Marta entró en casa intentando no hacer ruido. Se asomó a la habitación y comprobó que Antonio dormía tranquilo, manteniendo una respiración serena. Cerró la puerta y se sentó mirando las medias que le había dejado la señora Fermina, acariciando su tejido suave y delicado. Un par de toques en la puerta la arrancaron del ensimismamiento. Se levantó para abrir.
—Ah, hola, Próculo. Pasa.
—He subido antes, ¿no me has oído llamar?
—Estaba en casa de doña Fermina. He bajado un rato a hacerle compañía. Acabo de entrar. Menos mal que no se ha despertado.
—¿Cómo está?
—Ahora duerme —dijo en tono quedo—. Esta tarde se ha inyectado penicilina que nos ha traído Rafael.
—Me alegro. Eso le curará. No lo dudes. Es un medicamento milagroso.
—Eso espero.
En silencio, Marta volvió a sentarse en la silla. Próculo entró y cerró la puerta. La observó mientras doblaba cuidadosamente las medias extendidas sobre la mesa y las envolvía en el fino papel. El sacerdote se revolvió algo soliviantado.
Se acercó al respaldo de la silla y se agarró a él con las dos manos. No se atrevió a sentarse, tampoco ella le ofreció hacerlo. Se sentía incómodo en aquel lugar tan pequeño y agobiante, tan fuera de lugar para la familia Montejano.
—Marta, esta mañana al salir de misa me he encontrado al director del hotel. Hemos hablado de ti. Me ha comentado que cree tener algo interesante que ofrecerte.
—Mañana estaré allí puntual.
—Si hubieras ido a misa te lo habría presentado y ya tendrías algo de camino hecho.
Marta esbozó una sonrisa cansada. No era demasiado habitual su asistencia a la iglesia, al menos todo lo habitual que a criterio de don Próculo debiera ser; solía cumplir con la misa dominical y poco más. Nunca había sido una mujer especialmente religiosa. Durante la guerra se alejó completamente de los templos porque no quedaba ninguno que pisar. Cuando llegó la paz, y con ella la explosión desmedida de fervor religioso, se adhirió al mismo arrastrada por la obligada marea, y acudía a misas, novenas, rosarios y otros menesteres a los que todas las gentes que se decían de bien tenían la obligación ineludible de ir. Nunca le acompañó Antonio porque nunca lo había hecho, ni él ni Rafael eran de misas e iglesias, para eso estaba Próculo; pero en los hombres esas faltas no estaban tan mal vistas, sobre todo si la mujer cumplía religiosamente por los dos con sus obligaciones sagradas. Cuando detuvieron a Antonio, durante un tiempo, Marta se pasó gran parte del día de rodillas suplicando a Dios que escuchara sus plegarias. Poco a poco, su fe se fue resquebrajando a la vista de tanta injusticia, no solo la vivida en sus propias carnes y en las de su marido, sino de las terribles experiencias de las que fue testigo en las visitas que tuvo que hacer a la prisión: tanto padecimiento, tanto acto miserable y abyecto por parte de los carceleros infligidos a mujeres que, al igual que ella, tan solo pretendían visitar a su hombre o a su padre o a su hijo.
Un día le preguntó a Próculo por qué Dios permitía todo aquello, qué razón podía haber para que seres tan inocentes o más que ellos pudieran ser tratados de manera tan sórdida y rastrera como ella veía en la cárcel. Dónde estaba Dios para atender a todos los que sufrían de esa manera. La pregunta la contestó ella misma ante la pasividad receptora del cura: Dios estaba al lado de los poderosos, de los que mandaban, de los que con una sola firma manejaban las vidas de los demás; y a eso lo llamaba ella injusticia, necia injusticia mantenida y potenciada por la Iglesia. Próculo no supo o no quiso refutar aquel sofión de rebeldía y un día le hizo lo que él consideró una confidencia de la que se arrepentiría en el mismo instante en el que se lo estaba contado: le confesó que él pensaba lo mismo, que le costaba creer y mantener su fe intacta, que desde el principio su vocación había sido obligada, y que aceptaba con estoicismo su sacerdocio como un destino impuesto, que nada tenía que ver con la inspiración divina de dedicar su vida a Dios. Desde ese momento, Marta acudía de manera mucho más esporádica a la iglesia.
—Será mejor que me vaya. No quiero despertarlo. —Hizo un ademán de volverse para abrir la puerta, pero no lo hizo—. Marta, cuida de Antonio, necesita de tu compañía más que las vecinas.
—No me digas cómo tengo que cuidar a mi marido, Próculo, no eres tú el más indicado para hacerlo.
El sacerdote la miró fijamente; ella le mantuvo la mirada, desafiante y ufana. El cura se volvió, abrió la puerta y salió, casi sin respirar, hasta que se pasó la mano por la cara como para hacer desaparecer una mala tentación, y se precipitó escaleras abajo. Cuando salió a la calle, caminó rápido, notando el latir de su corazón como señal acusatoria de sus pensamientos, impuros, sucios, apetitos primarios reprimidos desde joven gracias a la disciplina y la mortificación. El paso del tiempo y de los años habían obrado el milagro de atemperar la tendencia salaz de juventud; pero como si se tratara de la recidiva de una enfermedad latente, aparecía ese deseo irrefrenable que aceleraba el latido del corazón, le hacía sudar de golpe y le nublaba los ojos y sus pensamientos. Poco a poco sintió que recuperaba la normalidad; amainó el paso y respiró hondo, ya más sereno, ya controlado.
Había conocido a Marta Ribas Cerquetti a los pocos días de hacerse novia de Antonio Montejano. Acababa de terminar en el seminario y le faltaba poco para ser ordenado como sacerdote. La visión de la jovencísima Marta le hizo dudar de una vocación frágil y constreñida; era la mujer más hermosa y deslumbrante que había conocido, la atracción que despertó en su endeble celibato le obligó a utilizar un cilicio durante meses por consejo de su director espiritual. A pesar de que había conseguido controlar su involuntario deseo concupiscente hacia aquella mujer, en lo más íntimo de su conciencia reconocía que, a veces, solo a veces —cada vez con menor frecuencia, gracias a los años, que todo lo aplacan—, su sola presencia le alteraba el ritmo cardiaco. Conocía mucho de ella y de su relación con Antonio.
Durante muchos años fue el confesor de todos: de Marta, de Antonio, de Rafael y de Virtudes, a la que encontraba como mayor defecto una extrema simpleza, limitados sus pecados a que los hijos le hubieran hecho perder los nervios con su mal comportamiento, o a sus habituales pero inofensivas (a su criterio) murmuraciones de tal vecina o tal amiga; a esas nimiedades quedaba circunscrita la contrición de sus faltas ante Dios, tan ridículas y aburridas como ella, tan banal y superficial hasta en lo más íntimo. La cosa era distinta respecto de Antonio, Marta y Rafael, con una personalidad mucho más compleja e interesante, para bien y para mal; y eso se notaba en todo, también en el contenido de sus confesiones, esporádicas en el caso de ellos, algo más habituales en las de ella. Su ministerio le daba la oportunidad de acceder a lo que cada uno guardaba en el interior de su conciencia, a la faceta más oscura y secreta a los ojos del mundo, lo más recóndito de eventos y silencios y lances que nunca serían contados sino en conversaciones hechas en voz susurrante, casi clandestinas, sin otro destinatario que el sacerdote como mediador de Dios, en la confianza siempre de que no cabe la traición.
En un principio pensó que aquello de conocer todo de todos era como una especie de prerrogativa o ventaja que le confería la sotana; sin embargo, con el paso del tiempo, entendió que, más que beneficio, resultaba un grave inconveniente. Porque hay cosas que nunca deberían contarse, secretos que debieran guardarse en la conciencia para siempre; sin embargo, revelar, contar o explicar al que se considera amigo puede resultar muy reconfortante para el que lo cuenta, y si además ese amigo es un sacerdote y lo expresado queda lacrado bajo secreto de confesión, se convierte en un verdadero alivio para la conciencia del penitente, no tanto para el confesor, que queda con la carga de lo sabido y forzosamente silenciado, sellados sus labios y su intención, inhabilitado para intervenir en el dilema que conoce y que se extiende innegable delante de sus ojos, incapacitado (siendo él el único capaz) para intentar resolver conflictos imposibles de zanjar con el silencio. Eso le había ocurrido a Próculo con sus dos amigos, y con Marta asimismo; todos y cada uno de ellos le habían ido a contar lo que no debió suceder primero, además de aquello que no debieron contar una vez producido el lamentable hecho, y sus consecuencias y sus daños y traiciones, conscientes o no estas últimas según los casos, y de ese modo arrojaron cada uno sobre los hombros del confesor amigo, o del amigo confesor, la mala conciencia de unos, la sospecha de otros y la condena de todos.
El primero en acudir a él había sido Rafael Figueroa. Era el verano de 1927. Próculo ya llevaba unos años en el ejercicio del sacerdocio, con los beneficios propios de un hombre de Iglesia. Tenía a su cargo una parroquia en el barrio de Salamanca que le daba pocos quebraderos de cabeza, y cada mes de agosto tenía la costumbre de marcharse a Betanzos a descansar, aprovechando el viaje del matrimonio Montejano, huyendo todos de la pastosa calima urbana, y disfrutar del gratificante silencio del campo rodeado de la frescura de la fronda y de los anchos muros de la casona propiedad de los Figueroa. Aquel año los Figueroa habían decidido marcharse a principios de julio porque Rafael padeció un fuerte catarro que le había dejado débil y agotado, y fue recomendación de Carlos Torres que se alejase del aire cargado y espeso de Madrid para respirar el frescor gallego y completar su recuperación. En el viaje les había acompañado Marta, mientras Antonio esperaba a final de julio para cerrar el negocio por vacaciones y emprender el viaje en su propio coche, en compañía de Próculo.
Cuando Antonio y Próculo llegaron a Betanzos a principios de aquel agosto, el sacerdote ya notó algo extraño en el ambiente. Marta estaba ausente, arisca y callada, muy callada, pero sobre todo se la veía triste, muda de la sonrisa permanente que iluminaba su rostro con la que encandilaba a todos. Ella adujo entonces, ante la preocupación general y, en especial, del recién llegado Antonio, que no se encontraba muy bien, que le dolía la cabeza y estaba algo cansada. Virtudes adujo con total seguridad que tales síntomas no podían ser más que la consecuencia de un previsible embarazo, versada ella en tales señales al haber pasado en tres ocasiones por ese trance; y anhelantes todos de que las sospechas de Virtudes fueran ciertas, no le dieron mayor importancia al abatimiento de Marta, convencidos de que era eso lo que le había quitado la alegría, arrumbándola a esa especie de languidez en la que suelen caer las primerizas en los inicios de la gestación.
Pero Próculo descubrió en Rafael Figueroa una mirada oscura y turbia. Le conocía lo suficiente para saber que algo no iba bien. No tardó en salir de dudas; a los pocos días de su llegada, tuvieron la ocasión de salir solos a pasear siguiendo el camino de la Vega, entre bosques que abrazan el cauce del río Mandeo, con el placer de pisar la tierra húmeda y mullida, amparados por el silencio del campo, en el que es posible lanzar palabras al viento sin que ningún otro pueda escucharlas. Cuando llevaban un rato andando, envueltos en silencios y banales peroratas, Rafael pidió a su amigo que le escuchara en confesión, que necesitaba hablarle, verter en su ministerio lo que le ardía en el pecho y envenenaba su corazón. Ni Rafael ni Antonio eran hombres de iglesia, y no solían confesar si no había una celebración inminente en la que estuvieran obligados a recibir la comunión, así que para el sacerdote amigo aquella solicitud resultaba como mínimo extemporánea. El relato de los hechos había estremecido tanto al que lo contaba (la voz temblona y vacilante de Rafael denotaba una intensa desazón) como al ministro eclesial, que lo escuchaba atento, caminando con pesada lentitud al son de las palabras recogidas de los labios del penitente, las manos sujetas a la espalda y la mirada fija en la tierra parda y fungosa, hollada mansamente bajo el peso de sus pies, alzando de vez en cuando la mirada al cielo apenas vislumbrado entre la frondosidad del ramaje que casi lo ocultaba como un techo vegetal, en silencio, siempre en silencio a la escucha atenta del relato hiriente, turbio, sin entender, o tal vez sí, el desenfreno de la pasión desatada y el asalto de aquello que no le pertenecía, venciendo la primera oposición de ella, aplacando con palabras lisonjeras su resistencia, amordazando los llantos, las súplicas y la voluntad quebrada en besos ahogados, empapados del sabor salado de las lágrimas de la culpa de Marta.
—¿Cómo has podido hacerlo? ¿No has pensado en Antonio? Es tu amigo, le has traicionado.
Fueron las primeras palabras de Próculo, indignado, confuso, estremecido por la situación. Y la respuesta inmediata de Rafael, el gesto exasperado:
—Lo sé, lo sé. Pero te aseguro que no he podido evitarlo, Próculo, esa mujer me hace perder el juicio.
Y el confesor replicando, con la turbación reflejada en los ojos:
—¡Esa mujer es la esposa de tu mejor amigo, Rafael! ¿Cómo has podido…?
Y luego el silencio y los pasos lentos, avanzando por la ribera en dirección contraria a la de la corriente del río, el peso de la culpa y la pena de lo que se hace imposible de restablecer, la inocencia perdida para siempre.
—¿Y ella…? ¿La forzaste?
Los dos hombres se miraron esquivos un instante, lo justo para encontrar la terrible respuesta a la pregunta.
—Tal vez… Al principio no quería… Ella dijo que no… Pero luego… La segunda vez no me huyó, Próculo, ella también lo deseaba.
—¡Calla! —Su voz había restallado en el silencio de la fronda—. Pero… cuántas veces…
Y Rafael lo había mirado de reojo y murmuró «Varias».
—¿Varias? ¿Cuántas veces habéis atentado contra el sexto mandamiento, cuántas?
—Mil veces lo haría de nuevo —había contestado Rafael musitando, sin estridencias, sin mirar al confesor.
—¿Cómo has podido…?
Rafael lo había mirado entonces con fijeza, como si le estuviera echando en cara la pregunta.
—Tú sabes lo que siento por esa mujer, y sabes mejor que yo que no es feliz con Antonio.
—¿Y tú quién eres para afirmar eso?
—Se entregó a mí con más pasión de lo que pudiera haber esperado.
El sacerdote lo había mirado con gesto de conmiseración.
—Que Dios se apiade de vosotros.
Resoplidos irritados y nerviosos y una descarga de agobios internos se mezclaban con las miradas huidizas, afectadas, vidriosas. Rafael, las manos introducidas en los bolsillos del pantalón, los hombros echados hacia delante, encogido, calado el sombrero como si quisiera pasar inadvertido entre la fronda, avergonzado de su desahogo, del intento de conseguir un alivio. Y Próculo, el ministro confesor, pensativo, cabizbajo, arrastrando el pecado trasmitido, su secreto y su conciencia.
—¿Y ahora qué?
Las dudas del sacerdote mezcladas con las del penitente.
—No lo sé, Próculo, Dios santo, eres tú el sacerdote.
Se detuvo Próculo, lo que obligó a Rafael a pararse también. Ambos inmóviles frente a frente:
—¿Y Antonio? ¿En qué posición queda él en todo esto? —La cabeza negando, ceñudo, irritado—. No se merece lo que le habéis hecho.
—Él la tiene siempre.
La inquina reflejada en el rostro del penitente, seguida de su propio estremecimiento, hacía removerse al sacerdote. La voz salía grave de su garganta, ahogada en la exasperación.
—Antonio es tu mejor amigo, y Marta es su esposa, no puedes tenerlos a los dos.
Esta vez Rafael clavó los ojos en su confesor.
—Si pudiera elegir…, lo tendría claro.
—Estás loco, no sabes lo que dices. El daño que puedes hacer es inmenso. Marta adora a Antonio.
—Yo no estoy tan seguro de eso.
Próculo abría y cerraba la boca, incapaz de articular palabra, desconcertado y apabullado. Su voz balbuciente apenas llegaba a sus labios.
—No tienes derecho… Antonio es tu amigo… No tienes derecho a hacerle esto.
Rafael se había llevado las manos a la cara como si quisiera ocultarse del contenido de esas palabras.
—Demasiado bien lo sé, Próculo… ¡Dios!, ¿qué puedo hacer?
En ese momento el sacerdote recuperó la fortaleza de espíritu y bramó con brío renovado.
—¡Olvídate de ella!
—No puedo. No me la quito de la cabeza ni un instante desde el día que la conocí. Esa mujer me tiene loco.
—Dios mío. Me das pena, Rafael, pena.
—Dame la absolución, Próculo, dame el perdón.
El ministro de Dios le había mirado largo rato, todavía detenidos, frente a frente.
—No puedo darte la absolución si no te arrepientes.
El silencio culpable de Rafael, los ojos perdidos, vacuos, la cabeza de un lado a otro, negando:
—De lo que me arrepiento es de ser un cobarde porque no voy a ser capaz de dar el paso que el corazón me pide a gritos —lo decía cabizbajo, ensimismado, hasta que levantó la barbilla y se mostró altivo, incluso algo arrogante—. No me pesa haberla poseído, Próculo, lo haría mil veces, cada noche volvería a hacerla mía; esa mujer me tiene desquiciado, si me pidiera la vida se la daría sin dudarlo.
—Entonces no puedo darte la absolución. Vive con la carga de tu pecado.
—Viviré con ello…
—¿Por qué me pides confesión entonces?
—No estoy seguro… Tal vez…, necesitaba contarlo. Lo siento, no debí…
Y entonces Próculo, furioso, le hostigó:
—¡Que lo sientes! ¿Qué pasa conmigo ahora? ¿Cómo podré volver a miraros a todos a la cara, a ti, a Marta, a Antonio? Dime, ¿cómo crees que voy a poder vivir con esto sobre mi conciencia? ¡Maldita sea, no tienes ningún derecho a hacerme esto! Hay mil sacerdotes a los que te podías haber dirigido. Eres un canalla, Rafael, un canalla.
Rafael Figueroa bajó los ojos avergonzado y cansado, encogió los hombros y movió la cabeza de un lado a otro.
—Ya te he dicho que lo siento. Necesitaba decírtelo, Próculo. Eres sacerdote.
—También soy un hombre como tú y tengo debilidades como cualquiera, pero sé controlarlas.
—No lo dudo. Pero ahora, aquí, eres mi confesor y estás obligado a guardar silencio sobre todo lo que te he dicho, y te exijo que mantengas el secreto de confesión.
Los ojos de Rafael, más que exigir, suplicaban en la mirada indecisa del sacerdote. Se oía de fondo el sonido manso del agua correr por el cauce.
—Mi boca estará sellada, no te apures, pero tú no vuelvas a acercarte a ella.
Un gesto sardónico reflejado en el rostro de Rafael.
—Lo intentaré, es lo único que puedo prometer, estoy enamorado de ella…
—¡No digas tonterías!
El confesor lo había interrumpido iracundo. Apretó los puños y los labios para no soltarle un puñetazo, la rabia contenida en sus manos, tenso y disgustado.
—¡Esa será tu penitencia, no te acerques más a ella!
—Ella siempre está cerca porque Antonio está cerca.
—Pues piensa en Antonio cuando la tengas delante, es tu amigo, no le traiciones más.
—Déjalo, dame la absolución y terminemos con esto.
—Esto es una confesión, tú mismo lo has dicho, y si no hay propósito de enmienda, no puede haber perdón.
El confesor había mantenido los ojos del penitente no arrepentido, que esquivó su mirada con un suspiro agobiado.
—No quiero tu absolución entonces.
Pasado aquel mes de agosto regresaron todos a Madrid, incorporados a la rutina diaria, y el comienzo del otoño trajo la noticia del cuarto embarazo de Virtudes y la feliz confirmación de que Marta también esperaba a su primer bebé para la primavera. Las niñas llegaron al mundo con escasa diferencia: primero Elena Montejano Ribas, y tres semanas después nacía Julia Figueroa Molina.
Con el paso del tiempo, Próculo llegó a pensar que las cosas se habían calmado y que las aguas habían vuelto a su cauce, y en cierto modo fue así porque Rafael le confirmó que Marta había renunciado a nuevos encuentros con él, arrepentida de su entrega y de la traición a su esposo. No obstante, de nuevo su obligación de confesión le jugó una mala pasada; y esta vez fue la propia Marta quien le obligó a callar lo que debía saberse a gritos. Marta había evitado de manera consciente confesar con él durante todo el embarazo; a Próculo no le resultó demasiado extraño, dadas las circunstancias. Pero un día escuchó la voz cálida y suave de Marta al otro lado de la rejilla del confesionario. Sus palabras le estremecieron, porque le contó lo que ya sabía de boca de Rafael, se lo contó deprisa, sin apenas aliento, como si lo hubiera estado guardando en su garganta hasta llegar allí y soltarlo. Mientras, el otra vez confesor amigo, con la exigencia del secreto de confesión, escuchó callado el relato acongojado de lo sucedido: su falta de voluntad para evitar lo que ella sabía que iba a suceder al aceptar dar un paseo con Rafael Figueroa por el campo, mientras Virtudes y los niños reposaban la siesta, y cuando admitió sentarse en aquel pequeño remanso de verde prado, y cuando permitió que sus manos acariciasen su pelo, y luego su mejilla, y ella se sintió azorada, pero consintió sus palabras no recordadas y transigió que sus ojos la mirasen y que sus labios se acercasen y que acariciasen los pómulos, y se oía a sí misma decir que parase, que no siguiera y, sin embargo, nada hacía por evitar sus manos, que ya ceñían su cintura y su espalda, y cuando alcanzaron su cuello, sintió estremecerse e intentó apartarse, pero él lo impidió con un beso en los labios, el beso que la haló a sus brazos y la abandonó a sus caricias. Marta no se lo dijo en aquella confesión, pero Próculo supo que ella consintió aquello, y no solo en el prado junto al río, sino que hubo otras tres ocasiones más dentro de la casona, aprovechando ausencias de Virtudes y los niños, que acudían a Betanzos a visitar a familias conocidas, cortesías que Rafael rechazaba y que Marta eludía con excusas diversas.
De nuevo el confesor se vio lacerado por el secreto de confesión, el pesado silencio de saber y conocer una verdad tan oscura. Pero a diferencia de Rafael, encaramado en su falta sin arrepentimiento ni compunción, en ella halló la necesaria contrición para recibir la absolución, y su declaración firme de que aquello había terminado, que no volvería a suceder jamás; en la intimidad de aquel confesionario, Marta Ribas prometió ante Dios que nunca más se dejaría arrastrar hacia aquel abismo de traición, que jamás volvería a dejarse vencer en los brazos de Rafael Figueroa, que aquello había sido una ofuscación, un terrible error, un encantamiento pasajero al que nunca más accedería; entre llantos contritos, declaró que amaba a su esposo y que su arrepentimiento era sincero y de corazón, solicitando también ella el perdón, un perdón concedido por Próculo, que la instó a evitar siempre la tentación, y ella lo aceptó y aceptó la penitencia, no sin antes decirle algo que el confesor ya había barruntado, convencido de que el diablo marca en los más inocentes las evidencias del pecado. Y a pesar de lo previsible de la sospecha, el ministro de la Iglesia, el amigo confesor, el cancerbero de secretos oscuros quedó sin aliento al oír las últimas palabras, dichas con lentitud, al borde del llanto:
—Próculo, la niña no es de Antonio.
—¿Cómo lo sabes? No puedes saberlo…, es posible que estés equivocada.
—Una mujer sabe quién es el padre de su hijo. Elena no es hija de Antonio, solo tienes que mirar sus ojos, son iguales a los de Rafael. Elena es hija de Rafael Figueroa.
Se impuso un silencio espeso, pesado, envuelto en los crujidos de la madera de los bancos al arrodillarse o levantarse las mujeres que pululaban por la iglesia con sus velos cubriéndoles el pelo, y sus rosarios y sus misales en las manos.
—¿Qué hago, Próculo? Tienes que ayudarme, no sé qué hacer. Si Antonio lo llega a saber, es capaz de matarlo…, y luego matarme a mí.
Oyó verter el llanto tras la rejilla de madera.
—No vas a hacer nada. Olvida este asunto y sigue con tu vida. Cría a tu hija, que es tuya y de Antonio, porque a todos los efectos, a la vista del mundo, Elena es hija de Antonio Montejano. ¿Entendido?
De nuevo el secreto de confesión selló sus labios a pesar de que no pudo evitar mirar los ojos de la recién nacida y comprobar que en efecto, como si de una maldición se tratara, Rafael había dejado impresa su marca en ellos.
Así que Próculo Calasancio se había cargado con los años con el secreto, la culpa y la sospecha, asumiéndolas en silencio, pasivo ante la evidencia, intentando siempre atemperar cada una de las pasiones, de los miedos, de los recelos.