El notario dio dos toques sobre la puerta. Abrió Marta; tenía mala cara, cansada y con los ojos enrojecidos.
—Traigo la penicilina.
—Pasa —dijo ella sin apenas mirarle.
Elena estaba sentada con los brazos cruzados. Lo miró y le saludó con un hola apenas pronunciado. Rafael dejó la caja sobre la mesa.
—¿Cómo está?
—Esta tarde ha tenido fiebre otra vez. Se ha quedado dormido hace un rato.
—Será mejor que se la pongas, cuanto antes lo hagas mejor. Aquí tienes toda la dosis que necesita.
Ella abrió la caja y preparó una de las ampollas para inyectarla. Elena le dio la jeringa previamente hervida y guardada en un recipiente limpio, tal y como les había indicado el doctor Torres que debían hacer. Elena volvió a sentarse, pero ni su madre ni Rafael lo hicieron, permaneciendo de pie, uno a cada lado de la mesa.
—¿Cómo te ha ido hoy en el Palace? —preguntó Rafael, observando cómo manipulaba cuidadosamente la medicina—. Me dijo Virtudes que Próculo te había preparado una cita porque había posibilidad de un trabajo para ti.
—No hay nada.
—¿Y eso? ¿No te interesa el trabajo?
—Qué más da si me interesa o no. No soy yo quien lo decide —calló un instante antes de continuar, tragándose la resignación con la saliva—. Ya sabes cómo es Antonio —habló sumisa, aceptando lo inevitable a pesar de que no estaba de acuerdo—, no quiere ni oír hablar de que yo trabaje. Será mejor que lo olvide.
—Mujer, es lógico. Antonio es un hombre de pies a cabeza. Yo nunca permitiría que Virtudes se pusiera a trabajar, bueno estaría, luego os hacéis sufragistas y no hay quien os meta en vereda. Ni hablar. En eso estoy totalmente de acuerdo con Antonio.
Marta levantó un segundo los ojos para dedicarle una mirada de reproche a sus palabras, pero de inmediato volvió a bajarlos para fijarse en cómo el líquido iba llenando la jeringa.
—Entonces, ¿por qué me preguntas?
—No sé…, es solo curiosidad.
—El problema, Rafael, es que necesitamos el dinero para comer —agregó con desgana—. ¿Es que tú tampoco te das cuenta de eso? Que del aire no se vive.
—Antonio se va a curar y podrá trabajar de nuevo —contestó con firmeza—. No te preocupes. Y ya te he dicho muchas veces que si necesitas algo no tienes nada más que pedirlo, lo que sea, Marta, no tienes por qué pasar penalidades.
Ella lo miró fijamente, con la contención inyectada en sus ojos y los labios apretados para no gritar lo que pensaba al hombre que acababa de traer la salvación de su marido.
—Voy a ponerle esto —murmuró.
—¿Quieres que te ayude? —preguntó Rafael cuando iba a entrar a la alcoba donde dormía Antonio.
—No hace falta…, pero si quieres pasar a verlo…
Rafael Figueroa se removió incómodo. Mantenía la sensación de frío que se le había metido en el cuerpo esperando en la calle a Eutimio Granados.
—No, déjalo, será mejor que le deje descansar. Dile que mañana se quede en la cama. Que no baje a la notaría.
Marta lo miró seria.
—Lo haré, pero ya sabes lo cabezota que es.
Se despidió con un gesto a Marta y otro a Elena, como un visitante que ha comprendido que su presencia resulta incómoda.
Pasados los tres primeros días, la penicilina obró el milagro y Antonio empezó a recuperarse de forma evidente: la fiebre remitió y, a pesar de que sentía dolorido todo el cuerpo, la tos le había mejorado, desapareció el hipo y dormía más tranquilo.
En cuanto recuperó un poco la compostura y se sintió con fuerzas, tal y como le había prometido a Marta, acudió a la oficina de colocación para solicitar trabajo. Después de esperar su turno durante más de tres horas, le atendió un hombre menudo, de cuerpo hético que quedaba descompensado con la cabeza grande y redonda con muy poco pelo; sus ojos eran pequeños y tenía la mirada penetrante y esquiva; actuaba con una indolente arrogancia sabiéndose dueño de la situación y aburrido de todo. Antonio Montejano apoyó los brazos sobre el mostrador y quedó frente a él. El funcionario le miró solo un segundo para preguntarle, con displicencia, su nombre, edad, trabajo pretendido y domicilio. A todo contestó Montejano con presteza y, en cuanto al trabajo, le dijo que era médico y comerciante de antigüedades, para añadir que necesitaba trabajar en lo que fuera y de lo que fuera. El numerario le observó artero por encima de unas gafillas minúsculas que se ponía y se quitaba según apuntaba los datos del demandante de empleo.
—Médico… —murmuró, moviendo la cabeza de arriba abajo como si estuviera afirmando—. ¿Y comerciante de qué…?
—De antigüedades.
Antonio Montejano contestó tranquilo. Ya había pasado por aquel trámite en otras ocasiones; así que conocía la forma de proceder.
—Vaya… —volvió a murmurar, y empezó a buscar algo en un cuaderno negro que tenía en su mesa—. A ver qué tenemos por aquí que le encaje a usía…
Antonio no hizo caso al tono burlón del hombre.
—Mire —dijo levantando la cara hacia él sin dejar de apuntar con el dedo una línea escrita del papel—, aquí hay algo que puede interesarle… El inconveniente es que se trata de un trabajo en Móstoles. No sé si…
—¿Cuánto pagan?
El hombre volvió a poner los ojos sobre los papeles.
—Pues no le voy a usted a engañar, pagar no pagan mucho que digamos, la situación no está para echar campanas al vuelo, pero llevan tiempo buscando a un tornero con experiencia y es posible que pudiera sacarse algunas perras.
Los dos hombres se miraron con fijeza durante unos segundos.
—¿Usted no tendrá experiencia de tornero?
—Yo tengo experiencia de todo lo que usted me pida, el problema es que si me tengo que desplazar hasta Móstoles me dejo las perras que gane en el transporte, ¿usted me entiende?
El hombre afirmó con suficiencia, y volvió a fijar su atención en los papeles desparramados en su mesa de trabajo al otro lado del mostrador, sobre el que se agolpaba una multitud que, como Antonio, solicitaba algún oficio con el que ganarse la vida, poniendo todos sus anhelos en la voluntad de cualquiera de los funcionarios parapetados tras el largo y ancho soporte de madera que los mantenía protegidos, y en cierto modo aislados, del lado de los desgraciados sin trabajo.
—Aquí tengo otra cosa que puede interesarle… Es un puesto de listero en una obra de la Castellana.
—¿Y qué hace un listero?
—Pasar lista a los albañiles para que cumplan horarios y se centren en el tajo.
—¿Cuánto pagan?
—No pagan mal. Si echa horas, puede sacarse cuarenta pesetas al día. Quieren apurar la obra en poco tiempo y pagan bien las extras. No sé si…
—¿Cuándo empezaría?
—Eso no depende de mí. Verá… —Miró a un lado y a otro comprobando que no había oídos atentos a sus palabras que no fueran los de Antonio Montejano; se levantó y apoyó los brazos sobre el mostrador quedando muy cerca de su interlocutor—. El constructor es un familiar mío; necesita una persona de confianza, que no tenga remilgos en controlar y que no le importe trabajar hasta en domingo, con el permiso de la Santa Madre Iglesia.
—Por ochocientas pesetas al mes soy de confianza absoluta, no sé lo que son los remilgos y no me importa trabajar lo que haga falta.
El hombre le miró unos segundos, valorativo.
—Solo hay un… pequeño inconveniente.
—¿Cuál?
—No paga el seguro médico…, ni le hace contrato, tiene que servirle la palabra entre hombres.
Antonio se quedó callado, pensativo. Arqueó las cejas y abrió sus manos.
—Cuándo empiezo.
El funcionario sonrió ladino.
—Váyase a casa. Se pondrán en contacto con usted en unos días. Ha tomado una buena decisión.
—Espero que tenga razón.
Salió contento. No sabía muy bien por qué. Un trabajo algo turbio, sin seguro médico, ni siquiera contrato que le amparase en nada; la oferta no era una bicoca precisamente, pero el sueldo superaba en más del doble lo que le pagaba Rafael.
Había llegado a casa algo más risueño y le había dicho a Marta que había encontrado un buen trabajo en el que le pagaban un buen sueldo, sin especificarle en qué ni de qué. Por fin parecía que las cosas podían llegar a enderezarse. Sin embargo, era como si la mala suerte hubiera anidado definitivamente en sus carnes y no le iba a dejar escapar fácilmente. Aquella misma noche, a los pocos minutos de haberse inyectado él mismo la penicilina, empezó a sufrir un fuerte dolor de cabeza y rigidez en la nuca. Cuando Marta encendió la lámpara para atenderle, se mostró agresivo porque le molestaba la luz y tuvo que apagarla de inmediato; le tocó la frente y notó la piel caliente como una placa candente; se asustó y le dijo a Elena que bajase a casa de Virtudes para que avisaran al médico. Rafael Figueroa subió al poco tiempo y comprobó con preocupación el estado de Antonio.
—No te alarmes, Marta. Carlos está en camino, y trae con él una ambulancia, por si acaso.
Marta estaba al otro lado de la cama, la alcoba envuelta en una penumbra rota por la luz amarillenta de la sala, que irrumpía en la oscuridad a través de la puerta abierta, la mano en la boca intentando contener el llanto y un quejido desesperado que alejase la acechante muerte. Miraba a su marido tendido en la cama, sudoroso y desazonado por el delirio y la fiebre. Elena permanecía a un lado, callada y asustada. El frío la hizo estremecerse y encendió el brasero para caldear el aire. Durante la espera ninguno se movió de donde estaba: Marta y Rafael a cada lado de la cama sin saber cómo calmar los temblores de Antonio. Ella había intentado ponerle paños húmedos en la frente, pero los había rechazado con brusquedad, así que no hacía nada, quieta, impotente y abrumada. Elena se asomó a la ventana para mirar la oscuridad del patio a través de unos cristales empavonados por la escarcha adherida. Apoyó la frente y sintió en la piel el frío del vidrio. Su respiración descompensada dejaba un vaho blanco en el cristal, y sin poder evitarlo empezó a nublarse la profunda negrura que tenía ante sus ojos, el llanto amargo la embargó incontrolado hasta que oyó ruido en la escalera. Se secó las lágrimas con la inmediatez del que cree estar haciendo algo malo. Julita subía las escaleras seguida del médico; había estado esperando su llegada en la puerta de la calle para abrirle y no perder tiempo. Elena se apresuró a recibirlos, pero antes avisó a los que acompañaban a Antonio.
—Ya viene.
Rafael salió en el momento en que Carlos Torres entraba en la casa con aspecto de quien ha sido arrancado de la calidez del lecho y del plácido sueño. Apenas hablaron unas palabras entre los dos hombres y el médico se metió a la habitación, quedando Figueroa en el quicio de la puerta y Marta a un lado de la cama mientras le explicaba lo que había sucedido desde que se había inyectado el antibiótico.
Elena y Julia se quedaron en el pequeño descansillo de la escalera; hablaban entre ellas en susurros, poniendo Julia todo su empeño en apoyar a su amiga en aquella incertidumbre que acechaba en la quietud de la noche.
Las cosas fueron muy rápidas. Había que ingresarlo de inmediato; el diagnóstico estaba bastante claro: la penicilina de la última ampolla que se había inyectado debía de estar adulterada. Carlos Torres envió a Julia a que diera aviso a los de la ambulancia. Al cabo de unos minutos, dos hombres bajaban en una camilla el cuerpo maltrecho de Antonio Montejano a la vista de todos los vecinos, que al percibir el sonido de la ambulancia habían salido a los descansillos con sus batas de guatiné bien abrochadas al cuello o con sus batines de seda ellos, con el fin de enterarse de qué sucedía y sobre todo a quién. Mauricio Canales se hizo de inmediato con el mando de la situación y fue guiando, con la diligencia de un guardia urbano, la maniobra de bajada del enfermo ayudando a salvar las estrecheces y recovecos de la escalera.
—Quiero ir con él —dijo Marta cuando salían.
—Será mejor que te quedes aquí —le dijo el médico con firmeza—, allí no haces nada, va a ir directamente a un pabellón para ser tratado. Hasta mañana seguramente no lo vas a poder ver.
—Pero… quiero ir, quiero estar cerca de él.
El médico terminó de recoger los instrumentos que había desplegado para el primer reconocimiento. No dijo nada, la miró con gesto seco. Rafael agarró a Marta por los hombros y le habló intentando calmarla.
—Yo te acompañaré al hospital en el coche.
—Le llevamos al San Juan de Dios —dijo el médico antes de salir y precipitarse escaleras abajo detrás de los camilleros vestidos de blanco que maniobraban bajo las órdenes del jefe de casa.
—¿Y yo? —intervino Elena con voz débil y ahogada.
—Tú quédate aquí a la espera de noticias —añadió Rafael Figueroa, como si de repente hubiera asumido la autoridad paterna—. En cuanto sepa algo, llamaré a Virtudes para que te lo hagan saber.
—¿Puede bajarse conmigo a casa? —preguntó Julita—. Estará más acompañada.
Rafael dudó un instante. Marta se había metido en la habitación a vestirse para ir al hospital y había cerrado la puerta.
—Puede que sea mejor; así no estará aquí sola. Que se baje contigo a casa y procura que descanse, Julia, no la aturdas con tu charla.
Marta salió con el abrigo en la mano y la desazón plasmada en el rostro.
—Vámonos —dijo con firmeza mirando a Rafael.
Elena y Julia estuvieron un buen rato despiertas, pero apenas hablaron, no por falta de ganas de Julia, que parloteaba sin parar en contra de lo sugerido por su padre, sino porque Elena, una vez envuelta en la calidez de la cama de Julia, pensó que hubiera preferido estar en su casa, metida en su cama, oliendo el aire frío que le dejaba entumecidos los carrillos y la nariz, y sobre todo permanecer en silencio, un silencio anhelado, convertido siempre en quimera al lado de Julia. No tenía ganas de hablar, hacía días que evitaba a su amiga a pesar de que esta intentaba lo contrario, sobre todo cuando se enteró de que se había despedido de la zapatería de don Críspulo y del desagradable episodio con el guardia urbano. Pero Elena tenía la cabeza en otra cosa: además del repentino empeoramiento de su padre y la posibilidad de su muerte, aunque esa idea la intentaba apartar de su mente, le turbaba la cita prometida en Chicote porque no terminaba de fiarse de que Basilio fuera capaz de guardar el secreto de su inocente visita a la casa de doña Celia; pero también pensaba en la conversación que aquella misma mañana había tenido con su madre sobre su futuro, cuando le confirmó que su padre quería aceptar la propuesta de matrimonio de Mauricio Canales.
Había aprovechado el momento para contarle que había un chico, Alberto, que la rondaba desde hacía unos meses, y el rostro de su madre se había ensombrecido al oírla y le dijo que hablaría con su padre pero que no le prometía nada, porque la decisión estaba tomada. Y Elena no terminaba de comprender por qué se tomaba una decisión que afectaba de lleno a su futuro sin preguntarle nada, sin que pudiera al menos hacer oír su opinión, todo hablado y rematado por su padre y don Próculo ante la impotencia de su madre, que entendía su inquietud y su rechazo y que, no obstante, afirmaba que era su obligación de hija obedecer a su padre, porque él sabía lo que era bueno para ella; y no lo entendía, por más que lo intentaba, no podía comprender cómo su padre, que tanto decía quererla, la arrojaba en brazos de un hombre sin que la palabra amor se pronunciara siquiera; se estremecía al imaginar su vida con él: tan mayor, tan serio, tan juez. Todo le angustiaba y le quitaba el sueño, y por eso se quedó callada en la oscuridad sin seguir la trivial conversación que Julita se empeñaba en sostener hasta que, por puro aburrimiento, su amiga se rindió al sueño. Elena suspiró aliviada cuando oyó la respiración pausada como evidencia de que se había dormido. Muy quieta por temor a despertarla, mantuvo los ojos muy abiertos intentando atisbar algún punto de claridad al que aferrarse para evitar aquella opacidad que parecía proyectarla a un vacío imaginario que le hacía perder el equilibrio. Le subió por la garganta un torrente de emociones, respiraba con dificultad como si en la habitación no hubiera bastante oxígeno para las dos, hasta que el llanto desbordó sus ojos abiertos y, para evitar que las sacudidas del sollozo despertasen a Julia, se encogió sobre sí misma y lloró hasta que, sin apenas darse cuenta, se quedó dormida.