Antonio Montejano bajó las escaleras hasta la notaría y empujó la puerta entornada. Había un grupo de personas hablando con uno de los oficiales sobre un testamento que debía leerse a mediodía. Atravesó la sala sin decir nada, sin mirar a nadie, cabizbajo. Avanzó por el pasillo para llegar a la puerta del despacho de Rafael Figueroa. Acercó el oído y no oyó nada. Tocó dos veces con los nudillos y, sin esperar respuesta, empujó la puerta hasta asomarse. Rafael levantó los ojos y se quitó las gafas.
—¿Puedo entrar un momento?
—Pasa, Antonio, pasa. ¿Te ha visto Carlos? Me dijo que luego se iba a pasar por aquí, pero me ha dicho Eutimio que se ha ido sin decirme nada.
Antonio entró lentamente mientras hablaba Rafael. Cerró la puerta y se acercó hasta sentarse en uno de los confidentes, quedando los dos hombres frente a frente, separados por el escritorio de caoba con tapete de piel verde ribeteada de filigrana dorada, casi oculto por un rimero de carpetas y papeles apilados uno sobre otro en varios montones. Un enorme cenicero de cristal —lleno de colillas a esas horas—, una lámpara con la tulipa verde y el pie dorado y una escribanía de plata completaban lo que tenían delante.
—Sí, acabo de estar con él… —calló un instante entre compungido e irritado—. No tenías que haberle llamado, sabes muy bien que no puedo pagarlo.
—De eso ya me encargo yo.
—No se trata de eso.
—¿Y qué quieres, que deje morir a mi mejor amigo?
—Estoy harto de esto, Rafa, siempre estás ahí, pagando mis deudas, mis medicinas, mis créditos, mi casa, arreglando los desperfectos de mi vida y la de mi familia, a la que soy incapaz de mantener con dignidad.
—Antonio, lo que yo te debo no te lo podría pagar ni con todo el oro del mundo…
—No, Rafael —interrumpió con vehemencia—, por ahí no vayas. Eso es pasado y nadie tuvo la culpa. Además, hiciste lo que tenías que hacer: sacarme de la cárcel.
—Pero te pasaste una buena temporada encerrado por un delito que no cometiste.
—Tú tampoco lo hiciste. Ninguno de los dos tuvimos la culpa, pasó y no hay más.
—Era un problema mío… —Rafael echó el cuerpo sobre la mesa para acercarse más a él y le habló con firmeza—. No debí haberte llamado, no tenía derecho a meterte en ese lío.
—¡Pero lo hiciste! —La frase fue tajante, con una mezcla de reproche, desgana y hastío. Suspiró cansino y se pasó la mano por la cara al darse cuenta de que se había excedido en sus palabras—. Y yo decidí ayudarte. No hay más que decir. Dejemos esto, ya está hablado, Rafa; las cosas son lo que son, y por más que le demos vueltas, no hay forma de cambiar lo que pasó. Te hice un favor, tú me hiciste otro. No puedes estar siempre resolviendo los asuntos de mi vida, estoy cansado de depender de ti y de tu dinero hasta para respirar.
Rafael no dijo nada. Su silencio estaba enmarcado en un gesto sobrio con los ojos clavados en Antonio; le dolía verlo así, tan derrotado, tan hundido, incapaz de reaccionar, y, ahora, esa enfermedad importuna y miserable que lo hacía más vulnerable todavía. Cogió la cajetilla de tabaco y le ofreció. Los dos encendieron con parsimonia sus cigarrillos, primero Antonio de la mano de Rafael; al aspirar el humo tosió con gesto de dolor.
—También me fumo tu tabaco…
—No te irá mal, te calmará esos nervios que parece que te queman la piel; últimamente estás insoportable, no hay quien te hable.
—Tienes razón, me estoy volviendo un amargado, y amargo a todo el que está a mi lado. —Volvió a aspirar el humo blanquecino y de nuevo la tos seca le hirió el pecho—. No sé, Rafa, no creas que no agradezco todo lo que haces por mí.
—Nadie sabe qué nos depara el destino, Antonio. Ten confianza. Las cosas cambiarán.
Antonio esbozó una sonrisa rota, como si un dolor interno le saliera por los labios.
—Me siento incapaz de levantar cabeza, cada día estoy más cansado, y no es por esta puta neumonía que me está triturando los pulmones, es por todo. No sé qué hacer, Rafa, estoy metido en un pozo y cada vez que me muevo para intentar salir, me hundo más y más —se calló un instante y encogió los hombros con la mirada perdida del desencanto—. Y no es que tema hundirme yo, eso ya me da lo mismo, el problema, mi problema es que conmigo estoy destruyendo a Marta, lo veo en sus ojos, no es feliz conmigo, se siente desgraciada, no me deja acercarme a ella desde hace…, no sé, ya no me acuerdo cuándo fue la última vez…
Rafael tragó saliva sin decir nada, bajó los ojos y aspiró con fuerza el humo de su cigarrillo.
—Y a Elena… —continuó Antonio cariacontecido—, tú me dirás qué futuro le estoy dejando a ella. —Se quedó unos segundos mirando al vacío, cavilante con los ojos fijos en un punto más allá de la ventana que quedaba a la espalda del notario—. Me ha dicho Próculo que Mauricio Canales tiene pretensiones hacia ella, quiere pedirme su mano.
—¿Mauricio Canales? —replicó Rafael alzando las cejas y abriendo mucho los ojos, sorprendido por lo que había oído.
—¿Por qué no? —contestó Antonio con gesto grave—. Tiene posición y dinero; podría ser un buen partido para ella. Sería una forma de sacarla de esta mierda, al menos a ella…
—¿Quieres sacarla a ella o te quieres librar tú?
—No me jodas, Rafael, no me digas eso…
—Elena es joven todavía, no la comprometas con un hombre con el que no va a ser feliz.
—El tipo es bueno, algo gazmoño, pero no es mala gente.
El notario alzó las manos mostrando las palmas como si se venciera.
—Tú sabrás lo que haces, es tu hija.
Antonio levantó los ojos y los dos hombres se miraron largamente, de hito en hito, durante un rato, hasta que Rafael Figueroa rompió el tenso silencio.
—Lo importante ahora es que te cures. ¿Qué te ha dicho Carlos?
Antonio soltó una leve y triste sonrisa como si se le hubiera escapado.
—Una novedad, ya ves tú, que voy a morirme.
—Yo no quiero que te mueras.
—Tal vez así dejaría de ser un estorbo para todos.
—Eso es de cobardes y tú nunca lo has sido.
Antonio exhaló una mueca sarcástica.
—Será que me estoy haciendo viejo… —Alzó los ojos hacia su amigo, y su mirada reflejó la amargura que le consumía por dentro—. No puedo más, Rafael, estoy a punto de tirar la toalla…, me rindo.
Rafael se irguió y aspiró aire como si quisiera tomar toda la energía posible.
—No voy a permitir que te rindas, así que ya te puedes ir quitando de la cabeza esas ideas estúpidas que no son propias de ti. Tengo un contacto que me puede proporcionar penicilina.
—La penicilina cuesta mucho dinero y necesito mucha para arrancarme el bicho que tengo aquí dentro —dijo tocándose el pecho.
—¿Y qué? Tengo dinero para pagarlo y quiero comprar esa penicilina —calló y bajó la mirada a sus dedos, que sujetaban el cigarro; durante un rato observó el humo ascender lento haciendo espirales irregulares, blanquecino y dúctil—. He hablado con Eutimio, tiene un buen contacto. Mañana puede conseguirte una ampolla de un gramo. Y en unos días podemos tener el tratamiento completo. ¿Cuánto necesitas?
Antonio tardó un poco en contestar.
—Diez gramos. Tengo que ponerme dos gramos diarios durante cinco días…, y eso, Rafita, cuesta una pasta.
—Eutimio consigue buenos precios, no te preocupes.
—Sigues fiándote de ese… —añadió esbozando una sonrisa.
—Sé que es un cabrón, pero a mí me vale, me hace los trabajos sucios y es un buen oficial, el mejor. Tiene buenas aldabas en los bajos fondos, y en estos tiempos es bueno tenerlas hasta en las cloacas. Yo no sé cómo se las ingenia el gachó, pero todo lo que pidas, Eutimio Granados te lo consigue en menos de dos días.
—Hasta que te dé una puñalada por la espalda. No es trigo limpio y lo sabes.
Rafael negó con la cabeza y arrugó la boca juicioso.
—No sería nadie sin la notaría y mucho menos sin mí. Las puertas se le abren porque lleva mi nombre grabado en la frente, y te digo una cosa ahora que no me oye: en eso de abrirlas, las puertas digo, es bastante más avispado que yo. —Encogió los hombros conforme—. Cada uno sabe cuál es su puesto; yo no le molesto, le dejo hacer y él no me crea problemas; y si surgen, él se encarga de resolverlos antes de que me lleguen a la puerta del despacho. Es una especie de pacto tácito y, la verdad, no nos va mal. Se diría que formamos un extraño equipo.
—Eres demasiado confiado, Rafa, siempre te lo he dicho, a veces hasta incauto.
El notario sonrió complacido y volvió a retreparse en el respaldo del sillón sonriente, sereno.
—No me va mal. —Estrujó la colilla en el cenicero y sacó otro pitillo; le ofreció a Antonio, pero este le mostró la mano en la que todavía humeaba el suyo.
—Lo de la penicilina es muy arriesgado, no son unas barras de pan o un saco de garbanzos. Si le pillan, no se va a tragar él solo el marrón, hablará y te meterá en un lío, y yo no estoy para acudir en tu ayuda. Puedes pasarlo mal, Rafa —habló arrastrando las palabras a través de sus labios, como si le resultase agotador tan solo pensarlas.
El notario aspiró el humo del cigarrillo y lo soltó lentamente mirando con fijeza a Antonio.
—No voy a quedarme quieto mientras mi mejor amigo se muere. Si puedo hacer algo, lo haré. No lo dudes. —Se echó hacia delante sobre el escritorio desplegando una mueca irónica—. Si te mueres, ¿quién va a vigilarme al haragán de Eutimio y a sus compinches?
Antonio movió la cabeza cabizbajo.
—Eres un buen amigo, Rafael.
—Lo mismo pienso yo de ti.
Antonio suspiró lacónico; en sus ojos brillantes había una sombra de pena que Rafael percibió.
—No merezco tanto… —sentenció apesadumbrado.
Un silencio angosto y frío quebró el ambiente. Un golpe en la puerta les arrancó del ensimismamiento; se abrió y asomó la cabeza de Eutimio.
—Don Rafael, la firma está preparada.
El notario le miró como si no le reconociera, como si hubiera salido de un sueño profundo y aún se encontrase aturdido.
—Eutimio. —Se irguió un poco—. ¿Cuándo crees que podemos disponer de lo que hemos hablado esta mañana?
Antes de contestar, el oficial traspasó el umbral y cerró despacio para que nadie oyera sus palabras.
—Una ampolla de un gramo la tiene sin problemas entre hoy y mañana, señor Figueroa.
—Vamos a necesitar diez gramos.
Eutimio alzó las cejas antes de hablar como si lo estuviera cavilando.
—Bueno, no creo que haya pegas, pero ya le advertí…, para más cantidad es posible que tengamos que esperar algunos días. Llamo a mi contacto y hoy mismo se lo puedo confirmar. Lo que sí le aseguro es que es un buen precio, y de calidad, por su puesto.
—Hazlo. Lo quiero cuanto antes, al precio que sea. Ve pasando a la gente a la sala, ahora mismo voy.
Eutimio Granados se marchó y volvieron a quedarse los dos solos. Antonio miró su cigarrillo casi apurado, se lo llevó a la boca, lo aspiró por última vez y lo apagó en el cenicero. Se levantó despacio.
—Me voy a trabajar, ya he perdido bastante tiempo.
—Te vas a curar, Antonio, por mis cojones que te curas.
Antonio mostró una amarga sonrisa y se marchó pensativo arrastrando los pies por el cansancio de sus músculos y la carga sombría de su pasado.