3

Rafael Figueroa se quedó solo en su despacho, mirando a su alrededor, en el mismo lugar donde antes se ubicaba la alcoba de matrimonio de Antonio y de Marta Ribas, esposa del amigo y apasionada y subrepticiamente amada por él desde siempre. Cada vez que lo pensaba, sentía un escalofrío que le estremecía. Había elegido deliberadamente aquella estancia para instalar su despacho; tenía que ser esa y no otra; a pesar de que era la habitación más alejada de la entrada y de la sala donde se hacían las firmas, y de que todo el personal debía atravesar el largo pasillo para llegar hasta ella, Rafael Figueroa insistió en que debía ser allí, en contra del criterio de Eutimio, encargado de preparar y organizar todo: la habilitación de cada una de las estancias para las diferentes actividades de la notaría, así como el traslado de los legajos, cajas, estanterías y muebles del antiguo piso, y la distribución del material, su colocación y orden, todo con una efectividad y disposición asombrosas. Fue en referencia a esa ubicación en lo único que se enfrentó al oficial. En aquel dormitorio convertido ahora en el despacho del notario, Rafael Figueroa se pasaba los ratos muertos, solo, mortificándose en la evocación de la presencia de ella en la alcoba, y se le rompía el alma imaginándola en los brazos de Antonio, desnuda sobre la cama de la que no había consentido desprenderse a pesar de su sutil insistencia.

Con el paso del tiempo, el notario se había llegado a acostumbrar a la laceración obligada, imperiosa, como si estuviera aspirando el humo de un incendio que poco a poco le asfixiaba a sabiendas de que, si dejaba de respirar aquel aire infernal, moriría asimismo ahogado en su desesperación. Lo había intentado, pero le resultaba imposible dejar de pensar en ella, igual que no podía dejar de latir su corazón ni de pasar la sangre por sus venas, ella siempre estaba ahí, lo quisiera él o no, siempre estaba en su memoria, desde el instante mismo en que la conoció, y desde aquel mismo instante un fuego abrasador le quemaba las entrañas en una lucha constante y batiente entre la lealtad al amigo y la traición derivada de esos celos, entre la honestidad hacia Antonio y el deseo irrefrenable de tener a Marta en sus brazos y besarla y poseerla.

En los últimos años había tenido en sus manos la posibilidad de acabar con él, de apartarlo de su camino, de derrotarlo como rival invulnerable; con solo mover un dedo, con una sola llamada, el camino hacia ella le hubiera quedado libre. Pero en esa lucha, que podía haber sido la final y definitiva, había vencido la amistad a una pasión imposible, recogiendo a tiempo las velas de su vileza para salvarlo y retornarlo junto a ella, abocado a sentir de nuevo cómo se le desgarraba el alma al verlos juntos, tan abrazados ambos, tan malditamente enamorados, en aquella estancia que ahora él ocupaba en absoluta soledad.

Era consciente de que la venta de la casa había sido una ganga, que había pagado mucho menos de lo que valía, pero justificaba el cargo de conciencia en el poco margen y menos tiempo con que contaban. Tras el desastre de la guerra, Antonio no había perdido ni un ápice de fuerza para recuperar su negocio y su vida; había que salir adelante, había que volver a vivir, y con un entusiasmo casi adolescente se dispuso a buscar la forma de reconstruir el local y poner en marcha de nuevo la tienda de antigüedades. Pidió un crédito en el banco y algo más a un prestamista, todo avalado con la firma de Rafael Figueroa, nombre sin mácula ni duda sobre él, afecto al régimen y a la nueva España del Caudillo; y gracias a ese aval, Antonio Montejano tuvo abiertas las puertas al crédito, porque pese a que no había batallado en ningún frente de los vencidos, a no pertenecer al nutrido grupo de los derrotados, la mayoría de los ciudadanos que habían pasado la guerra en Madrid llevaban sobre sus cabezas la sombra de la sospecha mientras no demostrasen lo contrario, y Antonio portaba esa sombra porque, con su licenciatura de Medicina apenas ejercida y su buena voluntad por ayudar en algo, anduvo haciendo curas en los hospitales de campaña que se abrieron en la ciudad sitiada, y eso fue suficiente para que, una vez terminada la contienda, tuviera la obligación de personarse ante las autoridades competentes hasta en tres ocasiones con el fin de aclarar su actuación en aquellos tres años aciagos. De lo que se trataba en realidad era de justificar la razón de que estuviera vivo.

A pesar de haberse disipado la idea de que no se había contaminado de las ideas malsanas de los vencidos, se vio obligado a llevar a su lado a Rafael Figueroa para que el director del banco le recibiera. Con la presencia del notario amigo, certificaba que su honor y probidad hacia la Patria eran claros y sin mancha roja, ni de ideas ni de sangre, aunque el imperioso director del banco no pudo evitar tratar a Antonio Montejano con el desprecio propio de los que se creían en el derecho a manejar a su antojo la vida de los que estaban marcados por los indisolubles prejuicios. Por esa razón, Montejano estaba profundamente agradecido a Rafael Figueroa, porque siempre que se lo pidió le había acompañado, y dio la cara por él, y firmó donde le dijeron, y le había defendido y ensalzado sin traba ni duda alguna.

Y con el crédito abierto y concedido, pudo empezar a reconstruir las ruinas del local para convertirlo otra vez en una tienda, y compró algunos muebles y objetos diversos en distintas subastas y en testamentarías abiertas, y a punto estaba de inaugurar el magnífico negocio cuando sucedió lo que nunca tenía que haber ocurrido, y Rafael Figueroa se estremecía al recordar aquella tarde nefasta de diciembre, el frío, la lluvia y el viento azotando el cuerpo frágil de Dorita, tan débil que perdió el conocimiento en sus brazos, antes de llegar al coche, aparcado, por prudencia, algo alejado del portal bajo sospecha; y en su desesperación la dejó en un zaguán oscuro y solitario con la intención primera de abandonarla y olvidarla; y en su angustiada huida oyó que le seguía el sonido bronco y hueco de sus propios pasos, caminando en solitario por la calle despoblada de cualquier atisbo de vida, con la humedad y el frío penetrando en sus huesos, caladas sus ropas, y presintió que los espectros fantasmales en forma de culpa no le dejarían vivir si definitivamente se marchaba y la abandonaba; y vio a lo lejos una tasca, y entró en ella, desvaído y enajenado, aspirando el olor agrio a taninos de vino barato, y pidió un teléfono observado por la media docena de hombres dispersos por las mesas de madera aferrados a los vasos de morapio aspirando el humo de sus cigarros baratos de picadura, albañiles y operarios de fábricas cercanas con el rostro renegrido de polvo y grasa; «Antonio, tienes que ayudarme, estoy en un lío, un lío muy gordo»; su voz temblona, como su mano, sintiendo el peso del auricular pegajoso y sucio; y Antonio Montejano acudió a su llamada, y comprobó la situación de urgencia y la desesperación extrema de su amigo, y le embargó un vahído de comprensión y miedo, y tras las primeras dudas, metió a la chica en el coche, desmayada todavía cuando regresaron a buscarla, y le dijo a Rafael que se fuera a casa, y llevó al hospital a la muchacha, desmañada sobre la tapicería del asiento trasero del Ford granate, empapada de lluvia y de sus propios fluidos vitales, como una especie de muñeca rota, con la melena oscura tapando la mitad del rostro; pero ya estaba muerta cuando llegó a las puertas del hospital, desangrada, y las miradas acusatorias se sucedieron de inmediato, preguntas a las que seguían respuestas incongruentes, palabras balbucidas, ademanes vacilantes en un vano intento de no inculpar a nadie que inevitablemente terminó por incriminarle a él.

Ante la evidencia, los médicos llamaron a la policía, y lo detuvieron y, en su defensa, alegó (mintiendo) que la había encontrado en la calle y que la recogió para asistirla y que no sabía ni quién era ni qué le había pasado; pero Antonio era culpable porque tenía las manos y la ropa manchadas de sangre, y porque no le creyeron, y por eso lo encerraron; y Rafael tuvo miedo porque la chica era demasiado joven y demasiado frágil y porque había sido una locura llevarla a aquella casa donde le arrancaron la vida de las entrañas, no solo del hijo no querido, sino la suya propia, la vida entera que le quedaba por vivir, porque Dorita había cumplido tan solo diecinueve años, y era evidente que el instrumento punzante había errado su trayectoria, y la chica empezó a sangrar, y la maga de la aguja, ante la imposibilidad de detener la hemorragia, le ordenó que se la llevara, que la sacara de su casa, que no quería líos, y le amenazó con que, si la denunciaba, mandaría matar a sus hijos, que los conocía, y que le arruinaría la vida; y Rafael Figueroa supo que aquella bruja (adiestrada en desembarazar a las incautas hembras abrumadas por la carga de una barriga no anhelada) no mentía; así que se la llevó sin saber muy bien adónde, hasta que apareció Antonio raudo a su llamada, y se cargó con la culpa, con la desgracia, con el miserable encierro. En un primer momento, Rafael había permanecido sonado, incapaz de reaccionar a las súplicas reclamadas desde la cárcel suplicándole que le sacara de aquel infierno.

Recordaba las visitas de Marta a su despacho de la notaría de la calle de Atocha, ese despacho oscuro y con intenso olor a cerrado, visitas casi diarias, siempre sola porque no quería que Elena fuera testigo de sus llantos y sus ruegos; resabiado de su propio deseo irreprimible, incapaz de controlarlo al verla tan vulnerable, tan accesible que le resultó imposible ceder a pedírselo: «Tan solo quiero verte, Marta, prometo no tocarte, tan solo verte», y la resistencia de ella y sus ruegos y sus lágrimas… «No me hagas esto, Rafael, no me hagas esto». «Solo verte, por favor, Marta, no te tocaré, te lo prometo, solo quiero verte, necesito verte». Y Marta, vencida, renunció por fin a su dignidad y se tragó la vergüenza y se desvistió despacio, poco a poco, hasta quedar ante él desnuda, los brazos aferrados a la cintura como si se sujetase a sí misma para no caer desplomada como un maniquí sin vida y sin aliento, tan inerme como un animal malherido, tan hética que se le notaban las costillas; Rafael, sin embargo, la seguía viendo como si fuera una diosa, con su piel blanca y cálida, sus formas ondulantes que soliviantaban en el varón dominante el fluir de la sangre.

Los dos de pie frente a frente, ella cabizbaja, los ojos clavados en la nada de la alfombra, en un intento de permanecer ausente; él mirándola, contenido por un deseo irreprimible de tomarla y abrazarla, de obviar la promesa hecha y relegar la evocación del amigo, de repudiar la honestidad y lealtad debidas. De forma casi instintiva, levantó la mano para acariciar su pelo, que le caía sobre la frente, y por primera vez ella lo miró arisca y se apartó bruscamente. «¡No me toques!», le había espetado con la rabia inoculada en sus ojos, una rabia envenenada que Rafael comprendió entonces que jamás se diluiría, porque ella no perdonaría aquella nueva afrenta. Se vistió muy rápido, sin mirarlo, callada, como si con cada prenda fuera recuperando el respeto hacia sí misma, el pundonor crecido, hasta ponerse el abrigo y coger el bolso; solo entonces lo miró con fuego en los ojos, el gesto grave de reproche y soltó las palabras igual que si le estuviera escupiendo a la cara: «Ahora te toca a ti; cumple tu promesa y saca a tu amigo de ese infierno porque si no lo haces…, te juro que todos se enterarán de qué clase de miserable eres». Y se marchó con un fuerte portazo, sabiendo Rafael que la había perdido para siempre, que aquello había abierto una brecha infranqueable.

Rafael Figueroa había contado todo en secreto de confesión a su amigo Próculo: de cómo había conocido a Dorita, de sus escarceos con ella, de su embarazo, en cualquier caso imprevisto, de la búsqueda de una solución, de las dudas sobre si era suyo, de los llantos desconsolados de ella; le contó cómo le dieron el contacto de la casa, de la abortera, de la sangre abundante e imparable que cubrió de rojo primero los muslos, sus piernas, su cuerpo menudo, para luego empapar sus ropas; y de cómo se la había llevado Antonio y de cómo le había dejado solo, abandonado a su suerte, cargando sobre él la culpa, quedando él al margen del temido escándalo, sin aliviar su conciencia pero casto y limpio ante el mundo, su mundo; y había sido el sacerdote, amigo de los dos, quien le hizo reaccionar, y solo entonces pusieron en marcha la maquinaria de contactos, visitas, entrevistas, y dedicaron mañanas y tardes a llamar a las puertas, seguir a ujieres y conserjes por largos pasillos ministeriales hasta llegar a oficinas de altos techos y arañas doradas que apretujaban más de cuarenta bombillas, pisando mullidas alfombras con largos pelos que se doblaban con el peso; y entraron a pisos y despachos cuyo pavimento revestido de mármol resonaba bajo los pies de los visitantes anunciando su presencia al altivo omnipotente que se mantenía detrás de la mesa, siempre sonriente al principio, hasta saber el motivo de la entrevista, el favor pedido, solicitado, implorado, y las palabras vacuas que ambos recibieron, durante semanas y meses: «Déjame los datos, no prometo nada, pero haré lo que pueda», o bien el reproche: «Pero hombre, Figueroa, no te metas en asuntos como esos, te complicarás la vida y tú no tienes ninguna necesidad, se trata de algo muy serio, muy sucio para un hombre de tu posición. Un aborto… No puedo…, no debo, por tu bien y por el mío propio…». Al pronunciar la palabra maldita, los poderosos que se sentaban en los grandes sillones tras las mesas de madera de ébano con incrustaciones doradas y con tapete de color verde bajaban la voz con gesto repulsivo, como si al pronunciarla se les hubiera mancillado la boca, porque aquella palabra era equivalente a relaciones inconfesables, enfermedades venéreas y deseos secretos que todos guardaban; se repetían los consejos de que se quedasen al margen, de que no era conveniente involucrarse en asuntos tan turbios, demasiado turbios para hombres de su clase, un notario y un sacerdote. «Que cada uno aguante su vela», les decían, sin saber que era a Rafael Figueroa a quien correspondía la obligación de soportar el tormento de aquel cirio y no a su amigo Antonio Montejano, que, inocente, penaba la culpa de otro en la prisión de Alcalá.

Al final, no tuvieron más remedio que acudir a Mauricio Canales, vecino del segundo izquierda, jefe de casa. Había sido Próculo quien le había planteado el asunto, mientras Rafael callaba. Tampoco a él le contaron nunca la verdad, sino la versión que siempre habían dado: que los dos amigos se habían encontrado a la chica en un portal, ya desmayada y desangrada, y que Antonio Montejano se empeñó en asistirla y llevarla al hospital, incluso en contra de la opinión de Rafael, que sabía que podía pasar lo que al final pasó, que cargase Antonio con la culpa de otro. Tras muchas reticencias, y viniendo de la mano de un hombre de Iglesia, Mauricio Canales consintió en ayudar a su vecino. Y en poco tiempo, Antonio Montejano salió de la cárcel, quedando libre sin cargos, sin juicio, sin sentencia, tan solo con el aval del sacerdote y el testimonio de Rafael Figueroa.

Pero su calvario no había terminado, a pesar de su inocencia no demostrada a los ojos de una sociedad pacata, empapada ya de los rumores que habían corrido por pasillos y rincones tras el surco dejado por las súplicas de los amigos. Primero fueron los proveedores, retirando sus objetos, incluso perdiendo las señales de la compra ya prevista; después el banco le negó una ampliación del crédito y le exigió las cuotas impagadas durante su estancia en la cárcel. Las cosas se fueron precipitando poco a poco en los meses siguientes hasta que se perdió por completo la confianza del proyecto interrumpido. El director del banco le exigió el pago inmediato de la totalidad del crédito con la amenaza del embargo; no se fiaban de él después de meses sin amortizar los pagos, sin responder a sus demandas, eludidas siempre por Marta, que de nada de aquello entendía ni supo cómo debía arreglarlo, tan asustada como estaba, pendiente de otras cosas consideradas de mayor relevancia como la de sobrevivir junto a su hija y mantener la esperanza en el marido encarcelado. ¿Cómo iba ella a estar también al tanto de lo reclamado por el banco? Eso era cosa de los hombres y entre ellos debían solucionarlo, así se lo había manifestado con arrogancia el propio director del banco al principio, cuando ella había acudido a él en busca de alguna solución. Antonio Montejano había obtenido la libertad, pero sus fuerzas y esperanzas quedaron entre las rejas de aquella prisión miserable. Había salido herido de muerte en su dignidad, con la mala suerte grabada en sus ojos y enquistada en su alma. No hubo tiempo para poner en marcha la tienda, ni material suficiente para hacerlo. La situación era crítica, desesperada.

Marta había estado sobreviviendo a base de vender joyas, objetos y muebles de la casa, y ya nadie les fiaba. Fue entonces cuando Rafael Figueroa le hizo la oferta de comprarle la casa, de ese modo podría cumplir con lo que el banco le reclamaba. Antonio había entregado a la entidad el local ya reformado, con lo que cubrió solo una parte de la deuda, y en contra de la opinión de Marta, que se resistía a perder su casa, vendió el piso a su amigo Rafael Figueroa por cincuenta mil pesetas, con las que, aparentemente, saldó todas sus cuentas. Se esfumó para siempre el sueño de poner en marcha de nuevo la tienda de antigüedades. En lo que no consintió Marta fue en la pretensión de Rafael Figueroa de no cobrarles nada por ocupar el piso del cuarto al que se trasladaron para que él pudiera montar la notaría en el primero derecha. Había sido Virtudes la encargada de poner el precio, porque paradójicamente estaba de acuerdo con Marta en que había que cobrarlo. «No se puede consentir que vivan gratis, todo tiene un precio en esta vida y un coste», eso decía doña Virtudes Molina, señora de Figueroa.

Habían pasado más de tres años desde la tarde en la que Dorita se había desangrado como consecuencia de los amores prohibidos con Rafael Figueroa, y las cosas para Antonio Montejano no mejoraban. A pesar de su falta de honestidad hacia él, o tal vez por eso, Rafael Figueroa se sentía en deuda con Antonio. En los primeros tiempos se había dejado ayudar, pero con el paso del tiempo, Antonio Montejano se fue haciendo más reticente a cualquier ayuda o favor de su parte. Rafael sabía que la causa principal de ese recelo procedía de Marta; ella conocía el precio de sus favores y por eso los rechazaba, y el corazón de Rafael se enfangaba en el oscuro deseo: que la muerte o la cárcel o la desgracia se llevase por fin a su eterno rival, lo quitase de en medio, y poder poner remedio de una vez a su vida gris, envuelta en la monotonía y en la mentira de un matrimonio que lo amargaba en las apariencias, enmascarado tras la careta del falso civismo.