Había dejado de llover, pero el cielo seguía anubarrado. Marta Ribas Cerquetti respondió al taciturno buenos días de Donato, el portero, que se replegó de inmediato en su guarida rehuyendo cualquier conversación. Se detuvo en el portal para abrocharse el abrigo y ajustarse al cuello un pañuelo con la intención de cubrirse el pelo y evitar que la humedad del ambiente malograse el arreglo que con tanta entrega le había hecho Juana, la criada de doña Fermina. En un principio pretendieron hacerle un tupé a lo «arriba España», pero doña Fermina había vendido el último saquito de Solriza y lo descartaron porque no quedaría bien sujeto. Al final, Juana optó por olvidarse de recogidos y dejar la melena suelta y ahuecada con ondulaciones utilizando para conseguir el efecto de las ondas mucha paciencia y laca en abundancia; una vez conseguido el peinado, le aplicó en las mejillas un poco de maquillaje, algo de sombra en los ojos y, como toque final, Marta se pintó los labios con una gastada barra de rouge que llevaba en el bolso. Cuando terminaron de atusarla, Juana, la señora Fermina y su hijo Camilo, que acaba de entrar al salón, se la quedaron mirando obnubilados.
—Estás divina, Marta, divina —dijo la anciana con una amplia sonrisa al borde de la emoción—. Eres igualita a una actriz americana… —calló y frunció el ceño poniendo un gesto cavilante—. Ay, ¿cómo se llama…? Espera y verás. —Doña Fermina cogió una revista extranjera, de las que vendía de estraperlo, dedicada a los estrenos de cine americanos, la hojeó hasta que encontró lo que buscaba y la mostró—. Mírala, igualita que la Lauren Bacall esta, no me digas, Juana, mira, mira, clavadita, los mismos ojos, así rasgados y grandes, y la boca y el pelo, es que se lo has dejado igual.
—Yo creo que es más al estilo de la Bergman —apuntó Camilo, la mano puesta sobre la mejilla con la apostura de gran modisto.
—Pues yo la veo un aire a la Conchita Montes —agregó la Juana muy ufana, con los brazos cruzados bajo el pecho, mirando a Marta más que a la revista, orgullosa de su hacer.
—Nada, nada —insistió doña Fermina zanjando el asunto—, igualita que la Bacall, dónde va a parar.
Marta sonreía ruborizada; nunca antes había oído hablar de la Bacall, pero por el aspecto que tenía en aquella foto a toda página, debía de tener veinte años menos que ella. No obstante, agradeció los piropos.
Antes de pasar por casa de doña Fermina, había bajado a la notaría (no quería que la vieran demasiado peinada y maquillada, cosa nada habitual en ella en los últimos años). Antonio le dio diez pesetas y, a pesar de que intentó marcharse enseguida para evitar que reparase en el vestido que apenas se ponía si no era para una ocasión especial —no siempre la ocasión especial tenía que ser buena, porque aquel vestido lo había llevado puesto en sus reiteradas visitas a las distintas autoridades solicitando clemencia para su esposo preso por un delito que no había cometido—, Antonio no lo pasó por alto, se dio cuenta de su vestuario y le extrañó que lo llevase para ir a comprar comida, pero sobre todo se fijó en las medias de cristal, tan diferentes eran de las que llevaba a diario. A Marta siempre se le había dado muy mal mentir, y mucho más a su marido, por eso, con cierta torpeza, intentó justificar su apariencia con argumentos que rayaban en lo absurdo.
Cuando se despidió, sabía que no le había convencido y que no pararía hasta averiguar la razón de aquel repentino acicalamiento. No le importaba demasiado. Lo principal era llegar a esa entrevista puntual y saber el trabajo que le ofrecían. Ya habría tiempo de dar explicaciones y aclarar las cosas. A pesar de todo, se sentía incómoda por el hecho de tener que esconderse o mentir por arreglarse para salir a la calle. Había cambiado tanto su vida que a veces se desesperaba, aturdida por una realidad que le costaba aceptar o más bien se resistía a hacerlo; con lo que ella había sido, pensaba con angustia, siempre tan puesta y arreglada, aunque fuera para salir a comprar unas horquillas a la tienda de la esquina.
Desde el portal de la casa observó durante un instante el ir y venir de la gente en la plaza del Ángel. Se puso los guantes, pero se los quitó al ver que el derecho tenía un punto suelto y comprobar que la lana estaba deshilachada y muy tazada. Otras veces no reparaba en ello, o no quería hacerlo, pero aquel día iba a entrar en el Palace y debía cuidar los detalles. Sabía que tenía tiempo de sobra porque, al salir de casa de doña Fermina, el reloj del salón marcaba las diez y media. Antes de poner un pie en la calle, tomó aire. Atravesó la plaza para desembocar en la de Santa Ana. Aspiró el aroma a café y bollo recién horneado que se escapaba del interior de los cafés abiertos desde muy temprano, bulliciosos a esas horas, sobre todo de hombres que entraban y salían colocándose el sombrero de fieltro, algunos con abrigo o gabardina, otros solo con el terno (de color marrón o gris la mayoría), más expuestos al frío y a la amenazante lluvia. Enfiló la calle del Prado con paso lento, sin prisa, sintiendo la humedad del ambiente rozando su cara, con el bolso bien sujeto en una mano como si necesitara aferrarse a una vara imaginaria. A medida que avanzaba, sentía cómo se aceleraba el latido del corazón; intentó mantener la serenidad para evitar mostrarse nerviosa. Desembocó en la plaza de las Cortes y vio a su izquierda las escaleras del Congreso con los dos leones de bronce custodiando el acceso; caminó unos pasos más y apareció ante sus ojos, majestuoso, el hotel Palace con su marquesina que sobresalía hacia la calle para proteger a quienes entraban o salían.
Se detuvo y, durante un rato, contempló aquel chaflán de la entrada que le evocaba recuerdos y sentimientos encontrados: en los últimos años, después de terminada la guerra, su paso por delante de aquel vistoso edificio que ocupaba toda la manzana era como el de cualquier otro viandante de Madrid, ajeno al lujo y elegancia que se desplegaba en su interior. Pero antes de la guerra las cosas para ella habían sido muy distintas: sus padres nunca llegaron a tener casa en propiedad en Madrid y cuando, por motivos laborales, su padre debía pasar temporadas más o menos largas en la capital, solía hospedarse en la embajada; siempre que aquellas estancias coincidían con periodos vacacionales del colegio, su madre y ella viajaban desde París, donde residían de forma habitual y donde habían tenido su casa —ahora perdida—, para pasar una temporada con su padre, y era entonces cuando la familia Ribas Cerquetti se hospedaba en el hotel Palace, ocupando una de las suites de la cuarta planta cuyos tres balcones en rotonda daban a la fuente de Neptuno. Desde niña y en compañía de sus padres, Marta había traspasado en muchas ocasiones aquellas puertas de cristal cuarteado con listones de madera blanca. Después de su boda con Antonio Montejano, oficiada en los Jerónimos, se sirvió en uno de sus salones un magnífico ágape para más de trescientos invitados. Una vez casada e instalada definitivamente en Madrid, sus visitas al Palace continuaron siendo habituales: cenas, comidas, recepciones, a veces sola y la mayoría del brazo de su marido, de tal manera que muchos de los que formaban parte de la plantilla de aquellos tiempos (conserjes, portero, botones, camareros) la conocían y se dirigían a ella primero por su apellido de soltera —señorita Ribas— y, una vez casada, como señora de Montejano.
Desde la acera de la calle del Duque de Medinaceli, frente al chaflán de entrada, Marta evocó la última vez que había entrado en el hotel, en la mañana del 28 de marzo del año treinta y nueve para buscar a Antonio, la ansiedad y emoción contenidas al transmitirle lo que muchos afirmaban ya sin tapujos: que los nacionales estaban entrando por Castellana y por Princesa, y que la guerra estaba a punto de terminar. Lo recordaba con tanta nitidez que le dolía. El hotel entonces no era ni la sombra de lo que había sido ni de lo que era ahora, convertido desde el verano del treinta y seis en un hospital de sangre en el que Antonio Montejano se había pasado días enteros haciendo curas y remendando heridas con sus casi olvidados conocimientos de medicina.
Sintió sobre su cara el tacto de varias gotas de lluvia. Miró el cielo plomizo. Las nubes se deslizaban pesadas y oscuras ocultando el cielo de Madrid. Tomó aire, se irguió echando los hombros hacia atrás para corregir la postura y dar elegancia a sus movimientos, encogió el vientre y cruzó la calle. El portero, ataviado con librea azul marino y un elegante sombrero de copa del mismo color, tenía pinta de gran caballero; la saludó con una sonrisa, una ligera inclinación y un toque de la mano en la visera. Marta lo miró y le dijo un buenos días con voz queda. Subió los dos escalones y un botones muy joven, apenas de catorce o quince años, a quien ya le asomaba un bozo negro bajo la nariz, le abrió la puerta justo cuando acababa de pisar el primer peldaño. De nuevo una inclinación y un saludo. Ella apenas le prestó atención, abstraída por la magia del lugar. Dio unos pasos hacia el interior y observó la escalera que llevaba a los ascensores y al amplio lobby, las alfombras mullidas e impolutas, la delicadeza de las barandas, los dorados, el artesonado de los techos. Miraba embelesada como si le estuviera pasando por la mente todo su pasado: la imagen de sus padres, el perfume de su madre, el aroma a tabaco de pipa de su padre, la galanura de ambos, siempre tan distinguidos, tan apuestos, tan dulces y delicados en sus formas y su estar presente. El recuerdo amargó su garganta y tragó saliva para evitar el llanto.
Sus ojos se posaron en el recepcionista, que la miraba con una sonrisa amable.
—Buenos días, señora, ¿puedo ayudarla?
Marta se acercó hasta el mostrador de recepción.
—Buenos días, soy Marta Ribas, señora de Montejano, tengo una cita con Alfonso Benítez Castro.
Su gesto cambió ligeramente, como si hubiera comprendido que no era una huésped.
—¿Viene buscando trabajo?
Marta afirmó con un leve movimiento, como si estuviera obligada a sentirse avergonzada.
—Entonces tiene que entrar por la puerta de personal. Pregunte allí.
En cuanto calló, el hombre bajó los ojos para apuntar algo en una hoja.
Marta no se movió, aturdida. La sangre le quemaba por dentro y sentía latir sus sienes.
—Perdone —le dijo—, me habían dicho que preguntase en recepción…, y esto es recepción…
—Vaya usted por la calle Cervantes —agregó displicente—, saliendo del hotel a la izquierda, luego gire a la derecha, enseguida verá una puerta, pregunte allí. Y ahora si me permite… —Hizo una seña para indicarle que debía retirarse del mostrador con el fin de que pudiera atender a un matrimonio que esperaba detrás de ella con ademán impaciente.
Se retiró y se dirigió hacia la puerta. Sentía un nudo en la garganta, una punzada que la ahogaba. Pensó que no tenía que haber ido, que aquella aventura le iba a costar un disgusto con Antonio y que al final no iba a conseguir nada. De repente, fue consciente de que su marido nunca accedería a darle su consentimiento para trabajar, cualquiera que fuera el trabajo, no se lo imaginaba firmando el contrato, era superior a él, su mujer trabajando para otro…, sería la puntilla para su dignidad demasiado herida a pesar de todo. Sus ojos se llenaron de lágrimas y todo a su alrededor se volvió gris de pronto. A duras penas contuvo el llanto que la desbordaba y se dispuso a salir. El botones le abrió la puerta sonriente y solícito.
Cuando bajó los dos escalones comprobó que estaba lloviendo. Se detuvo bajo la marquesina y dudó entre acudir a la puerta de personal o regresar a casa y olvidarse de la entrevista con el señor Benítez. Se colocó otra vez el pañuelo sobre el pelo y se lo ató al cuello mirando hacia la plaza de las Cortes. Dispuesta ya a cruzar la calle, un impulso intuitivo la obligó a echar a andar pegada a la pared blanca del hotel en dirección a la calle Cervantes. Notaba cómo las gotas de lluvia caían sobre el pañuelo que le cubría el pelo y empapaban sus hombros; se encogió, mirando al suelo para no mojarse la cara y arruinar el poco maquillaje que llevaba puesto.
A punto de girar a su derecha, oyó una voz a su espalda. Se volvió y vio al botones con un paraguas en la mano corriendo hacia ella.
—¡Señora Ribas! ¡Señora Ribas!
Marta se detuvo a esperar al muchacho, y para su sorpresa, al llegar a su lado, abrió el paraguas y la cubrió bajo él.
—Es usted la señora Ribas, ¿verdad? —preguntó el chico jadeante.
—Sí, soy yo.
—Me envían de conserjería, que el señor Benítez la está esperando. Si quiere acompañarme…
Al chico le caía el agua sobre la gorrilla porque se había quedado fuera de la protección del paraguas. Después de un instante de vacilación, Marta echó a andar custodiada por el botones, que iba con el brazo estirado para cubrirla de la lluvia pero manteniendo la distancia. Desanduvo la calle en lo que le pareció un camino de retorno a una realidad con la que se encontraba más acorde. Entró de nuevo a la recepción y el mismo hombre que antes la había despachado por la puerta de servicio salió a su encuentro con gesto obsequioso.
—Disculpe la confusión, señora Ribas, el señor Benítez dejó recado al conserje de su llegada y la está esperando. El botones la acompañará.
Marta no dijo nada, qué iba a decir, la actitud de aquel hombre no había sido intencionada, no había querido hacerla de menos porque sí, sin más, sin pensar en que la mujer a quien acababa de despachar como una vulgar criada había sido en otro tiempo una huésped importante en aquel establecimiento, sin pensar (nunca nadie lo piensa hasta que no ocurre) en que las cosas pueden cambiar, darse la vuelta y lo que antes era riqueza, clase y respetabilidad queden convertidos irremediablemente en pobreza y miradas despectivas, displicentes, humillantes a veces, porque la miseria se refleja en los ojos y en el rostro, se lleva a rastras sin que se pueda disimular.
Subieron al amplio vestíbulo con la señorial escalinata a la izquierda y los ascensores a uno y otro lado; continuaron hacia el fondo, donde se abría la hermosa rotonda cubierta por la majestuosa cúpula de cristal y hierro. Había gente sentada en distintos rincones, charlando distendidos, ajenos al paso del tiempo; se respiraba distinción y elegancia. El chico giró a la izquierda, seguido de Marta, y se adentraron por pasillos con suelos de mármol brillante como espejos que hacían resonar los pasos como en un templo sagrado. El botones caminaba delante de Marta muy erguido y con un paso marcial; llevaba la gorra no centrada en la cabeza, sino más bien inclinada hacia la coronilla, y en los hombros y la espalda del uniforme azul, bien planchado y almidonado, se le veía una mancha oscura de la humedad de la lluvia.
Llegaron a una puerta y el chico llamó con los nudillos. Se oyó desde dentro una voz de hombre que dijo un «Adelante» contundente. El botones abrió y dijo:
—Señor, la señora Marta Ribas.
Alfonso Benítez se levantó y se dirigió a la puerta.
—Pase, por favor, señora Ribas, la estaba esperando.
Marta se dio cuenta de que, mientras se acercaba a ella, la miraba de arriba abajo haciéndole un primer examen de su aspecto.
—Gracias, Miguelito —le dijo al botones, que se mantenía inmóvil flanqueando el paso de la recién llegada—, puedes marcharte. ¡Un momento, espera!
Se puso frente a él y le colocó la gorra en su sitio. El chico se dejó hacer y esperó muy serio y firme como un soldado, hasta que le hizo un gesto de que podía irse. Entonces, cerró la puerta y Marta quedó a solas con aquel hombre.
—Pase y siéntese, señora Ribas —la invitó con tono amable, indicándole uno de los dos confidentes que había junto al escritorio en el que estaba sentado en el momento de abrirse la puerta. Esperó a que ella tomara asiento y solo entonces ocupó de nuevo su sitio al otro lado de la mesa—. Ha sido usted muy puntual y se lo agradezco, tengo una reunión a las once y media y me gustaría dejar cerrado este asunto, si fuera posible.
—Si me dice usted de qué asunto se trata…
—Pues se trata de una necesidad puntual que preciso cubrir de inmediato, y por lo que me contó el padre Próculo sobre usted, creo que puede ser la persona idónea para ello.
—El padre Próculo me dijo que necesitaban una persona que hablase idiomas.
—Esa es una de las condiciones requeridas para el puesto. Señora Ribas, ¿puedo saber qué idiomas habla?
—Además del castellano, hablo alemán, italiano y francés. Mi abuela paterna era alemana y mi madre italiana, y la mayor parte de mi vida de soltera la pasé en París. Además me defiendo bastante bien en inglés.
Cuando Marta calló, Alfonso Benítez la miró atento, examinándola de nuevo, esta vez para intentar dilucidar si lo que decía era cierto. Marta le mantuvo la mirada con seguridad.
—Sorprendente, señora Ribas, sorprendente —volvió a callar, sin dejar de sondear con sus ojos las reacciones de Marta—. Tengo que admitir que me asombra que una mujer pueda tener tanta… capacidad para… —Alzó las cejas mostrando incredulidad—. Para defenderse en todos esos idiomas que ha enumerado.
—He dicho que me defiendo en inglés —contestó ella con seguridad—. Hace tiempo que no lo utilizo, igual que el alemán, pero no creo que tuviera problemas en retomar la comprensión y el habla de ambas lenguas. El italiano lo hablaba de forma habitual con mi madre desde niña, y podría mantener una conversación en francés igual que lo estoy haciendo ahora en español. Y…, si no me equivoco, usted me está entendiendo perfectamente, ¿no es así?
—Sí, sí, por supuesto. No crea que dudo de lo que usted me dice, solo es que el padre Próculo me dijo que llevaba mucho tiempo en España, y los idiomas, ya sabe, si no se practican…
—No se preocupe, señor Benítez, tal vez me costaría unos días hablar con la fluidez con la que le estoy hablando a usted, pero le aseguro que no habría problema. Crecí hablando tres idiomas. Mi padre era diplomático y desde niña he tenido la suerte de haber viajado mucho, precisamente fuimos huéspedes en este hotel…
Para su sorpresa y desconcierto, Alfonso Benítez movió la mano mientras hablaba con gesto ceñudo como si no le interesara nada de lo que le estaba diciendo.
—Ya, ya sé, todo eso me lo ha dicho el padre Próculo. Está bien, quería asegurarme de que estoy ante la persona adecuada. Una de nuestras clientas más prestigiosas necesita de una persona que la acompañe durante su estancia en Madrid; es de origen italiano, aunque reside habitualmente en París. Quiere hacer negocios aquí y su prudencia le lleva a ser muy desconfiada, por eso requiere de una persona de máxima confianza.
Calló un instante como si estuviera pendiente de las reacciones de Marta a sus palabras. Ante su rostro impertérrito, el señor Benítez continuó:
—El caso es que madame Moretti nos ha solicitado una persona que le sirva de asistente y ha exigido que sea mujer, distinguida y que sepa idiomas, y en Madrid se pueden encontrar muchas mujeres distinguidas, bastantes menos con idiomas, pero resulta muy difícil, casi imposible diría yo, que una mujer distinguida y con idiomas acepte ser la asistente de una dama como madame Moretti, y mucho menos por dinero. ¿Me va comprendiendo?
Lo que Marta comprendió fue que si ella aceptaba, el trabajo sería suyo porque, a pesar de la arrogancia que desplegaba el señor Benítez, no podía ocultar que no tenía mucho donde elegir.
—¿Cuáles serían las condiciones? Horarios, sueldo…
Alfonso Benítez sacó un puro de una caja en la que había por lo menos veinte iguales perfectamente alineados y lo prensó entre sus dedos mientras hablaba con una mueca de suficiencia prestada.
—Madame Moretti es una mujer muy generosa, se lo digo por experiencia. El sueldo puede llegar a ser importante, y cuando le digo importante, es importante. Sobre los horarios y los detalles del trabajo a su lado, primero deberá aceptar y firmar el contrato; una vez realizado ese trámite, será ella misma quien le pondrá al corriente de todo.
—¿Y si después de aceptar no me interesa por…, yo qué sé, por los horarios o por el trabajo en sí? Me pide que firme un contrato a ciegas.
Alfonso Benítez guardó silencio un rato. Retrepado en su sillón, miraba a Marta por encima de sus gafas de montura negra y redonda, que le daban un aire de rancio intelectual. Ya rondaba los cincuenta, aunque aparentaba menos edad; llevaba el pelo peinado hacia atrás con marcadas entradas; la corbata era de colores claros, muy vistosa y con el nudo perfectamente ajustado al cuello; la camisa blanca sin una sola arruga a la vista, el traje gris oscuro con rayas; todo el conjunto le daba un aire refinado. Cortó la puntera del puro y con un mechero lo encendió sin prisa, dejando que la llamarada saliera varias veces hasta que el tabaco empezó a quemar. Parecía como si la urgencia que había mostrado al principio hubiera desaparecido. Retiró el puro de la boca y miró la brasa; volvió a llevarlo a los labios y sopló suavemente para luego tomar la primera bocanada; por un instante el humo quedó retenido en su boca sin inhalarlo; echó hacia atrás la cabeza y empezó a expulsarlo lentamente, mirando el habano con orgullo, paladeando el sabor del humo espeso y gris que ya invadía el aire.
—Sublime —murmuró sin dejar de mirar el cigarro, como si tuviera una joya en su mano y la observara con admiración—. Un buen habano es como una mujer, hay que ser un entendido para poder disfrutarlo. —Fijó de nuevo su atención en ella y se incorporó poniendo los codos sobre la mesa con el puro humeante pinzado entre sus dedos—. Señora Ribas, o mejor, señora de Montejano, su marido es Antonio Montejano, ¿me equivoco? —Marta no pestañeó—. El trabajo que le estoy ofreciendo es el que le he explicado, si quiere lo toma, si no, se va usted por esa puerta y se acabó. Yo he cumplido con el compromiso hacia el padre Próculo de recibirla a pesar del pasado nada claro de su esposo. Eso sí, si usted quiere el trabajo, tendrá que firmar un contrato que deberá cumplir. Las condiciones las pondrá madame Moretti. —Se llevó el puro a la boca y guiñó un ojo con una sonrisa boba—. Ella es quien paga, al fin y al cabo.
—Pero es que…
—Mire, señora de Montejano —interrumpió ceñudo—, le seré franco. Según tengo entendido, usted y su familia no están pasando por una buena racha; si usted deja pasar esta oportunidad, dadas las circunstancias en las que se encuentra, la consideraría una estúpida, y según me ha contado el padre Próculo, usted estúpida no es. Para que se haga una idea, madame Moretti puede llegar a dejar al muchacho que la ha acompañado a este despacho una propina de más de cinco duros. —Adelantó un poco el cuerpo como si quisiera dar más énfasis a sus palabras—. Un billete de veinticinco por llevarle una maleta o las compras que haya hecho. Es una mujer con mucho dinero y muy generosa.
—De todas formas, tendría que hablarlo con mi marido.
—Por supuesto —dijo rotundo, irguiendo los hombros—. No haríamos nada sin su firma; es la ley, y este contrato ha de ser legal. Si usted quiere el trabajo, venga mañana a esta misma hora en compañía de su esposo; en cuanto hayamos terminado con el contrato, podrá conocer a madame Moretti.
—¿Y si a ella no le gusto?
—Señora de Montejano, yo me encargo personalmente de esos detalles, madame Moretti confía plenamente en mí para resolverlos.
—Está bien.
Marta iba a levantarse, pero se lo impidió la voz y el gesto amenazante de Alfonso Benítez, considerando en su fuero interno que debía ser él quien diera por finalizada la reunión.
—Solo una cosa más, señora de Montejano. —Sus ojos se clavaron en ella y la apuntó con el dedo índice—. Ya le he dicho que madame Moretti es una de nuestras mejores clientas, sus deseos se convierten en órdenes para el personal de este hotel. Con esto le quiero decir que si mañana firma el contrato y de alguna manera defrauda o incomoda la estancia en Madrid de madame Moretti, no dude de que se arrepentirá de ello. Queda usted advertida.
Marta lo miró durante un rato intentando ver en sus ojos algo que aclarase sus dudas.
—¿Tampoco puede decirme el tiempo que la señora Moretti va a estar en Madrid? —agregó Marta tranquila.
—Todos en este hotel sabemos cuándo llega madame Moretti, pero nadie sabe hasta cuándo se queda. Esa es su voluntad. —Se puso de pie de repente, con brusquedad—. Y ahora, si me disculpa, tengo una reunión importante a la que no quiero llegar tarde.