Marta se despidió del chófer de Roberta Moretti, que la había llevado desde el hotel Palace hasta la puerta de su casa, y después de haber declinado su ofrecimiento de ayudarla a subir las cajas y bultos que le había dado su nueva jefa: dos trajes de chaqueta además del vestido que llevaba puesto, y un nuevo sombrero, todo a estrenar; asimismo había cogido los viejos hatos que vestía por la mañana. Ascendió despacio la escalera. Estaba agotada y lo único que quería era llegar a casa y dormir. Cuando entró y no vio a Elena, no se extrañó demasiado, pensando que, posiblemente, se habría bajado a casa de Julia Figueroa.
Al dejar los paquetes sobre la cama vacía, se estremeció preguntándose cómo habría pasado el día Antonio. No había tenido demasiado tiempo para preocuparse de su estado, ya que la jornada había sido agotadora. Antes de quitarse el abrigo nuevo, recién estrenado, se miró en la luna del armario deleitándose con su imagen transformada, acariciando la suavidad de la lana. Pensó en bajar a casa de doña Fermina para pedirle que le permitiera llamar por teléfono al hospital, pero cuando miró el reloj recordó que no estaría en casa, porque todos los viernes por la tarde doña Fermina acostumbraba a ir al teatro o al cine con su hijo Camilo y luego a cenar a un buen restaurante, y Juana se tomaba la tarde libre para salir de paseo. No le quedaba más remedio que bajar a casa de los Figueroa. Vio sobre la mesa la media cuartilla que le había escrito Elena y la leyó. Se extrañó de que hubiera salido a dar un paseo con Basilio, de acuerdo con lo que le había escrito, pero tampoco le dio demasiada importancia. Dejó la nota y bajó a casa de los Figueroa. Para su suerte, solo estaba Venancia, a quien le pidió el favor de utilizar el teléfono.
—Pase usted, doña Marta. Los señores y las señoritas han salido a cenar a casa de un notario amigo del señor. ¿Está mejor su marido de usted? Qué disgusto se ha debido de llevar, pobrecito, menudo susto… Madre del amor hermoso.
Marta no respondió porque en realidad sabía que Venancia no esperaba respuesta. Siguió a la criada por el largo corredor hacia donde se encontraba el teléfono. Desde la cocina salía el sonido estridente y áspero de la radio, invadiendo cualquier rincón de la casa libre de moradores inoportunos que pudieran coartar el afán cantarín de Venancia. Cuando llegaron al salón, encendió la luz y dejó pasar a Marta; le dijo que cuando terminara no se olvidase de apagarla y regresó a la cocina murmurando algo que Marta no llegó a entender. En ese momento le llegó la voz aguda y enlatada de Imperio Argentina cantando El relicario y, de inmediato, la criada la coreó con brío.
El salón estaba caldeado y resultaba agradable estar allí. Sin poder remediarlo, sintió que el corazón se le aceleraba al ver a su derecha el piano, negro, majestuoso, dominando aquella estancia. Parecía tristemente dormido en un lugar que no le correspondía. Se estremeció a pesar de que no hacía frío. Era la primera vez que lo veía a solas desde que fue depositado allí. Miró de reojo a su izquierda, hacia la mesita donde estaba el teléfono. Hizo un amago de moverse sin saber muy bien adónde. El relicario alcanzaba el garbo del estribillo. Apenas sin voluntad, dio primero un paso, igual que si una seductora fuerza la atrajera inexorablemente hacia aquel instrumento, luego dio otro y otro hasta llegar junto a su amado piano; lo acarició trémula, como si fuera la piel de un amante al que no se ha tocado ni rozado desde hace mucho tiempo y, en ese momento, sus ojos se nublaron de emoción por el reencuentro.
Abrió la tapa con una lentitud aprisionada en una grata turbación. Al ver las teclas blancas y negras de nácar la inundó un vahído y el latido pareció estallarle en el pecho. Se dejó caer sobre el taburete, tomó aire y puso los dedos sobre ellas con el absurdo temor de que no respondieran a su presión como rechazo a su abandono; pero el tintineo hialino de las cuerdas se desprendió de las entrañas de aquel amante de corazón percutido. Tocó los acordes del Preludio en mi menor, opus 28, n.º 4, de Chopin, conmovida por los compases melancólicos del romanticismo enfermizo del compositor, en una especie de éxtasis sobrevenido, los ojos cerrados, subyugada por la resonancia y transportada a otra dimensión. La última nota dio paso a un rumboso pasodoble que destruyó la magia haciéndola regresar a la realidad. Sobresaltada, como si se hubiera quedado dormida y hubiera despertado de repente, se levantó e instintivamente se giró.
Venancia permanecía de pie en el quicio de la puerta del salón secándose las manos con el mandil. La miraba con un gesto neutro, impávido, ajeno. Ninguna de las dos dijo nada. Marta bajó la tapa con una última caricia furtiva al piano. Cuando se volvió para dirigirse al teléfono, Venancia ya no estaba. Solo entonces secó las lágrimas de sus mejillas con el dorso de la mano. Marcó el número que tenía apuntado del hospital y esperó a ser respondida con la esperanza de saber algo de Antonio. Todo resultó inútil; después de intentar durante más de diez minutos que alguien la atendiera al otro lado del auricular, la mujer a quien le habían pasado no le hizo demasiado caso y no pudo o no quiso darle ninguna información. Colgó y, antes de apagar la luz, miró al piano con la sensación de quien abandona a un ser querido en un lugar inhóspito.
Se asomó a la cocina, donde Venancia pelaba vainas verdes mientras que con el cuerpo seguía el ritmo del castizo anuncio a ritmo de chotis de DDT Chas. Le preguntó si había noticias, pero Marta le dijo que le había sido imposible contactar con alguien que pudiera darle información de cómo estaba; impidió que se levantara para acompañarla, le dio las gracias por permitirle usar el teléfono y se despidió dejando a la mujer envuelta en la barahúnda radiofónica de coplas y anuncios que despedía aquel endiablado aparato.
Ya en el silencio de la casa, sola, sentada a los pies de la cama, analizó todo lo que le había pasado con Roberta Moretti. Habían comido en uno de los salones del Ritz en compañía de dos hombres y una mujer elegantemente vestidos, con maneras y apariencias de la alta sociedad que tanto había echado de menos durante aquellos años marcados por la pobreza y las privaciones. Apenas se había enterado de nada porque hablaron todo el rato en alemán; le faltaba práctica, por supuesto, pero no había sido eso lo que más la había despistado, sino la falta de costumbre de estar donde estaba, y su atención estuvo casi todo el tiempo centrada en las exquisiteces servidas en aquellos platos blancos con ribetes dorados, en manejar de nuevo unos cubiertos de plata, en beber el vino vertido en las copas de cristal tallado, o en tocar las servilletas y manteles de hilo, impolutos, perfectamente planchados y almidonados. Todo aquello, el ambiente que la rodeaba, la gente de las mesas aledañas, había transportado a Marta a un mundo del pasado casi olvidado, al que pertenecía a pesar de todas las penurias en las que parecía estar atrapada desde hacía tiempo. Era como si, por unas horas, hubiera regresado a la realidad después de un mal sueño, de una pesadilla horrible que pugnaba por eternizarse. Sin embargo, allí, sentada a los pies de la cama vacía, en aquella alcoba, se dio cuenta de que de nuevo estaba en el mundo en el que ahora se hallaba inmersa, un mundo de miseria y precariedad que la absorbía sin remedio. Sintió frío y miró el reloj que estaba sobre la mesilla. Acababan de dar las once y Elena sin aparecer. En ese momento oyó la llave en la cerradura.
—¿Dónde estabas? —inquirió a su hija—. Me tenías preocupada.
—Yo también estaba preocupada por ti, no sabía a qué hora ibas a volver.
—¿Y por eso te has ido a pasear con Basilio Figueroa?
Elena no tenía ganas de charla. Se sentía mareada y, sobre todo, incómoda por todo lo que había pasado.
—Es que…, bueno, me dijo que me invitaba a dar un paseo…, y como tú no estabas… —Echó un vistazo rápido a la casa con gesto de desesperación—. Lo siento…, no tenía que haber salido.
—No me gusta que vayas con Basilio —agregó su madre con voz seca.
—Es hermano de Julita —alegó Elena en un estúpido intento de justificarse.
—Me da lo mismo. Se dice por ahí que anda en ambientes muy poco recomendables.
Elena calló un instante; no le apetecía hablar de ese tema.
—¿Cómo está papá? —preguntó tras un silencio incómodo.
—No lo sé… He llamado al hospital, pero no he conseguido nada.
Entonces Elena se dio cuenta del nuevo atuendo de su madre y reparó en los bultos y cajas que había a su espalda, desparramadas sobre la cama. Su cara se iluminó con una sonrisa de admiración.
—¡Qué guapa estás! ¿Dónde has comprado ese vestido? Es precioso.
Marta relajó el gesto de firmeza que había mostrado hacia su hija y se miró el vestido sonriendo.
—¿Te gusta? —Se levantó para que pudiera apreciar bien el corte y la calidad de la hechura.
—Cómo no me va a gustar, parece que lo hayan cosido para ti. ¿Y todo eso?
Le enseñó lo que había traído: dos trajes de chaqueta, uno en gris combinado con una camisa blanca de cuello de encaje, y otro compuesto por falda y bolero de terciopelo verde combinado con una preciosa camisa de seda verde muy claro, con unos lazos en los puños que le daban un toque de distinción; por último, sacó de una sombrerera de cartón granate un gorro de fieltro con una pluma verde y una cinta que entonaba con el tono del traje. Madre e hija se olvidaron por un rato de sus desdichas para regocijarse en la calidad de las telas, la suavidad de su tacto, la comodidad de los zapatos de medio tacón de piel brillante y nutrida que Marta se había quitado y que Elena se probaba, además de ponerse la chaqueta del traje o el bolero, y también el abrigo, mirándose con entusiasmo en el espejo del armario. Su madre, mientras tanto, le iba explicando cómo había sido el día: su primer encuentro con la señora Moretti en una suite similar a la que ocupaba ella cuando se hospedaba en el Palace, la irrupción de las peluqueras y modistas, las exquisiteces que había podido comer en el Ritz y la tarde en el Embassy, para acabar de nuevo en la suite de la señora Moretti, donde había recibido instrucciones sobre la jornada del día siguiente.
—Entonces, ¿te gusta el trabajo?
—No estoy segura… Ha sido todo tan extraño… —Encogió los hombros como si todavía no se lo terminase de creer—. Temo que sea un espejismo. La señora Moretti es toda una dama, de eso no cabe ninguna duda, y me va a pagar un buen sueldo. Únicamente me ha dicho que tengo que ceñirme a sus horarios, veremos a ver qué clase de horarios, porque lo de hoy ha sido tan rápido y tan desconcertante… —La miró con una sonrisa avisada que iluminaba su rostro con una luz surgida de una felicidad interior que apenas podía contraer—. Ha sido como un sueño, Elena, el Palace, el Ritz, la gente…, como regresar al pasado, al mundo al que he pertenecido siempre… —Esquivó la mirada y se ensombreció su gesto—. Al mundo al que deseo tanto que regresemos y del que nunca debimos salir. Tú no te mereces estas penurias, eres mi hija, tu mundo es otro muy distinto, Elena, y tengo que conseguir sacarte de esta miseria, aunque me cueste la vida…
El rostro de la hija había adoptado una expresión melancólica y taciturna.
—Pero no todo vale, madre…
—Es posible, Elena; sin embargo, la miseria no es buena compañera, se hace pesada y te amarga el alma, te consume por dentro. —Su rostro se ensombreció en un ademán de dolor interno—. Desearía tanto que las cosas fueran de otra manera… Para mí las oportunidades se cierran cada día que pasa, pero tú…, tú, Elena, puedes salir de esta…, de esta mierda —lo dijo con rabia, frunciendo el ceño como si estuviera enfadada con la vida. Luego sonrió con tristeza y acarició el pelo de su hija ablandando el gesto—. Tal vez tu padre tenga razón, es posible que la propuesta de Mauricio no sea tan mala idea.
—¿Y si te digo que prefiero quedarme aquí con vosotros a casarme con un hombre quince años mayor? —Miró unos segundos a su alrededor—. Es verdad que en esta casa apenas se puede respirar, pero aquí tengo la posibilidad de ser feliz. Si me caso con alguien al que no quiero, nunca podré llegar a serlo, por muchas cosas materiales que posea, nada de eso me hará feliz, madre, ¿es que no lo entiendes?
Su madre la miró con un desánimo indulgente.
—La felicidad se puede conseguir con dinero y poder, Elena —calló un instante, consciente de que tal vez su hija no llegase a entender lo que le había dicho. Cambió el tono para resultar algo más deferente—. Sé que no es la mejor solución, en una situación normal nunca hubiera admitido un matrimonio de conveniencia para mi hija, tampoco estaría pensando en buscar trabajo o en ser la asistente de una mujer rica… Pero las circunstancias son tan complicadas… Elena, Mauricio Canales es un buen hombre, respetuoso y cabal. Te tendrá como a una reina.
—No quiero ser una reina desdichada, madre.
—La desdicha la tienes asegurada… Tendrían que cambiar las cosas mucho, y no hay atisbos de que eso pueda suceder; pero al menos serás una reina…
Elena bajó los ojos para no mostrar su enorme decepción.
—No es justo…
—Sé que no es justo… Tampoco lo es todo lo que nos ha caído encima como si fuera un maná maldito. —Sus ojos se perdieron en un afligido vacío—. Con ese matrimonio al menos tú podrías salir de esta pocilga y tener una casa decente…
—Esta casa no me gusta —replicó con amargura en su voz—, no me gusta pasar hambre, y no poder comprarme ni unas medias, ni una falda, ni siquiera un maquillaje. No me gusta estar como estamos, pero tampoco creo que casarme con un carcamal resuelva el problema.
—Mauricio no es un carcamal —dijo con una sonrisa lánguida—, tal vez algo machucho, pero eso es porque lleva tiempo solo. Tú puedes hacerle cambiar; los hombres que viven sin tener una mujer a su lado se dispersan, se hacen raros, en exceso taciturnos y demasiado juiciosos. Las mujeres somos su sostén, como hijas, hermanas, esposas o madres. No es mal hombre, Elena, piénsalo bien. Es educado y parece muy tranquilo.
—Madre… —protestó la hija ceñuda—, ¿es que has olvidado ya el tiempo que tardó en reaccionar para ayudar a papá porque no se creía que todo era un error?
Marta encogió los hombros y su cabeza se inclinó a un lado pensativa.
—Ya, Elena, pero si salió antes de la cárcel fue gracias a él. Si Mauricio no hubiese intervenido, habríamos tenido que esperar al juicio.
Elena resopló con desesperación buscando un elemento con el que defenderse y atraerse el favor y apoyo de la madre.
—No sé… Es que… me impone tanto respeto…
—Es normal. El respeto a tu marido no es malo; es más, debes tenerlo. Piénsalo. Podrás disponer de todo lo que ahora te falta: una buena casa, comida en abundancia, que no deberás ni comprar ni preparar porque tendrás gente a tu servicio que lo haga por ti; y podrás ir a la peluquería, vestir ropas buenas y calzar zapatos caros; podrás salir al cine, al teatro o a cenar a los mejores restaurantes que hay en Madrid, y viajar en primera clase y conocer a gente interesante y escuchar música y leer… Todo eso podrás tenerlo si te casas con ese hombre.
—¿A cambio de qué? —El tono de su voz no era de reproche, ni siquiera de irritación; parte de lo que había dicho su madre se lo había propuesto hacía un rato el propio Basilio, y se preguntaba si eso sería suficiente para llegar a alcanzar la dicha que ella soñaba.
Creía en el amor y se había imaginado cómo sería el apuesto galán que la cortejase y la llevase a la cumbre del universo, igual que les pasaba a las protagonistas de las novelas rosas, aquellas que conseguían el triunfo del amor por encima de todas las cosas, sorteando dificultades e impedimentos a su amor verdadero, alcanzando al fin una hermosa celebración que la hiciera avanzar hacia el altar de los Jerónimos (emulando la boda de Celia Gámez), del brazo de su padre y saliendo de la iglesia, ya casada, junto a su flamante marido, imaginado siempre guapo, alto, fuerte, elegante y atento. A cumplir todos aquellos sueños había apuntado durante unos meses Alberto Gamoneda, pero después de lo que había pasado en la puerta de Chicote, se temía que aquel chico no querría volver a verla nunca más.
—A cambio de lo único que hace la felicidad, Elena: dinero y posición para elevarte por encima de todos los pazguatos y pudibundos que forman esta sociedad de hipócritas en la que vivimos. Con un poco de astucia, es más fácil de lo que parece; no tienes más que mantener una cierta apariencia de mujer casada, cumplir con tu marido de vez en cuando y dejarte llevar. Mauricio ya no es un jovenzuelo alocado, se le habrán atenuado los ímpetus de la juventud. Verás, hija, para una mujer el matrimonio tiene sus trucos con los que evadirse y sortear los impulsos naturales que tiene el hombre. Si eres lista, no tienes por qué preocuparte demasiado.
—Pero tú te casaste enamorada de papá.
La mirada de Marta se precipitó a un desalentado vacío.
—Eran otros tiempos, Elena…, otras circunstancias. Lo teníamos todo… Ahora mira dónde estamos y a lo que hemos llegado. Dicen que cuando el hambre entra por la puerta, el amor salta por la ventana. No hay lugar para el enamoramiento. Tu matrimonio será una forma de sacarte de aquí y por eso te vas a casar. Lo demás, la felicidad a la que tanto aspiras, dependerá de ti. Te aseguro que si hubiera otra manera de sacarte de esta vida puerca en la que estamos, nunca entregaría a mi niña a un hombre así. Pero no hay otra salida, Elena. Tu padre…, tu padre está muy enfermo y yo…, yo no puedo con todo.
Elena cogió las manos de su madre y las besó.
—No te preocupes, madre, ya verás como todo se arregla.
—Elena, si en una semana no pago los recibos, nos cortarán la luz, no tenemos para pagar el alquiler, ni para carbón, y cada día me cuesta más traer algo decente a casa para comer… No puedo más. —La voz se le quebró y rompió a llorar como si de sus ojos se desbordase la frustración acumulada durante años.
—Vamos, mamá, no llores, ahora tienes ese trabajo, podremos ponernos al día en los pagos. ¿A qué hora vas a ir mañana al hospital?
Marta se calmó un poco y se secó con un pañuelo que le había tendido su hija.
—Quería acercarme a primera hora, antes de ir al hotel a reunirme con la señora Moretti, a ver si me dejan verlo. —Se dejó caer en la cama como si de repente le hubiera caído el mundo sobre los hombros—. No sé, Elena, no estoy segura de que a tu padre le guste demasiado todo esto —dijo señalando la ropa y complementos desperdigados por encima de la cama—. Se va a enfadar mucho.
—No pienses eso ahora. Papá está enfermo y necesitamos el dinero. Te ampara don Próculo, que le pida cuentas a él.
Marta, condescendiente, miró a su hija.
—El problema, hija, es que, en asuntos de mujeres, los hombres nunca se piden cuentas entre ellos. No tienen empacho alguno en anularnos incluso para lo que nos afecta directamente, nunca se privarán de exigirnos explicaciones de lo que ellos mismos nos han obligado a hacer; siempre habremos de justificar todo aquello que hacemos o dejamos de hacer más allá del mundo limitado de estas cuatro paredes. —Guardó un instante de silencio, cavilante—. Estoy segura de que no lo aprobará…, ya lo verás.
—Bueno, no nos preocupemos ahora de eso. Mientras esté en el hospital, no tiene por qué enterarse, y mientras, tú…
Marta Ribas interrumpió a su hija imprimiendo a sus palabras un tono de reproche hacia sí misma.
—Mientras, yo codeándome con la alta sociedad de Madrid en los mejores locales de la ciudad. Exhibiéndome con vestidos caros en tanto que mi marido agoniza en una cama de beneficencia. —Guardó silencio, cerró los ojos como si le doliera algo por dentro y tensó todo el cuerpo—. Se enterará, Elena, seguro que se va a enterar. Virtudes o cualquier otro malnacido le irá con el cuento y entonces…, esto que parece un sueño se romperá. Y yo tendré que seguir encerrada en este antro de muerte, dependiendo de la caridad farisea de los demás, y de favores de quienes nunca dan nada a cambio de nada.
Elena recordó en ese momento los cien duros que tenía en el bolso. Iba a sacarlos para dárselos a su madre, pero lo pensó mejor. No se veía con fuerzas para explicar cómo los había conseguido, así que se calló y los escondió bajo su colchón antes de caer en un sueño inquieto.