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Eutimio Granados llegó a la puerta del bar Chicote cuando acababan de dar las ocho. Se había quedado una tarde fría y desapacible y los peatones caminaban por la Gran Vía con paso rápido, envueltos en las lanas de sus bufandas, cubierta la cabeza con gorros y las manos hundidas en sus recios gabanes.

Al entrar percibió el aire tibio del interior del local, la mezcla de olores a tabaco y puro, a güisqui y coñac, alcohol combinado y servido en las copas que unos y otros aferraban desde hacía un rato. No había demasiada gente, era lunes y los lunes mucho personal se entretenía en los estrenos de los cines o de alguna función de teatro. Al final de la barra atisbó al limpia sentado en uno de los taburetes, con el cajón de madera colocado a sus pies, junto a la puerta del baño de caballeros. En una mano sostenía una copa y sujetaba un cigarrillo en la otra. Si no fuera porque llevaba una chaquetilla oscura de uniforme, habría pasado por un cliente más del local. Se acercó a él intentando esquivar a un grupo de jóvenes que armaban jaleo con cánticos y soflamas políticas, muy encendidos después de horas de debate mezclado con vino y cerveza. Uno de ellos le empujó sin querer provocándole un traspié. Con voz ronca le pidió disculpas intentando retener una risa tonta y achispada que se le escapaba sin motivo, pero Eutimio, con gesto malhumorado, le apartó de su camino de un manotazo y continuó hacia donde se encontraba Nicasio.

Ofendido, el joven estudiante le agarró de la gabardina con la intención de encararse con él. Eutimio se giró y, antes de que el chico pudiera decir algo, le empujó con tanta fuerza que lo tiró al suelo. Se formó un barullo en torno a los dos hombres, pero el chico se puso de pie con la clara intención de irse contra su atacante asumiendo la pelea, los camareros ya se habían puesto en guardia e invitaron a los chicos a abandonar el local, lo que hicieron entre protestas, empujones, voces e insultos. Cuando salió el último, el local parecía haberse quedado vacío; únicamente una docena de hombres y dos o tres mujeres se mantenían en grupos dispersos, sentados en las mesas o acodados en la barra.

Eutimio Granados pidió un coñac al barman.

—¿Tienes lo mío? —preguntó tajante a Nicasio.

—Claro. Yo siempre cumplo.

—¿Dónde está?

—¿Y lo mío?

Eutimio le miró al bies. En ese momento el camarero sirvió el coñac en una copa ancha, y él la cogió, bebió el líquido de un trago y se volvió para quedar frente al limpia, que se mantenía con su cigarro rubio, a la espera.

—Dime dónde tengo que ir a recoger esa maldita penicilina y luego te pago.

Nicasio negó con un movimiento de cabeza.

—Primero lo mío. Esta vez va a hacer un buen negocio, don Eutimio, no me lo va a negar.

Eutimio sacó su cartera y le dijo al barman que le diera la cuenta de lo suyo y de lo del limpia; pagó y, cuando el camarero se alejó, le entregó con disimulo un billete doblado. Nicasio lo guardó y sacó un papel con algo escrito. Se lo entregó.

—Esa es la dirección. Le están esperando desde hace una hora. Me han dicho que lo harán hasta las diez. ¿Lleva todo el dinero?

Eutimio afirmó mientras miraba la dirección escrita. Luego se metió el papel en el bolsillo.

—Es un gusto hacer negocios con usted, don Eutimio. Ya sabe dónde me tiene.

Eutimio miró a un lado y otro.

—¿Dónde está Padilla?

—No ha llegado todavía. Anda con un catarro desde hace días y viene un poco más tarde.

—¿Y Paquito?, ¿también está enfermo?

—Paquito libra los lunes, don Eutimio. Todos tenemos derecho al descanso. ¿Quiere que le diga algo?

—No, ya los veré mañana.

—¿Se pasará luego por aquí?

—No lo creo.

El oficial de notaría se caló el sombrero y se dio la vuelta. Cuando estaba a punto de salir a la calle, le detuvo una voz que le llamaba por su nombre; la reconoció enseguida. Se trataba de Basilio Figueroa, que estaba sentado en una de las mesas cercanas a la puerta acompañado de un hombre de mediana edad y gesto arisco. Se levantó y se acercó hasta él.

—¿Adónde vas tan pronto? —le preguntó tendiéndole la mano para saludarle—. Tómate algo con nosotros, Eutimio, te invito.

—Te lo agradezco, Basilio, pero no puedo, tengo que irme.

—¿Rechazas mi invitación?

—He de resolver un asunto de tu padre.

—¿Puedo ayudarte?

—No, Basilio, no puedes ayudarme. Y no bebas más, que todavía es demasiado pronto. —Mientras hablaba, de pie, miraba de soslayo por encima del hombro del hijo del notario a su acompañante, que permanecía sentado con los codos apoyados sobre la mesa y una pipa de color nácar en la mano. No le conocía, pero no era la primera vez que le veía por el local, lo recordaba precisamente por la pipa. El hombre le observaba asimismo; tenía la nariz grande y torcida como si se la hubieran partido, además de profundas ojeras que envolvían una mirada intrigante y artera—. Ten cuidado con quien te juntas, las malas compañías suelen traer problemas.

Basilio miró hacia atrás con una sonrisa estúpida.

—¿Lo dices por ese? —preguntó señalando hacia él—. Es inofensivo, un carcamal que se me ha acoplado. Nada de que preocuparse.

Los dos hombres se miraron de hito en hito. El primero que cedió a la presión fue Basilio, que sorbió la nariz nervioso, apretó la mandíbula con fuerza y se tocó el nudo de la corbata como si le apretase el cuello.

—Tengo que irme —dijo Eutimio, se dio la vuelta y lo dejó plantado.

Salió a la Gran Vía y volvió a mirar el papel con la dirección escrita; estaba cerca de la estación del Mediodía, al lado del Retiro. Lio un cigarro y lo encendió antes de emprender la marcha en dirección a la Cibeles. Estaba deseando acabar con aquel asunto cuanto antes. Bajó por el paseo del Prado hasta Atocha. Transitó por el dédalo de calles estrechas hasta encontrar la que estaba escrita en el papel; una vez localizada, se adentró en ella, pero ralentizó el paso receloso; era una travesía estrecha, solitaria y oscura; las dos únicas farolas que se veían o estaban fundidas o no funcionaban, así que le costaba ver el número de los portales para encontrar el 12, que era al que debía acudir. Al fondo, en la penumbra, atisbó la silueta de un coche aparcado. El eco de sus pasos retumbaba en el silencio hueco que aplacaba el lejano rumor de los sonidos de la ciudad haciendo que aquel lugar pareciera más apartado. Un poco antes de llegar a la altura del coche detenido y aparentemente vacío de ocupantes, los faros se encendieron y la luz intensa le deslumbró. Rugió el motor y avanzó unos metros hasta quedar junto a él. Desde la ventanilla medio abierta de la parte de atrás salió una voz de hombre ronca y cortante.

—¿Eutimio Granados?

—¿Quién lo pregunta?

—¿Es usted Eutimio Granados? —insistió la voz.

—Es posible.

En ese momento la puerta se abrió.

—Suba —dijo la voz desde el interior con autoridad.

Eutimio lo pensó unos segundos, pero la voz se impacientó.

—No tenemos toda la noche. Suba, si quiere la mercancía.

El Ford negro hizo un amago de moverse y Eutimio se montó sin estar convencido. No le gustaba hacer tratos así, tan en secreto y tan aislado. Se estaba arriesgando, y el negocio era para ganar dinero, no para jugarse el pescuezo. Se sentó junto al dueño de la voz, del que apenas vislumbraba más que la silueta. Una vez sentado, el auto se puso en marcha y la puerta se cerró de golpe por la inercia del acelerón.

—¿Adónde vamos?

Nadie le contestó. En el asiento delantero, además del conductor —un hombre de anchos hombros, carrillos abultados que parecían rebosarle del gollete de la camisa—, iba otro con sombrero, al que solo podía ver el ancho cogote medio cubierto por el cuello alzado del abrigo. Miró a su lado para observar el perfil de apariencia impertérrita del que le había hablado ordenándole subir. Lo único que Eutimio adivinó en la oscuridad fue que su nariz era afilada y fina, sobre la que pendían unas gafas redondas de pasta oscura; no podía ver sus ojos porque mantenía la mirada al frente como si obviase la presencia del recién llegado. Aspiró el aire cargado de una mezcla de olores a humo de cigarro, colonia y fijador de pelo. Giraron y se adentraron en una calle algo más iluminada, comprobó entonces que el hombre sentado a su lado era de complexión delgada, enjuto, con una nuez prominente que le subía y le bajaba por encima del nudo de la corbata; vestía un traje oscuro de rayas y sobre sus piernas tenía una gabardina de color claro. No se movía. Parecía no pestañear. El conductor y su acompañante encendieron un cigarro y el habitáculo se inundó del humo blanquecino que escapaba a vaharadas inquietas por la rendija de la ventanilla abierta del lado de Eutimio.

—Quiero saber adónde me llevan.

El hombre que tenía a su lado se giró solo un poco, sin llegar a mirarlo, como si quisiera dar a entender que le había escuchado.

—¿Trae el dinero?

—Sí.

—Me gustaría comprobarlo, si no tiene inconveniente.

—¿Tiene la mercancía?

El hombre se volvió hacia él y esta vez sí que le miró con fijeza.

—Claro. —Guardó silencio un rato antes de continuar—. Puede entregarle el dinero —dijo levantando la mano y señalando al que iba junto al conductor—. Se encargará de contarlo y comprobar que está todo.

Eutimio sacó el sobre con el dinero, del que ya había sacado su parte y lo pagado a Nicasio. Lo colocó sobre el hombro del que debía contarlo y este, sin girarse, lo cogió. Eutimio intuyó por sus movimientos que contaba los billetes. Al cabo de un rato dijo «Está correcto». Y nada más. El coche avanzaba por calles cada vez más desiertas y más sumidas en la oscuridad, como si se alejara del centro en dirección a los arrabales del sur de Madrid. Cada vez estaba más nervioso e incómodo.

—¿Y la mercancía? —insistió intentando no mostrar su alarma.

El hombre dio dos toques con la mano sobre el hombro del conductor, que de inmediato ralentizó la marcha hasta detenerse en un lugar oscuro como una caverna. El que iba junto al conductor le dio un paquete y el hombre lo cogió.

—Aquí tiene, la mejor penicilina de Europa.

Eutimio tomó el paquete. Estaba frío al tacto.

—Le aconsejo que lo mantenga a baja temperatura —añadió el hombre de las gafas—, con hielo o en un lugar fresco, es un producto muy delicado de transportar y conservar.

De nuevo el silencio. Eutimio no sabía qué hacer. Con el paquete en sus manos, sobre sus piernas, esperaba que lo llevaran a un lugar más céntrico.

—El trato está hecho —dijo el hombre—. Ahora, baje del coche.

Eutimio miró por la ventanilla. No se veía nada.

—¿Dónde estamos? ¿Qué pretenden, que vuelva caminando con esto en las manos?

—Ese no es mi problema. Baje del coche, se lo ruego.

—Lléveme al menos donde me ha recogido.

—Baje del coche. —La voz fue ruda y hosca esta vez, con la misma autoridad con la que le había ordenado que subiera a él. En ese momento, el que le había cogido el dinero abrió su puerta, descendió y abrió la de Eutimio. El frío intenso de la noche de enero se metió en el interior del habitáculo provocándole un escalofrío—. Baje del coche. —La voz insistente era ya una amenaza.

Eutimio agarró con fuerza el paquete y descendió. La portezuela se cerró con un golpe y el hombre del sombrero volvió a montarse en su sitio; con la suya todavía abierta, el coche aceleró y se alejó con un chirrido de ruedas al derrapar en la tierra. A medida que las luces se alejaban, Eutimio se fue quedando en una oscuridad casi absoluta, como si lo hubieran abandonado en medio de la nada. Se quedó quieto, esperando no sabía muy bien a qué. Los pies se le estaban quedando helados y dudó qué dirección tomar porque todo era negro a su alrededor. Al cabo de un rato, sus ojos se acostumbraron a la penumbra y comprobó que estaba en una carretera de tierra circundada por árboles y algunas casas que parecían deshabitadas: ni luces ni velas ni voces de gente en su interior que dieran alguna señal de vida. Echó a andar en la misma dirección en la que el Ford se había alejado intentando no perder el borde de la carretera. Pronto notó bajo sus pies que había dejado la tierra y caminaba sobre adoquines, y enseguida vio casas por cuyas ventanas, a través de cortinas y persianas, se escapaban luces vagas y ligeras. Estuvo caminando algo más de media hora hasta que reconoció la silueta del edificio de la estación del Mediodía. Cuando llegó a la puerta, tomó un taxi para que le llevase a la plaza del Ángel. Sentía el cuerpo aterido por el frío y la humedad, los pies le dolían de lo helados que los tenía, y empezaba a notarse destemplado y enfermo. Pagó al taxista y se metió en un bar vacío de clientes situado justo frente al portal de la notaría. Pidió un ojén y una ficha para el teléfono. Marcó el 29793 y esperó señal.

—Don Rafael —dijo al oír la voz de su jefe al otro lado del auricular después de esperar a que la criada le avisara de la llamada—, tengo la mercancía.

—Espérame en la puerta, ahora mismo bajo.

Eutimio se bebió de un trago el orujo, pendiente del portal que tenía enfrente. Cuando la puerta se abrió, vio a su jefe salir y mirar a un lado y a otro. Pidió otro ojén y pagó. Durante un rato, con el vaso en la mano, estuvo observando desde su particular atalaya. Testigo de su impaciencia, veía cómo, con evidentes muestras de alteración, lo buscaba con la mirada, frotándose las manos con fuerza, encogidos los hombros y envuelto en el vaho blanquecino expelido por la boca; no llevaba abrigo; su intención era clara, coger el paquete y olvidarse de Eutimio. Por eso dejó que se desesperase un poco, pensando en la caminata que se había tenido que chupar para que su «amiguito» tuviera la medicina que iba a curar su enfermedad. Sentía un odio visceral hacia los dos. Hacia su jefe, porque había conseguido llegar a ser lo que a él se le había negado: notario (los escasos recursos en su juventud le impidieron prepararse una oposición así) y rico, y, sobre todo, más influyente y más poderoso que él, y eso con el paso del tiempo le encendía mucho más, porque en la mayoría de las ocasiones era él quien le había abierto puertas y despachos quedándose para el notario las excelencias, los regalos, las invitaciones, los halagos y la autoridad. Y en cuanto a Antonio Montejano, le odiaba porque era amigo de Rafael Figueroa, y por lo que el notario hacía en base a esa amistad, y además porque tenía una mujer hermosa y una hija más bonita aún. Eutimio Granados no tenía amigos, nunca los había tenido, cuando era más joven le utilizaron algunos que quisieron pasarse por camaradas, pero pronto se dio cuenta de que sus intenciones no eran por una amistad sincera o por buena camaradería, sino para sacar algo del talento y astucia que siempre derrochó Eutimio; su mujer, además de ser malcarada, no le quería, nunca lo había hecho, se tuvo que casar con ella porque fingió un embarazo que luego no fue cierto. Odiaba su vida, su casa y su entorno, y asimismo odiaba a todo el que tuviera amigos y un hogar grato al que regresar.

Se bebió de un trago el segundo orujo y el efecto cálido del alcohol le caldeó el cuerpo. Cuando Rafael Figueroa estaba a punto de desesperarse y la impaciencia ya le supuraba por los ojos, salió con el paquete bajo el brazo; atravesó la plaza despacio. El notario le vio y se fue hacia él alzando las manos furibundo.

—¿Dónde estabas? —le espetó antes de llegar a su encuentro—. Llevo un rato esperándote.

—Tomando una copa —contestó ya frente a él con una exasperante tranquilidad—. La noche está muy fría.

—La próxima vez que te diga que me esperas en la puerta, me esperas en la puerta, ¿entendido? He estado a punto de coger un pasmo. ¿Es esa la penicilina? —preguntó señalando el paquete.

Eutimio lo miró como si lo descubriera en sus manos.

—Ah, sí. También he pasado frío por conseguirla, mucho frío, y menuda caminata me he tenido que dar para traerla.

—Dame el paquete, Eutimio, vamos, que hoy no estoy aquí para atender tu palique.

Eutimio se lo entregó sin dejar de mirarlo a los ojos, mientras Rafael se soplaba las manos con el aliento cálido y blanquecino que expulsaba por la boca.

—Al final voy a ser yo quien por tu culpa pille una pulmonía. —Rafael se dio la media vuelta y se alejó, pero Eutimio oyó perfectamente cómo murmuraba una palabra que se le clavó en la mente como el filo de un cuchillo en el fondo de su vientre—: Imbécil.

Eutimio Granados echó a andar pensativo. El orujo le había calentado la sangre y se encontraba mejor; no tenía ganas de ir a casa, pero tampoco de meterse en ningún bar, no quería hablar con nadie, necesitaba pensar. Había ganado un buen dinero aquella noche y quería celebrarlo. Decidió ir a casa de la Ventura, una mujer bajo cuyo auspicio sobrevivían media docena de infelices que habían llegado a Madrid desde los pueblos castellanos, de Galicia o de Andalucía con ganas de comerse al mundo y que habían terminado engullidas por ese mundo que tanto anhelaron en la quietud de sus pueblos. Remedios era alta y delgada, con unos enormes pechos que hacían la delicia de Eutimio, pero sobre todo era muy callada; una vez hecho el servicio, o bien dormía o bien fumaba, pero nunca hablaba a no ser que se lo pidiera el cliente. Eso era lo que necesitaba, compañía callada y sometida sobre la que arrojar la extraña frustración que le atenazaba.