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Basilio entregó la mercancía al barón, que a su vez se la dio a uno de sus custodios, el que se encontraba a su derecha, que con rapidez y sin ninguna orden dicha, como si ya supiera lo que debía hacer, comprobó, con prudencia para no ser visto, el estado y la pureza de la droga. Con la confirmación de que todo estaba en regla, el barón, mostrando una sonrisa de clara satisfacción en el rostro, le dijo a Basilio que él mismo le haría llegar el paquete al Calas, un quincallero con muy mala baba al que llamaban así por los diestros cortes realizados con su navaja en el cuerpo de aquellos que, según él, le fallaban, y que desde hacía tiempo se había convertido en el dueño y señor del contrabando de cocaína y morfina de los peores antros de la ciudad, con el que Basilio había adquirido una deuda que le hubiera podido costar un grave disgusto si no hubiera sido por la ayuda y el amparo del barón.

En su imperiosa necesidad de conseguir cocaína para su consumo, Basilio, temerariamente, se había metido a traficar por su cuenta sin conocer nada sobre el oscuro inframundo en el que se movía esa clase de contrabando. Las primeras veces le salió bien y consiguió, sin excesivos esfuerzos y riesgo limitado y asumible, dinero suficiente para poder mantenerse durante una temporada; se trataba de negocios con cantidades pequeñas, apenas unos gramos de cocaína o una caja de ampollas de morfina; pero como la avaricia rompe el saco, Basilio no se conformó con cubrir sus necesidades semanales de ese polvo mágico y aceptó realizar un encargo de mayor calado, una tremenda imprudencia, dada su inexperiencia y que actuaba solo sin la compañía de ningún protector que le guardase las espaldas. La cantidad de dinero que le habían ofrecido era muy superior a la recibida por anteriores trabajos. Su cometido había sido el mismo que otras veces: acudir al punto de encuentro (esta vez fue en casa del tal Matías), entregar el dinero acordado y recoger la mercancía, pero una vez efectuado el pago y cuando ya salía con el paquete en sus manos, fue abordado por tres hombres que, además de propinarle unos cuantos golpes que le dolieron durante varios días, le robaron la droga y su cartera. De la paliza se recuperó enseguida, el problema fue la imposibilidad de hacer la entrega a su destinatario, el Calas, que por supuesto no creyó lo que él calificó como el cuento del robo y le amenazó con destrozarle y arrojar sus despojos al Manzanares si no cumplía con la entrega, otorgándole (con la benevolencia del que se sabe dueño de la vida ajena) un plazo improrrogable de diez días. Ese plazo vencía precisamente al día siguiente, y todo se había solucionado con la actuación y generosidad del barón. Pero el concepto de generosidad para el Káiser era muy distinto del que podía concebir el incauto de Basilio, y después de haberle dado las gracias de mil maneras distintas, el barón le dijo en tono firme y con cierta ironía, que el chico percibió sin duda:

—Mi querido Basilio —su voz pareció más engolada y campanuda, como si fuera a dar un discurso—, es justo que si yo te he hecho un gran favor, tú me correspondas en la misma medida, lo contrario sería…, ¿cómo decís aquí…, inmoral, injusto?, y yo no te veo a ti un hombre ni inmoral ni mucho menos injusto. ¿Me equivoco?

Basilio afirmó con una inquieta vehemencia, a lo que el barón respondió ampliando aún más su sonrisa.

—Estoy seguro de que tú y yo nos vamos a entender muy bien y podemos llegar a hacer grandes negocios. —Se encendió un puro habano que le acababan de traer y echó una bocanada de humo blanco y espeso que nubló su rostro e invadió el entorno—. Tendrás noticias mías; hay un asunto que puede interesarte. —Sonrió mordaz—. Algo más… sustancioso. Podrás llevarte un buen pellizco; si sale bien, no tendrás que preocuparte durante una buena temporada de otra cosa que no sea disfrutar de la noche, de la vida y de mujeres de las de postín, no de las fulanas con las que te veo salir.

—Será un placer hacer negocios con usted.

El barón lo miró fijamente envuelto en la nebulosa de su habano.

—Otra cosa, Basilio, quiero a esa chica.

—¿Elena? Bah…, demasiado estúpida para esto, no sé si podré convencerla para otra entrega.

—Ya te diré yo para lo que la quiero. Tú solo encárgate de que esté a punto cuando sea necesario.

—No hay problema. Lo estará.

No le preocupó en absoluto aquella consideración respecto de Elena, una chica joven era un buen correo para cualquier negocio sucio, cándida y sin mácula. Había decidido utilizar a Elena para hacer la entrega del dinero del barón a Matías a cambio de la droga después de verla salir del portal de doña Celia, en un artero chantaje de mantener silencio; él no podía hacerlo sin un riesgo añadido, porque había acusado a Matías de ser el responsable directo del robo que había sufrido en su misma calle, en la que le quitaron la droga para el Calas, y le había llegado el rumor de que le estaba esperando para arrancarle la lengua por chivato y bocazas. Al presentarse Elena, el plan le había salido perfecto, a pesar de que había tenido que compartir la cuarta parte de sus ganancias; pero no le había importado demasiado. Merecía la pena ganar menos a cambio de mantener intacta la lengua.

De lo que sí fue consciente Basilio Figueroa era de hasta qué punto había quedado atrapado en la estructura delictiva del barón, con todos los inconvenientes que ello tenía. Sin embargo, no quería pensar en ello; además, también tenía sus ventajas: ganaría dinero rápido y abundante y podría conseguir cocaína con más facilidad y cuando quisiera, y, por supuesto, contaría con la protección del jefe, nadie osaría acercarse a él para robarle porque todos sabían las consecuencias de tocar un pelo de uno de los hombres del Káiser. Ya habría tiempo de pensar en cómo desligarse de ese yugo.

Se despidió del hombre de la pajarita y oteó lo que había en el local. A aquellas horas, rozando ya la medianoche, habían cambiado las caras y las actitudes. Una mujer sentada al final de la barra le miraba con insistencia, como si quisiera llamar su atención. Basilio no se hizo de rogar. Estaba eufórico y necesitaba una mujer en quien desfogar el deseo coartado por la mojigatería de Elena.

No era guapa, aunque tampoco fea, su aspecto era algo vulgar, una hembra simple, pensó mientras se acercaba despacio, mirándola con fijeza y dando comienzo al cortejo.

—¿Estás sola? —preguntó cuando estuvo frente a ella, apoyando el codo en la barra.

—¿Y tú?

Basilio pidió un coñac al barman.

—¿Puedo invitarte? —preguntó señalando la copa medio vacía que ella tenía delante.

—Bueno. Si te hace ilusión…

—Paquito, pon a la señorita lo que pida.

—Señora —puntualizó ella con una arrogancia impostada. Luego habló al camarero cogiendo la copa que estaba frente a ella—. Ponme otro, Paco.

—Entiendo, entonces, que estás casada.

—Bueno. Si tú quieres…

Basilio pensó que además de simple era tonta, y que iba a perder el tiempo con ella, pero la mujer debió percibir su desencanto y se irguió disimuladamente para mostrar unos pechos valentones y un escote generoso. Basilio respiró para dominar su exceso de libido, y bajó la mirada a las piernas, comprobando que de la falda negra de tubo salían un par de muslos prietos y gruesos, de esos que a él le gustaban porque había donde agarrar, ceñidos en unas delicadas medias de nailon que daban a la piel un aspecto nacarado. Satisfecho, la miró de nuevo a los ojos. Debía tener cerca de los treinta, morena, peinada de peluquería con la melena al cuello cardada y suelta, excesivamente maquillada para su gusto —le gustaban más naturales— y se debía de haber echado medio frasco de Madera de Oriente porque el perfume embriagaba a cualquiera que se acercase a ella.

—¿Puedo saber cómo te llamas?

—Candi.

Cándida, pensó Basilio, para terminar de rematarla. No era un bombón, pero tras echar un rápido vistazo al local, se dio cuenta de que el bureo desplegado en la barra estaba ocupado y no tenía ni ganas ni tiempo de buscar otra mejor; además, pensó que tal vez le saliera gratis la chica, así que continuó con el rondón de la Cándida.

—Y dime, guapa, ¿qué busca por aquí una mujer casada, sola y tan… guapa?

—Lo que tú quieras encontrar, guapo.

Al menos no había respondido con un «No sé», pensó Basilio, dispuesto a ir al grano para terminar con el asunto cuanto antes.

—¿Te gustaría pasar un buen rato conmigo?

—Si pagas bien…

—Ah, ¿es que me vas a cobrar? No te merezco por mí mismo…

—No, cielo. —Su arrogancia se elevó y se hizo más evidente, como si le hubiera ofendido pensar que iba a pretender acostarse con él gratis—. Si quieres meterla, paga, y por adelantado. Si no, te vas por donde has venido y me dejas en paz, que no tengo ganas de perder el tiempo con pringaos.

Cogió la copa que le acababa de poner el camarero y se la bebió casi de un trago, como queriendo recuperar las fuerzas que se le habían escapado de sus labios.

A Basilio le gustó la bravura mostrada y continuó en su empeño.

—Está bien, está bien… —añadió Basilio sonriente—. Me gustan las mujeres que lo tienen claro. ¿Tienes sitio adonde podamos ir?

—El sitio lo pones y lo pagas tú. Ah, y no me lleves a una casa de putas porque te planto en la puerta. Que yo no soy de esas.

Basilio no salía de su asombro.

—¿Que no eres de esas? Y entonces, ¿por qué me cobras por llevarte a la cama? Eso es lo que hacen las putas, ¿no?

Cándida ensombreció el rostro por primera vez. Esquivó la mirada y puso morros como de echarse a llorar, aunque para alivio de Basilio no lo hizo.

—Lo mío es pura necesidad, ¿sabes? —Lo miró un instante antes de esquivar la hiriente mirada de sarcasmo y regocijo que mostraba Basilio—. No hago esto por vicio.

—Ya… ¿Marido en la cárcel, tal vez niños que mantener…?

Candi lo miró un instante sin decir nada y apuró el resto del güisqui que quedaba en el vaso.

—¿Y cuánto me vas a cobrar, Candi?

Ella se encogió como si tuviera miedo de hablar.

—Quince duros…

—Bueno —dijo él con mucho retintín—. Si lo dejamos en cinco, estará bien.

Ella lo miró en silencio. Basilio sacó la cartera y extrajo los cinco duros, se los echó en la barra y bebió su coñac.

—Espérame aquí un momento, voy a hacer una llamada. Enseguida vuelvo. No te me escapes.