La mañana había clareado con un tibio sol de invierno que asomaba entre las nubes grises dejando al descubierto un cielo azul intenso. La calle bullía ruidosa, comercios y tiendas abiertas, cafés, bares, gentes y coches pululando ruidosos en un latido de vida constante. En una de las esquinas de la plaza de Antón Martín, un hombre tocaba el violín con un sorprendente virtuosismo, en concreto La Campanella, de Paganini, extendidas sus alegres notas por el aire de la calle como una cálida brisa serena. Elena se detuvo a escucharlo extasiada por la hermosa melodía, sublimada en aquel entorno urbano tan impropio para aquella música. Aún le escocían los ojos de tanto llanto, pero el frescor de la brisa en la cara y, sobre todo, el apoyo recibido de su madre para dejar la dichosa zapatería de don Críspulo le habían hecho recuperar la calma.
Dejó en el suelo el cenacho del cisco; había conseguido que el señor Enrique le vendiera a cuenta cuatro kilos de carbón. Enrique era el dueño de Carbones el Blanquito, una carbonería abierta en la misma esquina de la calle de Atocha desde hacía más de veinte años; a Marta y a Elena les fiaba siempre porque —según decía el señor Enrique— conocía muy bien quién era de fiar, y la familia Montejano lo era.
Enrique, al que todo el mundo llamaba Carbonero, apenas sabía escribir lo que le había enseñado un cura mientras estuvo preso en la guerra y solía confundir con cierta facilidad los puntos con ceros, así que de las cuentas se encargaba su mujer, Severiana; en un cuaderno de tapas de hule y hojas tiznadas apuntaba el nombre, los kilos servidos, la fecha y lo que se dejaba a deber con un lapicero negro y trazos pueriles y retorcidos. Elena, como era habitual, se había disculpado una y otra vez por no poder pagar la totalidad de la deuda, pero el matrimonio —asimismo de forma habitual— le quitó importancia a la acumulación de la misma. Con la peseta con cincuenta que le había dado su madre y cincuenta céntimos más que tenía en su bolso, pudo saldar una ínfima parte de la cuenta pendiente, así que la hoja de los Montejano se mantenía con una larga lista de kilos, fechas y pesetas pendientes de pagar a la carbonería de Enrique y Severiana.
La sonoridad envolvente que emanaba del violín atrapó a Elena, abducida por las agudas vibraciones de sus cuerdas, en la dulzura de la reverberación de los sonidos y la armonía de su ritmo. El hombre que tocaba era joven, debía de rondar los veinticinco años; delgado, de piel muy blanca y pelo moreno con un largo flequillo que le caía sobre la frente cubriéndole en parte los ojos, que mantenía cerrados, concentrado en la música exhalada de aquel pequeño instrumento sujeto a su hombro con la suave presión de la barbilla. Era hermoso escucharlo, pero más extraordinario era observar su arrobo al deslizar el arco una y otra vez sobre las finas cuerdas arrancando melodías increíbles, meneando el brazo con brío y grácil suavidad, acompañando el movimiento con su cuerpo entero, como si el violín formara un todo con el violinista. Su rostro emanaba la felicidad que solo puede sentirse en lo más interno del alma, un semblante sereno y ajeno al ruido de los menestrales urbanos que le rodeaban sin apenas rozarle.
A Elena le pareció que tenía el aspecto de un dios griego: entre pulcro e intelectual pobre, con una chaqueta de mangas tazadas y unos pantalones algo más claros; sus zapatos tenían la piel ajada pero se mostraban limpios, bien pulidos y lustrados de betún. Había puesto su sombrero negro de fieltro sobre la acera, dispuesto a recibir la voluntad del público en aquel concierto callejero. Cuando terminó, Elena lo aplaudió con entusiasmo; el violinista le sonrió agradecido por el reconocimiento, se inclinó un poco y se tocó la frente como si se hubiera quitado el sombrero, tan distinguido y sutil que ella no pudo evitar conmoverse con un ardor en sus mejillas; esquivó un instante sus ojos mientras el violinista agradecía a un hombre mayor los céntimos arrojados al interior del gorro. Como Elena no tenía ni una moneda que echarle, le dio vergüenza quedarse a escuchar otra pieza, que ya se disponía a entonar, y se alejó unos pasos sin dejar de mirarlo, mientras él iniciaba el proceso de fusión con el instrumento sobre su cuello; pero antes de dejar que el arco rozase las cuerdas, la miró y le sonrió a ella, solo a ella, y ella lo notó y volvió a ruborizarse, y echó a andar de vuelta a casa; y entonces, como si la llamase con un sutil lamento por su marcha, los acordes dulces y suaves de la Serenata de Schubert tomaron la calle como un ejército invisible de sublimidad y templanza; aquella pieza era una de sus favoritas; de niña se la había oído tocar a su madre al piano y recordaba que, en ocasiones, la sentaba a su lado en el taburete ancho, rectangular y sin respaldo para que con sus ingenuos dedos infantiles la acompañase torpemente en la ejecución.
Una profunda y sobrecogedora emoción le encogió el corazón. Sin llegar a detenerse, se volvió hacia él y vio que la seguía con su mirada a pesar de la unión con el violín ya producida; ella sonrió y anduvo despacio para evitar alejarse de esa cadencia tan sublime que se le erizaba la piel. Luego el chico cerró los ojos y se entregó por completo al arrullo de su violín, vencido a su reclamo. Mientras se alejaba lentamente, Elena recordó aquellos viejos discos que su madre, con verdadero arrobo, escuchaba una y otra vez en el gramófono; los deberes del colegio realizados en la mesa del salón con aquella música de fondo, las miradas furtivas a su madre, el rostro concentrado, ensimismada, cerrados los ojos como aquel violinista callejero para no perder ni una nota de la polifonía, atrapada en un intenso embeleso, sintiendo la música en toda su alma y con todo su cuerpo. Era todo tan hermoso entonces, había cambiado tanto su vida… Caminaba distraída en los recuerdos dejando atrás la grata melodía, cada vez más lejana. De repente notó que alguien le cogía del brazo y de inmediato vio la cara sonriente de Basilio Figueroa pegada a ella. La propulsó con brusquedad forzándola a acelerar el paso.
—Vaya, vaya, Elenita, qué hace esta hermosura por aquí. ¿No tenías que estar trabajando?
Elena se soltó con gesto enfadado, pero no se detuvieron, continuaron caminando.
—Eres un tonto. Me has asustado.
—¿Sí? —preguntó con una risa estúpida—. Lo siento, no era esa mi intención.
—Déjame en paz, Basilio, tengo prisa.
—Ah, no, de eso nada. Esta vez no te dejo escapar. Te invito a una cerveza.
—Yo no bebo cerveza.
—Un vino entonces.
Ella le miró entre el fastidio y la extrañeza.
—Sabes que no bebo alcohol, y tú deberías hacer lo mismo, últimamente abusas demasiado, ¿no crees?
—¿Me vas a decir tú de lo que tengo o no tengo que abusar? Vaya con la mosquita muerta.
—¿Por qué me llamas mosquita muerta? —replicó incómoda.
—Tienes razón, ¿por qué te llamo mosquita muerta si eres más lista de lo que nunca me podría imaginar?
Ella lo miró sin detenerse, con paso rápido. Siempre había pensado que Basilio era muy guapo, se parecía mucho a su padre (de hecho, la única que no era muy agraciada era Julita porque había salido a su madre), y a pesar de que mantenía un atractivo innato, aquel día le notó algo demacrado y con ojeras.
—Se ve que has dormido poco —le dijo con cándido retintín—. Tienes mala cara.
Basilio se aproximó al oído para hablarle en un susurro y con una actitud de salaz confidencia.
—Todos los males se me quitarían si pudiera dormirme sobre ti.
Elena se detuvo en seco. Él se quedó frente a ella, las manos en los bolsillos de la gabardina de color claro sin abrochar que dejaba ver un traje gris oscuro impecable, camisa blanca y corbata azul y verde con el nudo algo caído; el sombrero calado con el ala casi rozando sus ojos verdes, rasgados, de mirada profunda y embaucadora. Un auténtico encantador de serpientes.
—No me gustan estas bromas, Basilio. Lo del otro día en la escalera te lo pasé porque estabas borracho…
—No estaba borracho, Elenita, sabía perfectamente lo que quería. —Levantó la vista y miró hacia un lado—. Entremos aquí, quiero invitarte.
—Te he dicho que tengo prisa…
—Y yo te he dicho que quiero invitarte. Tenemos cosas interesantes que hablar tú y yo.
—Yo no tengo nada que hablar contigo.
Basilio la cogió del brazo y la arrastró mientras le hablaba de nuevo al oído.
—Sí, Elena, tengo mucho interés en saber si acostumbras a ir a menudo a casa de mi gran amiga doña Celia.
Elena, alarmada, intentó detenerse, pero Basilio no la dejó, impeliéndola hacia el interior de una tasca. Dentro había una mezcla de olor a vino y odre rancio, a tabaco y sudor. Hombres acodados en la barra, solos o en grupo reducido, bebiendo vino y cerveza en vasos pequeños de cristal; sus miradas se clavaron en la pareja recién llegada, no habituales de aquel lugar tabernario, mientras Basilio arrastraba a su acompañante al fondo del local, alargado y oscuro como un túnel, hasta llegar a una mesa apartada de la barra desde donde nadie pudiera oírlos, y la obligó a sentarse en un pequeño taburete de madera.
Estaba espantada y confusa preguntándose cómo podía haberse enterado de aquella infortunada visita. Se le hizo un nudo en la garganta, no tenía ni idea de cómo explicarle que había ido a esa casa acompañando a su hermana Julia y a su novio.
Una vez acomodados, Basilio se quitó el sombrero y lo dejó sobre la mesa. Elena no soltó ni el bolso (recuperado por su madre de la zapatería de don Críspulo) ni el cenacho del carbón, encogida y asustada.
Un camarero gordo y de aspecto craso y sucio se acercó y Basilio pidió dos tintos. Cuando se alejó, la miró fijamente, pero ella tenía los ojos clavados en la mesa, incapaz de alzarlos, temerosa de encontrarse con su mirada inquisitiva y acusadora.
—Bueno, estoy esperando. Cuéntame, ¿cuántas veces acudes a esa casa, Elena?
Ella le miró un instante, luego echó la vista a su alrededor, con el miedo de que todos notaran la vergüenza que le estaba quemando por dentro.
—Yo… Basilio, yo no…, no creas que yo…
—Yo no creo nada —la interrumpió Basilio—, a mí me parece muy bien que te acuestes con san Roque si eso te gusta, pero comprenderás que me interesa mucho saber por qué, con todos los hombres disponibles que tienes, y yo me ofrezco el primero, te llevas a la cama al tonto de Dionisio. No sé qué pensaría mi hermanita de esto, ¿o es que las amigas os hacéis este tipo de favores?
Se le cortó la respiración y entonces sí levantó el rostro y, con los ojos muy abiertos, se los clavó a Basilio, atónita, horrorizada de lo que estaba escuchando. Abrió la boca y la volvió a cerrar, incapaz de articular palabra; qué iba a decir; qué podía decir.
—Vamos, nena, no pasa nada. No le voy a ir con el cuento a nadie. No te preocupes. Somos amigos, ¿no?
En ese momento el camarero se acercó con los dos vasos de vino. Basilio cogió el suyo y lo alzó para brindar.
—Brindemos por nosotros, por ti y por mí —dijo con una sonrisa socarrona.
Elena, aturdida, dejó el cenacho del carbón en el suelo y cogió el vaso con el convencimiento de que todo iba a quedar en un susto, que Basilio no iba a sonsacarle más información y no tendría que mentir o, peor aún, decir la verdad de la razón de la visita a casa de doña Celia. Los vasos chocaron y Basilio bebió de un trago el líquido escarlata. Elena se lo llevó a los labios sin apenas probarlo; sin embargo, Basilio la empujó con su mano para que lo bebiera todo. Dio un trago y puso cara de asco.
—Vamos, vamos, Elena, cuando se brinda hay que beber; si no lo haces, se malogra aquello por lo que has alzado la copa, y tú no querrás eso.
No le quedó más remedio que apurar el vaso. Sintió cómo le pasaba el vino por la garganta, su sabor recio y acre hasta caer en su estómago como si fuera un ácido corrosivo y pesado. Hizo una mueca de repugnancia y lo dejó en la mesa; solo entonces volvió a mirarlo con fijeza, como si intentase encontrar las respuestas que buscaba en el fondo de aquellos ojos verdes, insondables como un frondoso bosque.
—Basilio, ¿cómo sabes…?
—Te vi, Elenita, primero saliste tú, como debe ser; la señora Celia lo tiene muy bien organizado, todo discreción; y luego… —Abrió las manos y rio—: ¡Sorpresa!, me topé con el tonto de Dionisio en la escalera.
—Pero… no pensarás que yo…
—Ante las evidencias yo no pienso. Me imagino que mi hermanita no estará al corriente de este asunto.
Elena no supo qué decir. Cómo contar que era Julia quien se había citado con su novio. Si se enteraba, era capaz de matarla a palos, y si no lo hacía él, lo haría su padre; no podía delatarla para protegerse ella, tenía que salvar la situación de otra manera.
—¿Se lo vas a decir? —preguntó ella con la voz tan tenue que apenas le llegó al oído de Basilio, que, sin embargo, lo entendió perfectamente; sus labios se abrieron en una risa satisfecha, se volvió y llamó al camarero pidiéndole otros dos tintos—. Yo no quiero más, Basilio, no puedo…
El hijo de Figueroa se acercó hacia ella apoyando los brazos en la mesa y echando el cuerpo hacia delante.
—Verás, Elena, ahora vamos a brindar por este secreto que es tuyo y mío, bueno, y del tonto de Dionisio… —La miró extrañado y fruncido el ceño—. Dime una cosa… ¿Qué coño has visto en ese? Puedo entenderlo de mi hermana, que es más fea que Picio, pero tú…, tú, Elena, si eres un bombón. ¿Adónde vas con ese?
Calló de nuevo porque llegó el camarero, que dejó sobre la mesa otros dos vasos de vino tinto.
—Basilio —habló Elena intentando controlar una situación que se le escapaba—, yo no he tenido nada con Dionisio, no es lo que tú piensas. No hay nada, yo no podría…
—Dime solo una cosa…, pura curiosidad. ¿Habéis llegado hasta el final? —La pregunta la cogió tan desprevenida que se quedó boquiabierta un rato. Ante su silencio, el hijo del notario continuó con una mueca sorprendida—: No me digas que todavía no…, ¿todavía eres virgen?
Cuando consiguió recuperarse de las palabras de Basilio, Elena se irguió y frunció el ceño.
—¡Eres un grosero, Basilio! ¡Me estás ofendiendo! ¿Quién te has creído tú que soy?
—Ya veo que lo eres —agregó como si se hubiera llevado una decepción—. Lo que yo te diga…, este tío es un lila de aúpa. —Consciente del efecto que estaba haciendo sobre ella, decidió pasar a la acción de algo que tenía en mente desde que la había visto salir de aquella casa—. Te voy a proponer una cosa, Elenita: yo no digo una palabra de tus andanzas en una casa de citas, y tú me haces el favor de acompañarme una tarde a Chicote.
—¿Yo? ¿A Chicote? ¿Y qué voy a hacer yo allí?
—Tomarte una copa conmigo.
Elena tragó saliva, si solo era eso, no pedía demasiado. Se tomaría la copa con Basilio y ya está. La cosa se quedaría en un susto. Basilio no era malo, se habían criado juntos, no le haría la jugada de contarlo; le corrió un escalofrío por la espalda solo de pensar que su padre se enterase de que había estado en esa casa. No volvería a salir a la calle en la vida, y con la connivencia de don Próculo, no descartaría recluirla en un convento de clausura. Menudo era su padre para esas cosas.
—Está bien. Iré a Chicote y me tomaré una copa contigo.
—Buena chica.
—Pero tú no le dices a nadie que me viste salir de allí… A nadie, ¿de acuerdo?
—Mi boca está sellada.
—Me fío de ti…
—Brindemos otra vez. ¡Por nosotros…, y por nuestro secreto!
Elena cogió el vaso y bebió un trago y después otro, hasta apurarlo por la insistencia de Basilio.
—Tengo que irme. —Se levantó y se sintió mareada y con ardor de estómago.
—Te acompaño a casa.
—No…, no te molestes.
—No es molestia. Estoy convencido de que tú y yo vamos a hacer grandes cosas juntos.