3

Las dos amigas regresaban a casa agarradas del brazo, caminando despacio haciéndose confidencias, pero no mutuas, ya que la única que hablaba era Julia, y lo hacía por los codos, mientras Elena apenas abría la boca. Había accedido a acompañar a Julia a regañadientes porque estaba cansada y le apetecía muy poco hablar. No le había mencionado el encuentro con Basilio y el equívoco que se había formado sobre su visita a la casa de doña Celia. Por su parte, Julita Figueroa seguía sin hablar con Dionisio, prolongando un enfado que sostenía con infantil arrogancia.

Elena escuchaba sin intervenir, en un pertinaz monólogo sobre si debía perdonarle o si por el contrario debía mantenerse firme y dejar pasar algo más de tiempo sin dirigirle la palabra; pero también le revelaba ruborizada en una susurrada confidencia que, en el fondo (y se lo decía en plan secreto de no contarlo a nadie, y se lo hacía prometer, que no lo iba a contar, y Elena prometía porque si no lo hacía, insistía tanto que llegaba a ser impertinente), estaba deseando volver con él a esa habitación, porque tenía que ser muy emocionante estar a solas con un hombre, decía ante la extraña apatía de Elena, manifiesta en un indolente silencio que a Julita le venía muy bien porque suponía que el mutismo de su amiga era el resultado de una absoluta comprensión a esos libidinosos deseos; y ante la pasividad de Elena, Julia hablaba más y más de sus ocultos deseos irreprimibles y pecaminosos, de sus pensamientos impuros, de los que ya se había confesado con propósito de enmienda no con don Próculo —jamás le contaría a él estas cosas, eso decía—, sino con un cura joven que había descubierto en los Jerónimos y que no se echaba las manos a la cabeza al oír esas cosas, muy al contrario, las trataba con una naturalidad que al principio asustó a Julia, tan nerviosa y mojigata, de rodillas en la penumbra escondida del confesionario, muy cerca su cara de la rejilla de madera que apenas dejaba ver el perfil cabizbajo del sacerdote, que la escuchaba muy atento y hablaba muy suave sin apenas levantar la cabeza, como si estuviera meditando ahí dentro las palabras obscenas de la penitente; y la animaba a que le contase todo, sin dejarse ni un detalle de lo que pasaba por su mente, y Julia, ávida de contar lo que le quemaba por dentro, le había dicho que sentía el deseo de estar con su novio y que se había dejado tocar los pechos en un portal oscuro y, con mucho reparo, le reconoció (contestando a la pregunta del cura joven) que le había gustado, aunque era consciente de que era pecado y de los gordos, pero el cura le había alentado a que siguiera contando, que no se preocupase de si era o no pecado, que para eso estaba el Señor Todopoderoso que todo lo perdonaba, y más en su alma cándida de jovencita ignara; y ella continuó musitando sus flaquezas a la celosía de madera a través de la que se escapaba el aliento agrio (pensaba que todos tenían esa aceda espiración, como si se la dieran con el alzacuellos y los votos), y le confesó que no podía dejar de pensar en eso y que por las noches le subía un calor por todo el cuerpo y que no podía evitar…, y entonces se callaba porque le daba mucha vergüenza contarlo, pero la voz, más grave entonces, algo ronca pero placentera, no enfadada, le insistió en que siguiera, y ella le contó lo que hacía al calor de las mantas. Y luego recibió la absolución con una penitencia de cinco avemarías y dos padrenuestros, y la advertencia de que no dejase de ir a confesar cada semana, que él la estaría esperando en el mismo confesionario, a la misma hora, para que pudiera purgar sus pecados y sus faltas y se sintiera segura y acompañada en su camino a la virtud. Julita suspiró y miró a Elena, tan ajena, tan ausente y triste.

—No me estás escuchando.

—Estoy cansada, Julia, solo es eso, apenas he dormido.

—¿Quieres que te acompañe al hospital? Así te quedas más tranquila.

—Me ha dicho mi madre que hasta mañana no nos dejan verlo.

Cuando entraron por el portal se cruzaron con Basilio. Ya le había visto por la mañana durante el desayuno en el salón de los Figueroa, sentados a la mesa frente a frente, con miradas furtivas, pero Elena había salido de casa de Julia Figueroa y se subió a la suya, evitando encontrarse con él a solas. Intentaba huir de su presencia, aunque era consciente de que resultaría difícil conseguirlo. Para su sorpresa, Basilio pasó entre las dos sin decirle nada y salió a la calle. Elena se despidió de Julia en su piso, y cuando estaba llegando a su casa, oyó las pisadas de alguien que subía deprisa. Vio aparecer a Basilio justo cuando abría la puerta de casa.

—¿Qué quieres ahora? —le preguntó apoyada en la jamba, sin llegar a entrar.

—Tienes un compromiso conmigo.

—Mi padre está en el hospital. ¿Crees que estaría bien que saliera a tomar una copa con mi padre así?

—El que te quedes en casa no le va a curar. Además, ese no es mi problema, tienes que cumplir lo prometido.

—No te entiendo, Basilio. ¿No te das cuenta de que no estoy para fiestas?

—Esto no es una fiesta. Se trata de que me acompañes, te tomas algo y luego te traigo a casa. Es lo acordado.

—Que no, que no puedo…, ni debo. No estaría bien. ¿Qué iba a pensar la gente?

—Que piense lo que quiera.

—Eso para ti, que eres hombre, es muy fácil decirlo, pero las chicas siempre tenemos que tener más cuidado.

—Claro… Por eso te vas a casa de doña Celia a pasar la tarde de domingo…

Elena quebró el gesto y apretó los labios con desesperación.

—Basilio, por favor, no me hagas esto.

El hijo de Figueroa se dio cuenta de que había ganado la batalla. Sonrió ladino.

—Haremos una cosa —dijo intentando poner un tono reconciliador—, te recogeré a las ocho. Iremos juntos, paseando, como si fuéramos novios. Además, tu madre ha llamado hace un momento, y ha dicho que no sabe a qué hora regresará. Ya ves, nadie te va a esperar esta tarde, nadie salvo yo.

Su rostro mostraba una mueca irónica.

Elena pasó el resto del día sola, sin alcanzar a comprender dónde podía estar su madre; se le hacía raro su ausencia, acostumbrada desde niña a abrir la puerta y encontrarla invariablemente en el que había sido su piso, sentada en el salón junto a la ventana que daba a la plaza del Ángel, con un libro entre las manos y la música del gramófono sonando, sonriente siempre. Todo lo contrario de lo que sucedía ahora, tan triste y abúlica en aquel cuchitril que nada tenía que ver con ellos, del que apenas salía porque no había adónde ir; nunca la hallaba alegre, siempre estaba seria, a veces con los ojos enrojecidos de un llanto solitario, continuamente enojada con el mundo que la rodeaba. Le preocupaba aquella ausencia tan larga, sin saber dónde estaba, dónde encontrarla o avisarla en el caso de que su padre empeorase, o si de repente pasara lo peor…, dónde buscarla entonces. En esas reflexiones estaba cuando oyó que llamaban a la puerta. Abrió y allí estaba Basilio, con su abrigo oscuro, el sombrero gris en la mano, tan elegante y apuesto, sonriente como quien va a buscar a su prometida dispuesto a pasar una velada romántica. La miró de arriba abajo y frunció el ceño contrariado.

—¿Aún no estás lista? Se nos hace tarde.

—No ha llegado mi madre todavía, Basilio, no creerás que voy a ir contigo sin saber dónde está. Son casi las ocho.

—Déjale una nota.

—No —dijo con firmeza, dejando la puerta abierta y sentándose en la misma silla en la que había permanecido toda la tarde, con un montón de lentejas sobre la mesa, seleccionando de manera mecánica y rutinaria a un lado las piedras y echando en un plato las lentejas—. No iré contigo, hoy no.

—Sí vendrás. —La voz de Basilio se tornó grave y autoritaria—. Nos están esperando.

—¿Quién nos está esperando?

—Elena, arréglate y vámonos de una vez, no quiero llegar tarde.

—Podemos ir otro día, Basilio.

—Tenemos que ir hoy, quiero que conozcas a alguien importante.

Elena se quedó desconcertada.

—Conocer a alguien… ¿A quién?

—Vamos, Elenita —añadió tenso—, ponte guapa para ir al mejor local de Madrid, quiero que todos me envidien por llevarte del brazo. Estarás de vuelta a casa antes de que llegue tu madre.

—Estoy preocupada, no sé nada de ella. —Miró a Basilio con los ojos muy abiertos, asustada, como si de repente hubiera caído en lo que iba a decirle—: ¿Y si le ha pasado algo?

—Si le hubiera pasado algo nos habríamos enterado en casa; tu madre está trabajando, es su primer día, se estará poniendo al tanto de todo.

Basilio empezaba a impacientarse, y Elena lo notó.

—¿Estaré de vuelta a las diez? —preguntó, vencida a la invitación.

—Confía en mí. Te traeré a las diez en punto. Pero date prisa, cuanto antes salgamos antes regresaremos.

—Espérame abajo.

—No tardes.

Elena escribió una nota a su madre y la dejó sobre la mesa. Se metió en su habitación, se atusó el pelo, se vistió y se puso los zapatos. En realidad, no le importaba salir un rato, había estado todo el día sola y se le caía encima aquella casa húmeda y fría. Sin embargo, le abrumaba un inevitable sentimiento de culpabilidad y desidia por querer salir a divertirse mientras su padre permanecía convaleciente en un hospital. Se dejó llevar; al fin y al cabo, iba con Basilio Figueroa, amigo de la familia, nada cambiaría por tomarse un refresco en ese sitio al que la iba a llevar y que tantas veces había oído nombrar. Sería interesante entrar allí, pensaba mientras se arreglaba, a Julia le hubiera encantado venir, siempre lo decía; no se lo iba a creer cuando se lo dijera, sería entonces el momento de contarle asimismo el entuerto en el que la había metido por su empeño en que la acompañase a casa de doña Celia, pero antes debía estar segura de que Basilio cumpliría la promesa de guardar el secreto de que la había visto salir de aquel portal y de su creencia (a todas luces equivocada) de que había estado allí nada menos que con Dionisio.

En la puerta estaba aparcado el flamante Ford granate de Rafael Figueroa.

—Señorita, por favor. —Basilio sujetó la portezuela abierta del Ford con un gesto de caballerosidad.

—¿Por qué no vamos dando un paseo? —preguntó, y alzó la mirada al cielo—. Ahora no llueve.

—Hace mucho frío para ir andando. Además, luego necesitaremos el coche.

—¿Por qué? —la pregunta la hizo entrando ya en el auto.

Basilio cerró la puerta, corrió al otro lado, se acomodó en su asiento y con las manos al volante la miró ceñudo.

—Hazme un favor, Elenita, mantén la boca cerrada y déjate llevar. Ahora estás conmigo. Te traeré de regreso a casa, sana y salva, antes de la hora de las brujas.

No volvieron a hablar hasta que el coche se detuvo en la puerta del bar Chicote. Antes de que Elena se moviera, Basilio se bajó raudo y, muy galante, volvió a abrirle la puerta para que descendiera como si fuera una artista. Elena, de pie en la acera, miró a través de los cristales del local. Se atisbaba mucha gente y sus puertas giratorias parecían escupir a los que salían o tragarse a los que entraban; todos parecían sonrientes y felices. Basilio se puso a su lado y le animó a acceder al estrecho espacio que giraba y que los llevaría al interior del local. Una vez dentro, sonrió sin poder evitarlo.

¡Estaba en Chicote! Cuántas veces Julia y ella habían hablado de cómo sería estar allí y tomarse uno de sus cócteles tan famosos, sentadas en la barra, con un cigarrillo americano en la mano, luciendo un elegante vestido ceñido al cuerpo, con medias de cristal y unos topolinos de colores en los pies, riendo y hablando y despachando con displicencia a los hombres que se les acercasen a susurrarles palabras al oído, como habían visto tantas veces hacer en el cine a sus actrices favoritas, mujeres fatales como Amparo Rivelles, Concha Montes, Irene Dunne —a Elena le fascinaba cómo cantaba y, sobre todo, cómo bailaba deslizándose como una grácil pluma sin apenas rozar el suelo—, o Mirna Loy, con la que, según afirmaba Julita, Elena mantenía un gran parecido, o emular a las protagonistas de las novelas románticas de amores y desamores que Julia adquiría en los puestos de la Cuesta de Moyano y que ambas devoraban a escondidas de doña Virtudes, que no aprobaba otra lectura que no fuera El Evangelio de la Madre, Muchacha o cualquiera de los libros escritos por don Emilio Enciso, amigo personal de Próculo y al que las Virtudes no habían podido alzar al altar de los elegidos de la salita por carecer de un retrato suyo que colgar en la pared.

Elena Montejano sintió la emoción de haber entrado en uno de esos escenarios del cine o la novela. Basilio la tomó del brazo y ella se dejó arrastrar entre la gente, abrumada por el humo, las voces, las risas estridentes y los empujones que le propinaban los que estaban de pie o se movían de un lado a otro. Llegaron a una de las mesas dispuestas frente a la barra. En uno de los ondulantes asientos de piel verde fijados a la pared se sentaba un hombre de aspecto rudo y serio, los brazos sobre la mesa, la mirada distante y un mohín arrogante, como si desde su posición dominase todo a su alrededor; vestía pajarita de fondo amarillo con pintas granates, camisa clara y chaqueta oscura; guardando una cierta distancia del aparente jefe, flanqueando sus costados, se sentaban dos hombres algo más jóvenes con traje y corbata oscuros y con el mismo semblante tosco; era evidente que no se divertían demasiado, parecían estar alerta, mirando a todos los lados, ausentes, sin hablar, sin fumar, sin consumir, tan solo allí, escoltando y protegiendo al de la pajarita. Basilio saludó a este con un apretón de manos sin prestar atención alguna a los custodios, luego se quitó el abrigo y lo colocó junto con el sombrero en los colgadores que había en la pared, sobre las cabezas de los que permanecían sentados; se volvió a Elena y le ayudó a quitarse el suyo para ponerlo en el mismo sitio.

—Sentaos —dijo el hombre de la pajarita con una sonrisa que a Elena le pareció siniestra—. ¿Qué queréis tomar?

De su acento extraño Elena dedujo que no era español.

—¿Qué toma usted? —le preguntó Basilio a su vez.

—Un dry martini —contestó cogiendo su copa y alzándola como si fuera a brindar.

Basilio se dirigió al camarero que, de pie a su lado, esperaba para tomar nota de las consumiciones.

—Uno igual para la señorita y a mí tráeme un chicote, pero cárgalo bien de ginebra, ¿de acuerdo?

Elena estaba incómoda porque la habían sentado de espaldas al local y de frente a los tres hombres. Las voces y el barullo que sonaban de fondo le aturdían. Y lo que ella quería era observar el ambiente. Además, no acababa de comprender quiénes eran aquellos hombres y por qué se habían sentado con ellos.

—¿Es ella? —preguntó el de la pajarita señalándola con el mentón.

—Sí, barón, es ella. —Miró a Elena y le pasó el brazo por encima de los hombros, mostrándola jactancioso—. Elena, te presento a Freiherr von Schwarzschild; pertenece a la aristocracia alemana y es un hombre muy importante en Madrid.

Elena no dijo nada, no sabía qué decir. Sonrió apocada y se encogió aún más de lo que estaba, como si quisiera desaparecer.

El barón cogió la cajetilla de Chesterfield que había sobre la mesa.

—¿Fumáis?

Se la ofreció primero a Basilio, que se apresuró a coger uno, y luego a Elena. Ella lo rechazó, pero el barón mantuvo el paquete tendido.

—Es tabaco americano, excelente, te lo puedo asegurar.

—Es que no fumo… —dijo con gesto melindroso.

—Siempre hay una primera vez —insistió el hombre de la pajarita con una mirada salaz que ella no percibió.

—Vamos, Elena, si el barón quiere que fumes, pues se fuma y ya está.

El mismo Basilio sacó el cigarro de la cajetilla; se lo dio y ella lo cogió con torpeza; luego, abrió el mechero y le acercó la llama; Elena dudó sobre cómo colocárselo en la boca. Lo pinzó con los labios, lo acercó a la llama y el extremo empezó a prender.

—Aspira el humo, así…

Un acceso de tos la obligó a retirar el pitillo de su boca poniendo un mohín entre el asco y el desagrado. Los dos hombres se miraron con una sonrisa ladina. En ese momento, llegó el camarero con la bandeja y dejó las dos copas en la mesa.

—¿Qué me has pedido? —preguntó Elena con el cigarrillo en una mano acercándose, con la otra, la copa a la nariz—. Esto no tendrá alcohol, ¿no?

—Pruébalo, te gustará —dijo Basilio.

Elena bebió un sorbo y arrugó el ceño repitiendo el gesto de repulsión.

—¿Qué es esto?

Basilio no le contestó porque ni siquiera la escuchó; había echado el cuerpo un poco hacia delante y se centraba en la conversación con el barón, obviando por completo la presencia de ella. Durante un buen rato los dos hombres hablaron de asuntos a los que Elena no prestaba atención porque apenas llegaba a oír algo sobre envíos y recogidas, mercancías, pagos, contactos y materiales. Le aburría la conversación y estaba más pendiente de la turbamulta que se movía a su espalda. Se fijó en un grupo de chicos jóvenes que, de pie, reía a carcajadas, y entonces le pareció ver entre ellos a Alberto Gamoneda, su aspirante a pretendiente y a arquitecto, al que llevaba más de dos semanas sin ver porque, según le había dicho, estaba tan ocupado preparando los exámenes que no podía salir. Se irguió un poco y sus ojos se cruzaron. Él la miró extrañado, como si no le encajase que ella estuviera allí y con semejante compañía. Elena, por su parte, se apercibió de la extrañeza de Alberto y notó que se le subían los colores encendiendo sus mejillas. ¡Qué iba a pensar de ella…, en un sitio así, y acompañada de cuatro hombres! Su azaramiento se disparó porque pensó que el que pretendía ser su enamorado podía llegar a creer que estaba allí flirteando con alguno de ellos. Le dio la espalda como única reacción posible y escondió el cigarrillo. De repente se sintió incómoda.

—Basilio, quiero irme a casa.

Los dos hombres interrumpieron su charla para volver a centrar su atención en ella.

—Pero si acabamos de llegar.

—Ya, pero no quiero estar más aquí…, no es un sitio adecuado.

Ellos se miraron y sonrieron como si les hiciera gracia la candidez que mostraba la chica.

—Ten un poco de paciencia, estoy cerrando un negocio con el barón. En cuanto termine, nos vamos. Tómate el cóctel y fúmate el cigarro tranquila, y disfruta del ambiente.

De nuevo soslayaron su presencia y continuaron hablando de sus cosas. A Elena ya no le interesaba lo que pasaba a su espalda. Había caído en la cuenta de que cualquiera que la viera en aquel lugar pensaría que era una fresca. Se encogió de hombros como si quisiera desaparecer, no sabía qué hacer con el cigarro que se consumía en su mano; le daba vergüenza apagarlo por si el hombre de la pajarita lo consideraba una descortesía, y el cóctel le parecía demasiado fuerte. Desde ese momento fue incapaz de disfrutar ni un solo instante de su estancia en aquel local tan anhelado en los sueños de adolescente, y pasó a rezar para que nadie más conocido la descubriera.

Su cigarro se fue consumiendo entre sus dedos y por fin se decidió a dejarlo en el cenicero dispuesto sobre la mesa redonda. La copa apenas la había probado, porque cada vez que se la llevaba a la boca (simplemente por hacer algo en una situación embarazosa en la que no sabía muy bien cómo desenvolverse) tan solo el olor le provocaba arcadas y lo volvía a dejar en la mesa para regocijo de los dos hombres más jóvenes que flanqueaban al de la pajarita, que para su desesperación no le quitaron ojo. El barón le dijo algo al que tenía a su derecha, e inmediatamente sacó un sobre sepia de su bolsillo y se lo tendió al jefe, que lo abrió y comprobó lo que había en su interior; luego volvió a cerrarlo y, con él en la mano, en un ademán de advertencia, le dijo muy serio a Basilio:

—Con esto tendrás suficiente para pagar tu deuda con ese ganapanes; pero mucho cuidado, Basilio, no me falles, porque ten por seguro que si intentas pegármela acabaré contigo. No admito medias tintas. A nadie obligo a hacer negocios conmigo, pero si llegamos a un acuerdo, exijo cumplirlo a rajatabla —pronunciaba las palabras con rudeza como si no le costase trabajo hacerlo—. Si eres listo, puedes hacerte rico a mi lado, pero no tolero ningún fallo, o acabarás en una cuneta con un tiro en la nuca.

—Guarde cuidado, barón, soy hombre de palabra, no le fallaré. Deme una hora y estaré de vuelta con la mercancía.

—Mucho cuidado.

Las últimas palabras fueron más paternalistas, como si le hubieran convencido los argumentos de Basilio, a quien, en ese momento, le entregó el sobre; lo cogió, lo guardó en el bolsillo de su chaqueta y se levantó, para alivio de Elena.

Recogieron los abrigos y se dirigieron a la salida; cuando estaban a punto de entrar en la puerta giratoria, Elena oyó su nombre, se volvió y se detuvo, haciendo que también se parase Basilio, visiblemente contrariado.

—Elena, ¡qué sorpresa! —Era Alberto, con una copa en la mano y, por su tambaleante aspecto, algo beodo—. No sabía que te movías en estos… —Echó una ojeada a su alrededor antes de continuar—. En estos antros tan poco adecuados para… una chica como tú.

La articulación correcta de las palabras parecía que fuera una labor ímproba y su voz gangosa le resultaba extraña a Elena, acostumbrada a su delicada y correcta dicción.

Basilio, contrariado por la interrupción del chico, intervino arisco:

—Lo siento, chaval, pero tenemos mucha prisa.

Y sin ningún miramiento, tiró de Elena para salir a la calle.

Pero Alberto sujetó a su vez el otro brazo de la chica, que no podía ni abrir la boca de lo avergonzada que estaba.

—Espere un momento, caballero…, estoy saludando a la seeeeeñorita… —Hipó una vez antes de continuar—. Usted puede marcharse si quiere. —El hipo y el desapego con el que hablaba eran la confirmación de su borrachera. De pronto, acercó la boca en exceso al rostro de ella, que intentó esquivarlo—. Elenita…, yo pensaba que tú…

Basilio le apartó de forma tan brusca que Alberto trastabilló y empujó a los que estaban alrededor, provocando un revuelo circundante que fue aprovechado por Basilio para tirar del brazo de Elena e introducirla en la puerta giratoria. Cuando salieron a la calle llovía a mares y Elena se quedó en el quicio para evitar empaparse. Voces y gritos se escapaban del interior. Basilio se caló el sombrero y volvió a tirar de Elena para llegar hasta el coche, pero antes de que hubieran dado un paso, apareció Alberto en uno de los huecos de las láminas giratorias, embravecido por los efectos del alcohol, dispuesto a conseguir su propósito.

—He dicho que quiero hablar con ella…

Basilio tiró de Elena hacia el coche, pero ella no se movió.

—Vamos, Elena —gritó Basilio arrastrándola—, tenemos que irnos.

—Espera… —acertó a decir ella—, solo quiero saludarle.

Basilio la miró furibundo, como si le fuera a pegar de un momento a otro.

—Te he dicho que nos vamos y nos vamos, ¿me oyes?

Alberto puso su mano sobre el hombro de Elena y entonces Basilio, apartando a la chica a un lado, propinó al aspirante a arquitecto un puñetazo en la cara tan fuerte y tan contundente que cayó al suelo y quedó tendido en medio de la acera, aturdido, retorciéndose por el dolor y empapado por la lluvia que caía copiosamente sobre su cuerpo. Elena, en una reacción natural, pretendió auxiliarle, pero Basilio la sujetó con brusquedad y la llevó al coche, obligándola a subir sin escuchar ni atender sus protestas.

Cuando estaba sentada y antes de cerrar la puerta, Basilio metió la cabeza y acercó su cara a la de Elena, que le miraba asustada.

—Tú aquí quieta y calladita, por tu bien y por el de ese imbécil. ¿Me has oído?

No esperó respuesta. Cerró la puerta con tanta rabia que Elena se sobresaltó. Rodeó el coche y se montó al volante. Arrancó y el auto empezó a avanzar. Ella se apresuró a bajar la ventanilla para ver cómo Alberto se sentaba con la mano ensangrentada cubriéndose la nariz y la boca.

—¡Dios santo, está herido…! —gritó asustada sin dejar de mirarlo.

—Vete al carajo… ¡Puta! —Esas fueron las palabras que Alberto Gamoneda le dedicó antes de que el coche acelerase dejándole tirado en la acera, empapado, herido y humillado.

Elena lo había escuchado perfectamente porque en su afán de saber cómo estaba había sacado la cabeza por la ventanilla. Se quedó muda, petrificada, desconcertada por aquellas palabras tan duras y groseras. Los ojos de aquel muchacho, que hasta entonces siempre la miraba con una inocente ternura, se habían convertido en los de un animal herido y rabioso.

El agua se colaba al interior del coche empapándole la cara y el pelo.

—Sube el cristal, Elena, hace frío y te estás mojando.

Lo hizo despacio, a punto de romper a llorar, sin explicarse cómo había sido tan estúpida, cómo era posible que hubiera llegado a aquella situación. Cómo iba a mirar otra vez a ese chico. No querría volver a verla y su boda con Mauricio Canales se convertiría en una realidad irrebatible e imposible de evitar. Alberto Gamoneda era la única posibilidad de plantarle cara a un matrimonio amañado: un chico formal, de buena familia, con posibles y estudiando Arquitectura. Cualquier esperanza de rebatir el apaño había quedado tirada en medio de la calle desleída por la lluvia.

El coche enfiló la Gran Vía hacia la Red de San Luis. No era el camino a casa, pero Elena no se atrevió a abrir la boca. Simplemente se dejó llevar deseando regresar al cobijo de su alcoba.

De aquel espectáculo en la puerta de Chicote había sido testigo Eutimio Granados, que llegaba en un taxi justo en el momento en el que la pareja salía del local. Cuando el Ford granate de los Figueroa —auto bien conocido por él, ya que en más de una ocasión le había tocado hacer de chófer de doña Virtudes— se alejaba, indicó al taxista que lo siguiera. A aquellas horas, el tráfico era todavía abundante porque la avenida José Antonio recogía las entradas y salidas de cines, teatros, restaurantes y cafés que se abrían a un lado y a otro de la calle, y los taxis pululaban atentos para recoger a los viajeros huidos de una lluvia que les proporcionaba el trabajo que el buen tiempo les arrebataba.

El coche propiedad del notario avanzaba a buena velocidad en dirección a la calle Princesa. Eutimio estaba atento para que el conductor no se despistase del objeto de su seguimiento. A medida que se alejaban del centro, transitaban por calles cada vez más desiertas y oscuras. Al cabo torcieron hacia una bocacalle estrecha y mal iluminada. Eutimio hizo parar al taxista antes de torcer y vio cómo el Ford granate se detenía a unos cincuenta metros. Pagó y bajó del taxi, que se alejó en dirección al centro. Eutimio Granados, con la cautela de no ser visto por los ocupantes del coche, se adentró en la calle amparado por la penumbra neblinosa y húmeda. La lluvia le caía por el ala del sombrero y empapaba sus hombros. Cuando estaba a unos metros, y viendo que no había movimiento en el interior del auto, se apostó en la oscuridad de un portalón, a la espera, acechante. Conocía por referencias la zona y la calle, y tenía la certeza de que Basilio había llegado hasta allí para cumplir algún encargo sucio y peligroso.

—¿Qué hacemos aquí? —preguntó Elena.

Basilio Figueroa había detenido el coche y quitado el contacto. Luego, en un silencio inquietante para Elena, sacó el sobre del bolsillo, lo abrió, extrajo un envoltorio pequeño de papel doblado meticulosamente, se lo puso sobre las rodillas y guardó el sobre grande. Elena lo miraba en la opacidad del habitáculo sin atreverse a decir nada, confusa por la situación. Vio cómo desenvolvía el diminuto hato; luego vertió con sumo cuidado en el dorso de la mano derecha un polvo blanco, arrimó la nariz y aspiró con fuerza —primero por un hueco y luego por el otro— todo el polvo que tenía sobre la piel. Echó la cabeza hacia atrás apoyándose en el asiento con los ojos cerrados, y se quedó unos segundos así, en silencio.

—¿Qué haces? —preguntó ella.

Basilio la miró y sonrió.

—Toma, hazlo tú, te sentirás muy bien. —Mientras hablaba, vertió en su propia mano otro poco de lo que contenía el papel.

—Pero ¿qué es esto?

—Esto es la gloria, Elena, te sube a los cielos, te quita las penas y te hace revivir. Pruébalo, vamos —le dijo acercándole la mano—. Acerca la nariz y aspiras con ganas. Enseguida notarás sus efectos.

—No, gracias, déjalo —agregó ella con reticencias—. Ya he probado demasiadas cosas esta noche y, la verdad, no me han gustado mucho. Llévame a casa, anda, se me está haciendo muy tarde.

—Esto es distinto a todo. Hazme caso, Elenita, pruébalo, no te arrepentirás.

—Te he dicho que no lo pruebo —contestó mostrando un poco de enfado—. Y llévame a casa. Mi madre se va a preocupar. Es muy tarde.

—Tú te lo pierdes —dijo encogiendo los hombros. Echó de nuevo el contenido en el papel, lo envolvió con mucho cuidado y lo guardó en el bolsillo del abrigo—. Pero antes de llevarte a casa, tengo que pedirte que hagas algo.

—Basilio, no me gusta lo que estás haciendo. Me pediste que te acompañase a tomar una copa a Chicote y no me has hecho ni caso en todo el rato. ¿Para qué querías que fuera contigo si ni siquiera me has mirado?

El largo suspiro de Basilio se oyó por encima del repiqueteo de las gotas que se estrellaban sobre los cristales y la carrocería. Los dos miraban al frente, en la penumbra, oliendo la humedad de su ropa empapada.

—¿Quieres ganarte cien duros?

Elena le miró sorprendida.

—Pero ¿qué pretendes…? Me estás empezando a dar miedo.

—Únicamente tienes que entrar en ese portal, subir al primer piso, preguntar por Matías…

—Tú has perdido la razón…

—Es muy fácil, Elena —insistió mirándola—, solo tienes que preguntar por Matías, y cuando lo tengas delante le das esto. —Sacó de nuevo el sobre sepia de donde había extraído el papel doblado como un envoltorio diminuto—. A cambio, te darán un paquete, lo coges y me lo traes. Eso es todo.

Elena no salía de su asombro. Pensó descender del coche dispuesta a empaparse para volver caminando a casa.

—Tú has perdido el juicio…

Antes de que pudiera abrir la puerta, Basilio ya la había agarrado con fuerza del brazo.

—No se te ocurra salir o lo lamentarás. —Fue tan arisco que Elena se asustó de verdad. De inmediato, ante la paralización de ella, cambió el tono de voz—. Tienes que ayudarme, Elena, estoy en un apuro…

—¿Qué clase de apuro?

—Será mejor que no lo sepas…, pero si esta noche fallo, me matarán.

Elena recordó las últimas palabras del hombre de la pajarita antes de entregarle el sobre. Apenas le había dado importancia, deseando como estaba salir de aquel lugar y volver a su casa, ya que el mensaje no le afectaba a ella. En su simplicidad, consideró que era una pose propia de hombres, siempre tan excesivos y trascendentales para todo; pero cuando Basilio le dijo que podían matarle, le asaltó la duda de si el señor de la pajarita decía la verdad y que si ella no hacía lo que le decía Basilio, podría acabar en una cuneta con un tiro en la nuca.

—¿Y a mí…? ¿Me matarán a mí también?

—A ti no te va a pasar nada, no tienes de qué preocuparte.

—¿Qué quieres que haga yo?

Basilio notó enseguida la lenidad de Elena y aprovechó la circunstancia.

—Tan solo sube al primero, puerta izquierda, pregunta por Matías, le entregas el sobre y él te dará un paquete. Si te preguntan, di que te envía el barón. No tienes que decir nada más, ni buenas noches siquiera, pero tienes que ir ya, Elena, te están esperando desde hace un rato…

—¿A mí?

Su pregunta estaba entre el pasmo y la indignación.

—No exactamente a ti, quiero decir, que esperan a una chica, nada más… Luego te volverás a casa con cien duros en el bolso. —Guardó un instante de silencio. Su respiración invadía el interior del vehículo, en la penumbra inmensa, con el agua de la lluvia estrellándose sobre el cristal nublando la visión de la calle—. Elena, tienes que hacerlo por mí.

—¿Y por qué no lo haces tú?

Basilio resopló impaciente y se tapó el rostro con las manos con cierta impostura.

—Porque no, Elena, no puedo decirte más. Estamos perdiendo un tiempo precioso, podíamos estar regresando. Haz lo que te digo y terminemos con esto.

Le puso el sobre delante de la cara para que lo cogiera. Elena apenas veía su rostro, pero percibió el filo de sus ojos vidriosos, que la miraban suplicantes, ansiosos por que hiciera lo solicitado. Pensó en los cien duros, y en que nada malo hacía por subir ese maldito sobre y dárselo al tal Matías a cambio de un paquete. Cogió el sobre, lo metió en el bolsillo de su abrigo y bajó del coche.

La lluvia había amainado un poco, pero la humedad era muy intensa. Cerró con un portazo y se dirigió al portal cerrado. Empujó y la puerta de madera se abrió. Respiró una mezcla de olores desagradables: a cerrado, a repollo recocido y a exudaciones. Oyó la puerta cerrarse a su espalda con un golpe ligero y seco, y se quedó casi a oscuras. Con el corazón en un puño, vio al final del corredor una luz tenue amarillenta y fluctuante; le pareció la llama titilante de una vela. Avanzó hacia ella con pasos cortos. Había dejado el bolso en el coche y llevaba las manos metidas en los bolsillos. Sintió un escalofrío que le recorrió la espalda haciendo que se estremeciera. Atisbó la escalera a su derecha y empezó a subir. Cuando llegó al final del primer tramo, bajo una agónica bombilla, había un cartel en el que se leía «Primero». Llamó a la puerta de la izquierda con los nudillos porque no vio ningún timbre; tras unos segundos de silencio, oyó ruidos en el interior; alguien corrió la mirilla y Elena pudo ver un ojo que la observaba. La rejilla se cerró y, casi al mismo tiempo, la puerta se abrió despacio asomando una mujer desgreñada y como aturdida.

—¿Qué quieres? —preguntó con voz ronca.

—Pregunto por Matías —contestó Elena con un hilo de voz que parecía escaparse por la garganta.

La mujer la miró de arriba abajo y luego le dijo que esperase. Cerró la puerta y Elena se quedó quieta, delante de ella, expectante, oyendo a la mujer que llamaba a voces a Matías. Enseguida se oyó a un hombre que contestaba con voz rota que ya iba. La puerta volvió a abrirse y Elena se quedó pasmada ante un hombre de una envergadura tan descomunal como un gigante, corpulento, de hombros fornidos y un cuello tan ancho que parecía la continuación del rostro. Tenía un pelo abundante y negro, ojos penetrantes de mirada insondable que la observaban de tal manera que Elena se sintió cohibida. Sacó el sobre y, sin decir palabra, se lo tendió.

—¿Quién te envía? —preguntó mientras echaba una ojeada a su contenido.

—El barón… —Su voz meliflua parecía perderse en su garganta.

—¿El barón? ¿O es ese badana de Basilio, el niño del notario?

Elena se quedó petrificada, tensando la mandíbula y apretando los dientes.

—Vaya con el prenda este… —La miró de arriba abajo de una manera tan rijosa que se sintió incómoda—. Menuda pollita me envía…

Elena bajó los ojos al suelo. Se dio cuenta de que estaba temblando, no sabía muy bien si de miedo o de frío. Metió las manos en el bolsillo del abrigo y encogió los hombros.

—Espera aquí —oyó decir al hombre con voz ronca—. Voy por lo tuyo.

Desapareció dejando la puerta entornada. Elena respiró nerviosa, como si hasta entonces le hubiera faltado el aire. Al poco rato oyó pasos que se acercaban, la puerta se abrió de par en par y apareció de nuevo aquel hombre.

—Aquí tienes, monada —dijo entregándole un paquete algo mayor que una caja de zapatos envuelto en papel de estraza—. Espero verte más veces por aquí, y si ves a Basilio Figueroa, le dices que otra vez se ande con ojo, que con Matías no se juega.

Ella no dijo nada. La situación le resultaba muy embarazosa. Se volvió con el paquete entre los brazos, apretándolo contra su pecho y, en cuanto se alejó unos pasos, se precipitó escaleras abajo con el temor de que la agarrasen por la espalda y la impidieran salir de aquel agujero.

Eutimio Granados observaba atento desde su escondite y, cuando vio salir a Elena con el bulto en su regazo, confirmó sus sospechas: Basilio Figueroa la utilizaba para traficar con cocaína. Era un asunto demasiado peligroso para aquellos dos infelices, que se estaban metiendo en un pozo del que muy difícilmente saldrían indemnes.

Cuando Elena subió al coche, Basilio se mostró contento y relajado. La llevó a casa hablando sin parar de lo bien que lo había hecho, de que podían salir más veces no solo a Chicote, también la podía llevar, si ella quería, al Casablanca o al teatro o a comer al mejor restaurante de Madrid. Elena no abrió la boca en todo el trayecto, y cuando el Ford se detuvo frente a su portal, se bajó antes de que Basilio pudiera reaccionar.

—Eh, espera, Elena —le gritó descendiendo para ir tras ella—. No te he dado tus cien duros.

Ella se paró y se volvió. Basilio tenía la cartera en su mano y contaba billetes.

—Toma, cien duros, quinientas pesetas por recoger un paquete. No está nada mal.

Elena cogió el dinero y lo guardó en el bolso.

—Basilio, yo he cumplido contigo, espero que te portes como un caballero y no digas a nadie que me viste salir de ese sitio…

Sonrió ladino y, sin apenas darle tiempo a reaccionar, la atrapó con su cuerpo contra la pared. Ella en un primer momento intentó resistirse, pero de inmediato se quedó quieta, con la cara vuelta para evitar el aliento de Basilio, con la esperanza de que desistiera del intento de besarla.

—Déjame, por favor… —murmuró suplicante con voz temblona y al borde del llanto—. Déjame…

Basilio, a pesar del deseo concupiscente que sentía por ella, intentó contenerse; era consciente de que había descubierto una gallina de los huevos de oro y no podía dejar que se estropease por un calentón incontenido. Habría tiempo más adelante para esos placeres que podía encontrar en los brazos de cualquier fulana.

—Está bien, Elenita —dijo retirándose poco a poco de ella mostrando las palmas de las manos, dándole a entender que no iba a hacerle nada—. Por hoy está bien. Hablaremos mañana.

Elena no perdió ni un instante y, en cuanto se vio libre, se desprendió de él y se alejó en dirección a la escalera.

—Déjame en paz, ¿quieres? —requirió con rabia cuando estaba fuera de su alcance—. Tú y yo no tenemos nada de que hablar. No quiero volver a salir contigo a ningún sitio. Olvídate de mí, Basilio Figueroa. ¿Me oyes? Olvídate de mí.

Corrió escaleras arriba dejando a Basilio en el portal, sonriente y satisfecho. Volvió al coche con una actitud hilarante, un paroxismo desbordante alejado de toda coherencia. La chica era un buen negocio, sí, señor, no había caído en ello hasta entonces, pero Elena podía ser un gancho perfecto para sus asuntos, una mina de oro explotada por él solito. Arrancó el motor del Ford y regresó a Chicote para terminar su tarea de aquella noche, que le había supuesto un buen dinero con el que saldar la enorme deuda contraída un mes antes. Luego podría irse de bureo con la cartera llena. Las cosas habían salido perfectas y estaba eufórico por los efectos de la cocaína, que ya se extendía por su cuerpo arrancándole la sensación de pesadez que había arrastrado durante dos largos días privado de ella. Ahora se sentía radiante, despierto, dispuesto a comerse el mundo si hacía falta hacerlo.