Las dos chicas caminaban cogidas del brazo y Dionisio lo hacía un paso atrás, descolgado de ellas, con el paso lento y cabizbajo, para que no notasen su gesto decepcionado e indeciso. No esperaba la compañía de Elena, y no tenía claro que fuera buena idea llevarlas a las dos a casa de doña Celia, o tal vez sí; eran uña y carne, tarde o temprano Julita se lo contaría a Elena. Además, no le quedaba más remedio, había intentado negarse a llevarla de carabina, pero su negativa suponía el rechazo inmediato a acompañarle de Julita.
En todo eso iba pensando mientras bajaban por el paseo del Prado.
—Y ahora, ¿por dónde? —preguntó Julita volviéndose a su novio, entre risas, intrigada por la sorpresa.
—Tú sigue recto hasta que yo te diga —contestó Dionisio con desgana. Llevaba las manos en los bolsillos, el cuello del abrigo subido y bien calado el sombrero. El aire frío se le colaba por la nuca porque con los nervios se había olvidado la bufanda, y él padecía mucho de la garganta—. Y para colmo me voy a coger un catarro. Tiene huevos… —musitó para sí, sin que lo oyeran ninguna de las dos chicas.
Ellas iban hablando de sus cosas, agarradas del brazo, con las caras muy juntas, oliendo a la misma colonia que Julita había rociado primero detrás de su oreja y luego en la de Elena cuando pasó a buscarla.
—Yo tengo que estar en casa a las nueve y media —le decía Elena.
—Ah, y yo también, no te preocupes.
Dionisio las oía hablar con cierta desolación.
—Esperad un momento —dijo al llegar a la puerta de la pastelería—, voy a comprar unos dulces.
Se pegaron al escaparate para ver qué clase de dulces elegía. Las tenía tan intrigadas que estaban nerviosas.
Llegaron a la glorieta de Atocha, les dijo que fueran hacia Santa María de la Cabeza, y al llegar a la altura del portal número 3, se detuvo.
—Es aquí.
Las dos se pararon y miraron hacia arriba, como si intentasen identificar el motivo de la sorpresa a la vista de la fachada.
—¿Y qué hay aquí, Dionisio? —la pregunta de Julita tenía cierto retintín.
El chico, con la bandeja de suizos en la mano primorosamente empaquetada con un lazo azul, se metió los dedos de la otra entre el cuello y la camisa, y tiró para facilitar un respiro a su ahogo. Dio un profundo suspiro y se adelantó hacia la puerta.
—Vamos, te lo mostraré.
—No me fío —dijo Julita—. Dime qué hay aquí o si no, no me muevo.
—Julita, confía en mí, es una sorpresa. Además, está Elena.
Lo dijo con tanta desidia que convenció a las dos chicas, que entre risas, sin soltarse en ningún momento, se metieron en el oscuro portal.
Subieron las escaleras en silencio, oyendo el retumbar del taconeo sobre el suelo lustroso a fuerza de frotar a cepillo. El aire tenía una mezcla a rancio y a lejía estregada. Dionisio inició el ascenso lento, pausado, delante de ellas, que lo seguían, pausadas asimismo, unos escalones más atrás. Cuando llegaron al piso, Dionisio se detuvo frente a la puerta y antes de presionar el timbre, las miró, primero a Julia y luego a Elena. Tomó aire y resopló con el rostro contraído. Allí comprendió que no tenía que haberlas llevado, pero ya era demasiado tarde. Dispuesto a asumir las consecuencias de su presencia, puso el dedo en el interruptor del timbre y apretó. Un sonido bronco y vibrante resonó al otro lado de la puerta. Luego el silencio. Las dos chicas miraban a un lado y otro intentando comprender qué se iban a encontrar cuando la puerta se abriera.
Y se abrió, y apareció doña Celia con su vestido marrón oscuro, que le tapaba más de una cuarta por debajo de la rodilla, con manga larga abotonada a los puños, cinturón de piel negro que rodeaba su gruesa cintura, la toquilla negra con flecos sobre los hombros y el moño tenso que distribuía el pelo en dos crenchas desde la raya central de la cabeza. Su sonrisa inicial se congeló al comprobar que en vez de dos eran tres. Alzó las cejas y, en medio de un tenso silencio, Dionisio sintió que en vez de la camisa tenía una soga alrededor del cuello.
—Dionisio…
Doña Celia rompió el silencio, aunque su gesto era cada vez más grave y serio.
—Buenas tardes, doña Celia —acertó a decir el chico balbuciente—, le presento a Julita, mi novia, y esta —añadió señalando a Elena— es una amiga de Julita.
La mujer miró recelosa a las chicas, que le sonrieron medrosas y retraídas; los labios pegados, mudas, observando de reojo como si se estuvieran estudiando entre sí.
—¿Podemos pasar? —agregó Dionisio, consciente de la situación embarazosa que se estaba creando—. Le traigo unos suizos.
Extendió su mano con la bandeja de la pastelería hacia doña Celia, que abría la boca y la cerraba, sin decidirse a nada. Al final, la mujer cogió el paquete por la lazada y se retiró de la puerta para permitir que entrasen al recibidor. Cerró y pasó entre medias de ellos para ir delante.
—Pasad a la salita —dijo sin volverse—, está algo fría, pero he puesto la estufa eléctrica y algo se nota.
Los guio hasta una estancia que estaba al principio del largo pasillo, junto a la cocina; allí se sentaba doña Celia a rezar su rosario o hacer calceta cuando el frío no era un impedimento para permanecer quieta. La estufa no había hecho mucho efecto y se notaba una sensación desapacible en el aire, como si las paredes estuvieran húmedas. Como ya era casi de noche, tuvo que encender una lamparita que apenas alumbró con una luz amarillenta que atravesaba con dificultad la tulipa beis con florecillas verdes ribeteada con unos flecos largos y claros.
Dejó la bandeja de los suizos sobre la mesa camilla, se cruzó la toquilla al pecho y se volvió hacia los invitados.
—Voy a calentar el chocolate —dijo muy seria—, sentaos ahí, cerca de la estufa, hace tanto frío que le cuesta un rato caldear el aire.
Cuando Dionisio iba a moverse para tomar asiento, le asió por el brazo y le dijo:
—No, Dionisio, tú ven conmigo y me ayudas con las tazas, ya sabes que yo estoy algo torpe y temo que se me caigan.
El chico miró a doña Celia y comprendió que no podía hacer otra cosa que acompañarla.
Cuando salieron de la sala, Elena y Julita se sentaron sin quitarse el abrigo.
—¡Qué frío! —dijo Julita estirando los brazos hacia la estufa.
—¿Cuál es la sorpresa?, si puede saberse… —dijo Elena en voz muy baja, mirando hacia la puerta que doña Celia había entornado hasta casi cerrarla.
—Yo qué sé… Este chico es tonto. Llegará a ser notario, pero te digo yo que es tonto.
—Pues yo lo que creo es que es un listo. —Elena hablaba muy tiesa, en voz baja pero muy indignada—. Demasiado, diría yo.
Julita abrió mucho los ojos, sorprendida y con un gesto de interrogación en su rostro.
—¿Por qué?
—Esto no me gusta, Julia, ¿es que no te das cuenta? —Miró otra vez a la puerta, y luego se acercó más a su amiga echando el cuerpo hacia delante—. Tiene toda la pinta de ser una casa de esas…, de esas de las que hablaba Carmina en clase, ¿te acuerdas? Que decía que iba su hermana con su novio a… Ya sabes…
—Pero qué dices, Elena, por Dios, no digas tontunas. ¿Tú has visto a la señora? Si podría ser mi abuela.
Elena estaba muy seria, incómoda y ceñuda. Movió los hombros como si le dolieran. Se irguió y se puso muy tiesa, con los pies bien posados en el suelo y el bolso en el regazo, dispuesta a salir por piernas en cuanto se diera el caso. Dio un respingo y miró a su alrededor, las paredes tenían un color indefinido y se veían manchurrones oscuros y salpicaduras, señal de que había pasado mucho tiempo desde que se las enlució por última vez; los muebles eran pocos y sencillos: un bargueño cerrado de madera deslucida, en la pared pendía de un cordel gris, colgado de un clavo, un retrato de tonalidades ya muy desvaídas con el rostro de un hombre vestido con chaqueta y corbata que lucía un oscuro bigote, no muy mayor pero tampoco joven, peinado hacia atrás con grandes entradas que daban una forma de uve al nacimiento del pelo en la frente, de apariencia seria y gallarda, y la mirada fija en un punto indefinido.
En la pared de enfrente había un banco de madera corrido con el asiento tapizado en una tela muy tazada de brocados descoloridos. Por encima de su respaldo, clavadas asimismo en la pared, dos estampas de santas: una era santa Teresa, a la otra no supo identificarla; y sobre ellas, en un marco dorado, la reproducción algo oscurecida de la Sagrada Cena. En un rincón, muy cerca de la ventana y de la camilla (cubierta con un tapete de ganchillo blanco sobre faldillas de invierno en tonos marrones y granates), había una mesita redonda muy pequeña revestida asimismo con un tapete a juego en el que se posaba la lámpara que las iluminaba. Sobre la camilla, además de la bandeja de dulces todavía envuelta en el papel fino y luciendo la lazada azul de la pastelería, había una cesta de coser de la que sobresalía una media tupida color carne, con una aguja prendida a punto de cerrar una carrera que arrancaba en la parte del talón.
Elena respiró algo más tranquila, como si examinando lo que la rodeaba se hubiese convencido de que nada malo o sospechoso podía pasar en aquella casa.
—No sé… —dijo resoplando—, puede que tengas razón.
—Tal vez sea una tía suya que me quiere presentar, o yo qué sé, la mujer que le crio cuando era niño… —Julita se acercó a Elena con las cejas alzadas y una sonrisa pícara dibujada en los labios, y le habló más bajo, como si le contase una confidencia—. O puede que sea su verdadera madre y que Dionisio sea adoptado… —se calló pensativa. Luego encogió los hombros y frunció los labios dudosa—. Quién sabe. A ver por dónde nos sale.
—Eso digo yo, a ver.
Mientras, en la cocina, doña Celia había cerrado la puerta para que no la oyesen y hablaba muy enfadada pero con el tono de voz muy bajo.
—Pero tú qué te has pensado que es esto, ¿una feria?
—Doña Celia, es que yo…, había quedado con Julita y se presentó la amiga… —hablaba a trompicones, quieto en un rincón de la cocina, mientras doña Celia trasteaba con los cacharros del chocolate—. Son uña y carne, sabe usted, y tarde o temprano se lo iba a contar, seguro. Es que Julita es muy desconfiada…
—Como debe ser una mujer decente —añadió tajante, volviéndose hacia él con el puchero del chocolate en la mano, ceñuda y malhumorada—. La desconfianza le evitará muchos problemas. Pero claro, vosotros, los hombres, solo vais a lo que vais, a lo vuestro, y nosotras siempre atentas, y la que no lo está, ya se sabe lo que tiene…
—Bueno, doña Celia, usted no se sulfure, que no hay por qué. —Dionisio intentó aplacar el enfado.
—Que no me sulfure, que no me sulfure… —murmuraba a regañadientes sacando tazas y platos de la alacena.
—Nos tomamos el chocolate y los suizos, le hacemos un poco de compañía y nos vamos. Si a usted le parece bien…
—¿A mí? —Lo miraba una y otra vez mientras vertía el chocolate, tan aguado que parecía leche manchada, en la chocolatera de cobre—. A mí lo que me parece es que soy demasiado buena, Dionisio, y por eso me pasan estas cosas.
—Doña Celia, yo no quiero causarle ningún trastorno…
—Pues ya me lo has causado —dijo tendiéndole la chocolatera para que la llevase—. Nos ha amolao este. Si una fuera mala, a otro gallo ibais a ir a cantarle la tarara. A ver qué les cuentas a esas dos de por qué las has traído aquí. Si ya sabía yo que esto de traer a la novia no funciona, que no funciona, Dionisio, que te lo digo yo. Esto no es para las novias. Una novia es algo muy serio, una novia es para casarse y no para monear.
Dionisio cogió la jarra mostrando un gesto compungido; abrió la puerta, dejó que pasara doña Celia, que portaba entre las dos manos una bandeja con las tazas, platos, cucharitas y unas servilletas pequeñas, y luego la siguió.
Cuando entraron a la sala las dos chicas estaban en silencio.
—Ya está aquí el chocolate —dijo doña Celia tratando de ser amable—, está un poquito claro, pero es muy bueno, ya lo veréis.
—Gracias, señora —contestó Julita muy dispuesta—, es usted muy amable.
La mujer deshizo el lazo de la pastelería y quitó el papel, dejando a la vista una bandeja con tres suizos no muy grandes. Doña Celia se volvió a Dionisio sorprendida.
—Dionisio, somos cuatro.
—No, doña Celia, yo es que no estoy muy bien del estómago, ¿sabe?, y no quiero comer nada, por si acaso…
—No me habías dicho nada —dijo Julia tendiendo la taza a doña Celia para que la llenase de chocolate.
Había pensado la mentira en el momento de hacer la compra de los dulces; llevaba el dinero justo para los tres suizos (del tamaño más pequeño); por lo tanto, no podía hacer otra cosa.
—No ha habido ocasión, Julita —murmuró con gesto lastimero.
El líquido dulzón y algo espeso iba cayendo en las tazas entre palabras entrecortadas de gracias y así está bien.
—No te ofrezco entonces —dijo doña Celia, mientras lo vertía en las tazas de Julia y Elena—. El chocolate es muy fuerte para el estómago. Habrás cogido frío a la tripa.
—No lo sé…
Sentado en un lado, algo más cerca de Julita y frente a Elena y doña Celia, miraba las tazas rebosantes con un dolor en el estómago pero de la rabia de saber que, con el hambre que traía, se iba a quedar en ayunas. Tragó saliva.
—¿Quieres un poquito de bicarbonato?
—No, no…, no es necesario, estoy bien.
—Tengo unas sales que van muy bien para las digestiones pesadas…
—No, doña Celia, se lo agradezco, será mejor que no tome nada, no vaya a ser que empeore. El ayuno me irá bien.
Sus ojos sufrieron al ver cómo las cálidas manos de las tres mujeres cogían cada una su suizo y mordían la blancura del azúcar; a Julita se le quedó un cerco blanco pegado a sus labios.
—¡Qué bueno está! —dijo la chica relamiéndose—. Se parecen a los que hace la amiga de Venancia.
—Y dime, Julita, ¿tú qué haces? —preguntó doña Celia dirigiéndose a ella—. Todavía irás al colegio, me imagino.
—Ya terminé el bachiller elemental y ahora hago cursos en la escuela de hogar.
—Eso está muy bien, ahí te enseñarán a ser una buena esposa y una buena madre, que es para lo que estamos las mujeres, y no esas tontas que quieren ir a la universidad; no sé a qué van allí, a exhibirse, porque otra cosa… El sitio de las mujeres está en la casa, si no, ¿quién iba a cuidar a los hombres y a los hijos? A ver, que me lo expliquen estas modernas que fuman y se ponen pantalones como si fueran marimachos, que es lo que son… —Se las quedó mirando a una y a otra un instante como asustada—. ¿No seréis vosotras de las que lleváis pantalones?
Las dos chicas se echaron a reír negando.
—No, no, señora —dijo Julita tímida—, mi madre y mi hermana piensan igual que usted. Además, a mí no me gusta estudiar, para eso ya está este —dijo haciendo un gesto con la cara hacia Dionisio—. En el verano iré a la sierra, a hacer el Servicio Social, y luego… —De nuevo miró a Dionisio con cara de circunstancias—. Bueno, luego a esperar a que Dioni saque la oposición y podamos casarnos…, ¿no, Dioni? En cuanto apruebes Notarías, nos casamos.
El chico, que estaba más pendiente del trozo de suizo que aún tenía su novia en la mano, se dio cuenta de que se dirigía a él y alzó los ojos; primero miró a Julita, aturdido, luego a doña Celia, que bebía el chocolate, y luego otra vez a Julita, que esperaba su contestación.
—Ah, sí…, sí, claro. Este año me presento, yo creo que voy bien preparado… Eso dice tu padre.
No era cierto. Dionisio Martínez Solano, después de cuatro años de preparación, no había terminado de mirar el temario ni una sola vez. Le faltaban la mitad de los temas de Hipotecario, y apenas había hecho una pasada por los de Administrativo. Don Rafael, el padre de Julita, le decía que iba demasiado lento, que así no acabaría nunca, y como mínimo tenía que darles dos vueltas a los temas para poder presentarse ante el tribunal y salir airoso de la prueba; no podía recomendarle si se quedaba callado en algún tema; eso le haría quedar en ridículo como preparador, como aval y como futuro suegro, y eso no lo iba a consentir.
—¿Y lleváis mucho tiempo de novios? —continuó preguntando doña Celia.
—Dos años hará en marzo —contestó ella.
Julita se terminó el suizo y tomó el chocolate. Estaba muy claro y poco dulce, pero estaba caliente y entonaba el cuerpo.
Un silencio cortó el aire durante un rato. Las tazas fueron vaciándose y las iban dejando en la bandeja, y los suizos desaparecieron masticados con deleite por las tres mujeres, para desesperación de Dionisio.
Entonces Julia preguntó a doña Celia:
—Y usted, señora, ¿de qué conoce a mi Dioni?
Dionisio y la mujer se miraron un instante, pensando en qué decir, y justo cuando iba a hablar ella, se oyó una puerta y después unos pasos que se acercaban por el pasillo. Doña Celia se quedó mirando la puerta, a la espera, como si estuviera en guardia, hasta que apareció un hombrecillo bajito de unos cincuenta años, delgado como una estaca, con la camisa por fuera de los pantalones y sin corbata, con bigote y casi calvo. Cuando vio a los congregados, sonrió sorprendido y encogió los hombros como si quisiera esconderse.
—Buenas tardes, perdón por la molestia —dijo muy bajito y educado; se dirigió a doña Celia, que lo miraba muy erguida con la manos puestas una sobre otra en los muslos—. Señora, que si me puede usted dejar el parchís.
—Claro, hombre.
Se levantó con pesadez, mientras todos los demás callaban y se observaban de reojo. De la parte superior del bargueño, cogió el tablero y la cajita de fichas y se la dio.
—Muchas gracias, señora.
—No hay por qué darlas. ¿Va todo bien?
—Sí, sí, todo perfecto, gracias.
El hombre sonrió tímidamente, hizo varios movimientos con la cabeza y se marchó por donde había venido.
Doña Celia, de pie, esperó a oír la puerta y volvió a sentarse.
Julita y Elena se miraron sin decir una palabra, y Dionisio no sabía muy bien dónde poner los ojos. Sudaba por la espalda y por la frente. Se pasó la mano por la cara para secarse el sudor.
Doña Celia aprovechó el lapsus para preguntar a Elena.
—Y tú, hija, ¿cómo te llamas?
—Elena, señora, me llamo Elena.
—¿Y tienes novio, Elena?
—No, bueno, por ahora no, pero hay un chico que…, bueno, no sé…
—Que te ronda pero que todavía no se te ha declarado, ¿no?
Elena afirmó como si estuviera avergonzada.
—Pues como sea como mi marido, que en paz descanse —al decir esto, sus ojos se posaron en el retrato del señor con bigote—, tendrás que animarle de alguna manera, porque te digo yo que si llego a esperar a que mi Benito se lanzase a decirme algo… —Se quedó seria y pensativa, moviendo la cabeza sutilmente de un lado a otro—. Pobrecito, era muy bueno pero muy corto en palabras…, pobre mío, que Dios le tenga en su gloria —quedó callada unos segundos, como abismada en los recuerdos de antaño. Hasta que suspiró, movió la cabeza y pareció revivir de nuevo a la realidad—. Hay hombres a los que hay que poner un muro de acero para que no se pasen, pero a otros, hija, a los que son más tímidos y apocados, como mi pobre Benito, hay que ayudarlos a dar el primer paso, si no, uf, se eternizan, y al final, ni novia ni casada ni nada.
—No se crea usted, que no hay nada, al menos todavía; le conozco de unos meses; alguna vez me acompaña a casa, pero se despide antes de llegar al portal, dice que no quiere comprometerme. Es muy guapo y muy amable. No hay nada.
—No sabía yo que tuvieras novio —dijo Dionisio algo sorprendido.
—Pues si tú le conoces —añadió Julita—, Alberto Gamoneda, que nos lo presentaste a principio de septiembre, en casa de Andresito, el hijo de Andrés Gamoneda, el arquitecto.
Dionisio frunció el ceño en un intento de recordar lo que le estaba diciendo Julita, hasta que cayó en quién era.
—Ah, el pitagorín de Albertito, ¿el primo de Andrés? —Julita asintió—. Pero si es un crío.
—Tiene dieciocho y va para arquitecto —dijo Julita tratando de dignificar al pretendiente de su amiga.
—Mujer, tanto como arquitecto… —replicó Elena azorada—, que ha empezado este año, y además, que no es mi novio…
—Pues vas lista —agregó Dionisio con una mueca irónica en su cara—, ese es más parao que un maniquí de escaparate.
—Lo que yo digo —intervino doña Celia—. Tú hazme caso, y si te interesa el chico y tú ves que no se lanza porque es tímido, le das un empujoncito y santas pascuas. Nada malo hay en eso.
De nuevo un silencio en el que se coló el campanilleo de un reloj de cuco que había en el salón, situado al otro lado del pasillo, cerradas sus puertas desde que ya no había pensionados a los que alimentar ni acoger en las largas y tediosas tardes de invierno, los muebles cubiertos con sábanas para evitar que el polvo del tiempo se posara sobre ellos. Todos se mantuvieron en una atenta escucha de los repiques, concentrados, uno tras otro en un sonido isócrono, uno, otro…, hasta que el silencio recuperó el espacio. En ese momento, Elena suspiró y murmuró sin mirar a nadie, como si hablase para ella:
—Las ocho. Qué tarde se ha hecho.
—¿Os apetece un poquito de agua? —preguntó doña Celia para romper el hielo del mutismo.
En ese momento se oyó cómo se abría una puerta para después volver a cerrarse, y a continuación unos pasos firmes y rápidos que se acercaban por el pasillo. Otro hombre, este trajeado, con corbata azul, camisa blanca y chaleco abotonado, alto, apuesto, de unos cuarenta y tantos, con un bigote tan fino que parecía una ligera raya pintada sobre el labio, el abrigo colgado en el brazo y el sombrero gris de buena calidad en la mano, se asomó a la sala y, al igual que el primero, se sorprendió de la gente que había congregada alrededor de doña Celia, acostumbrados todos a encontrarla siempre sola, con el rosario o el ganchillo en la mano. El caballero sonrió educadamente.
—Buenas tardes. —Después de hacer un gesto de saludo a todos mediante una educada inclinación, se dirigió a la dueña de la casa—. Doña Celia, ya nos vamos, quería avisarle de que el domingo no puede ser, pero el sábado estaremos aquí a la misma hora y en la misma habitación, si usted no tiene inconveniente.
—Ningún problema, don Prudencio, guarde usted cuidado, le espero el sábado a las seis en la seis.
—Que pase usted buena semana.
—Vaya usted con Dios —contestó ella intentando mantener un ademán digno.
El hombre volvió a sonreír tímidamente y se marchó, abriendo y luego cerrando la puerta de la casa muy despacio.
Doña Celia se levantó dando un suspiro.
—Voy a por una jarra de agua y unos vasos, dicen que es muy bueno para la tripa beber agua después de tomar chocolate.
Dionisio se horrorizó al pensar que se quedaría solo con las chicas, que ya le miraban con gesto inquisitivo, muy tiesas y nerviosas. Pero reaccionó con rapidez.
—La acompaño, doña Celia, que la jarra pesa mucho, no vaya a ser que se le caiga.
La mujer le dejó pasar delante de ella y a punto estuvo de darle un cachete en el cogote, pero se retuvo para guardar la compostura.
Cuando Julita y Elena quedaron solas, se miraron sondeándose con los ojos muy abiertos y las cejas alzadas.
—¿Qué piensas? —preguntó Julia asustada, con el tono de voz muy bajo.
—¿Que qué pienso? —El tono de voz se le disparó, se dio cuenta, miró a la puerta y se acercó a ella hablándole en voz baja pero rasgada por la rabia—. ¿Tú qué crees? Ya te lo dije. Esto no me gusta, Julita, yo me voy de aquí ahora mismo.
—Espera…
Se oyó que se abría otra puerta y las dos se quedaron mirando hacia el pasillo expectantes. Esta vez era el taconeo firme de una mujer el que se acercaba. Al llegar frente a la sala, se detuvo sin mirar al interior de inmediato porque se estaba ajustando los guantes; cuando alzó los ojos con la intención de despedirse de doña Celia, se quedó petrificada viendo a las dos chicas que la observaban, a su vez, con los ojos muy abiertos, entre la confusión y el reparo.
Se trataba de una mujer de unos treinta años, alta, morena, de muy buen ver, con unos finos tacones de aguja que estilizaban aún más su figura; llevaba los labios pintados de rojo, rímel, sombra oscura en los párpados y colorete, y debajo del abrigo de paño gris todavía sin abotonar, se podía atisbar un vestido con escote generoso y bien ajustado al cuerpo, en tono claro con pequeños lunares rojos que hacían juego con los zapatos del mismo color. No era guapa, sino atractiva, de esas mujeres a las que los hombres piropean por la calle y se vuelven descarados para mirarlas al pasar a su lado.
En ese preciso instante, doña Celia salió de la cocina y se la encontró de frente. Llevaba apilados en las manos los cuatro vasos de cristal, detrás la seguía Dionisio con la jarra llena de agua.
—Ay, doña Celia, no sabía que tenía usted visita. Me voy. Ya le ha dicho Pruden… —bajó un poco la voz, pero no lo suficiente para que las chicas lo oyeran—, que el sábado en vez del domingo, que yo no puedo.
Doña Celia, que permanecía de pie frente a ella en medio del pasillo, con Dionisio a su espalda como un guardián, se lo confirmó con un «no hay problema», igual que había hecho con el caballero.
La mujer echó una última ojeada a las dos chicas, se colocó el bolso en el ángulo del brazo doblado y luego sonrió a doña Celia.
—Bueno, yo me voy. Adiós, buenas tardes.
—Adiós, hija, adiós —contestó en tono maternal doña Celia, entrando pesadamente con los vasos, mientras retumbaba el taconeo en dirección a la puerta.
Elena tenía el corazón a punto de estallarle; era evidente dónde estaban y además, ella se encontraba allí haciendo de carabina de su mejor amiga. Se levantó cuando oyó cerrarse la puerta de entrada. Se colgó el bolso en el brazo del mismo modo que lo había hecho la mujer, y ante la mirada atónita y desconcertada de Julita, dijo que se tenía que ir.
—Espera, yo también me voy —acertó a decir.
—No te vayas, Julita. —Dionisio, con la jarra en la mano, le impidió levantarse con la que tenía libre. Le sonrió con toda la dulzura de la que fue capaz—. Quédate un momento, quiero explicarte… Además, es pronto. Yo luego te acompaño a casa.
La situación resultó de lo más incómoda: Elena, de pie, pretendía salir pero no podía porque se lo impedía Dionisio, que estaba en medio, y doña Celia, que también permanecía de pie colocando los vasos en la bandeja en la que ya estaban las tazas vacías. Tuvo que esperar a que doña Celia se sentara para encontrar un hueco y llegar al pasillo. Antes de irse se volvió.
—Muchas gracias por el chocolate, señora, ha sido usted muy amable.
—Ve con Dios, hija, ve con Dios…
Las dos amigas se miraron con un gesto desesperado, la una porque escapaba a sabiendas de que su amiga quedaba en peligro, y Julita porque temía quedarse a solas sin lo que consideraba su protección, pero también sin la voluntad suficiente para levantarse y salir huyendo; aquel era el momento, si no lo hacía tendría que quedarse a conocer la verdadera sorpresa que le había preparado Dionisio y que ya empezaba a intuir, muy a su pesar. Su rostro se contrajo y abrió la boca para decir algo, pero Dionisio seguía delante de ella, de pie, dispuesto a no dejarla marchar sin haber encontrado alguna manera de explicarse, y tenía que ser allí.
Cuando Elena abandonó la casa, un incómodo mutismo inundó la salita en la que estaban. Dionisio dejó la jarra sobre la mesa y se sentó con una tremenda sensación de cansancio, igual que si hubiera estado librando una gran batalla hasta ese mismo instante. Julita tensa, muy tiesa y rígida como una estatua, agarrada al asa de su bolso con tanta fuerza como si su propia vida dependiera de ese simple asidero. Doña Celia, aparentemente tranquila, se echó un poco de agua y bebió despacio. Hasta que se decidió a hablar.
—Que quede claro que esta es una casa decente, y que de ninguna manera voy a consentir que se ponga en entredicho mi reputación. Y dicho esto, Dionisio, creo que ya va siendo hora de que le des una explicación a tu novia.
Julita entonces reaccionó, se levantó como un resorte manteniendo el bolso aferrado con las dos manos.
—Muchas gracias, pero no necesito explicaciones —espetó con un ademán de herida dignidad—. La cosa está bastante clara.
—Espera, Julita —agregó Dionisio agarrándola del brazo; ella se soltó con un movimiento brusco—, deja que te explique, mujer…
—Te digo que no necesito explicaciones.
Julita intentó moverse para marcharse o para huir, pero Dionisio se levantó, le bloqueó el paso y, cogiéndola por los hombros, la obligó a sentarse. Ella le miró desconcertada, sin decir nada, mientras él permanecía delante de ella, de pie, con gesto serio y la mandíbula tensa. Cuando se cercioró de que iba a estarse quieta, volvió a sentarse lentamente, tomando aire y tragando saliva como si uno y otra le faltasen.
—Mira, Julita —hablaba nervioso, sin mirarla a los ojos, y con la desagradable sensación del sudor frío que le empapaba el cuerpo—, llevamos dos años de novios, y yo…, verás, yo tengo unas necesidades que, bueno…, tú ya me entiendes…, y yo, Julita, yo te quiero a ti mucho, y no quiero por nada del mundo que pienses que yo…, bueno, tú ya me comprendes…, yo no quiero estar con nadie más que contigo y…
—Como sigas así, hijo, no acabamos nunca —interrumpió doña Celia lacónica.
Dionisio dio un profundo suspiro, se levantó con decisión y le tendió la mano a Julia.
—Ven conmigo, Julita, te enseñaré una cosa.
Julita estaba anonadada, incapaz de reaccionar, miraba a su novio sin saber qué hacer: si llorar, abofetearle y salir corriendo o tomarle la mano que le tendía. Al final le dio la mano, como sonámbula, se levantó y oyó a su novio decirle a doña Celia «La tres, ¿verdad?». La mujer afirmó seria, con el gesto materno de quien tiene que aguantar las memeces de los hijos debidas a su juventud y falta de experiencia, sin mirar a los novios, sino a la ventana, como si no quisiera ver la escena.
Avanzaron por el pasillo iluminado únicamente por una bombilla ambarina de un aplique colgado en el centro; había otros iguales en distintos tramos, pero únicamente ese estaba encendido. Había puertas cerradas a un lado y a otro del corredor, y por dos de ellas se escapaba un haz de luz tenue que formaba una raya amarillenta en el suelo oscuro de losa. En cada una había un número clavado a la altura de los ojos. Al pasar por la número dos, se oyó el murmullo de risas y voces; cuando estuvieron frente a la número tres, Dionisio puso la mano en el pomo y abrió, y en ese momento, a su espalda, en la que tenía el número cuatro, se escuchó el crujir metálico de los muelles de un somier en los que se ahogaban unos gemidos, lo que provocó la reacción de Julita: se soltó de la mano de Dionisio, desanduvo el camino en dirección a la puerta; el chico, consternado por lo inesperado de la espantada, se quedó quieto sin saber muy bien qué hacer, cerró con cuidado la habitación a la que tanto había deseado entrar con su novia y fue a buscarla, pero ella ya estaba en el descansillo y cerraba con un portazo.
Por un instante, Julia se quedó a oscuras, desorientada, pero enseguida se oyó ruido en el portal y la luz se encendió, entonces inició el descenso por las escaleras. Dionisio se acercó hasta la puerta sin llegar a abrirla, pegando el oído a la madera para oír alejarse el fuerte taconeo de Julia. No quiso llamarla para no montar ninguna bronca, y estaba seguro de que la iba a haber si intentaba alcanzarla; y después de todo lo que había ocurrido aquella tarde, doña Celia (aun siendo una santa y más buena que el pan) nunca se lo hubiera perdonado, y la necesitaba de su lado más que nunca. Derrotado, entró en la salita para recibir el consuelo de doña Celia, que había cogido el rosario y rezaba con un bisbiseo, pero sin perder detalle de lo que ocurría en el pasillo. Cuando le vio, manteniendo el rosario entrelazado en sus manos posadas sobre el regazo, dejó de bisbisear para dedicarle su atención.
—Doña Celia, yo…
—Esto me pasa por ser buena —replicó con cara de enfado—. Si ya te lo dije, Dionisio, que las novias son para casarse. A ver cómo arreglas tú ahora este desaguisado.
—Lo siento… —Se le veía tan compungido que doña Celia creyó que iba a ponerse a llorar—. Yo…, lo último que quisiera es ofenderla a usted… No quiero que usted se enfade conmigo…
—Anda, anda, vete a casa —lo interrumpió condescendiente—. Ya hablaremos con calma cuando estés más entero.
Dionisio, pesaroso, cogió su abrigo y el sombrero, dio las buenas noches y se marchó.