1

Doña Fermina Carrascosa era una mujer menuda y delgada, encorvada por los años y las penas, dotada de una voz dulce y clara, que atendía a todo aquel que solicitaba ayuda, unas veces obteniendo alguna ganancia con las que se mantenía holgadamente, otras, las menos y muy elegidas, a cambio de conversación y compañía que atenuasen algo su soledad. Tenía el aspecto solemne de anciana respetable, entre el desvalimiento y la fortaleza, entre la fragilidad de su cuerpo y el coraje y osadía de quien tiene poco que perder en un mundo en el que todo se volvió del revés.

Su marido, oficial del ejército en el norte de África, llegó a ser sargento y ayudante del capitán; en realidad, más que ayudante era su hombre de confianza. En una escaramuza con los moros perdió una pierna y no le quedó más remedio que retornar a Madrid, donde le esperaban su mujer, y sus dos hijos pequeños. En un principio se le quiso despachar con una escueta paga, apartándole de cualquier actividad dentro de un ejército en el que había poco espacio para tullidos; pero Adolfo Bonilla no se quiso conformar con malvivir el resto de su vida de una pensión miserable sabiendo cómo funcionaban las contratas de la tropa y, sobre todo, conociendo a fondo los negocios y chanchullos en los que estaban metidos los oficiales (incluido él cuando estaba de servicio) y que a todos reportaban pingues beneficios, de más a menos (siempre respetando el escalafón), desde el general hasta el último de los cabos.

Por eso, después de llamar a varias puertas en Madrid y encontrárselas cerradas, escribió una larga y explícita carta al que había sido su capitán en África, solicitando su ayuda a cambio de su silencio. Sabía que era un órdago y que le podía salir el tiro por la culata complicándose aún más la vida. A los dos meses de haber remitido la carta, recibió una notificación para que se presentase en la comandancia. Acogotado por las consecuencias que podía reportarle su velada amenaza, se despidió de Fermina y de los chicos como si no fuera a verlos nunca más, y se personó puntual a la hora indicada en el despacho del comandante. Para su sorpresa y desconcierto inicial, el recibimiento fue cálido y cordial; el oficial le ofreció una copa de coñac y un puro, que Adolfo agradeció con recelo, y después de comentar su actuación en Tetuán y la desgraciada pérdida de la pierna, comenzó a alabar su valía para el ejército, de tal manera que, en su opinión, no se podía dejar escapar a un hombre con su inteligencia y habilidad para los negocios (la realidad era esa, porque en África, la mayoría de las veces, dependían de él las negociaciones y acuerdos que se cerraban), a pesar de que le faltase una pierna. Así que en unos días se vio con un despacho propio y una docena de soldados a su cargo, como responsable de la compra, reparto y distribución de las vituallas para los diferentes cuarteles de la zona centro.

Adolfo Bonilla Jiménez fue un excelente negociador, hábil a la hora de sacar un precio favorable para el ejército, además de hombre de absoluta confianza que sabía mantener la boca callada y los ojos cerrados a los trapicheos obrados por sus superiores en las compras y las ventas. Él obtenía sus propias ganancias, más que suficientes para llevar una vida holgada y burguesa; a los pocos años, pudieron abandonar el piso alquilado, pequeño y oscuro, del barrio de Vallecas para instalarse en uno en propiedad, el segundo derecha del número 10 de la plaza del Ángel, en el que todavía vivían doña Fermina y su hijo Camilo. Pero la suerte pareció romperse cuando unas malas fiebres, incubadas en los años de estancia en África, latentes en el frágil organismo de Adolfo Bonilla Jiménez, le atacaron un buen día y se lo llevaron de este mundo.

La viuda guardó luto unos cuantos meses, a sabiendas de que el dinero ahorrado no duraría eternamente y consciente de lo escaso de la pensión que le había quedado del ejército. No era una mujer que se amilanara ante las dificultades; poseía una fina inteligencia y, durante los años que su esposo había trabajado en Madrid, observó cómo manejaba los asuntos, prestando atención a las conversaciones telefónicas que hacía desde la casa y hasta escuchando detrás de la puerta los encuentros que a veces tenía con los intermediarios. Para su suerte, además, don Adolfo era un hombre muy metódico y bastante desconfiado, y acostumbraba a registrar todos esos contactos y relaciones con sus nombres, apellidos y clase de negocio que trataba y el acuerdo al que llegaba.

Así que se puso manos a la obra y, con la ayuda de su hijo Adolfo, que poseía la astucia de su padre y el sutil talento de su madre, puso en marcha una importante cadena de distribución de alimentos que se recogían en Valencia, Galicia y buena parte de Andalucía, para luego repartirlos por todo el centro, sobre todo en la provincia de Madrid, además de continuar con el avituallamiento de los cuarteles, que le proporcionaba pocos beneficios, pero que resultaba imprescindible para mantener los contactos y una cierta vista gorda respecto al resto del negocio. Llegó a contar con una flota de diez camiones, que podrían haberse ampliado si no hubiera estallado la guerra. Las cosas se torcieron entonces: todos los camiones fueron confiscados, el avituallamiento se suspendió porque parte del ejército se había sublevado y no podían alimentar a la tropa que pudiera ir contra el pueblo; a Adolfito Bonilla Carrascosa el alzamiento le pilló en La Coruña y allí se quedó toda la guerra sin pasar hambre ni penurias, bajo las órdenes del capitán de destacamento que, conocedor de sus antecedentes y de la labor de su padre, le encargó la intendencia del ejército nacional en toda la zona norte.

Camilo, tres años menor que Adolfo, nada tenía que ver con él: falto de ánimo, débil y algo amanerado, tras la sublevación militar se encerró con su madre consiguiendo eludir el frente con algunas artimañas y la ayuda inestimable de Antonio Montejano, que, como médico de guerra, le diagnosticó una miopía severa (aunque en realidad tenía vista de lince) que le hacía inútil total para coger un fusil. Cuando terminó la guerra y los soldados regresaban a sus casas, doña Fermina esperó la llegada de su hijo Adolfo, pero el tiempo pasaba sin que diera señales de vida y nadie supo darle cuentas de dónde podría estar. Según las noticias de los altos mandos del ejército enviadas por escrito a solicitud de la madre, Adolfo Bonilla Carrascosa se licenció a los pocos días de la victoria de Franco, se despidió de los compañeros con quienes había compartido los tres años de guerra y salió de La Coruña con destino a Madrid, adonde era evidente que no llegó nunca.

En la Navidad del treinta y nueve, doña Fermina recibió una escueta carta de Adolfo con matasellos de Londres, en la que le decía que se encontraba bien y que pronto volvería; nada más, ni cuándo ni cómo regresaría, ni la razón por la que se encontraba en Inglaterra y no en Madrid. Así que doña Fermina se dispuso de nuevo a esperar, y en esa espera habían transcurrido ya seis años sin que su estimado hijo mayor hubiera dado más señales de vida que las líneas escritas en aquella única carta. Y mientras esperaba, la señora Fermina puso en marcha el negocio interrumpido tres años antes, esta vez, a falta de su hijo mayor y consciente de la inutilidad y torpeza de Camilo no solo para los negocios, sino para mantener la discreción y la boca callada, prefirió encomendar el negocio a un viejo conocido de su esposo en Marruecos, Manuel Rodríguez Muñoz, apodado Tabique (por la fuerza de sus brazos, capaz de tirar un muro de mampuesto de un solo manotazo), que ya había trabajado para ella antes de la guerra y que se había convertido en su mano derecha y hombre de confianza. Una vez finalizada la guerra, el Banco de España le devolvió hasta la última peseta de sus ahorros y con ellos adquirió una pequeña camioneta; doña Fermina se encargaba de negociar y Tabique conducía el camión y hacía el reparto.

Al principio, el camión se llenaba con productos declarados de los que obtenía una ínfima ganancia; todo legal, eso sí, pero con eso no se podía ni siquiera sobrevivir, así que decidieron utilizar una parte del camión para la mercancía declarada y Tabique se encargó de preparar la otra para que una buena parte del género quedase oculto a las inspecciones. Su intrusión en el mercado negro lo hizo la señora Fermina guardando cierta prudencia, sin avaricia y procurando no llamar demasiado la atención ni levantar envidias y suspicacias entre otros con más ambiciones. A su favor tenía ser viuda de un oficial del ejército (condición de la que no dudaba en alardear en cuanto podía), con toda la carga de autoridad moral, reputación y crédito que en aquellos años se deducía de tal distinción.

A los pocos meses el beneficio se había triplicado y la alacena de doña Fermina (tan protegida como si fuera una caja fuerte, habilitada en su tiempo por su hijo Adolfo) estaba siempre llena de los productos más variopintos, destinados tanto a uso propio como a la venta al por menor dedicada a sus vecinos y gente conocida que acudía a su casa como si fueran a la ermita del pueblo a pedir a los santos el milagro de las cosas. En este último eslabón de la cadena del negocio, la señora Fermina era bastante generosa y los precios, a pesar de ser caros, no eran abusivos como en otros sitios; eso sí, vendía lo que quería y a quien quería, y si alguien le daba mala espina, le decía que no tenía nada y se cerraba en banda por mucho dinero que le pusiera sobre la mesa.

Doña Fermina quería mucho a la familia Montejano. En aquellos años duros, Marta se convirtió en la hija que nunca tuvo y que tanto había deseado, y Elena fue la nieta que no le había dado ninguno de sus hijos. Además, durante la guerra, Antonio había movido Roma con Santiago para evitar que enviasen a su Camilín al frente y les proporcionó alimentos y madera con que calentarse en los largos inviernos de asedio.

La señora Fermina nunca olvidaría esas cosas y lo demostraba en cuanto podía, convirtiéndose en el paño de lágrimas de Marta Ribas cuando Antonio fue detenido y evitándoles, a ella y su hija, tener que pasar por la humillación de mendigar comida en otras puertas durante los largos meses de prisión. Una vez Antonio Montejano fuera de la cárcel, y ante las acuciantes deudas que los ahogaban, la señora Fermina les había comprado varios enseres pagándolos casi como si fueran nuevos: dos vajillas completas, una cristalería, una mantelería de hilo, un ajedrez de mármol traído de China, varios jarrones, algunos cuadros, muebles auxiliares y sobre todo un gramófono de mesa His Master’s Voice modelo 109, al que acompañaba una extraordinaria colección de discos para reproducir la mejor música clásica y las más excelentes óperas.

El aparato ocupaba ahora un lugar privilegiado en la salita de doña Fermina, que si algo conocía de música, era gracias a las horas que la habían mantenido extasiada los acordes del piano tocado por Marta en el piso de abajo, arpegios que invadían inexorablemente cada rincón del edificio, llenando el aire, colmando la soledad y el silencio, y saltaban a la calle haciendo aquel lugar especial gracias a las composiciones de Bach, Beethoven, Chaikovski o Chopin magistralmente interpretadas por las delicadas manos de Marta Ribas. Por eso le hizo ilusión la compra del aparato con el que, cada vez que quisiera, podría deleitarse con aquella música, y estuvo muy atenta a las instrucciones que le dio Marta para su manejo: dar vueltas a la manivela para impulsar el plato, colocar el disco que se quiere escuchar, desenclavar el freno, dejar que el plato tome inercia y posar con mucha suavidad —de lo contrario podría rayar el disco y quedaría inutilizado— el diafragma con la aguja en los primeros surcos del disco negro, y recrearse por fin con los acordes de violines, violas, pianos, trompetas o voces que agitaban el alma con su canto emanados de aquel prodigioso mueble de madera.

Marta le estaba especialmente agradecida por aquella compra, no solo porque podía bajar a escuchar cualquier disco si le surgía la imperiosa necesidad de reconciliarse con el mundo y con la vida, sino, y sobre todo, porque sabía que si alguna vez la suerte volvía a sonreírle, podría recuperar el gramófono y los discos sin que doña Fermina pusiera pega alguna.

No había tenido la misma fortuna con el piano de cola Steinway que su madre hizo traer desde Nueva York como regalo de boda y que milagrosamente había sobrevivido a la destrucción de la guerra. Cuando fueron desahuciados de su casa por los Figueroa con el fin de instalar la notaría, el piano estuvo en venta durante un tiempo y le salieron varios compradores que, conocedores de la imperiosa necesidad de los dueños, ofrecían cifras miserables por un instrumento que valía una fortuna. Marta se había negado a malvenderlo. Al final consintió cedérselo a Rafael Figueroa, en contra de la opinión de Virtudes, que protestó enérgicamente por tener que cargar con semejante armatoste. El único consuelo para Marta era saber que lo tenía cerca. El traslado del piano desde el que había sido el hogar de los Montejano al piso de enfrente le provocó un desgarro interior tan intenso que durante varios días fue incapaz de reaccionar, envuelta en una nebulosa de desolación y abandono, y que únicamente pudo superar gracias al consuelo de escuchar la música del gramófono en casa de doña Fermina. A pesar de que Rafael Figueroa se lo había pedido con insistencia en varias ocasiones, Marta ni siquiera se había acercado al instrumento confinado en un rincón del salón de los Figueroa, al que nadie osaba arrimarse, igual que si se tratara de un endriago silente y amenazante que únicamente permitía ser despertado por su ama, porque en el fondo, a pesar de estar en la propiedad de Rafael Figueroa, todos eran conscientes de que era Marta la dueña y señora de aquel instrumento magistral que ella tocaba con un innegable virtuosismo y una técnica depurada, aprendida y practicada desde que tenía cinco años.

Por todas esas razones y porque también apreciaba mucho a doña Fermina, Marta Ribas de Montejano pasaba a menudo a verla; sabía que podía contarle cosas que a nadie más confiaría, convirtiéndose a veces la anciana en una especie de confesor que la escuchaba atenta, con la absoluta confianza de que nunca saldría nada de su boca ni utilizaría contra ella el contenido vertido en sus confidencias. Doña Fermina, a su vez, encontraba en su hija adoptiva alguien en quien volcar su frustración y su desesperanza de volver a ver a su hijo Adolfo con vida; se preguntaba, después de la guerra en Europa, qué habría sido de él. Durante mucho tiempo, doña Fermina había mantenido la ilusión de casar a Elenita con su hijo Adolfo (la opción de Camilo estaba descartada), a pesar de que entre ambos había una diferencia de casi veinte años, pero ella consideraba que, para una joven como Elena, era una buena opción el matrimonio con un hombre como Adolfo, bien situado, corrido de todos los excesos propios de la naturaleza del hombre y con el futuro resuelto. Pero lo cierto es que ya iba perdiendo la esperanza en ese afán, porque el tiempo pasaba y el tonto de su hijo —decía la pobre, cariacontecida, con el beneplácito de Marta—, en su empeño de no aparecer, estaba desaprovechando una oportunidad de futuro.

Las dos mujeres pasaban muchas tardes juntas hablando y escuchando el gramófono, tomando una taza de café o chocolate con algún dulce, y cuando Marta se marchaba, la señora Fermina le daba algún detalle como reconocimiento de esa compañía que tanto agradecía: un paquete de azúcar, una barra de pan blanco, una pastilla de jabón con olor a rosas o jabón para afeitar.