regresado del mundo de los muertos. Cuéntame lo que has venido a decirme de una vez.

—Oye, que yo no soy ninguna chismosa; como comprenderás, a mí me da lo mismo, vamos, me alegro mucho por ella. Está tan guapa, con esa ropa nueva y con ese pelo y ese corte. La verdad es que el paso por el salón de belleza le ha quitado años de encima. Ya te digo, no se la conoce.

Antonio sentía náuseas, aunque no sabía muy bien si de oír lo que le estaba contando o del malestar por su mal cuerpo; a pesar de todo, no quería que se callara, deseaba que continuase contando. Sintió la caricia de su mano y, aunque quiso, no la retiró.

—¿Cómo estás? Tienes muchas ojeras…

—Podría estar mejor…

—No te preocupes por eso, yo te cuidaré. He venido todos los días a verte, para que no estuvieras solo, por si te despertabas…

—No tienes que molestarte…

—No es molestia. Ninguna molestia, Antonio.

—Virtuditas, hija, agradezco tus desvelos…, pero estoy muy cansado, me gustaría dormir un poco. Será mejor que te vayas.

—Como quieras… Vendré mañana. Ahora que estás mejor, podré hacerte compañía.

Se acercó para darle un beso. Antonio se giró un poco para poner la mejilla, pero ella, en un hábil movimiento aparentemente inocente, consiguió que el beso cayera muy cerca de los labios. Sus rostros quedaron a un palmo de distancia, mirándose, sintiendo el aliento el uno del otro. Virtuditas se incorporó afectadamente avergonzada y con una sonrisa de mojigata.

—Volveré mañana —repitió.

Antonio la vio marcharse y se fijó en una enfermera de ojos grises que, un poco más alejada, le miraba con descaro. Era evidente que había visto la escena y la había comprendido. Aquella muchacha había acudido cada día a visitarle, permaneciendo a su lado durante horas, acariciando sin disimulo el rostro enfermo con un antojo de solícita esposa, lejos de como debería haber actuado una simple amiga de la familia, tal y como ella se había identificado el primer día. Antonio desvió la mirada de la mujer y tragó la saliva amarga de sus propias preocupaciones, hostigado por lo que consideraba una actitud irreverente de Marta. Intentó comprender la situación, pero una extraña rabia, producto de la impotencia, le quemaba por dentro.