Eutimio Granados aceleró el paso porque había empezado a caer una fina lluvia y el ligero viento era frío y desagradable. Sorteando a las parejas y grupos de endomingados que, con gesto aburrido, paseaban por el mero hecho de que era domingo y había que pasear, el tagarote subió la Gran Vía por la acera derecha hasta llegar a Chicote. Antes de entrar al bar se asomó, como hacía siempre, para echar un vistazo desde fuera.
El local estaba a reventar y en el silencio de la noche (roto solo por el rugido del motor de gasógeno de algún que otro coche que transitaba) se oía amortiguado el rumor de voces y algaradas que se escapaba del interior. Empujó la puerta giratoria y a través de sus cristales continuó con su inspección de la masa de cuerpos envueltos en la luz tenue que se apiñaban en grupos o de forma aislada y solitaria ocupando todo el local. Notó en la cara el aire cargado y caliente, y aspiró el aroma a tabaco y perfume, mezclado con un ligero tufillo a sobaco, laca y fijador de pelo. Inmóvil, con la puerta a su espalda sin llegar a introducirse en el marasmo, se quitó el sombrero. Atisbó a Paquito detrás de la barra. Se acercó y lo llamó.
—¿Dónde está Nicasio? —gritó para salvar el ruido de voces y música desatados en el local.
El barman señaló hacia el fondo de la barra.
—Ponme un coñac.
—¿Terry?
Eutimio afirmó. Sacó su cajetilla de tabaco y pinzó un cigarrillo con los labios, lo prendió con el mechero y aspiró el humo. Cuando el camarero le sirvió la copa de coñac, la cogió y se abrió paso a través del local, sorteando mujeres fumando y bebiendo, que reían al son de las palabras que sus acompañantes masculinos les susurraban al oído.
Vio a Nicasio en plena faena de dar lustre a los zapatos de un hombre mayor, con bigote y una enorme barriga, que bebía un cóctel en una copa pequeña. El limpia alzó la vista y lo vio acercarse entre la gente, le hizo un gesto y bajó los ojos al zapato negro que abrillantaba con esmero. Eutimio se acodó en el extremo de la barra, a la espera.
Nicasio tardó unos minutos hasta que terminó el trabajo; el hombre de la barriga le pagó y el limpia se levantó de su silla baja, recogió el cajón y lo dejó a un lado. Luego se acercó a Eutimio.
—¿Qué hay de lo mío? —preguntó en cuanto le tuvo a su lado.
—Ha habido problemas —contestó el limpia, mientras se sacaba el saquito de tabaco de picar y un papel de fumar para liarse un cigarrillo.
—¿Qué clase de problemas?
—Problemas. —Se volvió hacia la barra y llamó a voces al camarero—. Ponme un Porto Flip. —Luego se dirigió de nuevo a Eutimio—. Todavía no he cenado y tengo las tripas crujidas.
—¿Me vas a decir qué pasa con lo mío?
—Pasa lo que pasa, don Eutimio. Que alguien da el chivatazo y la cosa sale mal. Pero usted no se preocupe, porque ya sabe que el Nicasio pa to tié una solución.
Eutimio le miró al bies sin disimular su recelo. Se llevó el cigarro a la boca y aspiró, observando cómo el limpia liaba el suyo entre sus dedos con habilidad y esmero para no perder ni una sola hebra de tabaco en la maniobra. Eutimio bebió un trago de la copa. En ese momento, el camarero puso el cóctel en la barra y Nicasio le dijo que se lo apuntara. Eutimio dejó su copa sobre el mostrador y le preguntó crispado:
—¿Y qué solución tienes para lo mío?
—La hay, pero va a costar un poco más.
—Tú no tienes palabra.
—No me ofenda, don Eutimio. El Nicasio siempre cumple y usted lo sabe. Esta vez no es mi culpa. He tenido que tirar de otro contacto, y este es más caro que el de la semana pasada.
—Pues vuelve a ese, que es con quien se hizo el trato.
—Ese está fuera de servicio por lo menos para un mes. ¿Puede esperar?
Eutimio lo miró fijamente. Nicasio se bebió el cóctel de un trago, dejó el vaso vacío y se limpió la boca con la manga.
—¿Qué me ofreces? —preguntó Eutimio desconfiado.
—Verá. —El limpia miró a un lado y a otro y se acercó un poco más a Eutimio para que nadie pudiera escucharlo—. Tengo a uno que me puede conseguir todas las ampollas. Mañana mismo las tendría usted aquí; pero hay que pagarlas.
—¿Cuánto?
Nicasio volvió a mirar a los lados; encogió un poco los hombros y le dijo en voz muy baja acercándose al oído:
—Ciento cuarenta duros por gramo…
—¡Pero tú estás chalao! —le espetó vehemente Eutimio, separándose de él con brusquedad y propinándole un manotazo en el pecho—, si eso es casi el doble de lo que pedía el otro.
—Don Eutimio, me guarde usted las formas —dijo irguiéndose con gesto muy digno—. Si lo quiere, es lo que hay, yo en esto me llevo un real.
—¿Un real? Tú…, tú eres un…
—Cuidadito con las formas he dicho —repitió el limpia alzando la barbilla altivo y enfatizando su acento chulapo—. Yo se lo ofrezco, usted elige si lo quiere o no. Le queda otra, esperar un mes hasta que el otro salga del trullo. —Mientras hablaba, recompuso la solapa de su chaqueta, se colocó la chapa en la que se leía en letras doradas su nombre y su oficio: «Nicasio. Limpiabotas», y se llevó el pitillo a la boca; el humo le subió por la cara y entrecerró los ojos—. El negocio es así, don Eutimio, usted lo sabe, no es un primerizo en esto. Si lo quiere, ahora mismo hago una llamada y mañana por la tarde tiene usted los diez gramos que necesita. El producto, de total confianza, ya se lo digo yo, pero el precio es el que es y no hay otra.
Eutimio Granados mantuvo un rato de silencio, pensativo, cavilando el negocio y calculando su parte.
—Ciento treinta… —Apenas abrió la boca lo interrumpió Nicasio.
—El precio no se mueve, ya se lo he dicho, esta gente es muy efectiva, pero su precio es tasado y cerrado a cal y canto. O lo quiere así o lo deja, no hay más vuelta de hoja.
—¿Cómo hay que hacer el pago?
—Me fío de usted, don Eutimio. —Lo miró achinando un poco los ojos y con una sonrisa irónica—. Aunque no debiera. El paquete lo tendrá que ir a buscar a otro sitio, con el dinero.
—¿Por qué no lo puedo recoger aquí?
El limpia encogió los hombros.
—Eso no es cosa mía. Dicen que el producto es muy delicao pa entregarlo aquí. Ya sabe, gente desconfiada.
Eutimio Granados bebió de un trago el coñac que le quedaba en la copa. Apretó los labios con gesto pensativo.
—Está bien. Deja que haga una llamada. Ahora te busco.
Se volvió hacia el barman más cercano que estaba al otro lado de la barra, levantó la mano para llamar su atención y cuando se acercó, le pidió el teléfono. En ese momento, Nicasio fue requerido por un cliente para que le lustrase sus botines y se perdió entre la gente.
La conversación telefónica con Rafael Figueroa resultó complicada porque apenas oía lo que Eutimio Granados le decía. Le explicó el contratiempo y que había otro nuevo contacto, pero que pedía ciento ochenta duros por gramo. Escuchó con paciencia las protestas de su jefe, le dejó hablar, en el fondo sabía que no se iba a negar y el negocio para él resultaba más ventajoso: cuarenta duros de ganancia por cada gramo, dos mil pesetas en total frente a las mil doscientas que iba a conseguir con el otro. No estaba mal, pensaba mientras oía las palabras de enojo al otro lado del pesado auricular. Se encendió otro cigarro y cuando aspiró la primera vaharada de humo, oyó la conformidad de Rafael Figueroa. No tenía más remedio si quería salvar a su amigo de la muerte segura. Colgó el teléfono con una sonrisa en los labios, se volvió y buscó a Nicasio. Lo vio entre la multitud, sentado en su banqueta embetunando los negros botines de un hombre de fino bigote que hablaba con un grupo numeroso entre los que solo había una mujer rubia y muy guapa. Se acercó a él, le puso la mano en el hombro y se agachó un poco para decirle al oído que había trato.
—Pero tiene que ser mañana sin falta —le dijo Eutimio, ya erguido—. Si se retrasa, me busco la vida por otro lado, ¿entendido?
Nicasio no dejó de frotar con el cepillo la piel untada de betún, levantó la cara hacia él con una amplia sonrisa y afirmó con la cabeza.
—Entendido. Pásese por aquí a las ocho. Ya le diré dónde tiene que recoger la mercancía.
Eutimio Granados se acercó a la barra y pidió al barman otro coñac. Acodado sobre el mostrador, de espaldas a la gente, apurando su cigarrillo. El lustroso camarero puso una copa delante de él y la llenó hasta la mitad.
—¿Qué? —preguntó el camarero ante el gesto ensimismado del cliente conocido—. ¿Cómo van las cosas?
Eutimio alzó los ojos un instante como si no se esperase la pregunta, pero de inmediato volvió a centrar su mirada en la copa que sujetaba entre sus manos; torció la boca en lo que quiso que fuera una sonrisa y encogió los hombros.
—No va mal.
—Han estado preguntando por el hijo de su jefe.
Esta vez sí lo miró con fijeza y con cierta displicencia; se llevó el cigarrillo a los labios, aspiró el aire y luego lo expulsó.
—¿Y a mí qué me importa que pregunten por Basilio Figueroa?
—Los que preguntaban por él no eran de fiar.
—¿Tengo yo cara de niñera?
—Últimamente no va con buenas compañías.
—Joder, Paquito, qué pesao te pones. ¡Que no soy su madre! Déjame en paz; quiero beberme el coñac tranquilo.
—Vale, vale. No se me moleste usted, don Eutimio, pero es que me da pena del muchacho; los que le buscaban eran muy mala gente.
Eutimio Granados aspiró de nuevo su cigarro y lo apagó estrujándolo con fuerza en el cenicero sin dejar de mirar al barman. Hizo un gesto con la barbilla antes de preguntar.
—¿En qué anda metido ese botarate?
—Pues qué le voy a contar a usted, don Eutimio, andar, lo que se dice andar, no anda nada bien, para qué nos vamos a engañar… —El barman se acercó a don Eutimio con gesto confidencial—. Lleva un tiempo tonteando con el polvo blanco… —Al erguirse de nuevo se tocó la nariz con un dedo—. Usted ya me entiende.
Eutimio Granados quedó boquiabierto por unos segundos, mirándole atónito.
—¿Cocaína? —preguntó en voz muy baja, tanto que apenas llegó el sonido a oídos del barman, pero había entendido perfectamente la palabra dicha.
El barman afirmó con un movimiento de cabeza, mientras con un trapo en la mano iba secando un vaso tras otro que cogía de la parte de dentro del mostrador y los volvía a colocar una vez secos y relucientes.
—¡Este chico es tonto! —exclamó Eutimio Granados con desdén—. Y su padre, que le consiente, más tonto todavía.
—Ya le digo yo, don Eutimio, y me da a mí en la nariz que el asunto es serio. Se lo digo yo —calló un instante, mirando la copa a la que sacaba brillo a base de frotar; torció el gesto antes de continuar—. Basilio Figueroa no es mal chico, un poco tarambana, pero no es malo, y algo cándido, eso se lo digo yo, que le he visto tragarse muchas cuentas de los jetas que se juntan con él nada más que para sacarle los cuartos.
—No me extraña nada —añadió Eutimio moviendo la cabeza indulgente—, porque luces tiene pocas.
—A don Rafael no me atrevería yo a contárselo, además últimamente para poco por aquí, pero con usted tengo más confianza y creo que debería hacer algo antes de que sea demasiado tarde. Llevo detrás de esta barra muchos años, don Eutimio, y he visto mucho, demasiado, y ya le digo yo a usted que ese asunto trae muy malas consecuencias, y no solo para él, también para la familia. En esto de los polvos blancos hay mucho dinero por medio y al final todos la pringan. Ah —calló un instante como si de repente se hubiera acordado de algo importante—, y otra cosa que sé de buena tinta. —De nuevo se inclinó hacia su interlocutor para hablarle confidencialmente—. El pollo anda rondando al Káiser.
—No me jodas, Paquito. —Arrugó el ceño en exceso, incrédulo ante las palabras del barman—. ¿Que Basilio anda metido en negocios con el barón?
—Padilla lo sabe de buena tinta.
—Este chico, además de ser tonto, está chiflado.
—Por eso le digo. Pregunte a Padilla —calló y alzó la vista por encima de la gente, irguiendo el cuerpo y estirando el cuello hasta que se fijó en un punto entre la multitud de cabezas, levantó el brazo y gritó—: ¡Padilla! ¡Padilla! Ven un momento.
Se acercó un hombre menudo, de unos cuarenta años, muy delgado, casi hético, con el pelo ralo y negro peinado hacia atrás, la cara enjuta y muy sonriente, los ojos grandes y saltones y las manos largas y huesudas. Llevaba una bandeja de madera apoyada en su pecho, plano como una tabla, sujeta a una cinta larga y ancha que le colgaba del cuello, en la que se disponían, perfectamente presentados, toda clase de paquetes de cigarrillos, tabaco de picadura, pitillos sueltos, cerillas y puros.
—¿Quiere usted un paquete, don Eutimio? —le ofreció al llegar a su lado.
Eutimio Granados se giró hacia el recién llegado, con la copa de coñac en la mano. No le contestó porque el barman intervino enseguida.
—Cuenta a don Eutimio lo que oíste hablar a Basilio Figueroa con el Káiser.
El cerillero sacudió la mano, alzó las cejas y recompuso la cara como si quisiera indicar lo gordo del asunto. Se volvió a un lado y a otro para asegurarse de que podía hablar sin que otros escucharan sus palabras, intentó acercarse algo más a su interlocutor, pero la bandeja (pegada al pecho como si fuera un apéndice de su cuerpo) lo hacía difícil; en su afán, se revolvió a un lado y, en ese momento, alguien pasó por detrás y le empujó sin que pudiera evitar que la bandeja del tabaco chocase contra el cuerpo del oficial de notaría; el cerillero se disculpó, pero Eutimio ni siquiera se inmutó.
—Fue hace dos o tres noches; en la mesa del fondo estaban sentados el señorito Basilio, el Káiser y una señorita rubia espectacular, de las que le gustan a usted, don Eutimio, bien cargada de todo lo que hay que cargar en una mujer de bandera. —Mientras hablaba, hacía gestos efusivos con las manos dando forma a sus recuerdos salaces—. El Káiser me llamó y me pidió un puro de los caros, como es su costumbre, y en el tanto de pagarme, oí cómo Basilio le preguntaba que cuáles serían sus ganancias, y el Káiser le dijo… —en ese momento hizo una pequeña pausa y alzó las cejas con ademán de gravedad queriendo dar mayor intriga a sus palabras— que si la cosa salía bien, podría ganar hasta veinte de los grandes.
—¿Cuatro mil duros? —inquirió Eutimio asombrado.
—No lo sé, debían de ser, porque le dijo veinte de los grandes, por estas que dijo eso. —El cerillero se besó los dedos en señal de juramento—. Y el Káiser cuando habla de billetes grandes, se refiere a los de mil pesetas.
—¿Oíste algo más?
El hombre afirmó abriendo mucho los ojos, como si le fuera a contar otra cosa muy confidencial.
—El Káiser le dijo que se atuviera a las consecuencias si fallaba el tiro, y yo sé de muy buena tinta qué significado tienen las consecuencias del barón. —Y en ese momento se llevó la mano al cuello y, lentamente, se pasó el dedo como si lo cortase de un tajo poniendo una mueca intrigante.
Eutimio se quedó pensativo; se preguntaba en qué se había podido meter Basilio Figueroa para estar en condiciones de ganar ese dineral con aquel alemán que no le podía traer nada bueno. Quien más quien menos le conocía, y nadie se acercaba a él y a sus negocios (tan peligrosos como sustanciosos) si no era por extrema necesidad, ni siquiera por ambición, ya que había otras formas menos expuestas de obtener beneficios sin correr un peligro tan evidente.
Freiherr von Schwarzschild era barón de la Renania, al que apodaban el Káiser, siempre impecable, vestido con trajes elegantes aunque algo estrafalarios, sombrero de fieltro, camisas y pajarita de seda, y zapatos de piel italianos, tenía toda la apariencia de un gran aristócrata y actuaba como tal. Era culto, inteligente, ladino y astuto; hablaba más de cinco idiomas y sus relaciones se extendían por los rincones más recónditos del mundo. Arribó a Madrid en el año cuarenta y cuatro, y desde el primer día se movió en la capital como si fuera su territorio. Nada cierto se sabía de su pasado: se presentaba como marchante de obras de arte, y había tenido ocasión de demostrar que era un gran entendido en la materia. Poseía un castillo en una colina al borde del río Mosela, entre las ciudades de Tréveris y Coblenza, y hasta el comienzo de la guerra europea regentó en Colonia una importante sala de subastas, además de una sala de exposiciones, por las que habían pasado obras de excelencia y calidad extraordinaria de todos los tiempos, de pintores tanto europeos como americanos.
Amante del lujo, de la buena mesa y de la música, frecuentaba los mejores restaurantes de Madrid y siempre ocupaba el mejor de los palcos en los teatros, a cuyos estrenos solía asistir acompañado de hermosas mujeres de las que apenas recordaba su nombre. Lo que no admitía, por considerarlo una salvajada, carente en su opinión de cualquier atisbo de interés o diversión, eran las corridas de toros, sobre todo porque en su primera visita a España, en el año veinte, había asistido de la mano de un buen amigo a uno de esos acontecimientos taurinos que se celebraba en la plaza de Talavera de la Reina, el mismo día que se produjo la grave cogida que causó la muerte al torero Joselito. Ser testigo de tal brutalidad le convirtió en un detractor de la fiesta nacional y, precisamente, su vehemencia en ese rechazo estuvo a punto de costarle un disgusto y de desposeerle de todas las prebendas que tenía bajo los auspicios del régimen franquista; sucedió en una reunión con altos cargos del Gobierno y mandos del ejército; cuando los efluvios del alcohol empezaron a hacer mella en las formas, uno de los asistentes hizo alabanzas de la última faena de Manolete en la plaza de Las Ventas; contra el exceso de elogios destilado por todos los asistentes, el barón expuso su oposición frontal a semejante brutalidad, tanto para el hombre (el recuerdo del torero Joselito le marcó para siempre) como para el toro, y defendió que deberían prohibir las corridas; aquello derivó en un altercado que acabó con el barón detenido y a punto de ser expulsado del país, si no hubiera sido por sus relaciones y porque se retractó por escrito de todos sus ataques contra el toreo y la fiesta nacional. Desde entonces, nunca más habló ni opinó sobre el asunto, sagrado para el Nuevo Estado y la España gris de la que, por otra parte, él se beneficiaba abundantemente, porque uno de sus negocios era la reventa de entradas para las grandes corridas, en las que empleaba a sus mejores hombres.
Era el barón hombre de pocas palabras y cuando hablaba, aquello que decía parecía adquirir el carácter de dogma de fe para quien le escuchara. Extremadamente escrupuloso en todo lo concerniente a los negocios, en los círculos del mundo del arte se sabía que era capaz de conseguir cualquier obra que se le pidiera, siempre y cuando se pagase el precio solicitado. No tenía conciencia ni corazón; lejos de la conmiseración mostrada hacia el toro de lidia, cuando un colaborador le fallaba o simplemente le resultaba molesto o poco fiable, le hacía desaparecer, esfumado como el humo en un vendaval o víctima de un desgraciado accidente o precipitado al vacío desde algún edificio alto en un fingido suicidio. La policía hacía la vista gorda a los asesinatos y desapariciones, incluso cuando todos los indicios le señalaban, si no como autor (nunca se mancharía ni las manos ni sus trajes caros perpetrando personalmente un crimen), al menos como responsable. Se aseguraba de mantenerlos contentos, con la boca callada y la barriga y la cartera bien llenas. Se decía que tenía aldabas en todas las esferas y en todos los campos, que era capaz de abrir todas las puertas, incluidas las del impenetrable Franco, y todo el que se movía en los negocios turbios de Madrid sabía que acercarse al barón podía resultar muy ventajoso, pero también muy peligroso.
—¿Ha estado aquí esta noche? —preguntó Eutimio.
—¿Basilio Figueroa? Sí, hasta hace un rato. Se marchó con la Maruja.
—Está bien —le cortó Eutimio, miró la bandeja escrutando el tabaco expuesto—. ¿Tienes Lucky?
—Sí, señor.
—Dame un paquete, y un cuarterón de picadura, pero del Cubanito, no de esa porquería que tienes ahí.
—¿Quiere un librillo?
—No.
El cerillero le dio primero el paquete de cigarros y luego sacó la bolsa de picadura de un compartimento que tenía oculto bajo la base de la bandeja. Se lo tendió.
—El cuarterón hoy está a tres pesetas.
—Cada día lo subes un poco más.
—Yo qué voy a subir, don Eutimio, lo que soy es un mandao, según me venden tengo que vender. Ya sabe usted cómo es esto.
Eutimio sacó un billete de veinticinco pesetas y se lo dio al cerillero.
—Quédate con la vuelta, pero tienes que hacerme un favor.
—Lo que usted mande, don Eutimio —contestó Padilla con chispas en los ojos por la propina.
—Vigílame al tonto este de Figueroa. En cuanto entre por la puerta procura no perderle de vista y cuéntame todo lo que haga y diga, con quién se junta y con quién habla.
El cerillero afirmó con una sonrisa de oreja a oreja.
—Descuide usted, señor Eutimio, le tendré bien amarrao.
En ese momento, alguien le reclamó. El hombrecillo se perdió entre la gente y Eutimio volvió a acodarse en la barra quedando de frente al barman, que seguía secando vasos mirándole con una irónica atención. Bebió el coñac y apuró el cigarrillo en silencio, haciendo como si lo ignorase.
—Si quiere, yo también le puedo ayudar en la vigilancia, don Eutimio. Ya sabe que a mí no se me va ni una.
Eutimio, sin inmutarse, le miró y sacó la cartera.
—¿Qué te debo?
—Han sido dos coñacs, seis pesetas.
—Joder, qué cara me está saliendo la noche. —Sacó otro billete de veinticinco pesetas y lo arrojó encima del mostrador—. Cóbrate dos duros, anda, y me marcho, que como me descuide, me sacáis hasta los ojos. ¡Ah! —Levantó la mano y le señaló con el dedo índice—. Ni una palabra a don Rafael si apareciera por aquí, adviértele a Padilla, y que el andoba no se aperciba de que está bajo vigilancia, porque entonces la liamos.
—No se apure, don Eutimio. Déjelo de mi cuenta. ¿Quiere que le pida un taxi?
—No. Me vendrá bien un paseo.
Había dejado de llover y corría un aire frío y húmedo. Eutimio Granados se detuvo delante de las puertas giratorias. Se caló el sombrero y se alzó el cuello de la gabardina. Miró el reloj de pulsera con correa de cuero negra, comprado por cuarenta duros a un antiguo chamarilero que en los últimos tiempos había prosperado ostentosamente (se paseaba por Madrid con un haiga junto a su querida, a la que había regalado un llamativo abrigo de piel de zorro marrón); el reloj se lo ponía únicamente los domingos para que no se lo vieran en la notaría. Eutimio tenía muy claro la importancia de ser precavido y sobre todo prudente, e intentaba no exponer demasiado sus ganancias. El reloj marcaba casi las once. Sacó el tabaco de picadura y, apoyado en el ventanal de Chicote, con el murmullo del local a sus espaldas, se lio con tranquilidad un pitillo. De su boca se escapaba el vaho blanquecino y cálido que le envolvía la cara para quedar disipado en el aire helado. No tenía prisa.
Su mujer le estaría esperando en casa, envuelta en aquella bata horrible, aburrida, ceñuda y malhumorada a pesar de que la tenía como a una reina. No la había dejado ya por guardar las apariencias, pero la detestaba desde hacía años. Se había estado viendo con una chica de veintidós años hasta hacía unas semanas, un bombón de hermosas curvas a la que agasajó con regalos, comidas en los mejores restaurantes, invitaciones a los estrenos de cine y teatro, y a punto estaba de ponerle un piso cuando se enteró de que tenía novio formal, o mejor dicho, cuando se enteró el novio de que se veía con él. Después de una agria discusión, prometió al muchacho (le dio lástima porque le pareció un infeliz y un bendito, aunque pobre como las ratas) que dejaría de ver a la chica, y ahí acabó todo.
Pensó en acercarse por la zona de Antón Martín, para desahogarse un poco con alguna pava que rondase los cafés; pero cuando terminó de liar el cigarro y después de encenderlo, echó a andar sin llevar un rumbo fijo, esquivando a la gente que salía bullanguera de los cines de Gran Vía y de Callao, aspirando el humo del pitillo. Le gustaba el cosquilleo del tabaco de picadura en la garganta, más recio y fuerte que el rubio, que solo le sabía a paja; sin embargo, quedaba más elegante fumar pitillos que liarlos, por muy de calidad que fuera la picadura. Pensaba en lo que le habían contado de Basilio Figueroa; en el fondo no le extrañaba, el chico era un botarate malcriado por la madre y protegido por el padre, que le consentía mucho más de lo que se merecía. Le daba vueltas a la forma de sacar tajada a la información que le habían proporcionado en Chicote, habría que pensarlo con tranquilidad, pero estaba convencido de que la metedura de pata del chico podría reportarle algún beneficio.
Al final, decidió marcharse a casa. Era domingo y al día siguiente había que madrugar. La noche se lo tragó envuelto en la vaharada de su propio aliento, que parecía seguirle como si fuera su sombra.