2

Rafael Figueroa se había aseado un poco y cambiado de ropa. No quiso desayunar y le dijo poca cosa a su esposa, que insistía en saber qué había causado el ingreso en el hospital de Antonio Montejano cuando las cosas parecían mejorar con la penicilina. Pero Rafael tenía su mente en otro sitio. Estaba deseando encararse con Eutimio Granados. Le culpaba de lo sucedido. Había pagado un dineral por una penicilina adulterada. Le había permitido demasiadas cosas, pensaba: un jamón que debía ser ibérico por una pata de carne rancia y magra, o un saco de lentejas plagado de piedras y gusanos, o tabaco que debía ser americano por un picadillo infumable cuyo humo parecía lijar la garganta; eran algunos de los timos que le había colado, y a causa de que conseguía para su casa —Virtudes lo había convertido en un santo de su devoción— lo que muy pocos podían encontrar en Madrid, le dispensaba de aquellos deslices mostrándole su protesta o una reprimenda blanda y casi paternal. Sin embargo, aquello había traspasado los límites de la cordura. Pagaba bien sus servicios, demasiado bien, era consciente de ello. Consideraba que debía exigir una garantía en la compra de un producto tan delicado.

Era cerca del mediodía cuando irrumpió en la notaría, donde más de diez personas esperaban pacientemente desde hacía dos horas para firmar una venta y una testamentaría. Antes de que nadie pudiera abrir la boca, ni siquiera para dar los buenos días, Rafael Figueroa, sin detenerse, habló con voz enérgica y seca.

—Eutimio, pasa a mi despacho.

—Don Rafael, le están esperando desde hace…

—He dicho que pases a mi despacho —le espetó claramente irritado, ya desde el pasillo.

Eutimio dejó los papeles que llevaba en la mano y siguió los pasos del notario. Al entrar comprobó su crispación e intuyó que algo iba mal.

—No te pago un dineral para que me traigas un veneno que mate a mi mejor amigo.

—Señor…, no entiendo.

—¿Dónde coño compraste esa maldita penicilina?

—A través de mi contacto de siempre. Ya le dije que hubo uno que nos falló y tuvimos que buscar una alternativa. No sé nada más.

—¿Cómo que no sabes nada más? Tú solo cobras y ya está, ¿verdad? A ti no te importa lo que te venden con tal de obtener tu beneficio. La penicilina que me trajiste tiene a Antonio Montejano postrado en un hospital debatiéndose entre la vida y la muerte. Es puro veneno, y has estado a punto de meterme en un buen lío… Bueno, eso si no se muere, porque si no consigue salir de esta, voy a tener que dar muchas explicaciones.

Eutimio, aturdido, no sabía qué decir.

—Yo…, don Rafael, como comprenderá…, si yo hubiera sabido…, si hubiera tenido la más mínima sospecha, le aseguro a usted…

Se calló porque se le atragantaron las palabras.

—Recoge tus cosas y lárgate de aquí. —La voz del notario se había atenuado. Se había dejado caer en la silla, y esquivó los ojos huidizos como si no estuviera convencido de la decisión que acababa de tomar—. No quiero volver a verte más por la notaría. Se te acabó el chollo del notario, Eutimio Granados. Se acabó.

—Pero…, don Rafael, no creerá que yo…

—Yo no creo nada, y da gracias que no pongo una denuncia contra ti.

—Don Rafael, usted conoce de sobra mi lealtad a su persona. Se lo he demostrado a lo largo de años. No es justo que ahora me eche así… No tengo adónde ir.

—No me importa lo que te parezca justo o lo que no. Eres el responsable de que mi mejor amigo esté a punto de morir envenenado y eso no te lo perdonaré nunca —calló un instante, se echó hacia delante sobre la mesa como si quisiera decirle algo importante, alzó el dedo amenazador y le habló despacio y con voz seca—. Y te advierto una cosa, Eutimio Granados, reza a todos los santos que conozcas, si es que conoces a alguno, para que Antonio Montejano salga de esta, porque como le pase algo, te aseguro que no pararé hasta acabar contigo sentenciado y en la cárcel.

—Cuide sus amenazas, señor. Yo soy un hombre de palabra.

—Me importa un rábano tu palabra, y amenazo lo que me da la gana, ¿te enteras?

Eutimio Granados no contestó. Era demasiado humillante la situación como para intentar justificar algo de lo que no se consideraba culpable.

—Lárgate de mi vista —le espetó el notario con malos modos.

Rafael Figueroa sentía un doloroso latido en las sienes. Se había tomado una aspirina, pero no le había hecho ningún efecto, lo que necesitaba era dormir un rato, cerrar los ojos y descansar, solo de ese modo se le pasaría esa crispación que le hacía parecer mucho más irascible de lo que en realidad era. En ese momento se reconoció a sí mismo que se iba a arrepentir de lo que estaba haciendo; no podía prescindir de Eutimio porque se había hecho demasiado necesario para él, para la marcha de la notaría y para conseguir en el mercado negro lo que nadie más que él obtenía. Se estaba equivocando, pero la cabeza le dolía y su pensamiento era espeso y denso, lo que le impedía razonar con claridad.

A punto estuvo de decirle que no le hiciera caso, que tenía que echar su rabia contra alguien y que, en vez de hacerlo con él, tenía que haberlo hecho contra su esposa, que era lo habitual, y además lo encajaba dócilmente sin abrir la boca; ella estaba acostumbrada a sus malos humos y a sus gritos y a sus silencios, incluso con el tiempo llevaba mejor las bofetadas; al principio de casados lloraba durante días y se paseaba como alma en pena por la casa haciéndole sentirse culpable del golpe, pero había aprendido a ser sumisa, a callar y a no llorar, o si lo hacía él no lo veía, ni le importaba demasiado. Pero Eutimio Granados era imprescindible para él y lo estaba echando; se estaba equivocando y lo sabía. Oyó las palabras de su oficial estrella y le dio la sensación de que había leído su pensamiento.

—Don Rafael, está usted cometiendo un grave error. Yo no tengo nada que ver con que la penicilina estuviera adulterada. Me jugué el pescuezo por conseguirla.

—Tú te juegas el pescuezo por dinero. —Ahora Rafael estaba a la defensiva de su propio error—. El dinero que me sacas a mí con tus sucios negocios.

—De los que usted se ha beneficiado —agregó con firmeza y algo altanero.

—Buen precio he pagado siempre. —Abrió el cajón de la mesa, sacó cuatro billetes de mil pesetas y los arrojó sobre el tapete verde—. Ahí tienes el sueldo de dos meses. Recoge tus cosas y lárgate. ¡Ahora! —gritó exasperado por su propia actitud, incapaz de echarse atrás, de rectificar y mostrar que estaba arrepentido de todo lo dicho. Hubiera supuesto demasiada ventaja para Eutimio.

El oficial tomó aire, cogió el dinero y, antes de darse la vuelta, le dijo con el ceño fruncido y con voz grave y amenazadora:

—Se está usted equivocando conmigo, don Rafael, y le aseguro que esto no va a quedar así.

Rafael no dijo nada. Los dos hombres se miraron desafiantes.

Eutimio Granados recogió sus cosas y se marchó ante la mirada furtiva de sus compañeros, hasta ese momento bajo su mando. Salió a la calle y deambuló aturdido hasta la puerta de la cervecería Alemana, entró y se sentó en una mesa junto a la cristalera. Pidió un ojén y se lo bebió de un trago antes de que el camarero se hubiera alejado de la mesa, así que pidió otro. Sacó el paquete de picadura y, con el fin de recobrar la serenidad perdida, se lio un cigarrillo lentamente, acariciando con la yema de los dedos el fino papel, extendiendo el tabaco con parsimonia, sin dejar que ni una sola hebra se saliera del papelillo. Cuando lo tuvo bien prieto, lo encendió y aspiró el aire cogiendo el segundo vaso de orujo que le traía el camarero. El echador se acercó y le ofreció café con leche, pero él lo rechazó. Tenía el estómago cerrado, eran las doce y media y estaba en la calle, fuera de la notaría, algo poco habitual para él en los días laborables, ya que nunca salía si no era para regresar a casa después de la jornada de trabajo; si había que hacer algún mandado, enviaba a cualquier otro, nadie rechistaba sus órdenes, el notario se dirigía a él como si el resto no existiera, y Eutimio era quien repartía y organizaba el trabajo; siempre había sido así, durante años.

Estaba furioso y confuso, le quemaba las entrañas la forma humillante con que lo había tratado; no lo iba a consentir. Con toda la frialdad que le permitía el disgusto, se dio cuenta de que se había quedado sin trabajo; la notaría era su vida, llevaba en ella casi treinta años; se preguntaba dónde iba a encontrar ahora otra notaría en la que aplicar la potestad que tenía en el despacho de Rafael Figueroa. Había cumplido los cincuenta años, y su vida se le complicaba. Pensó en denunciar a la magistratura por despido, pero sabía que tenía muchas cosas por las que Rafael Figueroa podía pillarle con una simple denuncia; se dio cuenta de que no había sido consciente de la dependencia que tenía de su jefe, una dependencia que ahora le ataba de pies y manos, arrojado a la calle sin más; no podía hacer otra cosa que callar, o tal vez sí; si él tenía cosas oscuras que esconder, también las tenía don Rafael Figueroa, y muy graves.

Por primera vez su rostro se destensó y relajó el gesto. Le daría una oportunidad de enmendar su error. Según sus cálculos, ya más sereno, no tardaría en arrastrarse hasta él para suplicarle que regresara. Había que dejar pasar un poco de tiempo y mantener la calma. En todo caso, si no reaccionaba, cosa poco probable debido al convencimiento de su mutua dependencia, siempre podría llevar a cabo su particular desagravio, apretar el pescuezo de su jefe con algo que le iba a tocar muy de cerca: el perdulario de Basilio podría resultar una buena baza en caso de que sus previsiones de arrepentimiento fallasen. Había pensado en protegerlo, pero si las cosas se ponían feas, podría dejar que el chico se estrellase; en ese momento, Eutimio Granados estaría ahí para salvarlo y devolvérselo a su padre sano y salvo; entonces, Rafael Figueroa comería de su mano como siempre había hecho. Era cuestión de ser más listo, mantener la calma y actuar con cautela y con tiento. Eutimio Granados era un hombre paciente que sabía esperar.

Se tomó de un trago el segundo orujo, se levantó, pagó lo consumido y salió a la calle. Tenía que pensar, trazar un plan, no debía precipitarse.