La noche fue penosamente larga y tediosa por la terrible incertidumbre de la falta de noticias de si estaba vivo o muerto, en ese frágil equilibrio entre la vida y la muerte que con frecuencia se mantiene en las salas de espera de los hospitales, el mutismo blanco casi gris de las paredes y ventanas, la constante sordina de toses y murmullos invisibles y lejanos, en la soledad vacía de precaria espera, Rafael y Marta solos, él fumando un cigarrillo tras otro encendido del apurado pitillo, siempre de pie, paseando de un lado a otro intranquilo y pensativo, el sonido isócrono de sus pisadas retumbando en la oquedad del aire; ella sentada, las rodillas muy juntas, el bolso sobre ellas, el abrigo abrochado y su cuello envuelto en un pañuelo como si estuviera preparada para marcharse, para huir de aquel lugar de olor a muerte contagiosa, la mirada fija en el suelo pulido como el cristal de aquella sala grande y fea, desangelada y fría con paredes encaladas y ventanales enrejados que daban a la oscuridad de la noche cerrada, a los que, de vez en cuando, Rafael se asomaba para observar la sorprendente quietud de las calles a esas horas.
Casi había tenido que discutir con Virtudes cuando pasó por casa a recoger el abrigo, empeñada en que era mejor que esperasen allí y que en el hospital no hacían nada. La había dejado con la palabra en la boca. No la soportaba. Cuando estaba callada, entretenida en sus quehaceres simples y cotidianos, sin molestarle a su paso, podía sostener con cierta normalidad la convivencia, pero su presencia le provocaba tal rechazo que a veces tenía deseos de estamparla contra el suelo como a un gusano. En varias ocasiones había callado su boca viperina (tan brava ella) con un bofetón que hacía su efecto porque, entonces, desplegando una ofendida dignidad, enmudecía durante semanas, liberándole de tener que mantener con ella conversaciones anodinas y sin sustancia. En sus incansables y limitados paseos miraba a Marta, tan quieta, sentada en el banco de madera, tensa en todo su cuerpo, los ojos clavados en una nada infinita, tan desamparada otra vez, tan frágil y tan ajena. Cada cierto tiempo le preguntaba si necesitaba algo, pero ella movía la cabeza negando, sin llegar a mirarle, sin abrir la boca para nada, en una eterna espera, como si estuviera acumulando toda su fuerza para que Antonio se aferrase a la vida, para que no se rindiera, una fuerza surgida desde el corazón y desde el pensamiento.
Cuando la noche se fue deshaciendo en un gris de claridad matinal, oyeron resonar unos pasos. Marta levantó la cara y se puso alerta, atenta al ruido. Figueroa se volvió hacia la puerta con la esperanza de que por fin entrase alguien portando noticias. Miró de reojo a Marta, pálida como el mármol, la piel apagada y sin brillo con unas profundas ojeras violáceas de haber llorado sin que él se apercibiera. Los pasos se acompañaron de voces cada vez más cercanas y la puerta blanca con cristales translúcidos se abrió: en primer lugar, apareció una enfermera que se quedó a un lado, callada y prudente; tras ella entró Carlos Torres, alto e imponente, vestido con una bata blanca abotonada a la espalda como un gran preboste de la medicina. En su rostro grave llevaba el reflejo del agotamiento y la tensión de una noche larga y difícil. Se dirigió a Marta intentando esbozar una sonrisa que se quedó en una mueca.
Marta se había puesto en pie en el mismo instante en que la puerta se volteó para abrirse y esperaba paralizada, con el bolso sujeto por las dos manos, aferrada a él como un asidero para no caer desplomada y desinflada, conteniendo su ansiedad y deseando por un lado saber algo y por otro horrorizada por oír lo que tanto temía escuchar.
—¿Cómo está? —preguntó Rafael a pesar de que Carlos Torres pareció obviarle. Lo miró un instante y se plantó frente a Marta.
—Hemos conseguido estabilizarle, al menos por ahora… No te voy a mentir, Marta, está muy grave. Le hemos hecho una punción lumbar y administrado corticoides. Ahora solo nos queda esperar.
—Pero… —Ella abrió la boca y sintió la lengua acolchada, seca como el esparto de tanto tiempo callada. Tragó saliva y lo intentó de nuevo—: ¿Se va a curar?
—Hay que esperar, tenemos que ver cómo evoluciona en unos días. Si hubieras tardado un poco más en llamar, no hubiéramos podido hacer nada por él. Tiene un principio de septicemia, pero creo que lo hemos cogido a tiempo. Eso hubiera sido mortal. —De repente sus ojos se clavaron en Rafael—. ¿Quién te ha proporcionado la penicilina?
—Eutimio Granados —contestó con voz grave.
—Pues ha faltado esto para que lo matase; lo que hay en esas ampollas es puro veneno.
—¿Y las otras? Lleva unos días inyectándose y todo iba bien —manifestó Rafael en un absurdo intento de justificarse—. Mejoraba ostensiblemente.
—Si no le ha pasado nada, estarían bien. Pero te puedo asegurar que las que hemos analizado eran veneno. Ese rufián te la ha pegado, Rafa, y te ha podido meter en un buen lío; ten cuidado con él.
—¿En un lío por qué? Yo no las compré…
—El contrabando está penado, Rafael, no me jodas, sabes que si no hubiera sido yo quien atiende a Antonio, habríais tenido que dar muchas explicaciones a la policía. —Hizo un gesto extraño hacia Marta como si no le gustase lo que iba a decir—. Y si muere, no sé si podré encubrirlo; así que recemos para que Antonio salga adelante y todo quede en un empeoramiento de la neumonía.
El notario suspiró con gesto preocupado, nunca hubiera pensado que aquel asunto pudiera salpicarle a él.
Mientras el médico hablaba, Marta se había dejado caer en el banco hasta sentarse de nuevo como si de repente le hubieran fallado las piernas; la mano tapándose la boca, rompiendo por fin a llorar, encogiendo los hombros e intentando controlar las convulsiones del llanto.
—Deberías llevarla a casa —le dijo el doctor Torres a Rafael—. Ya os dije que aquí no hacéis nada.
Ella alzó la cara y dijo con la voz quebrada y suplicante:
—Quiero verle.
—No, Marta —dijo condescendiente el médico—, hoy es imposible. Está sedado. No está en condiciones de recibir visitas. Necesita descanso y tranquilidad. Vuelve mañana, te prometo que podrás verlo.
—¡Quiero verle! —Se levantó de nuevo conteniendo el llanto, impetrando al médico vestido de blanco, arrogado de la potestad de un gran sacerdote—. No me marcharé de aquí sin verle.
Carlos Torres se removió incómodo. Rafael insistió en que la dejara entrar.
—Está bien. Pero solo un momento.
Hizo un gesto a la enfermera para que la acompañase, y las dos mujeres, solas, emprendieron la marcha por largos pasillos, iluminados con la luz biliosa de las escuetas bombillas, una junto a la otra, ligeramente más rezagada Marta, aguantado el llanto y respirando hondo para intentar recuperar un ánimo que había perdido desde hacía horas, siguiendo el paso a la mujer vestida con un delantal blanco impoluto sobre una camisa azul claro con cuello camisero blanco; en la cabeza, alzándola como una torre, cofia almidonada que apenas cubría su pelo recogido y negro como el azabache, seria, discreta, con la voz modulada del que está acostumbrado a hablar despacio para no molestar a quienes reposan su enfermedad, sosiegan sus heridas o preludian la muerte.
Llegaron a una sala que antecedía a un amplio pabellón que podía atisbar a través de los cristales de la puerta. La enfermera se puso una mascarilla que le cubría la boca y le dio otra a ella: «Será mejor que se la ponga, por precaución», le dijo. Accedieron al pabellón y de inmediato, y a pesar de la mascarilla, percibió el olor acre a sangre y desinfectante: una sala alargada de techos ojivales cuyos arcos caían por el muro hasta abrir grandes ventanales a cada lado, entre los que se disponían las camas formando una doble hilera que dejaba en medio un pasillo ancho donde se distribuían tres estufas, enormes chubesquis cuyos tubos ascendían hasta perderse en el techo, que apenas conseguían caldear el ambiente. Médicos, monjas y enfermeras se movían de un lado a otro atendiendo a los postrados, en un sigilo impuesto y asumido del respeto al padecimiento y la amenaza de la muerte, de murmullos, confidencias y lamentos. La mujer la guio hasta una de las camas, la más apartada, oculta tras un biombo de tela blanca y estructura de hierro blanco.
Marta se acercó despacio a aquel lecho de sábanas níveas, dispuestas con esmero sobre el pecho de Antonio, los brazos sobre ellas, con un pijama de rayas y solapas oscuras. Tenía sobre la boca una máscara de oxígeno unida a la bombona situada junto al cabecero; al respirar provocaba un sonido extraño, bronco, como venido de ultratumba. Su rostro inmóvil, dormido en un sueño no natural, sino inducido. Movió su mano para tocarlo, pero la enfermera que se había quedado a un lado le susurró que no lo hiciera, que las instrucciones del doctor habían sido dejarle descansar. Marta se quedó quieta mirando a su marido en manos de la tediosa muerte, y sintió de pronto una terrible sensación de desaliento que la arrasaba por dentro. La enfermera le tocó el brazo con tanta delicadeza que apenas se dio cuenta. Su sonrisa le indicó de nuevo que debían salir, abandonar aquel lugar de contagio y enfermedad, de toses y olor a formol. Desanduvieron el recorrido para llegar al mismo sitio de donde habían salido; en la sala esperaban Rafael, Carlos Torres y Próculo, que se había apresurado a acudir hasta allí enterado por Virtudes del lamentable incidente, los tres apostados junto a la ventana, en una circunspecta charla que interrumpieron en cuanto Marta apareció por la puerta.
—¿Has podido verle? —preguntó Próculo obviando la evidencia.
Ella afirmó con un gesto apático, como si arrastrase con ella toda la pena del mundo.
—¿Cómo está? —insistió el sacerdote.
Marta encogió los hombros y no contestó. Carlos Torres repitió que no quedaba otro remedio que esperar y tener confianza en la fortaleza de Antonio. En ese momento, ella le miró a los ojos y el médico no pudo sostener su mirada.
—Ahora, llevadla a casa. No ha pegado ojo en toda la noche. Si hubiera alguna novedad, yo te llamo a casa de Rafael —añadió dirigiéndose a ella—. Yo os dejo. Tengo cosas que hacer.
El doctor se marchó por la misma puerta por la que había venido, quedando de nuevo solos en aquella sala, más blanca ahora por la luz de la mañana que penetraba por los cristales de los ventanales.
—Marta —habló Próculo con las manos entrelazadas como si fuera a rezar—, sé que no es el momento, ya me ha contado Rafael que Antonio no quiere ni oír hablar de que te pongas a trabajar, pero dadas las circunstancias, tal vez sería conveniente…
—Tenía que haberme presentado con Antonio el martes en el hotel para la firma del contrato —habló Marta con voz débil—. El señor Benítez habrá entendido que no me interesa el trabajo.
—¿Y te interesa? —la pregunta de Próculo la sorprendió.
—Qué más da si me interesa o no, Antonio nunca lo aprobará aunque nos estemos muriendo de hambre.
Próculo observó a Marta un rato con gesto cavilante, como si estuviera midiendo lo que iba a hacer y a decir.
—Verás, esta misma mañana pretendía subir a hablar con Antonio de este asunto. Ayer por la tarde me telefoneó Alfonso Benítez y me ha dicho que eres la persona idónea para ocupar el puesto.
—No tengo el permiso de mi marido, Próculo, le tendrías que convencer y en el estado en que está no creo que ahora sea lo más conveniente.
—Me ha dicho Carlos Torres que es posible que tenga que quedar ingresado una larga temporada y que si sale con vida, no descarta secuelas por el veneno que le corre por la sangre. Además, Elena ha dejado la zapatería, un tremendo error a mi parecer, una chica de su edad no puede estar tan entre algodones como pretendéis tenerla.
—Ese asunto está zanjado, Próculo, mi hija no va a trabajar donde la desprecian desde que entra por la puerta.
—Ya… —dijo Próculo tomando aire e hinchando el pecho como si estuviera conteniéndose—. Y dime, Marta, ¿de qué vais a vivir Elena y tú mientras tanto?
—Ya me las apañaré. No es la primera vez que me enfrento a esto… ¿O es que ya no te acuerdas?
—No lo dudo, pero por qué no intentas lo del Palace. Al menos hasta que Antonio se recupere y salga del hospital. Me ha comentado Alfonso Benítez que el trabajo consiste en asistir a una dama, una buena clienta del hotel.
—No tengo la autorización de mi marido, Próculo. ¿Cómo quieres que firme el contrato?
—Yo puedo suplir esa autorización —dijo con determinación—, como sacerdote, y teniendo en cuenta la enfermedad e incapacidad de hacerlo por parte de Antonio, seré yo tu representante legal para la firma de ese contrato.
Marta miró atónita a Próculo y luego a Rafael, para terminar otra vez en los ojos del cura.
—¿Se puede hacer eso? —balbució.
—Creo que no habrá problema. Alfonso Benítez me ha insistido mucho en que te necesita en el hotel de inmediato, y me ha recalcado que no tendrás queja en el sueldo. —Alzó las cejas antes de continuar—. Personalmente, lo considero una bicoca; me ha hablado de más de dos mil pesetas…, a la semana.
Rafael frunció el ceño asombrado.
—Eh, ¡dime dónde es eso, que me apunto!
Sus palabras cayeron en la nada, como si no las hubiera pronunciado. Marta seguía mirando de hito en hito al sacerdote para entender qué era lo que realmente quería.
—Pero ¿y Antonio?, no le va a gustar que yo…
—Bueno, tu marido no estará en condiciones de hablar del tema en una buena temporada, así que en principio y hasta su recuperación no es conveniente preocuparle o alterarle con asuntos cotidianos. Por ahora, tienes mi aprobación y tendrás mi amparo cuando llegue el momento de dar explicaciones. El que una mujer intente ganar limpiamente un dinero para ayudar a su familia ni es pecado ni delito, al contrario, dice mucho de ti… No pensarás quedarte aquí en esta sala de espera viendo pasar las horas y los días hasta que Antonio pueda mantenerte de nuevo… —calló un instante antes de continuar, condescendiente—. Hay que luchar, Marta, ahora te toca a ti llevar las riendas de tu casa hasta que pueda retomarlas tu marido.
Ella aceptó desconcertada, con la sensación de que iba a hacer algo malo y a espaldas de su marido enfermo e internado en un hospital de contagiosos.