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Elena se despertó al oír un ruido en la cocina; se levantó y sintió un escalofrío al abandonar la calidez de las mantas. Abrigada con una chaqueta de lana, salió de su alcoba y vio que su madre se estaba lavando la cabeza; se acercó a ella y la ayudó a enjuagarse el jabón de olor que reservaba para ocasiones especiales. Marta, con la cabeza inclinada hacia el pecho y la melena cayéndole por la cara, agradeció la ayuda y se dejó hacer.

—¿Te he despertado?

—No te preocupes, mamá, pareces un fantasma. Apenas haces ruido.

—No quiero que tu padre se despierte hasta que no tenga los rulos puestos.

—Qué bien huele este jabón.

—El otro me lo deja hecho un estropajo.

—Si tuviéramos un huevo, te lo echaba. Dicen que con la clara se queda el pelo brillante y suave.

En ese momento terminó el enjuague y le puso la toalla sobre el cabello empapado. Marta se irguió secándose con energía.

—Si tu padre se entera de que he utilizado un huevo para el pelo, me muele a palos.

—También es bueno el vinagre —añadió Elena secándose las manos.

—¿Me coges los rulos?

—¿Dónde los tienes?

—Ahí, en la mesa.

Marta se sentó temblando de frío. Se cruzó sobre el pecho la toquilla de lana gruesa que tenía sobre los hombros. Todavía no había amanecido. Una lluvia fina y constante se estrellaba contra los cristales dibujando hilos de agua deslizantes y quebradizos.

—¿A qué hora tienes que ir al Palace?

Marta se volvió hacia ella apurada, con un dedo en los labios.

—Shhh. No hables alto. —Elena se tapó la boca y alzó las cejas; luego, su madre continuó hablando muy bajito—: Me dijo Próculo que estuviera allí a las once.

—¿Cuándo se lo vas a decir a papá? —susurró.

—Primero veremos si me interesa. Para qué la vamos a liar antes de tiempo.

—A papá no le va a gustar.

—Pues se tendrá que aguantar. Necesitamos el dinero. No puedo quedarme aquí sin hacer nada, viendo pasar el tiempo, esperando. Además, ha sido idea de Próculo. Si el trabajo me interesa, ya se encargará él de convencerlo.

—No sé, madre, me da miedo de cómo pueda reaccionar. Últimamente está insufrible. Siempre enfadado, triste. Hace tiempo que no le veo reír, con lo alegre que era antes.

—No están las cosas para reír, Elena —añadió la madre condescendiente.

—Lo sé, madre, lo sé —replicó separando un mechón de la melena para enrollarlo en el rulo hasta la raíz y engancharlo con una horquilla para empezar de nuevo con otra guedeja—. Antes era todo tan bonito… Estábamos los tres tan bien… Me acuerdo de cómo bailabais papá y tú al son de la música del gramófono, ¿te acuerdas?

La madre sonrió con la mirada perdida en el pasado mientras sentía las manos de su hija hurgar en su pelo.

—Cómo no voy a acordarme… Cada día que pasa, cada hora…

Como si fuera la marea ascendente del atardecer en el horizonte, le iban llegando los recuerdos de los años previos a la guerra cuando, en las tardes de domingo que no se podía salir por el frío o la lluvia, se sentaban los tres en el salón y dedicaban las horas a leer, a tocar el piano o a escuchar música en el gramófono, y Antonio la sacaba a bailar con mucha ceremonia y ella aceptaba con igual solemnidad y bailaban mientras la niña observaba sonriente, feliz de verlos felices, hasta que la invitaban a unirse al baile y entonces los tres danzaban sobre la mullida y cálida alfombra durante mucho rato, riendo y disfrutando de lo bueno de la vida y de lo hermoso que era vivirla.

La voz de Elena la sacó del ensimismamiento en el que había caído, continuando en una actitud quejosa, rebelde a la resignación que la realidad le imponía.

—Y la casa, madre, nuestra casa… Todavía me cuesta entrar en la notaría, es que no lo soporto, incluso siento una especie de ahogo solo con pasar por delante de la puerta. Y esto… —Miró un instante a su alrededor con desolación—. Es todo tan feo…, solo mirarlo me da escalofríos. Es frío y húmedo como un cementerio.

Callaron un rato en un silencio pesado y gris, circundadas en la luz biliosa que alumbraba apenas la pequeña estancia, sumidas en una penumbra amarga y llena de nostalgia.

—¿Sabes una cosa? —agregó la madre, precedida de un largo suspiro—. A menudo, cuando salgo a la calle, pienso en no regresar nunca, en marcharme, irme de Madrid, subirme a un tren cualquiera y dejar que me lleve lejos, sin importarme el destino o la dirección que tenga. —Sonrió sardónica mientras le tendía a Elena otro de los rulos por encima de su hombro—. A veces incluso he llegado a la estación del Mediodía y me he quedado plantada en el andén, frente a un tren a punto de salir, observando cómo la gente subía con sus maletas y bultos y ocupaba sus asientos, oyendo los anuncios de próxima salida, y cuando el tren empezaba a moverse, sentía el impulso de salir corriendo y alcanzar uno de los vagones y aferrarme a la barra y subir los tres escalones y sentir el vértigo del vaivén de la marcha; pero el tren desfilaba en su avance lento y pesado delante de mí, incapaz de mover un solo músculo, quieta como una estatua de sal, permitiendo que se alejara… —calló un instante y tragó saliva—. Y ¿sabes?, cuando resultaba imposible alcanzarlo, cuando ya la velocidad hacía inútil cualquier intento de tomarlo, entonces, solo entonces, daba un paso adelante para ser consciente de que lo había perdido, que había echado por la borda otra oportunidad de salir de esta miseria, y… —su voz tembló ahogada por la emoción de sus palabras— me entraban ganas de llorar…, y lloraba, lloraba durante un buen rato. Nadie da importancia a que alguien llore en una estación, donde las lágrimas suelen ser habituales. —Suspiró largamente antes de continuar—. Y siempre pienso…, Dios mío, otra oportunidad perdida…, otra más.

Elena la escuchaba con un nudo en la garganta. Apretó su hombro como señal de apoyo y cariño.

—¿Y qué haríamos papá y yo sin ti, madre?

—Sois vosotros la razón por la que nunca me subo a ese tren, Elena. Pero reconozco que la idea me ronda en la cabeza. —Se puso la mano en el pecho—. Y aquí, dentro de mí, siento unas ansias tan fuertes de huir que a veces me desasosiego y tengo miedo de cometer una locura.

Elena no dijo nada, continuó liando mechones de cabello en los rulos hasta que se acabaron. Luego, el pelo que todavía quedaba suelto lo fue enroscando con el dedo y sujetándolo con horquillas.

—Ya está.

—Me he quedado helada. Acércame el brasero y calienta un poco de café. Me vendrá bien.

—Ya queda muy poco.

—Cuando salga del Palace me pasaré por la tienda de Juanito Puertas, a ver si me fía, porque la señora Carmen ya me pone mala cara; la pobre demasiado hace.

En ese momento se oyó el sonido estridente de un despertador.

—Deben de ser las ocho —dijo Marta cansina—. A ver cómo se levanta hoy tu padre.

—Ha pasado mejor noche, ¿no? Por lo menos, no ha tosido.

—Ha tenido ratos, a la una o así le dio el maldito hipo, pero se tomó una aspirina y se quedó dormido. Espero que le traigan la penicilina, es lo único que le puede curar. Si pudiera pagarla yo… —farfulló como si estuviera pensando en voz alta—. ¡Estoy harta de andar pidiendo favores cada vez que me muevo! ¡Harta!

—Ahora lo que hay que pensar es en que papá se cure —dijo Elena vertiendo el café de recuelo en una taza—. Ya habrá ocasión de devolver favores.

Marta sonrió mientras cogía la taza humeante que le ofrecía su hija.

—Los favores no se devuelven, Elena, se pagan, y a veces con un interés muy alto, demasiado para seguir viviendo con la cabeza alta. En estos tiempos que vivimos, la única manera de mantener la dignidad es el dinero, tenerlo es lo que le permite a uno mantenerse en el sitio que quiere estar; el dinero…, el maldito dinero que todo lo puede y que tanto se nos resiste. —Se oyó un carraspeo procedente del interior de la alcoba de matrimonio. Marta sorbió un poco de café para entrar en calor—. De todo esto, ni una palabra a tu padre. Anda, prepárale la leche, voy a llevarle el agua caliente para que se asee.

Elena se quedó sola, pensando en lo que había dicho su madre, en aquel deseo de marcharse, de huir y dejarlo todo, del precio de los favores, de la dignidad perdida por la carencia de todo lo que antes abundaba, de la falta de dinero, ese maldito dinero que todo lo puede, había afirmado convencida. Se acordó de las mil pesetas prometidas por Julita a cambio de que le acompañase con Dionisio. Hubieran servido para al menos dos o tres gramos de penicilina. Pero la cosa no salió; el dinero, tal y como había dicho su madre, se resistía tercamente. Cuando Julita fue a su joyero para cumplir con la parte del trato que ella misma había propuesto, descubrió que la cajita forrada de terciopelo azul estaba completamente vacía, no quedaba ni un céntimo. Julita montó en cólera y se fue a la criada como un basilisco, convencida de que había sido ella quien había cogido el dinero, pero Venancia lo negó, jurando por todos los santos del santoral que ella no había tocado ni una peseta. Con el fin de evitar un disgusto mayor, Julita pospuso las indagaciones sobre el autor del hurto con la promesa de entregárselo en cuanto se aclarase el entuerto. Eso sí, Elena tuvo que cumplir con su parte y acompañó a Julita a descubrir la sorpresa que le tenía preparada Dionisio. Cada vez que se acordaba, se azaraba y sentía una humillante vergüenza; si alguien la hubiera visto allí, en una casa de citas para parejas, un meublé, así es como se referían a esos lugares los chicos. Tenía que hablar muy seriamente con Julita, eso no estaba bien, no podía permitirlo o se perdería para siempre.

Tan absorta estaba en el incidente de la tarde anterior en casa de doña Celia que cuando su madre apareció de nuevo en la sala se sobresaltó y se le cayó el cazo que llevaba en la mano para servir la leche a su padre; la loza se estrelló con estruendo contra el suelo y se hizo pedazos.

—Elena…

—Lo siento, madre, lo siento mucho —se disculpó, agachándose de inmediato para recoger los trozos desparramados.

—Pues estamos listos —murmuró Marta tapándose la boca con la mano en un gesto de obligada resignación—, era la última pieza de esa vajilla. La que le gustaba a tu padre.

Elena levantó la cara y solo entonces miró a su madre desolada.

—Lo siento, mamá… Se me resbaló…

—No te preocupes, hija. Qué le vamos a hacer. Tendrá que tomarse el café en estos. —Cogió del vasar un tazón de peltre—. No los quiere ni ver, pero es lo único que queda.

Marta la ayudó a recoger.

—¿Qué tal está?

—Bueno, al menos no se ha despertado de mal humor. Y parece que tiene mejor cara. Como ha podido dormir… —Dio un largo suspiro mientras arrojaba a un cubo los trozos rotos—. Si se pudiera quedar en la cama, se recuperaría mucho más rápido.

—¿Y del pelo? —preguntó Elena con la risa dibujada en sus labios—. Se habrá extrañado de que te lo laves en lunes.

Marta sonrió a su vez.

—Sí; parece que no se entera de nada, pero se da cuenta de todo; me lo ha preguntado y yo le he dicho que me picaba mucho y que por eso me lo he lavado hoy en vez del jueves. Anda, échale el café y un poco de leche, y tú, tómate lo que queda de leche y mígate ese poco de pan.

—Está asqueroso.

—No protestes, hija, es lo que hay.

—Con lo rico que estaba el pastel de doña Fermina… —dijo relamiéndose y dejando la mirada perdida en el infinito de sus anhelos—. Cómo me gustaría poder comer todo lo que se me antojase a cualquier hora, entrar en una confitería y comprar una bandeja enorme de pasteles, y poder beber toda la leche que quisiera, bien cargada de azúcar, y comer pan blanco untado en mantequilla y mermelada de fresa…, y volver a comer esa carne guisada que hacías antes.

—¿Todavía te acuerdas? —preguntó la madre con una melancólica risa—, pero si eras muy pequeña…

—Cómo no me voy a acordar, madre, era de las pocas cosas que cocinabas tú misma, no dejabas a nadie que metiera la mano. Te salía tan rico…

—Era una receta de tu abuela. No sé si ahora sería capaz de repetirla, apenas me acuerdo de los ingredientes.

Un pesado silencio cayó sobre ambas, envueltas en sus recuerdos de tiempos mejores, resignadas al hambre y a la escasez de todo cuanto habían conocido y disfrutado, de tanta abundancia y tantas comodidades.

Antonio se aseaba en el aguamanil con el agua caliente que había llevado Marta. Continuaba oyendo los susurros procedentes de la cocina; su gesto ceñudo reflejado en el espejo parecía abofetearlo. Sentía una extraña sensación de fracaso, de alejamiento. Se había despertado sintiendo cómo penetraban hasta su entendimiento, todavía somnoliento, las palabras de Marta, filtradas a través de aquellas paredes finas como el papel que nada guardaban. Se había mantenido inmóvil bajo las mantas, los ojos abiertos, oyendo aquellos deseos manifestados de marcharse, las ansias de huir, de tomar un tren y alejarse a donde fuera. La conciencia canalla le fustigó con dureza y su cuerpo se removió provocando el sonido estridulario de los muelles del somier. Su familia se diluía entre sus dedos y era incapaz de recomponerla.

Tragó saliva y con ella, las palabras auscultadas y el mensaje aprehendido. Secó la cara y el cuello y se peinó. Salió ya vestido. Elena se acercó y lo besó en la mejilla.

—No me beses mucho, hija, lo último que nos faltaba sería que te contagie.

—No me importa.

—Estaríamos buenos, otro más con necesidad de penicilina.

—Ya verás como te pones bueno, papá, dicen que esa medicina hacía milagros entre los soldados ingleses.

—¿Eso dicen? —dijo migando un trozo de pan negro en la leche—. Pues será verdad, hija, porque con el gramo que me inyecté ayer me encuentro bastante mejor.

—No has tenido fiebre en toda la noche —agregó Marta—. Lo que no entiendo es por qué no la ponen a la venta en las farmacias.

—Siempre resulta más ventajoso el estraperlo, especular incluso con la muerte y la vida; el que tiene vive, el que no, se muere. En los últimos tiempos, en este país el que no corre vuela. Se ha perdido la moral y el que pretende ser honrado se revienta de hambre o de calentura. Nadie respeta nada, si uno puede meter la mano en el saco, la mete hasta el fondo y sale corriendo en pos de su propio beneficio. Estamos en una jungla y únicamente sobrevivirán quienes tengan más resistencia a la mugre moral y sean capaces de soportar la ferocidad humana. Los demás sucumbirán…, sucumbiremos en una miseria gris y pesada que nos aturde y nos mata poco a poco, sin apenas darnos cuenta.

Madre e hija se miraron. Antonio terminó su desayuno y se levantó.

—¿Vas a salir? —preguntó a su esposa.

—Tengo que ir a comprar algo de comida. No nos queda más que un puñado de lentejas.

—Bueno, madre —dijo Elena con ironía—, alguna lenteja queda, pero lo que abundan son las piedras, de eso nos sobra.

—¿Te queda algo de dinero?

Marta negó en silencio, el gesto grave y las miradas esquivas.

—Le pediré otro adelanto a Rafael. Pasa por la notaría antes de salir, a ver si le saco algo. —Chascó la lengua contrariado—. Con esto de la penicilina, se va a gastar un dineral…

—Déjalo, pensaba acercarme a Fuencarral, a la tienda de Juanito Puertas. Allí todavía no debemos nada y no creo que le importe fiarme hasta que cobres; como nos conoce…

—No. No quiero que dejes a deber a nadie más.

—Debemos a todo el mundo, Antonio —Marta lo había interrumpido con una medida rudeza—, tenemos cuentas pendientes en todos los comercios del barrio ¿Qué importa uno más?

—Te he dicho que no. Le pediré un adelanto a Rafa.

—Este mes le has pedido dos, cuando llegue la hora de pagarte no va a haber nada que cobrar.

—Me da lo mismo. Prefiero arreglar cuentas con él que con los tenderos del barrio. No quiero que estés en boca de nadie.

—Estamos en boca de todo el mundo, Antonio, y además, a mí qué más me da lo que puedan pensar los demás si no tengo nada que poner en el plato.

No eran ciertas sus palabras. Marta Ribas lo pasaba muy mal cuando compraba al fiado en las tiendas. Se ponía colorada y sentía un agobio que le duraba un buen rato. Pero se tenía que tragar su orgullo si quería tener algo de comer a diario eludiendo la ayuda incondicional de doña Fermina, reclamada en exceso, o la falsa caridad de los vecinos, sobre todo la de Virtudes de Figueroa, refocilada tan solo por el hecho de darle un puñado de azúcar.

—Rafael me dejará dinero —insistió Antonio imprimiendo firmeza a sus palabras.

—Si Rafael te pagase un poco más…

—¡Te he dicho que pases por la notaría antes de salir! —El tono alto y autoritario estremeció a las dos mujeres. Antonio, con una actitud decidida, cogió la chaqueta, se la puso y abrió la puerta; pero antes de salir, sin llegar a mirarla y con voz algo más suave, añadió pretendiendo moderar su actitud—: Te daré algo de dinero para que puedas comprar sin que nadie tenga que fiarte.

Cerró con un portazo. Marta se quedó callada, cabizbaja, suspiró y se cruzó los brazos sobre el pecho, encogida sobre sí misma para evitar (consciente de que resultaba inútil) la humillación de tener que seguir pidiendo para poder comer.