Marta se asomó para comprobar si Antonio estaba tranquilo. Su respiración pausada le confirmó que la medicación había hecho su efecto. Hacía apenas una hora, Julita le había subido, de parte de su padre, una ampolla de penicilina y el recado de que estaban intentando conseguir el tratamiento completo, que tuviera paciencia, que en pocos días lo tendrían. Marta cerró la puerta con el pequeño recipiente de cristal en la mano. A pesar de que el orgullo le quemaba la sangre, no podía rechazarlo. Después de prepararle la ampolla y una vez inyectada la dosis, Antonio se había tumbado sobre la cama para entrar casi de inmediato en un sueño profundo y reparador que también serenaba a Marta.
El domingo languidecía en una tarde invernal y fría con una espesa niebla que envolvía el aire de tristeza. Hacía un rato que Elena se había marchado con Julita a dar un paseo en compañía de Dionisio. Marta se encontraba sola, sentada en la silla de anea, sosteniendo una taza de recuelo caliente entre las manos, los brazos apoyados sobre la mesa, percibiendo el silencio roto por la sorda algarabía de voces y ruidos vecinales que ascendían desde la profundidad del patio y que atravesaban los finos cristales de la ventana cubiertos por la escarcha. Miró a su alrededor con desolación; no le gustaba aquella casa, le repugnaban sus paredes, el color que tenían y el olor que desprendían, la poca luz, la estrechez de su única ventana, las cortinas, el suelo, el aire, y con el paso del tiempo, el rechazo y la sensación de hastío se disparaban hasta llegar a herirla por dentro.
Desde que subsistía en aquel piso (aquello no lo consideraba vivir) acusaba una extraña fobia a la soledad, al silencio y la falta de actividad, que la arrojaba a una sensación anodina y apática del paso de las horas y de los días y de las semanas y de los meses, y de ese modo, los años, irremediablemente, se iban deslizando entre sus dedos sin apenas darse cuenta, y había empezado a tener miedo de hacerse vieja, miedo de mirarse un día al espejo y no reconocerse, miedo a las canas, miedo a sentirse al fin derrotada, inexorablemente subyugada por la injusticia.
Antes, cuando vivía en la que siempre consideraría su casa (a pesar de habérsela vendido a Rafael Figueroa), las horas se las pasaba o bien tocando el piano o leyendo, gracias a la excelente biblioteca que poseía en lo que hoy era la sala de los oficiales de la notaría; en su mayor parte, los libros que la componían se los había ido regalando su padre a lo largo de los años. Pero como todo en su vida, de aquella biblioteca de casi un millar de ejemplares, únicamente le quedaban dos, de los que no había consentido desprenderse ni siquiera cuando necesitaron su potencial calórico para sobrellevar con algo más de dignidad los crudos inviernos de guerra. Se trataba de un libro de poesías y la primera edición de La Regenta, de Leopoldo Alas, en dos volúmenes, el primero de 1884 y el segundo de 1885, bien guardada en el fondo del armario, al estar entre las lecturas censuradas por el gobierno de Franco. Fueron estos los primeros libros que su padre le regaló cuando cumplió ocho años, y esa era la razón del especial apego. El resto se habían visto obligados a venderlos en distintas etapas y a distintos compradores (un centenar de ellos todavía los podía contemplar en una estantería de madera de ébano que Virtudes se había encargado de trasladar al rincón más iluminado del salón de su casa); en el peor de los casos, y siempre en circunstancias extremas y con un dolor igual que si fuera ella quien estuviera en la pira, se habían convertido en lumbre con que templar una olla con agua y algunas lentejas o, simplemente, para calentarse y defenderse de la humedad y el frío de los duros inviernos que tuvieron que pasar en el Madrid sitiado.
Aquel zaquizamí le parecía una tumba más que una casa, y lo único que hacía cuando estaba sola era llorar. Necesitaba salir de allí. Por eso, cuando comprobó que Antonio dormía tranquilo, se arregló un poco el pelo, se puso una chaqueta de lana y se deslizó fuera de la casa lo más sigilosamente que pudo, para bajar a casa de doña Fermina, no solo para huir de aquel encierro, sino porque necesitaba unas medias más finas y más nuevas que las que llevaba, demasiado tupidas y llenas de puntos cogidos. No le había dicho nada a Antonio de la entrevista en el hotel Palace; primero quería saber qué le ofrecían, si es que había algo que ofrecer. Sí se lo había dicho a Elena, y había sido ella quien le aconsejó hacerse con unas medias porque las que tenía eran horribles y le daban un aspecto astroso.
No quería parecer una pordiosera en busca de lo que fuera a cambio de un cacho de pan. Quería causar una buena impresión, porque necesitaba un trabajo no solo para ingresar algo más en la casa, sino para evitar la locura a la que estaba abocada si se mantenía inactiva en aquella situación.
Llamó al timbre y tras unos segundos abrió Juana, la criada de doña Fermina, una mujer muy peculiar, que llevaba en la casa cuarenta años sirviendo a su señora, y que a pesar de tener dos años menos que ella, se movía y limpiaba con tanto brío y agilidad como si tuviera treinta.
—¿Está doña Fermina?
—Sí, sí, pase, señora Marta. La señora está en la salita.
Marta pasó al recibidor y emprendieron la marcha hacia la sala avanzando lentamente por el largo pasillo.
—¿Está sola?
—Sí, sí. El señorito Camilo se acaba de marchar con un amigo… —Hizo una mueca con la boca y bajó un poco la voz, como si le fuera a contar una confidencia—. Bueno, a eso ahora le llaman amigo, sabe usted, pero a mí no me la da, este chico cada vez es más maricón…
—Juana —Marta le habló con un tono de reconvención—, tenga usted cuidado con esas palabras, no son propias de usted.
—Ay, señora Marta, pero no me diga usted… —agregó la criada soliviantada—, es que se me llevan los diablos cuando veo al niño con esos andares y esos movimientos de mano… —Se santiguó varias veces.
—Mujer, Camilo un niño ya no es.
—Para mí, como si lo fuera. Porque la señora Fermina es muy buena, señora Marta, que si llega a dar conmigo… Anda que si me dejase a mí, a palos le molía hasta enderezar esos andares, a palos, se lo digo yo. —Juana caminaba balanceándose de un lado a otro como si fuera una peonza, sin parar de hablar, sin casi respirar, como si le faltase el tiempo para decir todo lo que tenía la necesidad de soltar antes de llegar a su destino. Movió las manos hacia el techo como si invocara al cielo—. Ay, si el Señor no se hubiera llevado al difunto don Adolfo, otro gallo nos cantaría, ese sí que le hubiera puesto más derecho que una vela.
—Es un buen chico. —Marta quiso quitar hierro al asunto.
—Si yo no lo dudo, qué me va usted a contar a mí que yo no sepa de mi señorito, pero no me diga usted, qué pena de criatura, con lo guapo que es, que se podía haber casao con una marquesa si hubiera querido, y no como ahora, que anda con unas compañías que ¡válgame el cielo!, señora Marta. —Movió los brazos como si quisiera espantar algún mal espíritu de su entorno—. ¡Válgame el cielo! ¡Santo Dios, santo Dios! Si su pobre padre levantara la cabeza…, un síncope le daba, se lo digo yo, un síncope de ver así a su hijo, con lo hombre que él era. Madre del amor hermoso, pero cómo puede ser eso, dígamelo usted, señora Marta, cómo puede ser que un hombre tenga gusto por otro hombre, es que va en contra de lo natural, no me diga usted, contra Dios y contra el cielo, ¿no cree usted?
—Sí, Juana, yo también lo creo, pero no se sulfure, mujer, que ya se enderezará.
—Eso dice doña Fermina, pobrecita, que ya se enderezará… Pero me parece a mí que este…, poco encauce va a tener, y si no al tiempo, ya lo verá usted, tiempo al tiempo a ver dónde acaba este alma cándida, que es un alma cándida, eso es lo que es…
En ese momento se calló porque llegaron a la puerta entrecerrada de cristal esmerilado (exactamente igual que la del piso de abajo, en el que Marta y Antonio vivieron durante años). Juana dio un toque con los nudillos, empujó y se asomó al interior.
—Señora, que está aquí la señora Marta.
Y sin más preámbulos, abrió la puerta de par en par y la dejó pasar.
—Buenas tardes, doña Fermina, ¿molesto?
—No, hija, cómo me vas a molestar —contestó quitándose las gafas—. Estoy haciendo las cuentas, que si una no controla, se disparan los gastos y no estamos para dispendios. Anda, Juana, prepáranos un café y saca los dulces de Camilín.
—Bueno se va a poner —dijo la criada moviendo la mano.
—Que se ponga como quiera —añadió doña Fermina.
Juana se marchó y a Marta se le retorció algo en el estómago solo de pensar que iba a comer dulces.
—No le he dado las gracias por los suizos que le dio el otro día a Elena. Estaban buenísimos.
—¿Qué suizos? —Se volvió a poner las gafas y centró los ojos en el libro de cuentas con el lápiz en la mano—. Yo no le he dado ningún suizo a Elenita, como no haya sido Juana…
Marta comprendió entonces la mentira de su hija. Le apenaba que tuviera que engañarla para no decir que Julita, o incluso Virtudes, le habían dado algo de comida. Lo cierto es que había rechazado muchas veces alimentos y otras cosas que venían de la mano de los Figueroa; lo había hecho con todo el dolor de su corazón porque lo necesitaban de verdad, pero se había propuesto mantener la dignidad ante quienes consideraba los auténticos culpables de sus desgracias. Ella sabía por qué, pero se trataba de razones que no podía explicar a su hija, ni a ella ni a nadie; nunca podría decirle la verdad para que pudiera entender sus reticencias ante los que decían ser sus amigos. Sabía que había cosas que debían permanecer ocultas siempre, en beneficio de todos y para evitar causar males mayores.
—No importa —contestó a la anciana sonriendo lánguida—, me temo que fue una mentira piadosa de la niña. —Marta vio en otra silla la cesta de la costura, de la que salía una hermosa bufanda de lana a medio hacer—. Qué bonita, ¿es para usted, doña Fermina? Y qué calentita parece.
La anciana miró hacia el cesto por encima de las gafas.
—Ah, eso. No, es para Adolfito; así cuando venga, ya la tiene. No me extrañaría nada que ande por ahí con el cuello al descubierto, él que enseguida coge frío a la garganta… —hablaba ensimismada con la vista puesta en la columna de números que tenía delante, como si se estuviera refiriendo a un nieto o a un niño—, siempre ha sido muy dejado para esas cosas, muy despistado, nunca se acuerda de llevarla, y comprarla no sabe, como no vaya yo con él, nada, le da lo mismo si llueve o si truena. —Movió la cabeza de un lado a otro—. Estos hombres no son nada sin una mujer a su lado, tan listos que son para otras cosas, pero para esto tenemos que estar nosotras detrás, si lo sabré yo, le pasaba igual a su padre, y a este. —Hizo un gesto con la cara como si estuviera presente—. A Camilín, más de lo mismo, le sigo comprando yo hasta los calzones… Que no saben, te lo digo yo… Y la verdad, para eso estamos nosotras, cada cual a lo suyo y como Dios manda.
Mientras hablaba, no dejaba de revisar los números, moviendo la mano de arriba abajo y de un lado a otro; cualquiera podría pensar al oírla que el hijo ausente faltase tan solo desde hacía unas horas, como si fuese a aparecer de un momento a otro por la puerta con esa gracia y desparpajo que poseía Adolfito, que le convertían en un ser encantador. Los más maliciosos decían que debía de estar vivito y coleando en algún lugar de América a cuerpo de rey, a costa de lo que había robado durante la guerra, pero esta clase de rumores nunca llegaron a oídos de su madre. Los que rodeaban a la señora Fermina, incluida Juana, estaban convencidos de que Adolfo llevaba muerto mucho tiempo; cuando se tuvieron noticias de los bombardeos que sufrió Londres, surgieron las primeras teorías sobre ello: se decía que podría haber muerto en uno de ellos y que, como no tenía conocidos allí, lo más seguro fuera que nadie le hubiera podido identificar y, al no ser reclamado, era muy probable que lo hubieran enterrado en algún cementerio de Inglaterra. Lo cierto era que se habían hecho todas las gestiones, no solo para conocer su paradero, sino la razón de su marcha. Nada se sabía de cómo y por dónde había cruzado la frontera ni del paradero actual, vivo o muerto, de Adolfo Bonilla Carrascosa, hijo de Adolfo y Fermina, soltero, que en abril del treinta y nueve, fecha de su desaparición, tenía treinta años, alto, moreno y de constitución fuerte. Lo habían buscado en el ejército, en las embajadas, en los puestos fronterizos del Pirineo, en los puertos de Bilbao, Valencia, Barcelona y Cádiz; ni una sola noticia salvo aquella misteriosa carta, como si la tierra se lo hubiera tragado. Los más allegados quisieron convencer a doña Fermina de que abandonase la espera, pero ya nadie le decía nada, nadie la contradecía en su anhelo de que apareciera en cualquier momento como si nunca se hubiera ido, era lo que la mantenía viva y, sobre todo, risueña, porque ya no lloraba, nunca lloraba, o al menos eso pensaban todos, que nunca lo hacía.
—Sigue sin noticias, claro —añadió Marta sin dramatismo; siempre le preguntaba, era una costumbre que no había abandonado. Estaba convencida de que le gustaba que se lo preguntase, así que lo hacía.
—Nada, hija, estos hombres son incapaces de escribir una línea para decir simplemente: Madre, estoy bien, llegaré mañana o el jueves o yo qué sé, dentro de tres semanas, algo que tranquilice un poco; pero nada, ni una palabra… Aquí está una, espera que te espera… —Chascó los labios negando con la cabeza y con los ojos puestos en el libro de contabilidad—. Estos hombres… Si se casara, otro gallo nos cantaría, pero claro, no quisiera yo que se casara con una inglesa, tú me dirás cómo iba yo a entenderme con ella. Además, tienen que ser muy suyas, las inglesas digo, muy raras; no hay nada como una chica española… Mira tú, si apareciera el tonto este, qué buen apaño haría con Elenita, no me digas que no, Marta, que a mí no me importaría teneros como consuegros a Antonio y a ti, que sabes el aprecio que os tengo, que para mí sois como mis hijos, y la niña como si fuera mi nieta, vamos.
Marta sonrió agradecida. Era consciente del cariño que les tenía y de su pertinaz idea de casar a Adolfo con Elena a pesar de su larga ausencia; al principio, cuando todavía era una niña, le parecía una locura de su vecina, pero en las circunstancias que estaban viviendo, alguna vez pensaba que si apareciera Adolfo no sería mala idea la del matrimonio con un hombre maduro y corrido, al fin y al cabo, al que no le faltaba atractivo, al menos la última vez que lo vio, y los años de diferencia tampoco creía que llegaran a ser un inconveniente; no había mucho donde elegir en un mundo en el que los hombres más jóvenes y bien posicionados (escasos para tanta demanda) se los rifaban las chicas de cualquier edad y posición. Pero todo alrededor de Adolfo Bonilla se movía en la pura especulación. Nada se podía confirmar sobre él y su destino.
Juana apareció con una bandeja entre las manos que desprendía un embriagante aroma de café. Doña Fermina se quitó las gafas y las guardó en una funda, cerró el libro y lo apartó para que pudiera colocar las cosas sobre el tapete de ganchillo que cubría la mesa; la criada lo hizo con mucho cuidado y luego se marchó. Doña Fermina sirvió el café negro en las dos tazas, vertió leche en la de Marta y le pasó el azucarero.
—Es café de Portugal —dijo con orgullo—, del mejor; me lo trajo ayer Tabique. Es una joya este hombre, no sé qué sería de mí sin él. Anda, hija, coge un dulce, los ha comprado esta mañana Camilín al salir de misa. Qué empeño tiene este chico por la pastelería; si por él fuera, solo comería estas cosas.
—¿No quiere usted?
—Uy, no, hija, últimamente el dulce me sienta fatal, ya casi no tomo ni azúcar; además no tengo mucho apetito.
—Pero ¿se encuentra usted mal? ¿Ha ido al médico?
—No, qué va, los médicos no dan más que disgustos. La edad, hija, que no perdona ya festines de estos. Anda, cómelos tú, que a ti te lucirán, que estás muy flaca.
Se quedó mirando la cara de abstracción y felicidad de Marta mientras elegía uno de los pasteles y se lo llevaba a la boca.
—¿Cómo está Antonio? Me ha dicho Juana que el viernes vio subir al doctor Torres a tu casa.
Marta puso cara de circunstancias sin dejar de saborear el pastel de crema. Tragó y se limpió la boca con suaves toques en los labios.
—No se encuentra bien, doña Fermina, es una neumonía muy fuerte, y como ni descansa ni toma las medicinas necesarias, pues no se cura; y además, en esa casa tan húmeda y fría…
—¿Y qué medicinas necesita? Si está de mi mano…
—Con penicilina se curaría en una semana; pero es difícil encontrarla, y sobre todo es muy cara, por lo visto, el gramo puede alcanzar las quinientas pesetas o más.
—Sí que es cara… —Doña Fermina, con gesto pensativo, cogió la taza y bebió un sorbo de café—. Le preguntaré a Tabique, tal vez él conozca a alguien…
—No, por Dios, doña Fermina, de ninguna manera, es un asunto peligroso…
—No creo que lo sea más que conseguir aceite o patatas.
—No es lo mismo, no se preocupe usted por eso, Rafael ya está en ello. Hoy me ha subido una ampolla de un gramo; la verdad es que parece un milagro, nada más inyectarla se ha quedado dormido y tranquilo. Debe de ser muy buena esa penicilina.
—Eso dicen, yo he oído que ha salvado a muchos soldados en la guerra de Europa, que antes morían, más que por las heridas, por las infecciones que pillaban.
—A ver si le traen más… Me ha dicho Julita que su padre dice que tengamos paciencia, que esta semana tiene todo el tratamiento.
—¿Dónde lo consigue?
—No lo sé; le está haciendo las gestiones Eutimio, el oficial.
—Menudo pieza está hecho ese, ya puede tener cuidado Rafael porque el día menos pensado le da un disgusto, y de los gordos, te lo digo yo.
Marta se quedó mirando al pastel mordido que tenía en sus manos sin decir nada, pensativa. Al cabo de un rato, como si despertase del letargo, se lo metió en la boca y doña Fermina le animó a que cogiera otro. Se tomó el café y dejó la taza sobre la mesa.
—Están buenísimos.
—Pues luego te llevas un par de ellos, para la niña y para Antonio.
—Pero si solo quedan tres. Lo mismo Camilo…
—A Camilín tampoco le convienen, a ese por gordo, que está echando unas carnes…
Marta dejó la servilleta que tenía en la mano sobre la bandeja y tragó saliva. La soliviantaba mucho pedir aquella clase de favores.
—Doña Fermina —dijo con voz queda—, yo bajaba porque necesito para mañana unas medias finas, de las de cristal. Ya sé que se lo digo con poco tiempo, pero es que tengo que ir al hotel Palace…, para un trabajo.
La anciana la miró fijamente, ceñuda.
—¿Y qué trabajo puede encontrar en el hotel Palace una señora como tú? A ver dónde te metes, Marta, una cosa es la necesidad y otra muy distinta perder la decencia y la dignidad…
La interrumpió negando con la cabeza y con una sonrisa lánguida.
—No se preocupe, doña Fermina, el contacto me lo ha dado Próculo. La cosa viene de la mano de Dios.
—Ah, bueno, si es así… —La miró de reojo, recelosa, sin estar segura de que fuera una buena idea—. ¿Lo sabe Antonio?
Marta negó con la cabeza y bajó los ojos a sus manos.
—Pues muy bueno no será si no se lo has dicho —replicó.
—Primero quiero saber de qué se trata.
—¿Y qué clase de trabajo es?
—Pues no lo sé, pero si me ha dado el contacto Próculo no puede ser malo… —Encogió los hombros—. Vamos, digo yo.
—Pues sí que… —añadió la anciana levantando la barbilla y mirándola con displicencia—, sabrá el sotanas ese lo que es bueno y lo que no lo es para una señora como tú; ese solo entiende de beatas como las dos Virtudes.
Doña Fermina no tenía buen concepto de Virtudes madre, nunca le había gustado; apreciaba mucho a Rafael, al que consideraba un santo varón por aguantar a semejante víbora, y también había apreciado mucho a Virtuditas, pero pensaba que se había dejado embaucar por la madre y por el cura (al que solo respetaba como miembro de la Iglesia) para arrojarla a una terrible soltería de la que estaba totalmente en contra; una chica tan mona, tan lista y tan dispuesta, echada a perder de esa manera en aras de una viudez inexistente.
—¿Tiene usted unas medias que me pueda prestar? Únicamente son para mañana…
—Ya, hija, pero las medias no me las puedes devolver, que se dan de sí y se nota.
Marta bajó los ojos a su regazo con ademán azarado.
—No se las puedo pagar, doña Fermina.
Hubo un silencio pesado e incómodo. Cuando Marta alzó los ojos, las dos quedaron mirándose de hito en hito durante un rato.
La señora Fermina dio un profundo suspiro.
—Haremos una cosa, yo te doy las medias y si consigues ese trabajo, pues te las cobro.
—¿Y si no consigo nada o el trabajo no me interesa?
La mujer encogió los hombros pensativa.
—Bueno, si no lo consigues, me las devuelves; ya veré yo a quién se las coloco. Siempre hay alguna despistada que no se entera. Pero ten mucho cuidado, no se te ocurra hacerte una carrera porque entonces ni para ti ni para mí.
Llamó a Juana con una campanilla que tenía sobre la camilla. La criada se asomó enseguida.
—Juana, trae la caja donde tenemos las medias de nailon que trajo Tabique la semana pasada.
La mujer afirmó y desapareció.
—¿Y cuándo se lo piensas decir a Antonio?
—Pues cuando sepa de qué se trata y si realmente me interesa. Para qué avivar la lumbre si lo mismo todo queda en nada. Además, ya sabe cómo es, va a poner el grito en el cielo, es tan cabezota para estas cosas. Nos costó un disgusto que aceptase lo de la niña, y porque Próculo habló con él y le convenció, y porque se trataba de poco tiempo… No puede soportarlo, se pone de los nervios cada vez que ve a Elena salir o llegar de la tienda, y ya le he dicho a ella, nada de quejas sobre la zapatería y sobre el Críspulo ese, que me tiene… —Hizo un ademán de tensa contención—. Contenta me tiene el señor… Si se entera su padre de que la trata como una fregona, metiéndose todo el día con ella sin dejarla ni respirar, no aguantaba ni un minuto allí y encima se llevaba una paliza, eso seguro. Su niña, trabajando en una zapatería de hombres.
Las últimas palabras las dijo con tanta pena que acongojaron el corazón de doña Fermina.
—Pues eso te digo yo, Marta, que no puedes aceptar cualquier cosa.
—Ya, doña Fermina, pero el poco sueldo que le da nos sirve para comer. Si Rafael le pagase algo más a Antonio…
—Rafael hace lo que puede. Las cosas están muy mal, y Antonio de la notaría no sabe nada; por lo menos, ahora trabaja en un sitio limpio, no como antes, que estaba cargando bultos tragando más carbón y más humo que nada.
Marta dio un respingo y apretó los labios sintiendo un escalofrío en la espalda. Todos defendían al bueno de Rafael Figueroa como el salvador de su amigo Antonio, todos menos ella, que parecía ser la única que conocía bien la parte más oscura y abyecta del buen corazón del notario benefactor. Intentó cambiar de asunto.
—Desde luego, si el trabajo merece la pena, no seré yo quien le convenza, eso lo tengo claro, porque no me deja seguro; tendrá que ser su amigo Próculo quien le haga entrar en razón.
Juana regresó con una caja de cartón marrón. Se la dio a doña Fermina.
—A ver qué tengo por aquí —dijo abriendo la tapa—. Las quieres de color carne, claro.
—Sí, porque me voy a poner el vestido marrón con flores claritas, el que tiene un ribete blanco en el cuello y el cinturón oscuro. Es el más decente que me queda, lo demás son harapos, estoy hecha una facha, hace tanto tiempo que no me compro ropa nueva que ni me acuerdo. —Sonrió pensativa—. No sabría ni qué pedir, con lo que he sido yo para la ropa.
La anciana la miró con gesto maternal.
—Hasta los harapos, como dices tú, te sientan bien, hija, y con ese vestido vas a dejar a los del Palace ese con la boca abierta, ya lo verás.
—Está muy pasado de moda, pero ya le digo, es lo único arreglado que tengo.
Doña Fermina revolvía la caja mirando y descartando pares de medias.
—Mira, aquí hay unas muy bonitas, y con costura.
Le tendió las medias, abierta la envoltura de fino papel de seda. Marta las tocó.
—Son preciosas. Unos buenos zapatos y telas de calidad y hechuras elegantes pueden hacer milagros. —Levantó la vista y miró a doña Fermina. Las dos se sonrieron.
—Tú estás bien con cualquier cosa, Marta. No me extraña que Antonio quiera atarte corto, volverías loco a cualquier hombre.
—Eso era antes, doña Fermina, ahora ya nadie se vuelve a mirarme cuando voy por la calle. Con estas trazas, quién se va a fijar en mí.
—Qué equivocada estás.
Envolvió las medias en el papel, temerosa de engancharlo con alguna dureza de las manos.
—Le aseguro que las cuidaré como si fueran de cristal fino.
Doña Fermina la miró con una sonrisa de maternal ternura.
—Tienes que arreglarte un poco ese pelo, no puedes ir así.
Marta se tocó la cabeza avergonzada.
—Ya lo sé. A ver si me lo lavo mañana y me cojo los rulos. Con esta humedad no hay manera de hacer un peinado decente.
—¿Tienes el jabón que te di?
—Sí, sí, lo guardo como oro en paño, solo para las ocasiones.
—Haz una cosa, te pones los rulos y antes de irte, bajas y que te atuse un poco la Juana, ya sabes que a ella se le da muy bien eso. A mí me lo arregla siempre ella.
—Gracias, doña Fermina, es usted tan buena…
La anciana levantó el dedo índice y lo agitó alzando las cejas en actitud de advertencia.
—Y ándate con mucho cuidado, la gente se aprovecha de los que andan apurados. Nada de aceptar cualquier cosa. Es mejor pasar hambre que vender tu alma al diablo.
—Algún día le pagaré todo lo que hace por mí y por mi familia.
—Ah, hija, a mí ya me tienes bien pagada con la compañía que haces a esta pobre vieja. No me gusta estar sola y a esta… —Hizo un movimiento con la barbilla hacia la puerta para referirse a la criada—. La tengo aburrida.
Marta Ribas se despidió de la señora Fermina con la promesa de regresar al día siguiente para darle cuenta de todo lo que sucediera en el hotel Palace, aceptando con una sonrisa filial las recomendaciones reiteradas sobre la decencia y la dignidad, y el orgullo de ser quien es y de deberse a su marido aunque sea muerta de hambre.
Juana le había preparado un plato con los dos pasteles y lo había cubierto con otro encima y sobre este colocó el envoltorio con las medias. Llevaba las dos manos ocupadas. Ya en el descansillo, la puerta de enfrente se abrió de golpe y apareció Mauricio Canales vestido con una rancia elegancia. Cuando la vio, se detuvo un instante y saludó con cortesía.
—Buenas tardes, Marta —dijo con una educada reverencia—. ¿Cómo se encuentra Antonio? Tengo entendido que últimamente anda mal de salud.
Marta lo miró a sabiendas de que la pregunta sobraba porque don Mauricio Canales estaba perfectamente informado de todo lo que pasaba en cada una de las casas de aquel edificio, y mucho más lo que ocurría en la suya.
—Sí, lleva una temporada enfermo y no se termina de recuperar. Ahora, con este frío y tanta humedad, anda un poco peor.
—Vaya, no sabe cuánto lo siento.
Marta miró sus ojos para escrutar en ellos la verdad de lo que decía. Aquel hombre era tan ambiguo en su forma de expresarse que nunca estaba claro si sus pretensiones, deseos y actos eran buenos o estaban insuflados de veneno.
—Y Elena, ¿sigue en esa…? —Hizo un ademán con la mano cual si no quisiera decir la palabra exacta o le diera reparo hacerlo—. ¿En esa tenducha en la que trabaja?
—No tiene más remedio, Mauricio. Sigue allí, muy a mi pesar.
—No es lugar para ella. No, señor. No es lugar para una señorita. Una chica de su clase no debería estar vendiendo zapatos a hombres a quienes la limpieza les resulta un pasatiempo poco habitual. No deberían permitirlo. No, señor, no deberían permitirlo.
Marta alzó las cejas cual si quisiera darle la razón. Suspiró como si le doliera.
—Tiene usted toda la razón, Mauricio, pero no hay otra cosa, al menos por ahora, y necesitamos ese sueldo.
—Todo se arreglaría para ella si…, ustedes… Si su marido de usted… —Parecía incómodo, como si no supiera qué palabras utilizar—. No sé si Antonio le ha comentado algo sobre mi propuesta…
—Sí, Mauricio —contestó Marta, condescendiente ante la actitud balbuciente de aquel hombre, que contrastaba con la aparente seguridad que siempre mostraba—, algo me ha comentado.
Mauricio Canales removió el cuello como si recuperase la firmeza perdida por un instante. Se irguió y esbozó una sonrisa amable.
—Por supuesto, no dude usted que mis intenciones hacia Elena son honestas y sinceras. Para ella, sería un gran beneficio, ya que su futuro quedaría bien resuelto —calló un par de segundos mirándola al bies—. A mi lado, estaría como una reina, que, por otra parte, es lo que su hija se merece… ¿No lo cree usted así, mi querida Marta?
Ella suspiró cansina.
—No dudo de sus intenciones, Mauricio, pero mi marido dice que todavía es muy joven.
—Cumple los dieciocho en poco tiempo, ¿no es cierto? —Marta afirmó con un gesto obligado—. Es una edad excelente para una mujer. Mi difunta Montserrat, que en paz descanse, se casó cuando aún no había cumplido los veinte, y según tengo entendido, usted misma lo hizo con solo diecisiete… La edad que tiene ahora Elena.
—Lo sé, Mauricio, pero estas cosas son asunto de mi marido, y mientras él no diga lo contrario…
—Está bien, está bien, no pretendo insistir en exceso, ni resultar pesado —dijo sin disimular su irritación, colocándose el sombrero—. Esperaré paciente una respuesta de su parte, pero también deben entender ustedes que no estoy en condición de demorar demasiado este asunto, uno tiene ya una edad… Y le aseguro que no faltan pretendientes a ocupar el puesto que creo destinado a la hija de usted. —Engolaba la voz poniendo una mueca campanuda mientras se abrochaba los botones del abrigo, igual que si estuviera dando por terminada la conversación—. Con todos mis respetos, Marta, creo que deberían pensarlo bien.
—No dude que lo haremos, Mauricio, ya sabe que mi marido le tiene mucho aprecio y soy consciente de que él tiene presente su propuesta. Pero entienda que ahora la prioridad es que Antonio se cure.
—No tengo que repetirle que si ustedes necesitan algo en lo que yo pudiera serles útil, saben dónde encontrarme. Y ahora, si me disculpa, Marta, tengo que dejarla, llevo un poco de prisa. —Hizo una reverencia, se tocó con una mano el ala del sombrero gris y dijo con voz grave—: Señora, a sus pies.
Pasó delante de ella y empezó a descender las escaleras en dirección a la calle. Marta, oyendo cómo se alejaba el retumbar de sus pasos, inició el camino hacia el último piso, con sus medias de cristal y los pasteles que le había dado la señora Fermina, pensando en las palabras de Mauricio Canales. Era educado y correcto hasta la exageración, y llevaba a gala formalidades y galanterías ya casi olvidadas por muchos varones. No le conocía malas intenciones. Su vida era un ejemplo de caballerosidad y respeto, siempre discreto, y a pesar de ser jefe de casa, solía actuar con mesura y justicia. Antes de llegar a la puerta de su piso, Marta Ribas había llegado a la conclusión de que la idea de un posible matrimonio de aquel hombre con Elena no parecía tan descabellada. Habría que hablarlo y tratarlo con toda la trascendencia que el asunto requería.
Mauricio Canales Escamilla vivía en el segundo izquierda, puerta con puerta con doña Fermina. Acababa de cumplir treinta y cuatro años. Era alto y espigado, el pelo ralo y rubio siempre muy repeinado hacia atrás; tenía un aire de caballero antiguo, decimonónico, entre elegante y altivo, sin llegar a ser guapo porque sus rasgos parecían desajustados: ojos pequeños y juntos, boca menuda, pómulos salientes y siempre enrojecidos, la piel muy blanca, y su nariz fina y puntiaguda; era en extremo aseado, siempre bien vestido y muy correcto en sus maneras, y a pesar de tener unas buenas rentas y un buen sueldo, no hacía alarde ni derroche alguno, más bien vivía de manera austera.
Había enviudado a los seis meses de matrimonio: su difunta esposa, Montserrat Pujol Andrade, joven rica catalana, se encontraba en Barcelona visitando a sus padres cuando en julio del treinta y seis se produjo el alzamiento militar; en el caos de los primeros días sufrido en la Ciudad Condal, la casa de los Pujol Andrade, situada en el paseo de Gracia, fue asaltada por un grupo de hombres armados; todos los miembros de la familia fueron fusilados, incluido el personal de servicio: tres mujeres y el chófer de los Pujol. Mauricio había decidido en el último momento quedarse en Madrid con la excusa de que tenía que estudiar; a pesar de que su firme propósito era encerrarse para prepararse y sacar pronto la oposición a Judicaturas, con la que vivir de su propio sueldo y no de las rentas de su mujer (muy abundantes y sustanciosas, por otro lado), fue incapaz de rechazar la propuesta de su grupo de amigos de pasar el fin de semana en un pueblo de la sierra de Madrid.
La consecuencia —además de salvar la vida por no acompañar a su esposa a Barcelona— había sido que no pudo regresar a su casa hasta la mañana del 30 de marzo de 1939. Pero su regreso no fue tan triste como pudiera pensarse, debido a que, como decían las malas lenguas, los duelos con pan son menos duelos, y don Mauricio Canales tenía mucho pan que llevarse a la boca, concretamente el pan de la herencia de la familia de su esposa, que consiguió tramitar a su favor gracias a las argucias pergeñadas a través de sus contactos: un testigo «casual» que había presenciado el asesinato de la familia Pujol Andrade y que afirmó, jurando con la mano en la sagrada Biblia, que la señora de Canales había sido la última en morir en aquella masacre. Esos segundos sobrevividos a sus padres y hermanos, la habían convertido en la heredera de la fortuna familiar, lo que significaba que su viudo, don Mauricio, era el único y universal heredero de todos los bienes atribuidos a su esposa.
Desde hacía algunos años, ejercía como jefe de casa y llevaba su cargo con el rigor de vigilancia, orden y disciplina de un cuartel, y con la justicia y ecuanimidad de un juzgado; era un antiguo camisa vieja, desvinculado ya de toda actividad del partido, y había conseguido la plaza de juez no por sus conocimientos aprendidos en una oposición, sino porque al final de la contienda le concedieron, además de la medalla al mérito militar por los servicios prestados al glorioso ejército nacional, el aprobado de la oposición a Judicaturas que se había visto obligado a abandonar por acudir a defender España contra la amenaza comunista, convirtiéndose de ese modo en togado con plaza en un juzgado de Madrid.
Su intención de volver a casarse la tuvo presente desde el fin de la guerra. Necesitaba una mujer con la que compartir su existencia y aminorar su soledad, pero sobre todo deseaba conseguir una prole de hijos que le alegrasen los días. En un principio se había fijado en Virtuditas; consideraba que podría ser la mujer perfecta: buena esposa, excelente madre y gran dama. Pero don Próculo, al que don Mauricio Canales tenía en gran estima y que, tras su terrible pérdida, se había convertido en su confesor y confidente, le prohibió ni siquiera intentarlo, al menos por un tiempo, ya que Virtudes Figueroa había sido laureada como la novia viuda de un soldado español caído por Dios y por España, y merecía el difunto un luto acorde con su sacrificio. En la prolongación del duelo, y por tanto del aislamiento del mundo y de elementos exteriores, estaba totalmente de acuerdo la madre de Virtudes, que entendía que su hija, en esa posición de sacrificada novia viuda, alcanzaba un elevado estado de predicamento, reputación y dignidad. Pero el tiempo pasaba, y el infranqueable muro construido en torno a Virtudes Figueroa no parecía resquebrajarse; muy al contrario, se iba endureciendo cada vez más.
Durante el verano, don Mauricio Canales le había comentado a don Próculo que ya desesperaba en su espera, al considerar que Virtudes Figueroa estaba rozando una edad poco apropiada para la maternidad, que él anhelaba prolífica de vástagos a quienes otorgar su apellido, y fue en ese momento cuando el sacerdote apuntó su atención hacia Elena Montejano Ribas. Al principio, Mauricio Canales no vio con buenos ojos la propuesta, sobre todo por la situación incómoda de la familia; sin embargo, poco a poco, con mucha paciencia y hábil mano izquierda, actitudes que no le faltaban al confesor, la opción de Elena Montejano había ido haciendo mella en la voluntad del viudo casadero, ensalzando lo que de bueno tenía la joven: belleza —extraordinaria, a juicio de ambos—, disposición —dadas las penosas circunstancias económicas de los padres— y, sobre todo, juventud para traer al mundo muchos niños que llenasen los rincones de la casa, ahora vacía y silenciosa hasta el hastío. Fue así como el asunto del pretendido matrimonio de don Mauricio Canales con Elena Montejano se había ido fraguando en los últimos meses, pretensión ya planteada por don Próculo a su amigo Antonio Montejano antes de Navidad; asunto que desde entonces no dejaba de darle vueltas en la cabeza al padre de la pretendida.