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Cada mañana, muy temprano, con la claridad turbia del amanecer, Marta Ribas se ataviaba con su vestido de siempre, se ponía el viejo abrigo y tomaba el tranvía para ir al hospital a visitar a Antonio. Gracias al generoso adelanto de la señora Moretti había hecho gestiones para que fuera trasladado a otro pabellón más cómodo y mejor dotado. A pesar del desconcierto de los primeros días en compañía de aquella mujer, cada vez estaba más encantada con el trabajo, que además de reportarle un buen sueldo, la transportaba a un mundo de distinción al que, estaba convencida, nunca había dejado de pertenecer y al que anhelaba tanto regresar.

A mediodía debía estar en la suite de Roberta Moretti; allí la esperaba su jefa, perfecta para salir al mundo, como ella decía. Asimismo le exigía acudir siempre impecable, solicitándole que no escatimase en gastos de peluquería, manicura y perfume o cualquier cosa que necesitase para ello. A partir de ese momento, el tiempo de Marta pasaba a pertenecer a Roberta Moretti. Había días que terminaban muy tarde porque tenían que acudir a una cena en alguno de los mejores y más exclusivos restaurantes de Madrid, o a una recepción en una embajada o a una reunión en casa de alguno de los gerifaltes cercanos a Franco. Era evidente que la señora Moretti se movía con soltura por las altas esferas de poder y de dinero. A veces, una vez terminada la comida, le decía que podía marcharse porque le dolía la cabeza y quería acostarse y estar sola; otras la enviaba a comprar cualquier cosa que necesitase, siempre en el Packard Sedán negro conducido por Óscar. Con un estupor elevado al límite del entusiasmo, comprobaba cómo le eran abiertas las puertas en las mejores y más selectas tiendas de la ciudad.

Roberta Moretti se fiaba de su gusto tras haber salido airosa de una primera compra que le hizo: unos guantes y un sombrero para combinarlos con un vestido que la dama le enseñó antes de enviarla a comprarlos. Además de estar a su lado o cumplir con algún que otro recado, Marta tenía que escuchar todo y apuntar aquello que a ella le llamase la atención, cualquier cosa que fuera, y lo que la misma Roberta le ordenase. De ese modo, Marta llevaba siempre en su mano una pequeña libreta y un lapicero, dispuesta a tomar nota en cualquier momento, siempre pegada a Roberta Moretti, excepto en alguna ocasión que le indicaba que se alejase con el fin de hablar algo confidencial. Lo cierto era que, en muy poco tiempo, Marta había captado la confianza de Roberta Moretti, aunque ignoraba la verdadera razón por la que su jefa se la otorgaba. Asimismo empezaba a manejar dinero con soltura, por lo que se empleó en pagar las cuentas pendientes, incluidas las del alquiler y la luz que debía a los Figueroa. Rafael se sorprendió cuando echó el dinero encima del escritorio: los recibos atrasados del alquiler y la luz de los últimos meses: mil ochocientas cincuenta y siete pesetas con veintisiete céntimos.

—Vaya —dijo Rafael mirando el dinero sin llegar a tocarlo—, parece que ese trabajo ha resultado ser un verdadero chollo.

—Bueno —añadió Marta encogiendo los hombros—, no tengo horario fijo, sé cuándo empieza la jornada, pero nunca sé cuándo voy a terminar. La señora Moretti es generosa con quienes trabajan para ella.

—No lo dudo, debe serlo…, y mucho, por lo que veo.

—Ella sabía que tenía algunas deudas y me ha hecho un adelanto —le había aclarado Marta.

—Ya —dijo manteniendo la estupefacción—, entiendo. —Y queriendo llevar la conversación a un terreno cómodo para él, preguntó de repente mirándola a los ojos—: ¿Cómo está Antonio?

—¿No le has visto tú?

—Llevo unos días sin poder ir a verle, salgo demasiado tarde de la notaría. Desde que no está Eutimio, esto es un caos.

—¿No está Eutimio?

—No, bueno…, le eché el día que le pasó eso a Antonio, él fue quien consiguió la penicilina envenenada.

—No creo que tuviera intención de hacerle daño, no le tengo mucha estima, pero no le creo tan malvado como para eso.

Rafael sonrió nervioso.

—Bueno…, me dejé llevar por la indignación del momento y… —Aspiró aire y alzó las cejas con una mueca desconcertada—. Lo pagué con él. Pero me temo que no me va a quedar más remedio que pedirle que vuelva. Está claro que esto no funciona sin su supervisión.

Marta se movió con la intención de marcharse. Estaba cansada. Había sido un día largo y quería llegar a casa para estar con Elena, a quien apenas veía en los últimos días. Pero Rafael se adelantó como si intentara demorar el momento de la despedida.

—¿Cómo está? Antonio…, ¿cómo le has visto hoy? —insistió Rafael.

—Sigue sedado y la fiebre persiste. —Las miradas se esquivaban, incómodas.

—Tengo entendido que le han cambiado de pabellón —apuntó al cabo Rafael, sin saber muy bien qué decir, pero con el deseo de que no se fuera.

—No quería que estuviera en la zona de beneficencia.

—¿También te ha dado tu jefa un adelanto para que tu marido reciba mejor asistencia?

Marta le dedicó un gesto de reproche y le habló sin disimular su acritud.

—Si tú le hubieras pagado el seguro médico, no habría llegado a esta situación.

Rafael Figueroa se sintió molesto y no pudo reprimir contestar a sus palabras con otro reproche.

—Tú no tienes ni idea de lo que he pagado por la penicilina.

—Una penicilina que ha estado a punto de matarlo.

Rafael frunció el ceño como si de repente hubiera sentido un dolor en su interior. Se estaba empezando a irritar porque se sentía culpable de que Antonio estuviera en ese estado; en realidad, se sentía culpable de todo lo que le estaba pasando desde que le hizo aquella llamada que le llevó a la perdición, pero no quería admitir esa culpa, él hacía por Antonio todo lo que estaba en su mano. «Los amigos estaban para esas cosas, para lo bueno y para lo malo, o para lo peor», le había dicho Próculo en una conversación sobre ese intenso remordimiento que le acuciaba hasta ahogarle a veces, palabras a las que Rafael se aferraba en busca de una justificación. Y luego estaba ella, esa mujer que de una manera o de otra le sacaba de sus casillas, por lo que hacía y por lo que no, por salir o por entrar, por callar o por hablar. Sin poder remediarlo, le soliviantaba la idea de que no tuviera que depender de él para mantenerse, para sobrevivir, que dejase de estar en sus manos, esa perspectiva le encolerizaba porque la sola idea de que ella fuera a pedirle algo, lo que fuera, le provocaba un extraño placer de posesión sobre ella.

—Ten cuidado, Marta. Has cambiado demasiado en muy poco tiempo. Puede que haya quien no lo entienda.

—El trabajo es decente y tú lo sabes —dijo ofendida pero con firmeza.

—Yo no sé nada… Pero no me negarás que es muy extraño que dispongas de tanto dinero cuando llevas tan poco tiempo en ese… —Hizo un movimiento con la mano como si no encontrase la palabra exacta—. En ese trabajo. —La miró de arriba abajo con una mueca irónica—. Tus ropas, tu peinado, tu perfume… El chófer que te trae hasta la puerta… Demasiados cambios en muy poco tiempo. Las cosas no se transforman de la noche a la mañana, así sin más. Eso solo pasa en las películas.

—Te recuerdo que, hasta que decidiste salvar tu propio pellejo a costa de condenar a tu mejor amigo y a su familia, nuestra vida… —Puso su dedo sobre su pecho conteniendo su rabia—. Mi vida era otra muy distinta. ¿O es que, además de olvidar tus propias culpas, te has quedado sin memoria?

Rafael le mantuvo la mirada un rato, pensativo, furioso por la confianza que mostraba ella, una seguridad que la redimía de su protección.

—Es inevitable que la gente hable, que murmure; una mujer no solo debe ser decente, tiene que parecerlo. Las cosas funcionan así. Tú lo sabes muy bien.

Marta se acercó a él desafiante poniendo las manos sobre la piel verde que cubría el tablero del escritorio.

—No eres mi marido, Rafael Figueroa, y no tengo que darte explicaciones. —Bajó los ojos hacia los billetes y las monedas desparramadas en el tapete—. Coge tu dinero y déjame en paz.

—En eso tienes razón, no soy tu marido…, por más que lo hubiera querido. —Sus palabras salieron susurrantes de su boca.

—Rafael…, eso no…

Él la miró fijamente.

—Vas a tener que darle muchas explicaciones a Antonio.

—Eres un miserable.

Rafael intentó evitar la sonrisa ladina que se le escapaba de los labios, no quería tensar demasiado la cuerda, a pesar de que su deseo era apretar hasta ahogarla.

—Es posible que tengas razón —dijo él, aparentemente impertérrito a sus palabras—, pero te pido un favor, cuídate de que Antonio y tu hija estén en boca de todo el mundo. No les hagas a ellos más miserables de lo que han sido toda su vida.

Marta sintió un zarpazo en el pecho, como si la garra de un león le hubiera arrancado la piel. Apretó los labios para evitar que saliera por su boca todo lo que se agolpaba en su mente. Se dio media vuelta y salió del despacho, avanzando por el pasillo del que fue su hogar, mirando aquellas paredes, aquellas telas que las cubrían, aquellos suelos de tarima reluciente y cálida. Subió a casa, pero no encontró a Elena. Estaba sola, se sentó en la silla de anea, y se quedó allí, sin quitarse el abrigo, ni el sombrero, ni siquiera el guante de la mano izquierda que todavía llevaba puesto, sin hacer nada, sin apenas moverse, dejando pasar el tiempo con el sonido iterativo de una gota que caía desde el grifo hasta estrellarse contra la piedra del fregadero.