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Por la mañana, Elena Montejano y Julia Figueroa habían acudido, obligadas por Virtuditas Figueroa, a uno de los cursos de Acción Católica, dirigido por un cura antipático, desabrido en sus maneras y de rancia apariencia, al que todos llamaban el Altísimo, por la altura y anchura descomunales que tenía, de nombre don Crescencio Pérez, muy apreciado en el ámbito de la Sección Femenina debido a las conferencias que impartía a lo largo de todo el territorio nacional sobre la posición —en todos los aspectos, físicos y morales, y hasta sentimentales— que la mujer española debía asumir en la sociedad de la nueva patria. Después de las soflamas enardecidas del sacerdote, las dos chicas regresaron caminando a casa y vieron el cartel del cine Capitol: «Conflicto matrimonial». Julita había oído que era una película muy divertida y quedaron en ir a verla por la tarde.

Julia Figueroa había invitado a Elena a comer en su casa para que no estuviera sola, y ella había aceptado, pero solo porque a la mesa se sentaban las mujeres de la casa; aquel día, Basilio y su padre comían fuera. Una vez terminada la comida, las dos amigas habían pasado la tarde de paseo y haciendo algunas compras. Caminaban agarradas del brazo, disfrutando del tenue sol de invierno que ya empezaba a agazaparse tras los edificios, deteniéndose en cada escaparate de Gran Vía y de las calles aledañas, haciendo tiempo para entrar en el cine. Los cien duros recibidos de Basilio habían hecho posible que, por primera vez en su vida, Elena tuviera la posibilidad de gastar e invitar a su amiga, que tantas veces lo había hecho con ella; no le había dicho nada a su madre, pero tampoco tenía mala conciencia porque habían podido ponerse al día con el dinero recibido de esa señora tan elegante de nombre italiano y que, en apenas unos cuantos días, había transformado no solo el aspecto de su madre sino también el de su entorno. Ella misma había ido a saldar las cuentas de la carbonería, la panadería, la tienda de comestibles, la lechería y hasta se pudo pagar la abultada deuda de la carnicería del señor Damián, a la que no acudían desde hacía meses por la imposibilidad de hacer efectivo el pago y porque se negó a fiarles ni un gramo más de carne. Además, le había dicho su madre que esa misma tarde pagaría el alquiler y la luz pendientes a Rafael Figueroa. La comida empezaba a ser caliente y sobre todo contundente, y el solo hecho de poder caldear la casa con algo más de alegría la hacía parecer algo más habitable. Tampoco le contó a su amiga el origen del dinero con que la invitaba y con el que compraba, creyendo Julia que era parte de lo que le entregaba su madre, contenta de que por fin le fueran bien las cosas. Sí le contó que su hermano Basilio la había llevado a tomar una copa nada menos que a Chicote; se disparó entonces en Julia una curiosidad desbordante, mezclada con una envidia adolescente, instándola a que le relatase todos los detalles de lo que vio y de quién estaba; ese entusiasmo reflejado en el rostro de su amiga fue suficiente para que Elena no dijera toda la verdad, idealizando bastante su primer paso por aquel mundo de adultos.

Sentadas en un café de la plaza del Carmen, Elena se decidió a contarle a su amiga que Basilio la había visto salir del portal de doña Celia y que había pensado que estaba con Dionisio.

—Ya lo sabía —contestó Julita con gesto compungido y ademán culpable.

—¿Que lo sabías? ¿Y por qué no me dijiste nada?

—No pensé que fuera… Yo… Lo siento. Le vi subir justo cuando salía de ese sitio…

—¿Te vio? —la interrumpió alarmada.

Julia negó con un movimiento de la cabeza y los ojos fijos en el café con leche que tenía delante.

—Me dio tiempo a esconderme. Pero se encontró de frente con el tonto de Dioni, y él, bueno, Basilio pensó que tú y Dionisio…

—Julia, tenías que habérmelo dicho. No es justo. ¿Tú sabes el rato que me hizo pasar tu hermano el otro día? Se piensa que yo estaba allí con tu novio. Y además se cree que soy una fresca.

—No te preocupes por eso, Basilio está a otras cosas.

—Tenías que habérmelo dicho —repitió con reproche.

—Lo siento, lo siento mucho, Elena, tuve miedo, imagínate que se entera.

—¿Y yo?

—Eres mi amiga —añadió con voz melosa. Se removió incómoda—. ¿Tú no le habrás contado a mi hermano…?

Un silencio incómodo se estableció entre ellas. Julia tragó saliva; Elena esquivó los ojos, cogió la taza y empezó a beber el café caliente a pequeños sorbos. La cara de Julia se tornó pálida como el mármol del velador al que las dos amigas se sentaban frente a frente. Dio un suspiro desasosegante.

—Elena, si se llegan a enterar de que yo…, de que he ido a ese… Me matarían primero y luego me meterían a un convento, a mi madre le daría un síncope… Y mi padre…, uff, no quiero ni pensarlo.

Elena la miró, intentó contenerse, pero no pudo evitar echarse a reír al ver la cara de circunstancias que ponía su amiga.

—Anda, tonta, ¿cómo te iban a matar primero? —preguntó entre risas, alzando las cejas con sorpresa—. ¿De qué les sirve una monja muerta?

Julia abrió la boca y la cerró todavía con el susto en el cuerpo.

—Entonces, ¿no le has dicho que yo…, que tú…? ¿No le has dicho que nosotras…?

—No le he dicho nada, no te apures, mujer, cómo le voy a decir que estábamos allí por… Bueno, tú ya me entiendes.

Puso las manos juntas como si estuviera rezando con devoción a un santo.

—Gracias, gracias, gracias, te aseguro que te estaré agradecida toda la vida. Eres una buena amiga, Elena, eres mi gran amiga.

—Ya, pero tú ten cuidado con Dionisio. Que al final ya sabes que en estas cosas siempre somos nosotras quienes salimos malparadas; mira Pilarcita Cortés, preñada y sola.

—Esa era un poco fresca, no me lo negarás.

—No te niego nada, pero Pilar tenía un novio igual que tú, y cuando llegó con el bombo le dijo ahí te quedas y no volvió a aparecer más.

—Era un soldado de Sevilla que se lio con ella por lo que se lio, Elena. No compares.

—Tú ten cuidado, por si acaso. —Miró su taza vacía—. ¿Pedimos otro? Estaba buenísimo.

—Yo prefiero un chocolate, aquí los hacen de chuparse los dedos.

Mientras les servían un chocolate con nata, Elena le confesó, con mucha pena y algo de teatro, el encuentro que había tenido con Alberto Gamoneda.

—¡Bebido y en Chicote! —exclamó Julita ante el afligido relato sobre la pérdida de toda posibilidad con el proyecto de arquitecto—. Vaya con el melindres ese, sí que es listo. O sea, que a ti te dice que tiene que estudiar y luego se va de parranda por ahí. Si es que son todos iguales. Yo pienso vivir a mi aire. Me casaré con Dionisio y viviré como una señora, a su costa, comprando todo lo que me venga en gana; y él, que trabaje, que para eso es hombre; y tendré una cocinera y una sirvienta con cofia y una niñera para cada niño —de repente se calló y se acercó un poco más a Elena, que la escuchaba divertida—. ¿Tú cuántos hijos quieres tener? Yo por lo menos seis, o siete, o más, pero eso sí, una niñera para cada uno, al menos hasta que vayan al colegio; y yo, a vivir como una reina, que para eso le aguanto ahora. Y por lo de Alberto, no te preocupes, seguro que te sale otro mejor, pues anda que no hay, tú con lo guapa que eres… —Juntó la punta de los dedos para mostrar abundancia—. Así los vas a tener.

—Mi padre está decidido a casarme con Mauricio Canales.

Julia bebió un poco de chocolate mirándola por encima de la taza. Encogió los hombros conforme.

—Pues haces lo mismo que yo. Que te tenga como una reina.

—Hablas igual que mi madre, Julia.

—Pero si es que es verdad. Si esperas a que aparezca un príncipe azul, te quedas para vestir santos, como la tonta de mi hermana. Ahí la tienes, soltera y más entera que una monja. Además, si lo miras bien, no está mal el juez…, algo mayor, pero eso no es inconveniente.

—Pues a mí no me gusta nada —protestó Elena arrugando el gesto—. Tiene unos ojos… Y es tan…, tan peripuesto, tan…, yo qué sé, no me gusta.

—Te acostumbrarás.

—No me digas eso tú también.

—Pues di que no quieres. Dile a tu padre que no te casas.

—Es muy fácil decirlo. Cuando a mi padre se le mete una cosa en la cabeza, no hay quien le haga cambiar de opinión.

—Hay que encontrarte un buen novio antes de que la cosa vaya a más.

—¿Y dónde? Los buenos están cogidos y los malos no los quiero —calló unos segundos; sus ojos quedaron abandonados en la nada; su rostro ensombrecido—. Mi padre tiene razón, quién me va a querer así, tal y como estamos. A lo mejor lo de Mauricio Canales no es tan malo.

—Mujer, ya verás como todo se arregla. Anda, vamos a dar un paseo antes de la película.

Entraron en el Sepu para ver las ofertas del duro de las que tanto se hablaba; estuvieron mirando unas medias de seda natural, pero no las compraron porque costaban cinco duros y medio. Había demasiada gente, así que salieron y se metieron en los nuevos almacenes Capitol; recorrieron las cálidas dependencias sorprendidas de tanto género expuesto, desde bolsos y zapatos, ropa de señora y caballero, lencería, perfumes, medias, bisutería, hasta artículos de viaje, lámparas, objetos de regalo, lanas para labor o baterías de cocina. No se cansaban de mirar, podían tocar los artículos o probarse las prendas sin necesidad de ser atendidas por nadie. Elena vio un bolso de marroquinería que le gustó mucho, pero no se decidió a comprarlo para evitar tener que dar explicaciones a su madre; al final, compraron unas medias de nailon que estaban de oferta en un dos por uno («pague un par y llévese dos»). Antes de entrar al cine compraron unas pipas en un puesto en la plaza de Callao; fue entonces cuando Elena reconoció el sonido embriagador de los acordes de un violín que se expandía por encima del ruido de la calle. Era una de las composiciones más hermosas de Gabriel Fauré, Après un rêve, op. 7, n.º 1. Miró a uno y otro lado buscando su procedencia y, cuando creyó ubicarlo, tiró sin mucho miramiento del brazo de Julia, que se quejó por el cambio de dirección.

—Pero ¿adónde vas?

—¿No oyes esa música?

—Sí, Elena, pero es que vamos a llegar tarde al nodo.

—Solo será un momento. Ven.

Arrastró a su amiga hacia la calle del Carmen, y allí lo vio. Era el mismo chico que había estado escuchando hacía unos días en la calle de Atocha, cuando volvía de la carbonería El Blanquito. Se detuvieron a unos metros de él y las dos se quedaron quietas, escuchando la melodía que desprendían esas cuerdas tan sutilmente acariciadas por el violinista, otra vez metido en sí mismo, como si leyera la música desde su interior, los ojos cerrados, moviendo el cuerpo al son de las notas, en vínculo perfecto con el instrumento arrullado por su mejilla y su cuello, y el gesto tan sereno que resultaba un deleite observarle además de escucharle.

—Se nos hace tarde…

—Chsss —Elena hizo callar las prisas de su amiga, sin dejar de mirar al chico—. Escucha, Julia, déjate mecer por la música… Es tan emocionante… ¿No la sientes?

El crescendo de los acordes encogía plácidamente el corazón de Elena a pesar de la mezcla de voces y ruidos de la gente que, en el mejor de los casos, se detenía apenas unos segundos para reanudar otra vez la marcha hacia su destino. ¿Podría haber otra cosa más bella que hacer en el mundo que escuchar aquello?, se preguntaba Elena.

Julia la miró de reojo, inquieta porque no le gustaba perderse el Noticiario. Pero se mantuvo quieta y callada hasta que el silencio resonante de las cuerdas del violín evidenció el lugar donde se encontraban. Elena aplaudió con otras dos personas más que también se habían quedado embriagadas por la música; pero nadie se acercó a darle nada, ni un céntimo. Ella se soltó del brazo de Julia y se acercó. Abrió el bolso y echó un duro en el sombrero que permanecía en el suelo; el chico ni siquiera lo miró, solo tenía ojos para ella.

Con una serena sonrisa le dijo un gracias con acento extranjero.

—Tocas muy bien —dijo ella medrosa.

Après un rêve… —murmuró embelesado en los ojos de Elena—. La composición se ha hecho realidad… Es como despertar de un sueño.

Elena sonrió ruborizada.

—Es una composición muy hermosa…

—¿Conoces la pieza? —preguntó el chico como saliendo de su ensoñación.

—Sí, aunque hacía mucho que no la oía. A mi madre le gustaba mucho. Tenía un disco del compositor. Ella toca el piano muy bien.

—Y tú, ¿tocas algún instrumento?

—Di clases de piano de pequeña, pero luego…, bueno, vino la guerra y ya no pude.

Julia la estaba llamando con impaciencia. Ella se volvió y le dijo un «Ya voy» casi suplicante de espera.

—Tengo que irme —dijo al volverse hacia él, con la sonrisa algo estúpida de quien no quiere irse a pesar de decirlo.

El chico le sonrió y sus ojos grises brillaron.

—Espero que volvamos a vernos —añadió él con su extraño acento.

—Seguro —afirmó con demasiada rapidez—, si sigues tocando por aquí…

—Lo hago siempre que me dejan. La policía hace oídos sordos de vez en cuando, pero hay veces que…, bueno… —Sonrió pensativo, buscando la manera de explicarse—. Digamos que me invitan a retirarme una temporada.

—Ya. —Elena se volvió de nuevo porque Julia insistía en que eran las siete menos veinte—. Bueno, me tengo que ir… Adiós.

—Adiós, Elena —dijo él, y entonces ella se detuvo de nuevo.

Su nombre seguía sonando en la boca de Julia.

—¿Y tú cómo te llamas? —se atrevió a preguntar.

—Johann.

—¿No te apellidarás Bach? —preguntó con una risa divertida.

—No —sonrió él a su vez, mostrando unos dientes blancos y perfectos—. Johann Merkt, pero todos me llaman Hanno; es como Juan y Juanito. Algunos aquí me llaman Juanito.

—¿De dónde eres?

—Nací en Lübeck. Una ciudad al norte de Alemania, a orillas del río Trave, muy cerca del Báltico.

Julia se acercó y tiró con descaro del brazo de Elena.

—Vamos, Elena, que ya llegamos tarde —insistió impaciente.

Ella se dejó arrastrar pero sin retirar los ojos del músico.

—Adiós…

—Espero volver a verte, Elena —dijo con esa sonrisa reluciente, alzando la mano en la que llevaba el arco.

Las dos amigas se cogieron del brazo y se alejaron con pasos cortos y rápidos, pero de inmediato el roce del arco sobre las cuatro cuerdas envolvió con una nueva melodía el aire y Elena se giró para ver que el violinista la miraba mientras parecía acariciar su violín.

—¿Le conoces? —preguntó Julia.

—Le vi el otro día en Atocha, tocando. Lo hace muy bien, ¿verdad? Y es muy guapo.

—Guapo sí que es. Pero camina más rápido, que ya llegamos tarde al nodo. Vamos a tener que entrar con el acomodador, qué rabia.

Elena se dejaba llevar, pero en su cabeza seguían presentes los ojos y la sonrisa de aquel Johann Merkt y las notas de su violín.

Cuando salieron del cine, el frío se había intensificado y Elena propuso ir a Rodilla a comer un bocadillo de pan inglés y un refresco. Envueltas en los abrigos y las bufandas de lana, recordaban las escenas más divertidas de la película y reían a carcajadas con tal ímpetu que se dieron de bruces con dos enormes figuras negras que parecían obstruir la calle; se trataba de don Próculo acompañado de don Crescencio, el cura que les había impartido la conferencia por la mañana. Las chicas intentaron ponerse serias ante la mirada inquisitiva de los dos sacerdotes, asumiendo que reírse de esa guisa debía de ser algo poco adecuado; pero Julita era incapaz de reprimir las ganas de reír por la escena recordada y esa incapacidad, convertida en carcajada cohibida a punto de estallar, se contagiaba irremediablemente a Elena, que también tuvo que taparse la boca para evitar que se le escapase la hilaridad incontenible.

Don Próculo miró de reojo a su acompañante (nada amigo de risas y alborotos, sobre todo en las mujeres, ejemplo que debían ser de discreción y mesura, y para más inri en plena calle) y, al verle el gesto, torvo y serio, alzó la mirada al cielo, consciente de que, indefectiblemente, se iba a desatar la ira irascible cocida en sus entrañas gracias al incontenible regocijo de las chicas.

Después de los saludos de cortesía y de explicar las chicas que salían del cine, don Crescencio habló con voz gutural, cavernosa y fría.

—Y a vosotras, jovencitas, ¿no os ha explicado nadie que el cinematógrafo es una actividad malvada dirigida por el mismísimo diablo?

Solo en ese momento la risa de las dos amigas se congeló en sus labios. Se miraron entre sí algo apuradas sin saber qué contestar. Miraron a don Próculo solicitando ayuda, a la que él respondió con mucha prudencia.

—Bueno, don Crescencio, puedo darle fe de que estas dos jóvenes son buenas chicas, piadosas y de buena familia. Conozco a sus padres y son de toda confianza. Julia es la hermana pequeña de nuestra querida Virtudes Figueroa. Esta mañana, precisamente, han estado oyendo su interesante conferencia. Son buenas niñas, don Crescencio, no hay de qué preocuparse.

—Pues está claro que no se han enterado de nada, ya que no han tardado ni una jornada en dejarse abrazar por la tentación.

—Hombre, don Crescencio, no hay que exagerar. Hay películas que son recomendación nacional; la vida de santos o de héroes nacionales, o de mujeres abnegadas que cuentan su historia.

—Una entre mil, mi querido Próculo, una entre mil, se lo aseguro yo, que tengo encomendada la terrible tarea de visualizar las películas que se pretenden estrenar en estos meses. Si lo sabré yo, una vergüenza para la moral.

—Si las han dejado entrar a la sala, seguro que es una película inocente que ha pasado la censura y, por lo tanto, que es posible su visionado.

Las chicas no abrían la boca, calladas, serias, aferradas al brazo la una de la otra como para protegerse mutuamente del rapapolvos que les estaba cayendo encima.

—No me negará usted, Próculo, que es necesario alejar con firmeza y determinación de los peligros a la juventud y, sobre todo, a las muchachas, porque son ellas las más vulnerables a ese monstruo que es el cinematógrafo. Y si me lo permite, mi querido Próculo, su confianza en ellas me parece excesiva; no debe olvidar que son mujeres y, como mujeres, son débiles de espíritu y huecas de cabeza para ver y prever los peligros. Hay que estar ojo avizor a las amenazas que acechan a nuestras jóvenes; ellas son el futuro de las familias de este gran país: las futuras esposas y madres de la Patria y de la Iglesia. Estas dos muchachas, nacidas para dar a nuestra sociedad lo mejor de sí mismas, se exponen de manera insensata a la perdición, y eso no se puede consentir, Próculo, no me irá usted a contradecir en esto.

Poco a poco se había ido acentuando el ímpetu de sus palabras y de sus gestos, y los que pasaban a su lado miraban a las dos chicas con curiosidad, por lo que pronto se sintieron avergonzadas, acreedoras de haber cometido alguna fechoría digna de reproche y reconvención en público.

Don Próculo, por su parte, no tenía muchas ganas de seguir departiendo en plena calle de esos asuntos e intentó cortar por lo sano.

—Tiene usted toda la razón, don Crescencio. No dude usted que mañana mismo hablo con los padres de las chicas para que pongan remedio a este asunto.

—Eso está bien, pero no me quedo yo a gusto sin decirles a estas dos muchachitas lo que se les debería haber dicho para no llegar al borde del precipicio, y no es otra cosa que dejarles muy claro que, con su actitud de esta tarde, no están cumpliendo como buenas cristianas, que tienen la obligación ineludible de ser un ejemplo de mujer decente, siempre casta y sumisa, sin dejarse influir por las modernidades que inevitablemente conllevan a la perdición, y con modernidades me refiero a todo lo que no sea acudir a la iglesia, las lecturas piadosas, la costura y el hogar en toda su extensión, que ya tienen ahí bastante para pasar su ocio; y por supuesto, no volver a pisar esa casa del diablo… Detesto a los que se envanecen ante la pantalla pecaminosa. Y recordad, hijas mías —dijo en tono más paternal aunque manteniendo el rictus autoritario—, quien evita la ocasión evita el peligro, no os dejéis arrastrar por ella, o quedaréis a la deriva sin rumbo fijo.

Las dos chicas tan solo se atrevieron a afirmar con la cabeza antes de despedirse y echar a andar para alejarse de los dos curas enfundados en sus negras sotanas bajo los pesados abrigos negros. Sumidas en un silencio desconcertante, apenas hablaron. Se había esfumado en la niebla que las rodeaba la alegría de la tarde, del paseo, de las compras, del sabor de las pipas, de la música del violín y de la película. Todo se había diluido en una extraña y ajena sensación de inexplicable culpa. Ni siquiera el bocadillo de Rodilla pudo hacerse un hueco en sus ánimos. Calladas, acongojadas, caminaron hacia casa. La fiesta había terminado.