Marta salió del despacho dejando en su interior a Alfonso Benítez, que continuaba disfrutando del aroma de su habano. Desanduvo sola el camino que había hecho con el botones. Avanzaba lenta, oyendo el golpeteo iterativo de sus tacones desgastados, que en aquellos suelos de mármol parecían recobrar la calidad que un día exhibieron. Al llegar a la escalera que conducía a recepción, el taconeo se amortiguó porque sus pies pisaron la mullida alfombra. En la puerta estaba el botones, dispuesto a cumplir con su trabajo. La vio y no dejó de observarla mientras descendía la escalera y atravesaba la recepción en dirección a él. Sonriente, abrió la puerta y la sujetó con una mano manteniendo la otra a la espalda. Cuando Marta llegó a su lado, se detuvo un instante para devolverle el gesto amable y un gracias.
—No hay de qué darlas, señora Ribas, estamos para servirle.
—No puedo darte propina, no tengo…
—Por favor, señora Ribas, no tiene por qué darme nada… —calló un instante y su voz se tornó algo más cercana, menos ceremonial—. ¿Ha habido suerte? Con el trabajo, digo. ¿Se lo van a dar?
Marta le miró sonriente.
—¿Tú conoces a la señora Moretti?
Su rostro se iluminó con grata sorpresa, alzó las cejas y abrió mucho los ojos.
—¿A madame Moretti? Claro que la conozco, señora Ribas. Para mucho por aquí. Precisamente llegó hace dos días y se hospeda en una de las suites del cuarto piso. Es una gran dama, amable, elegante —sus labios se abrieron en una franca sonrisa haciendo chispear sus ojos— y muy generosa…
Se calló de repente, envarado, mudando el gesto como si se hubiera dado cuenta de que estaba hablando demasiado y no debía hacerlo. Su labor era sonreír y mantener siempre la boca callada salvo para saludar y dar las gracias.
Marta se dio cuenta y no le preguntó más. Sin moverse, miró hacia la calle.
—Sigue lloviendo…
El chico observó el exterior como si quisiera confirmar lo que ya sabía.
—Sí, señora Ribas, sigue lloviendo, pero menos que antes. ¿No tiene usted paraguas? Si usted quiere, la acompaño.
—No, gracias, déjalo. Vivo muy cerca. —Se abrochó el abrigo y se sacó del bolso el pañuelo de la cabeza.
En ese momento, de la calle llegaba un grupo de hombres que se dirigían hacia ellos. Se los veía trajeados, ceñudos, hombres de la política, seguramente algunos de los procuradores en Cortes que decían dirigir el país, aunque en realidad la dirección la tenía Franco, todo lo demás eran máscaras de un escenario en el que cada uno ocupaba su lugar.
Marta le ofreció al muchacho la última sonrisa y le dijo casi al oído:
—Si consigo el trabajo con la señora Moretti, te daré una buena propina, te lo prometo.
—Adiós, señora Ribas, que tenga un buen día.
Cuando Marta descendió los dos escalones que daban al portal de entrada, el grupo de hombres le abrió paso y ella percibió el embeleso con que la miraban. Antes estaba acostumbrada a esa admiración que solía provocar allá donde fuera, pero desde hacía un tiempo nadie reparaba en ella porque apenas salía si no era a comprar lo más esencial para comer y calentarse.
Inició el regreso por la calle del Prado. Miró el reloj de una pequeña tienda de reparación de calzado, eran las doce menos cuarto. Tenía tiempo suficiente. Primero quería ir a casa y cambiarse de medias para no estropearlas con el barro y la lluvia. Además quería lavarse la cara antes de que Antonio subiera a comer. Solo entonces iría a la tienda a comprar algo de comida con los dos duros que le había dado su marido a costa del sueldo que, a esas alturas de mes, ya debía estar por la mitad. Iba pensando en cómo distribuir el dinero; tenía que comprar algo de carbón, y pan, y leche…; a ver qué precios se encontraba; haría una lista para ajustarse todo lo posible y tenía que mirar los cupones que le quedaban de las cartillas. Aparte del problema de la compra, también le daba vueltas a cómo decirle a Antonio lo del trabajo. Debería hablar primero con Próculo, él podría convencerle con más facilidad. Desde luego, estaba completamente convencida de que si le explicaba el asunto tal y como se lo había planteado el señor Benítez, se iba a negar en redondo.
Cuando llegó a casa e introdujo la llave, se dio cuenta de que no estaba echado el cierre. Ella había sido la última en salir de casa y temió que Antonio hubiera llegado. Abrió despacio, temerosa de su reacción al verla peinada y maquillada. Una vez dentro, miró hacia su alcoba y comprobó que estaba vacía. Respiró tranquila; dejó el bolso en la mesa y cuando se estaba quitando el abrigo, oyó un sollozo procedente del interior de la alcoba de Elena. Abrió la puerta entornada y se encontró a su hija tirada en la cama envuelta en un mar de lágrimas que aumentó cuando percibió la presencia de su madre precipitada ya a su lado para consolar su pena.
—Pero, Elena, ¿qué te pasa? ¿Qué haces aquí a estas horas, hija? ¿Has tenido algún problema con don Críspulo?
Mientras preguntaba, la había recogido en su regazo y ahora las lágrimas mojaban la tela de su vestido.
—Madre, no he podido… —El llanto hiposo le impedía hablar con claridad—, no he podido aguantarlo más…
—Ese Críspulo…, ¿qué te ha hecho ahora?
—No es él, madre, don Críspulo puede resultar incómodo… y pesado hasta la hartura… Pero es que… yo…
—¿Qué es, entonces? Vamos, niña, cálmate y cuéntamelo. Calma, deja de llorar, hija; menudo disgusto tienes.
Elena la miró con los ojos arrasados y brillantes.
—Madre, no quiero volver allí… Por favor, dime que no tengo que volver más a esa tienda.
Marta tragó saliva. Intentó no mostrar la desazón que le subía por su interior. Si prescindían del sueldo de Elena, las cosas iban a ir mucho peor. Llevaban tres meses sin pagar el recibo de la luz, y si no pagaban, tarde o temprano se la cortarían; y la comida…, habían tenido que dejar pendiente el alquiler de los últimos meses; esa era la única forma de cuadrar las cuentas si querían comer.
—¿Qué ha pasado, hija? Cuéntamelo.
Elena sostuvo la mirada a su madre como si estuviera analizando si decirle la verdad o callarla. Bajó los ojos a sus manos, en las que estrujaba un pañuelo mojado por el llanto y empezó a hablar balbuciente y temblorosa.
—Madre, es…, es el hijo de don Críspulo… Cuando está en la tienda me incomoda tanto…, y hoy estaba como ido…, como fuera de sí.
—¿Qué te ha hecho ese canalla?
—No, no me ha hecho nada porque me he ido corriendo.
—¿Y don Críspulo? ¿Es que le permite a su hijo que te incomode?
—Don Críspulo salió temprano a hacer unas gestiones en el banco. Me quedé sola; estaba en la trastienda cuando oí el tintineo de la puerta; pensaba que era un cliente y dije que salía enseguida, y cuando iba a hacerlo me lo encontré de frente… Vestido con el uniforme de guardia urbano, me sujetó…, y yo… —En ese momento alzó la vista y la fijó en los ojos de su madre—. Había echado el cerrojo, madre. Abrí y salí corriendo. Me he venido a cuerpo, sin el bolso ni el abrigo.
—¿Cómo has entrado? —preguntó Marta alarmada, con el temor de que su padre la hubiera visto así.
—Juana me dio la llave. Ya le he dicho que no diga nada, ni a la señora Fermina siquiera.
Marta suspiró tranquila.
—Has hecho bien, si tu padre se entera de esto le mata, te lo digo yo, que mata a ese malnacido. —La cogió de las mejillas encendidas como candiles—. A tu padre de esto ni una sola palabra, ¿me oyes?
—Pero don Críspulo…, cuando llegue y vea que me he marchado…
—Ahora mismo nos vamos tú y yo a la tienda a aclarar todo este asunto.
—No, madre, te lo suplico, yo no quiero volver, por favor, no me hagas volver.
De nuevo la embargó un llanto incontenible y lastimero ahogando las palabras y volvió al refugio de su regazo.
—Está bien, está bien. Cálmate, Elena, calma, hija. Iré yo a recoger tu abrigo y le diré a don Críspulo que te pague el mes y que no volverás.
—¿Y qué vamos a hacer? —Su voz salía desde el regazo trémula y débil—. Sin mi sueldo no llegamos, madre, no llegamos…, no sé qué vamos a hacer…
Marta la acunó como cuando era pequeña mientras intentaba mantener el llanto que pugnaba por salir de su garganta. Cerró los ojos y apretó los labios, tensa y rabiosa. Qué derecho tenía ese miserable para tratar así a su hija. Sabía que no podría hacer nada, que don Críspulo no la creería, y que no le daría el sueldo del mes a pesar de que estaban ya a 21 y normalmente solía pagarle el último viernes de cada mes. Además, aquel mes, en los días previos a los Reyes Magos, se había quedado hasta muy tarde con la promesa de que le daría algo en compensación por las horas extras. Era todo tan injusto…
Cuando Elena se calmó un poco, Marta se quitó las medias y se lavó la cara con agua tibia para retirarse la sombra de ojos y el maquillaje.
—¿Cómo te ha ido en el Palace?
—No sé, Elena, no sé. En principio se trata de asistir a una señora rica durante su estancia en Madrid, pero no sé ni cuánto tiempo ni lo que me va a pagar ni en qué consiste esa asistencia. Por lo visto, es muy generosa, pero no sé mucho más.
—¿Qué le vas a decir a papá?
Su madre dio un suspiro mientras se secaba la cara.
—Ya veremos cómo se lo digo, pero con esto tuyo no podemos permitirnos rechazar un trabajo. No le queda más remedio que aceptarlo. Aunque no sé si decírselo antes a Próculo, para que hable con él.
—Por qué tienes que decirle nada a ese, no lo soporto, siempre metiendo las narices en todo.
Marta sonrió complaciente.
—No hables así, Elena. Próculo no es malo. —Encogió los hombros y se atusó el pelo delante del espejo—. Es cura y actúa como tal; si habla con tu padre, me facilitará el camino.
—Qué bien te queda el pelo así, mamá. A poquito que te acicales, estás tan guapa…
—Juana tiene buena mano para el pelo. Pobre mujer, no le he podido dar ni un céntimo, con toda la laca que me ha echado y el trabajo que le ha costado hacer estos rizos. —Se sentó en la cama para ponerse las medias tupidas de diario—. Antes de la guerra me peinaba una peluquera…
—Matilde —interrumpió Elena.
—Eso, Matilde…, ¿todavía te acuerdas?
—Cómo no me voy a acordar, la odiaba; me daba tirones y cuando me cortaba las puntas, me dejaba siempre sin melena.
—Sí, ya me acuerdo… —Una lánguida mueca evocadora le quebró el gesto—. Qué pena —murmuró mientras terminaba de calzarse; luego suspiró y tomó aire como para recuperar fuerzas—. Yo voy a la zapatería a recuperar tus cosas y a intentar que ese crápula te pague el sueldo del mes; pero hay que ir sin falta a la tienda a comprar algo de comer, a mí no me va a dar tiempo, así que acércate tú. —Abrió el bolso y sacó su monedero—. Toma, diez pesetas.
—¿Qué traigo con dos duros, madre? —la pregunta llevaba un cierto tono de ironía.
—Coge las cartillas; no sé cuántos cupones quedarán, pero apura todo lo que puedas.
—Falta de todo en la despensa, se ha acabado el jabón y ya no tenemos ni una pizca de carbón. La estufa echa chispas cuando la enchufo y me da miedo que se estropee del todo.
—Hay que llevarla a arreglar, tiene que haber algún cable mal y hace contacto, pero eso tiene que esperar, hoy hay que traer algo para comer. Te haré una lista. Tú ponte en la cola; yo iré a tu encuentro en cuanto pueda. Si don Críspulo paga lo que te debe, podremos comprar algo más.
Bajaron juntas a la calle. Elena, a falta de su abrigo, colgado en el cuarto trastero de la zapatería, se había puesto una chaqueta de lana gorda que le quedaba algo estrecha y había envuelto su cuello con una bufanda de su padre. Se despidieron en la plaza de Santa Ana, y Marta se dirigió a la tienda de don Críspulo. Sus sospechas se confirmaron en cuanto entró por la puerta y sonó el tintineo de la campanilla. El hombrecito se le echó encima como si hubiera visto aparecer al diablo.
—¿Dónde está esa sinvergüenza de su hija? —le espetó con humos encendidos, con el dedo alzado y amenazador.
Marta no se movió de la puerta, que se cerró a sus espaldas con una estridencia de cristales sueltos. Se dio cuenta enseguida de que don Críspulo tenía una versión muy distinta a la que le había contado su hija sobre lo que había pasado en la tienda.
—Le ruego, don Críspulo, que no falte a mi hija.
—¿Cómo llama usted a una ladrona?
La voz aflautada del tendero exasperaba a Marta, que iba a contestarle cuando vio salir de la trastienda al hijo de don Críspulo vestido con su uniforme de guardia, arrogante, altivo y con una mueca desdeñosa. Un silencio incómodo recorrió el ambiente.
—Mi hija no ha robado nada —añadió fijando sus ojos en el viejo tendero—. Está usted muy equivocado si piensa…
—Ah, no, señora, no —interrumpió vehemente—, cómo se explica entonces que falten doscientos duros de la mesa de mi oficina, y que su hija, al ser pillada in fraganti por mi hijo, que llegó en bendita hora, haya salido haciendo fu como el gato, abandonando su puesto de trabajo e incluso sus cosas.
Marta miró al hijo de don Críspulo, que se mantenía tras el mostrador en la misma actitud pasiva y despectiva con la que había salido; comprendió la jugada que había urdido aquel rufián, sobreprotegido por un padre que solo veía por sus ojos. Juanito Batiente Celdrán se había quedado viudo durante la guerra, no tenía hijos y hasta hacía unos años había ayudado a su padre en la tienda; sin embargo, ahora se paseaba fanfarrón por las calles de Madrid vestido de guardia urbano, cuerpo al que había accedido gracias a que su tío, el hermano de su difunta madre, formaba parte del tribunal de las oposiciones. Vivía con el padre, al que robaba cuando quería sin que se enterase de nada; era bebedor y le gustaba el juego, y solía utilizar el uniforme y la placa para extorsionar a los ciudadanos más indefensos con multas por infracciones supuestas o exageradas o simplemente inventadas en un código que solo él conocía. El pronto pago les evitaba a los infelices terminar con sus huesos en el calabozo y los más incautos le entregaban lo que llevaban para evitarse problemas, como definía él a las consecuencias de su falta de desembolso efectivo de la sanción. Su aspecto resultaba desagradable a los ojos de Marta: alto, fuerte y en exceso corpulento, le recordaba a Boris Karloff en la película de Frankenstein: la cabeza grande, los párpados caídos bajo la frente ancha y rotunda que no ocultaba la mirada hosca y aviesa. A pesar de que lucía el uniforme como si fuera un arma de autoridad, lo llevaba mal planchado y poco aseado y desprendía un tufillo a naftalina y a colonia rancia.
—No es eso lo que mi hija me ha contado —replicó Marta, intentando mantenerse digna—. Ella me ha dicho que su hijo Juan la ha molestado.
Don Críspulo abrió tanto sus pequeños ojillos que parecía que le iban a saltar de las órbitas. Miró a su hijo y luego a Marta, como absorto, abducido por una indignación que le quemaba por dentro y que parecía a punto de estallar en cualquier momento. Abrió la boca y volvió a cerrarla. Movía la cabeza y los brazos como si no le salieran las palabras de la boca hasta que por fin consiguió hablar.
—Que mi hijo…, que le ha dicho esa marrullera que mi hijo le ha…, pero ¡santo Dios! Esto me pasa por meter mujeres en mi tienda. Esto es de juzgado de guardia… Que mi chico le ha molestado…, mi chico… Usted no sabe con quién está hablando, señora, esta es una casa decente, y mi hijo es un hombre íntegro. Él fue quien la pilló metiendo la mano en el cajón y le exijo que devuelva inmediatamente el dinero que se ha llevado o llamo ahora mismo a la policía y se va a enterar su hija de lo que vale un peine.
Marta intentaba mantener la compostura, pero sabía que tenía muy pocas posibilidades de que se supiera la verdad y de que don Críspulo admitiera la culpa de su adorado hijo.
—Mi hija no se ha llevado nada de su cajón. Su hijo Juan la molestó y ella salió corriendo. Eso fue lo que pasó.
—Juanito, llama a la policía. Vamos a poner una denuncia contra esta…, gentuza, eso es lo que son, gentuza, si ya se los veía venir, de tal palo…
—No le consiento que ofenda a mi familia…
—¿Usted no me va a consentir a mí…? Juan, llama a la policía, que este asunto lo vamos a aclarar de inmediato, y si tienen que ir todos a la cárcel, pues todos a la cárcel, la niña y los padres.
Se giró hacia su hijo para apremiarle a que fuera al teléfono, estaba nervioso, fuera de sí, en contraste con Juanito Batiente, que permanecía inmóvil, mordisqueando un palillo entre los dientes, como si las palabras y el enfado de su padre no le importasen nada, mirando fijamente a Marta, observando su reacción, sus intentos de mantener una dignidad difícil de sostener por aquellos a quienes la fortuna y el dinero dieron un día la espalda olvidándose de ellos.
—Espere, padre, arreglemos esto de otra manera.
—No hay nada que arreglar —agregó Marta exasperada—, mi hija no se ha llevado ni una peseta de su tienda y usted lo sabe —habló dirigiéndose al hijo—. Vengo a recoger su abrigo y su bolso, y a decirle que no volverá más por aquí.
—¿Y usted cree que yo me voy a quedar con los brazos cruzados mientras que su hija me roba en mi propia casa? —replicó el viejo.
—Que le cuente su hijo la verdad. Eso es lo que tiene que hacer. Le pido por favor que me entregue las cosas de mi hija y liquide su cuenta, porque no volverá a poner un pie en esta tienda.
Don Críspulo estaba fuera de sí; encorvado y menudo, se irguió y, bufando como un animal enjaulado, se fue directamente al final del largo mostrador de madera donde estaba el teléfono colgado en la pared, ante la mirada impasible de su hijo y la expectación de Marta, intranquila porque sabía que ante una denuncia tenía todas las de perder, y además de haber perdido el trabajo, Elena podría tener problemas con la acusación de robo.
—Si tú no llamas a la policía, lo haré yo —refunfuñaba enfadado—, no voy a consentir que me tomen el pelo en mi propia casa. Si ya lo decía tu santa madre: no metas mujeres en la tienda, que no traen nada bueno, las mujeres en la casa, que es donde han de estar, en casa y con la pata quebrada y bien controladas, las jóvenes y las viejas, todas bien sujetas para evitar que se líen la manta a la cabeza.
Con esta retahíla alcanzó el auricular y lo descolgó. Juan miró a Marta con gesto artero; se dirigió hacia su padre, que estaba de espaldas a él, le quitó el teléfono de la oreja y lo colgó. Don Críspulo se volvió boquiabierto.
—Padre —le dijo sin dejarle hablar—, deje que este asunto lo resuelva yo a mi manera.
—Pero…
—Déjelo estar, padre, yo me ocupo —sentenció con autoridad.
—Está bien, si lo vas a resolver tú… Pero que no aparezca por aquí.
—¿Y el dinero del mes? —preguntó Marta deseando salir de aquel antro con olor a pies y piel ajada—. Le debe medio mes y todas las horas de más que se ha quedado para Reyes.
—Está usted buena si se cree que le voy a pagar yo ni una sola peseta a su hija de usted.
Mientras hablaba el padre, el hijo había entrado en la trastienda y salía con el abrigo y el bolso de Elena en la mano. Se dirigió hacia Marta, que no se había movido del umbral de la puerta, y se los entregó.
—Ya arreglaré yo cuentas con su hija —dijo hablando en voz baja para que no le oyera el padre.
—Pero… —Marta balbuceó sujetando entre sus manos las cosas de Elena.
—Y ahora márchese si no quiere enfadar más a mi padre. —La cogió del brazo y la impelió hacia la puerta sin ningún miramiento—. Márchese he dicho.
Marta apretó el abrigo y el bolso y se dio la vuelta dispuesta a marcharse.
—Dígale a su hija que tendrá noticias mías.
Esto lo dijo en voz alta, para que don Críspulo pudiera escucharlo. Marta se giró para mirarlo unos segundos, en silencio, abrió la puerta y se marchó.
Pasó por la tienda de comestibles y vio a Elena a punto de ser atendida por el dependiente. Le contó que el sueldo de enero estaba perdido y que era mejor no remover la historia porque podía traerle más problemas. Elena, compungida por la situación, creyéndose culpable del percance, le aseguró que encontraría otro trabajo. Su madre se mantuvo callada, pensativa. Cuando les tocó el turno pidieron medio kilo de patatas, medio de habas verdes, cien gramos de azúcar terciada, media docena de sardinas y tres cuartos de chicharrones, un cuarto de litro de aceite, además de una pastilla de jabón de sebo. Cuando pagaron, después de entregar los cupones y sellar las cartillas, les quedaba una peseta con cincuenta.
—Ve tú a la cola del carbón —le dijo Marta a su hija—, a ver si el señor Enrique está de buen humor y te da un saquito por estos reales. Yo me voy a casa a preparar la comida. Y no le digas nada a tu padre, ya veré cómo le cuento lo tuyo. Déjame a mí. —Suspiró y se alejó hablando para sus adentros, sin dejar de mover la cabeza—. Demasiadas cosas para un solo día, veremos a ver cómo se toma todo esto.