Antonio subió pesadamente las escaleras, con el cuerpo de nuevo dolorido, los efectos de la penicilina estaban remitiendo ante la falta de continuidad en el tratamiento: la fiebre subía de nuevo, había vuelto la sensación de pesadez y la cabeza parecía que iba a estallarle. Respiraba con dificultad cuando llegó a la puerta; al entrar, vio a Marta sacando del cenacho las cosas que había comprado.
—Subes muy pronto —dijo ella extrañada cuando le vio—. ¿Te encuentras bien?
Él no dijo nada. Su gesto arisco y huraño lo decía todo y todo lo callaba. La miró un instante como si quisiera leer en sus ojos lo que no le había dicho y que todos menos él parecían conocer. Se dirigió a su alcoba, se quitó los zapatos apretando con la puntera por la parte del talón: primero el izquierdo, que cayó pesadamente sobre el suelo de baldosa desgastada, luego el otro. Se dejó caer de lado sobre la almohada, agotado, contraído con los brazos cruzados sobre su regazo, respirando a bocanadas como si hubiera subido corriendo y le faltase el resuello. Marta se acercó y quiso taparlo con una manta que había a los pies de la cama, pero cuando la estaba colocando él la cogió con brusquedad de la muñeca y sus ojos encendidos se clavaron en ella.
—¿Cuándo piensas decirme adónde has ido esta mañana?
Marta se mantuvo un instante en silencio hasta que sintió que aflojaba la fuerza de la mano; se sentó en el borde de la cama, a su lado, colocando la manta sobre el pecho de su marido, sin llegar a mirarlo, pero sintiendo sus ojos inquisitivos. Suspiró antes de hablar.
—He estado en el hotel Palace; en una entrevista de trabajo que me consiguió Próculo.
—¿Y cuándo pensabas decírmelo? —Estaba enojado y no lo disimulaba.
—Primero quería saber de qué se trataba. Próculo no me dijo nada sobre el trabajo, solo que pedían que supiera idiomas. Ni él lo tenía claro, me dijo que fuera a ver.
—Soy tu marido, Marta, ¿es que te has olvidado de eso? ¿Te parece agradable que todo el mundo sepa lo que hace mi mujer menos yo?
—Pero si no lo sabe nadie, Antonio… Bueno…, Virtudes, porque Próculo lo dijo delante de ella, y doña Fermina, porque Juana me ha peinado…
Antonio se incorporó tan bruscamente que la asustó y a punto estuvo de caer de la cama. Su piel desprendía la calentura de la enfermedad y sus ojos febriles la ira irracional que le embargaba y le quemaba por dentro. Sentía que las cosas se le escapaban, que no era capaz de manejar el rumbo de su vida. Temía perder las riendas de su autoridad sobre su mujer y su hija.
—No voy a consentir que mi mujer trabaje para nadie. Me valgo yo solo para sacar a mi familia adelante.
—Estás enfermo, Antonio. Si sigues así, te vas a morir, y entonces qué.
—Tu lugar está aquí, en tu casa, cuidando de mí y de Elena. Yo seré quien os mantenga aunque tenga que salir a rastras.
—En esta casa me asfixio —se lamentó Marta entre el balbuceo y la súplica—, no hay nada que hacer. Es todo feo y oscuro. No me gusta esta vida. No puedes culparme por querer cambiarla.
Hubo un largo silencio. Antonio relajó la postura y, sin mirarla, con los ojos clavados en un vacío de desesperanza, le dijo con voz queda:
—Saldremos de esta, Marta, confía en mí, por favor… No empeores las cosas.
—Las cosas empeoran sin que yo haga nada —calló un instante tomando aire, como si le faltase para continuar—. Elena no irá más a la zapatería.
Antonio resopló levemente, como si estuviera muy cansado.
—¿Qué ha pasado? —preguntó con un hilo de voz.
—Nada, no ha pasado nada, que don Críspulo la hace trabajar hasta muy tarde por cuatro perras y que no quiero que venga todos los días a las tantas porque este hombre se empeñe… Un día vamos a tener un disgusto… —Cerró la boca para no seguir hablando.
Antonio puso el brazo bajo su cabeza; miró un instante a Marta para luego dirigir sus ojos al techo desconchado y turbio por los ronchones de las humedades, manteniendo un silencio inquietante.
—Deja que lo intente, Antonio, es para una temporada corta, se trata de asistir a una señora extranjera, cliente habitual del hotel, va a hacer unos negocios en Madrid y quiere alguien con idiomas que la acompañe.
Su marido la miró ceñudo.
—No voy a consentir que mi esposa sirva de acompañante a una vieja rica y excéntrica; olvídate de ello.
—Yo no sé si es vieja ni excéntrica, pero rica debe de serlo, porque por lo que sé da buenas propinas.
—¿Y por una buena propina eres capaz de dejarme en evidencia? —Antonio estaba irritado y una profunda amargura, además de la enfermedad, le consumía por dentro.
—No he querido decir eso, tan solo que puede ser muy generosa en el sueldo…
—¡He dicho que no! —sentenció alzando la voz y levantando la mano amenazante; la mantuvo un instante en el aire, en silencio, mirándola iracundo, hasta que la bajó despacio y posó el brazo sobre la cara, ocultándose de ella y cerrando los ojos para hacerlo de sí mismo; tragó saliva con dificultad porque notaba dolor al hacerlo y tomó aire hinchando el pecho baldado; desde su refugio habló despacio—: Mañana iré al sindicato a ver si consigo un trabajo mejor pagado. Algo saldrá, tiene que salir algo mejor, confía en mí.
—Tienes fiebre —balbució lánguida Marta—, nadie te dará trabajo así.
—Rafael me ha dicho que hoy tendré la penicilina.
—Siempre Rafael…
Antonio retiró el brazo del rostro y la miró.
—Te aseguro que le voy a devolver hasta la última peseta de lo que se gaste en esa puta medicina. Voy a curarme y trabajaré hasta deslomarme para que mi mujer no tenga que hacer de dama de compañía de ninguna rica, y pagaré todos los favores con los que Rafael Figueroa compra mi amistad.
De nuevo la sensación de un vacío silencioso por unas palabras dichas con rabia fruto de la impotencia de no poder cambiar las cosas.
—¿Y qué pasa con Elena? —preguntó Marta al cabo de un rato—. ¿Vas a dejar que al menos ella busque un empleo? ¿O prefieres que nos quedamos aquí las dos mano sobre mano mientras tú te matas buscando por ahí algo mejor que lo que te da tu amigo Rafael?
Antonio se quedó pensativo, con la vista en el techo, algo más relajado.
—Voy a aceptar la propuesta de matrimonio de Mauricio Canales.
—¿Estás seguro?
—Será un buen partido para Elena —añadió como si hablase para él, valorativo.
—Es tan joven…
—Tú a su edad ya estabas casada conmigo.
—Pero yo estaba enamorada.
Él la miró con fijeza advirtiendo el pasado en la palabra, dudando si también era pasado el sentimiento. No quiso preguntar, por miedo a la respuesta.
—No tenemos opción.
—Podemos esperar…
—Pero ¿quién te crees que la va a cortejar con la situación que tenemos? Mejor eso que nos la embauque un piernas sin oficio ni beneficio. Se trata de su futuro. Voy a casar a mi hija con un hombre que la pueda mantener como una señora.
—¿Y el amor, Antonio? —Marta formuló la pregunta a sabiendas de cuál era la respuesta, en un intento de aplazar la idea todo lo posible, de hacerle dudar sobre la conveniencia de una decisión tan importante para Elena—. ¿Dónde quedan los sentimientos?
—El amor es un lujo, Marta, y nosotros no podemos permitirnos lujos.
—¿Y si ella no quiere casarse? Nadie le ha preguntado.
—Elena hará lo que yo le diga, que para eso soy su padre…
—Pero es su vida.
—Hará lo que yo diga —repitió ceñudo.
Ella le miró entristecida.
—No te reconozco…
Su boca se cerró porque tampoco se reconocía a ella misma; no lo quería admitir, pero en el fondo estaba de acuerdo en la decisión de su marido.
—Con esa boda, al menos ella podrá salir de este antro y de esta vida miserable —añadió sin hacer caso del reproche de Marta.
Se giró sobre sí mismo y le dio la espalda. Marta intentó continuar la conversación, pero él dijo que estaba cansado, que quería dormir y que le dejase en paz. No tuvo más remedio que hacerle caso. Salió del cuarto y cerró la puerta. Elena estaba en la puerta de su alcoba, los brazos cruzados sobre el regazo, su rostro reflejaba una angustia contenida por lo que había oído. Marta la miró un instante, pero enseguida desvió los ojos sin decir nada; cogió el paquete de chicharrones que estaba sobre la mesa y se metió en la cocina secando con la manga de la chaqueta el llanto que resbalaba a borbotones por las mejillas, lágrimas que arrasaban sus ojos y nublaban su visión del quehacer de la cocina, atenazada por una terrible tristeza que le presionaba el pecho.
Antonio Montejano y Marta Ribas se casaron muy enamorados el uno del otro. A lo largo de los años, Antonio había tenido aventuras esporádicas con mujeres que no dejaron huella alguna, salvo desahogados abrazos indolentes en camas ajenas vestidas con blancas sábanas de satén. El paso del tiempo sin que llegase el tan deseado embarazo atenuó la pasión entre ellos sin llegar a distanciarlos; con el nacimiento de Elena, las cosas deberían haber mejorado necesariamente.
Sin embargo, desde el momento en que se confirmó el estado de gravidez de Marta, Antonio reparó en que no era la misma: se había desvanecido la sonrisa de sus labios y se había apagado la ternura que siempre rebosaba en sus ojos, quedando en su lugar una mirada perdida, ausente, como si arrastrara una inmensa pesadumbre. Quiso creer (como a menudo le repetían) que todo era causa de los efectos propios de la preñez; pero las sospechas embistieron la conciencia de Antonio Montejano desde el primer instante en el que vio a la recién nacida: sus ojos tenían el reflejo del verdor de los ojos de Rafael, tan parecida a él que le costaba disimular su conmoción; la sospecha de que entre Rafael y Marta había habido algo no era nueva, venía de un tiempo atrás; lo había notado en actitudes de su amigo y en sutiles e inusuales negativas de ella para entregarse a él.
La idea de que la niña fuera fruto y confirmación de aquel presentimiento le quemaba por dentro como una llama incandescente. Durante días, deambuló ensimismado sin apenas hablar con nadie, salía de casa muy temprano y pasaba todo el día en la tienda para regresar a casa muy tarde, con el deseo de encontrarlas dormidas, a la niña y a la madre, sumido siempre en una extraña tristeza incomprensible para todos menos para Próculo, conocedor secreto del baldón y el único que consiguió inducirle a una confidencia serena para intentar calmar su desconfianza; los dos amigos hablaron largamente, confesor y confesante; y fue el sacerdote quien le persuadió de que era mejor apartar las sospechas, hundirlas en el oscuro agujero del olvido, no sacarlas jamás a la luz, ya que de hacerlo corría el riesgo de estropearlo todo y destruir una vida casi perfecta, envidiada por muchos y difícil de repetir; le instó a regodearse en su suerte, en el amor que aún les unía a Marta y él, en la felicidad que les había llenado la vida con el nacimiento de la pequeña Elena; y Antonio aceptó el consejo del confesor y amigo, amaba a Marta con toda su alma, la idea de perderla le volvía loco y era consciente de que, si afloraban sus dudas quedando al descubierto su recelo, sería el final de su matrimonio, y no solo eso, sino también la pérdida definitiva de su amistad con Rafael Figueroa.
Sin embargo, el olvido de una afrenta es tuerto y descuidado, y ante situaciones extremas, puede retornar inoportuno siempre; cuando Antonio tuvo ocasión, permitió que aquello que había olvidado se mostrase como un diablo se manifiesta aprovechando la oscura conciencia de la maldad y consintió que saliera del confinamiento al que lo había clausurado, relegado de su mente para no perderla; y fue incapaz de reprimir sus deseos de venganza, un desagravio ciego y sin riesgo de malograr nada por su parte, pero sí para devolver la traición; y por ello abandonó a Pedrito Figueroa en manos de la muerte, sordo a sus gritos aunque le estallaran por dentro, súplicas aterradas que se le cincelaron en el alma para siempre, intentando no pensar en nada, aferrado a Marta y a Elena, que era suya porque así la consideró desde que la cogió en sus brazos, a pesar de que, con los años, seguía manteniendo en sus ojos la perversa impronta de su gran amigo traidor, Rafael Figueroa.
Creyó que solo entonces estarían en paz, cada uno con la traición ocultada al otro, olvidada y asumida, cada uno con el peso de su conciencia arrojado en el cajón de la confesión musitada a Próculo, que, como si de un extraño dios se tratara, todo lo sabía, de todos conocía la verdad, árbitro divino en la seguridad de su incondicional silencio, del secreto mantenido. Pero Antonio Montejano no contaba con que la venganza iba a resultar más infame que la mayor de las sospechas; traicionar era peor que ser traicionado, pero lo comprendió demasiado tarde, al ver la foto de Pedrito Figueroa muerto, arrasada su vida con un tiro en la sien, apenas vislumbrado por una mancha oscura entre su pelo, los ojos entornados con la mirada extraviada de la muerte, como si hubiera querido aferrarse a la vida hasta el último instante, tan joven, tan inocente de todo, del tiro que le segó la vida y de la vida traidora de su padre y la del amigo de su padre que le sacrificó a la muerte como frustrado desagravio.