El timbre de la entrada retumbó en la casa.
—Mira —dijo doña Virtudes—, puede que sea don Próculo. A ver si él sabe de algo. Siempre tiene contacto con gente que necesita emplear a alguien de confianza; tal y como están las cosas, uno no se puede fiar de nadie. El otro día me contó la de la mercería de la esquina, ¿Rosarito? —Miró a Marta por encima de las gafas, afanada en su labor, sin importarle mucho si sabía a quién se refería—. Pues me dijo que había contratado a un muchacho, en apariencia muy formal, para que le organizase el almacén, y al mes le pilló robando una caja de hilos entera… Ya ves tú, se les da trabajo y encima te roban. Hay mucho vago por ahí suelto que lo que quiere es estar sin hacer nada, brazo sobre brazo, que se lo den todo hecho, y eso no puede ser…
Se tuvo que callar porque se oyó la voz grave de don Próculo hablando con Venancia, que ya se acercaba por el pasillo. En ese momento dejó de tejer, se quitó las gafas, colocó sobre la mesa la labor y los lentes y se quedó mirando a la puerta, expectante ante el recibimiento. Marta estaba de espaldas a la puerta y se quedó quieta, sin volverse, y Virtuditas daba puntadas al paño, mirando de forma alterna la labor, la puerta y a Marta.
—Ay, padre, no le esperábamos hoy —doña Virtudes engoló la voz—. Pensábamos que estaba en la clase de las niñas.
Marta no se movió hasta que vio a su lado la sotana del cura; solo entonces levantó la mirada, encorvada, sin ganas.
—La he dado a primera hora —dijo con aire displicente—. Qué frío hace, Dios santo, como siga así, hoy nieva seguro. —Mientras hablaba, se iba desprendiendo del abrigo y del sombrero y los dejaba en manos de Venancia—. Pasaba por aquí y me he dicho voy a ver cómo están mis dos Virtudes. —Tendió su mano a doña Virtudes primero, y entonces se fijó en Marta—. Ah, hola, Marta, ¿cómo estás?
Después de que doña Virtudes le besara el dorso de la mano, se la tendió a ella, mientras Virtuditas esperaba su turno; Marta contuvo la respiración, acercó su boca a la mano sin llegar a tocarla y se enderezó enseguida, intentando contener la aversión que se le escapaba al notar el frío aroma a rancio que desprendía su piel y el manteo de sus ropas; además, no le gustaban sus manos gordas y enrojecidas con las uñas largas aunque limpias.
—Venancia, acerca a don Próculo el butacón.
La criada lo hizo presta. Y mientras el cura se sentaba, se dirigió de nuevo a Marta manifestando un distendido interés por ella.
—¿Cómo está Antonio?
Pero tampoco en esta ocasión pudo contestar porque doña Virtudes intervino, obviando la pregunta.
—Venancia, prepara un café al padre Próculo, y le traes unas pastas.
—No, no —rechazó el cura—, hoy no tengo yo el estómago muy católico. Creo que ayer cené demasiado y he pasado mala noche. Tenía las tripas como una caja de truenos.
—Vaya, qué contrariedad. ¿Quiere usted un bicarbonato? Ah, tengo también Urodonal, si lo prefiere.
—Uy, no, por Dios bendito, el Urodonal es un laxante muy eficaz y bastante laxo he tenido el vientre toda la noche. Prefiero el bicarbonato, a ver si con eso se me asienta un poquito. Ah, Venancia —añadió dirigiéndose a la criada—, si no te importa, me traes ese orujo que doña Virtudes guarda con tanto anhelo, que seguro que me termina de curar.
Venancia, antes de hacer el mandado, miró a su señora, quien asintió con un ligero gesto. El orujo no era algo que se consiguiera fácilmente, y mucho menos ese que cada verano se traían de Betanzos porque a Rafael le gustaba mucho y saboreaba el fuerte y recio paladar en cada sorbo, considerándolo uno de los mejores reconstituyentes para el cuerpo y la mente (le había creado bastante afición desde la primera vez que se lo dio a probar, todavía soltero, la que luego se convirtió en su esposa). Por esa razón, nunca lo sacaban a las visitas; pero un día, por casualidad, don Próculo lo probó y, además del pertinente chocolate o el café con los dulces que hubiera en la casa, que se engullía con fruición cada vez que pasaba por allí, también se pimplaba una copita del preciado orujo blanco de Betanzos.
Doña Virtudes retomó su labor.
—Dicen que no es bueno cenar demasiado —dijo atisbando un instante al cura por encima de los lentes.
—Eso debió de ser, que cené demasiado. Estoy algo suelto, pero esta mañana me he tomado un caldo de arroz y parece que la cosa va mejor.
Don Próculo se tocó su enorme barriga, que pugnaba por estallar la recia tela de la sotana. Marta lo miraba con descaro. El cuello se juntaba con la abultada barbilla, que a su vez se unía en un todo con la crasitud de sus mofletes colorados, de tal forma que la cara parecía descollar por encima del apretado cuello de la sotana. Le parecía asombroso lo gordos que eran algunos y lo flacos que estaban otros. Era una de las contradicciones irrefutables de aquella sociedad tan inicua, en la que unos tenían tanto que se ponían malos de indigestión, mientras otros se morían por no tener nada que llevarse a la boca. Era paradójico y algo irónico si no fuera por el drama que suponía, un drama que ella misma sufría recordando la cena de la noche anterior: de una docena de castañas, cuatro se comió Elena, seis Antonio y ella dos, y para terminar un cacho de manzana para cada uno. Todavía recordaba el sonido de las tripas en el silencio de la noche, aullando por encontrar algún resto con el que entretener el hambre. Se fijó en la panza de Virtudes; en ella tampoco era muy extraño, porque siempre la había conocido así, y lejos de perder ni un solo gramo, ni siquiera durante la guerra, había seguido engordando en los años de más penurias, como si todo lo que comiera lo fuera almacenando para compensar lo que faltaba a otros. Virtuditas, que había heredado el porte y hermosura de su padre, delgada y esbelta y con unos ojos preciosos, rasgados y glaucos con pintas negras iguales a los de Rafael, empezaba sin embargo a perder la esbeltez de su figura, abrazada a una empedernida soltería como gabela a su título de novia viuda que la habían colocado, entre unos y otros, impidiéndola tener cualquier otra oportunidad de rehacer su vida, abocándola a un celibato cada día más evidente, y lo que era aún peor y muy a su pesar, ineluctable.
Don Próculo volvió a centrar la atención en Marta.
—Dime, Marta, ¿cómo está Antonio? El otro día lo vi muy desmejorado. Tienes que cuidarlo, es fundamental que lo hagas.
—Ya lo intento, Próculo, lo intento por todos los medios, pero esta enfermedad requiere de unos cuidados muy costosos que no podemos pagar.
—¿Y con lo de Elenita tampoco llega?
—Cómo va a llegar, si le paga una miseria para las horas que se pasa allí la chica.
—Bueno, bueno, mujer…, don Críspulo hace lo que puede.
—Al chico que tuvo antes que Elena le pagaba más del doble…
—No compares el trabajo de un hombre… —interrumpió de nuevo doña Virtudes.
Don Próculo afirmó dándole la razón, pero Marta continuó con su indignación ya desatada. Se sentía más amparada para plantar sus quejas ante el representante de la Iglesia.
—Si llega un minuto tarde, le quita cinco pesetas. Sin embargo, no le da nada cuando la obliga a quedarse una o dos horas más para hacer limpieza o inventario o lo que se le ocurra. El otro día llegó a las diez y media de la noche. No son horas para que ande por ahí una chica de su edad porque a ese viejo le dé por hacer limpieza del escaparate.
Don Próculo la miraba sin pestañear. Nunca lo hubiera admitido delante de nadie, pero admiraba profundamente a Marta; a su parecer, una mujer con una integridad de la que adolecía Virtudes, siempre tan ladina y maldiciente, capaz de vender su alma por algo que la pudiera interesar. En el fondo sabía que tenía razón, que don Críspulo abusaba de la candidez y la necesidad de Elena, y que lejos de emplearla como dependienta, la estaba utilizando como chica para todo.
—Si te parece, hablaré con don Críspulo, para que no la entretenga hasta tan tarde. Tienes razón en que no son horas para que una chica de su condición vaya sola por la calle. Luego me paso por la tienda y se lo comento, pero no te prometo nada, ya sabes cómo es don Críspulo.
Marta tragó saliva, como si las palabras del cura hubieran calmado en algo su arrebato.
—Lo que tenía que hacer Elenita es encontrar un buen marido —añadió el sacerdote.
Marta frunció el ceño.
—No estamos para bodas, Próculo.
—Le comenté el otro día a Antonio que Mauricio Canales ha mostrado interés por la niña.
Virtuditas alzó la vista. Sus ojos brillantes miraron al cura, pero nadie se apercibió de su gesto. Luego bajó la mirada a sus manos y siguió punteando a pesar de que la visión del paño se le nubló por un instante. Tragó saliva y consiguió controlar la situación.
—Lo sé, me lo dijo… —añadió Marta pensativa y con un mohín incómodo—. Pero yo qué sé, Próculo… Es tan joven…
—Tú tenías un año menos cuando te casaste con Antonio.
—Ya, eso sí —dijo pensativa—, pero no es lo mismo. Yo conocía a Antonio, lo elegí yo.
—También Elena conoce a Mauricio.
—Hombre, no compares. Solo es un vecino.
—Pensadlo, Marta, puede ser una buena boda. Mauricio es un buen hombre, con posibles; la niña dejaría de trabajar y, al fin y al cabo, siempre sería una ayuda para vosotros. Es un deber de los hijos atender a las necesidades de los padres.
—No sé…, Próculo, la verdad no hemos hablado mucho de eso… Antes que la situación de Elena, está el problema de su padre. Necesitamos dinero para las medicinas de Antonio. Se me muere y no puedo hacer nada —dijo con un gesto evidente de desesperación—. Si Antonio me dejase trabajar…
—Cálmate, ya encontraremos alguna solución.
—Eso le he dicho yo —intervino doña Virtudes—, que a lo mejor usted sabía de algo. Yo le ofrecí un trabajo hace unos meses —agregó para justificarse—, pero ya sabe cómo es esta, dura como la piedra y con más soberbia que una diosa griega; y claro, ahora que me dice que sí, pues ya no puedo ayudarla porque se lo he dado a la prima de Venancia. Ya le he dicho yo que todo está muy mal. No encuentran trabajo los hombres, lo van a encontrar las mujeres; como no quieras limpiar escaleras, me parece a mí…
El sacerdote frunció el ceño y levantó la mano con un gesto cavilante que hizo callar a doña Virtudes.
—Es posible que pueda hacer algo. Precisamente ayer estuve tomando un café con el director del hotel Palace y me comentó que estaban buscando personal con idiomas. Nunca hubiera pensado en ti para un trabajo en un hotel, por muy Palace que sea, pero tal y como están las cosas, es posible que puedas sacarte algún dinero. ¿Cómo tienes tu italiano?
—Próculo, es mi lengua materna —contestó Marta con vehemencia, haciendo evidente la respuesta.
—Bueno, bueno, una cosa es que tu madre lo hablase y otra que tú te acuerdes de hablarlo, hace tiempo que no practicas.
—Sé defenderme perfectamente en una conversación no solo de italiano, sino de inglés, francés, incluso de alemán, y tú lo sabes.
Lo dijo con afectación y firmeza, elevando por primera vez la barbilla, a sabiendas de que esa evidente superioridad cultural agriaba la sangre a Virtudes. No trataba de usted al sacerdote porque le conocía desde antes de su ordenación y, a pesar de mantener alguna que otra deferencia hacia la sotana, le seguía tratando con la misma naturalidad que cuando iba vestido de paisano; al contrario que Virtudes, que después de haberlo tuteado durante años (incluso siendo hombre de Iglesia), de pronto, en cuanto terminó la guerra y regresaron a Madrid, empezó a comportarse con una fervorosa consideración, dirigiéndose al que hasta entonces fuera un amigo de la familia con un tratamiento rebuscado e impostado.
Don Próculo Calasancio López había ido al colegio con Antonio Montejano y Rafael Figueroa; habían sido compañeros de juegos y sobre todo de universidad, cursando Medicina con Antonio. Los tres fueron grandes camaradas de correrías y juergas nocturnas; y fue en una de esas largas y procelosas noches de excesos, en las que los efectos del alcohol y su mala cabeza redujeron su razonamiento a los mínimos de la conciencia, cuando cambió el rumbo de su vida al verse envuelto en un discusión por cuestión de una fulana que él y otro compañero se disputaban. La discordia fue a mayores y en el fragor de la pelea, tras varios puñetazos lanzados con rabia beoda, sin saber ni cómo ni con qué, el compañero de marras cayó desplomado quedando inmóvil y tan quieto que asustó a Próculo. La cobardía y el miedo a que estuviera muerto y le culpasen a él del hecho le hicieron salir corriendo dejando sin auxilio al caído. Al cabo supo que había muerto atropellado por un carro que, en la oscuridad de la noche, no vio el cuerpo tendido en medio de la calle. La mala conciencia de saber que tal vez fuera solo un desfallecimiento por el exceso de alcohol y el agotamiento de los golpes, y que si lo hubiera ayudado nada le hubiera ocurrido, pesó en él mucho más que cualquier vida futura y decidió entregar la suya a la Iglesia para purgar su remordimiento algo más cerca de Dios. De ese modo, Próculo Calasancio López, con una brillante carrera como cardiólogo que se había puesto en marcha en aquellos meses, abandonó toda actividad civil y, de la noche a la mañana, se metió en el seminario hasta tomar los votos de sacerdote.
Su primer acto como oficiante, además de las misas diarias que ya daba, había sido el casamiento de Antonio y Marta; además, había bautizado y dado la primera comunión a Elena y a Julita. A la familia Figueroa le debía mucho, y les estaba muy agradecido porque cuando estalló el alzamiento militar, después de conseguir salir de Madrid camuflado entre un grupo de comerciantes de lana, pudo llegar a Betanzos, donde permaneció toda la guerra, acogido y protegido en la casa de los Figueroa. Una vez acabada la contienda, a su regreso a Madrid, le ofrecieron una de las parroquias del extrarradio, pero la rechazó aduciendo mala salud. Gracias a los contactos en las más altas esferas de Rafael Figueroa (que había pasado la guerra en Burgos, lo que le permitió hacer muy buenas amistades en el gobierno que luego resultó triunfador), consiguió un cómodo puesto en el obispado como corrector y, solo a veces, como redactor de las pastorales emitidas en la sede episcopal. Para cubrir el expediente, impartía algunas clases de religión a las niñas del colegio de La Inmaculada de García de Paredes, además de acudir allá donde le requiriera la Falange, la Sección Femenina o la Acción Católica, a las que prestaba toda su colaboración.
Se había convertido en el director espiritual de las mujeres de la familia Figueroa, aunque Julita se resistía a quebrar sus rodillas ante él y, en cuanto podía, se excusaba y desaparecía evitando su presencia, buscando otros oídos donde redimir sus pecados. No le soportaban ni ella ni Elena. Sin embargo, doña Virtudes y Virtuditas tenían en sus consejos una fe ciega. Para ellas, la palabra de don Próculo era la voz de la Iglesia, y su mensaje, cualquiera que fuera, se acataba e iba a misa sin rechistar una palabra.
Era él el responsable directo de la soltería de Virtudes, la mayor de las hijas de los Figueroa. Virtudes Figueroa Molina tuvo un novio, un muchacho de futuro prometedor que, en junio del treinta y seis, había aprobado de forma brillante la oposición de Abogado del Estado. Era un partidazo, según le decían todos y ella así lo creía. Tenían preparada la boda para el 10 de octubre de ese fatídico año en que la guerra lo truncó todo. El chico no dudó en unirse a los nacionales en los primeros días del alzamiento, y aquel mes de octubre en el que tenía que haber acudido al altar para contraer matrimonio con su adorada Virtuditas, una bala le atravesó la frente. A ella le dijeron que había muerto en el acto. Se le hicieron homenajes en los que Virtudes fue tratada como la viuda del heroico soldado caído por Dios y por España; y así quedó como novia viuda, con el vestido blanco cosido a medias, el ajuar arrumbado en los cajones, las ilusiones colgadas en una lánguida espera, nunca supo bien a qué, porque durante demasiado tiempo su madre y, sobre todo, don Próculo le insistieron en que debía guardar el luto con paciencia y resignación, que debía esperar a que el tiempo cerrase la terrible herida de la precoz y no consumada viudez. Y en esa espera habían pasado diez años de duelo y estaban a punto de caerle los treinta, y esa demora en arrancarse el negro color de su devenir diario le quemaba por dentro y la estaba dejando seca. Había puesto vagas ilusiones en Mauricio Canales, que desde el final de la guerra mostró un prudentísimo interés hacia ella, pero el luto ni siquiera le dio la oportunidad de pretenderla, aunque más que el luto, el impedimento había sido la prohibición de hacerlo expresada por el sacerdote al pretendiente.
Don Próculo se tomó el bicarbonato y luego dio cuenta del vasito de orujo que Venancia había dejado sobre la mesa en una pequeña bandeja de alpaca.
—Voy a hacer una llamada y ahora te digo —dijo levantándose con pesadez.
Venancia acompañó al cura al teléfono y las tres mujeres se quedaron solas. Virtuditas, que no había abierto la boca desde que había entrado Marta por la puerta, habló entonces.
—Elena debería hacer el Servicio Social. Ya tiene edad.
Marta la miró condescendiente.
—Si no estamos para bodas, menos estamos para esos quehaceres.
Marta le habló displicente. El trato con aquella mujer le parecía irritante. Virtuditas no solía hablar demasiado, manteniéndose siempre en un segundo plano, en la sombra, sin llamar mucho la atención, y cuando hablaba solía hacerlo a destiempo, de manera inoportuna, poco acostumbrada a poner en claro cualquier opinión.
—Pues este verano vamos a enviar a Julita a hacerlo. Podrían ir juntas.
—Lo hará en Madrid, no me puedo permitir enviarla fuera; y habrá que esperar a que su padre se ponga bueno, vamos, digo…
—Excusas, Marta —agregó con un mohín insolente—. Es algo que hay que hacer y cuanto antes se apunte, antes lo tendrá.
—Ya veremos, Virtuditas, ya veremos —replicó sin ocultar su acritud—. Pero en principio, no cuentes con ella.
Don Próculo entró con una sonrisa de oreja a oreja dirigida a Marta.
—Arreglado. No te prometo nada, pero el lunes te presentas en la recepción del hotel a las once en punto. Has de preguntar por don Alfonso Benítez Castro; dile que vas de mi parte, aunque él ya sabe que vas a ir. Ah, le he puesto al corriente del incidente que tuvo Antonio; prefiero que lo sepa por mí antes de que se entere por otro lado, pero le he dicho que respondo personalmente de ti. No me falles…
—Sabes bien que no lo haré… —dijo esbozando una sonrisa de gratitud. Se levantó abrochándose la chaqueta—. Bueno, tengo que marcharme. Próculo, ¿puedo pedirte que no le digas nada a Antonio? Al menos hasta saber qué clase de trabajo es y si me interesa, ya le conoces.
—Ah, no te preocupes por eso, ya habrá tiempo de convencerlo si fuera necesario. De todas formas, a ver si subo a verlo.
Marta se dirigió a la anfitriona de la casa antes de moverse.
—Gracias por tu ayuda, Virtudes.
Engreída, Virtudes esbozó una mueca satisfecha, pero en sus ojos había un atisbo de bajeza, nada que no fuera habitual en ella.
Salió taconeando con fuerza por el pasillo, mientras los tres permanecieron atentos al sonido acompasado alejándose, hasta que se oyó el portazo de la puerta de entrada.
—A ver si entre unos y otros podemos conseguir que salgan adelante —musitó don Próculo moviendo la cabeza con gesto cavilante—. Me da pena de Antonio, la verdad es que no se merecen lo que están pasando.
—Bueno, digo yo que algo habrán hecho para que les pase lo que les pasa —añadió doña Virtudes imprimiendo una velocidad inusitada a sus manos, como si la irritación que la carcomía por dentro la liberase a través de las agujas metálicas—. Que aquí cada uno tiene lo que se busca.
—Virtudes —musitó el cura indulgente—, que tú los conoces mejor que yo, que Antonio es incapaz de matar una mosca.
—Pues estuvo en la cárcel una buena temporada por un crimen… ¡Y qué crimen!
—No fue él, Virtudes, ya quedó demostrado.
—Bueno, eso es lo que tú dices —a veces, cuando se sulfuraba, se le escapaba el tuteo—, porque si no llega a ser por Rafael y por ti, ah, y por don Mauricio, que también es un santo varón, si no es por vosotros, ese se pudre en la cárcel… Vaya que si se pudre, que la cosa no estaba tan clara. A mí que no me digan, él estaba allí, y la chica desangrada… —Soltó una de las agujas y se persignó varias veces—. Ay, Señor, Señor… Qué horror. Solo de pensarlo se me abren las carnes. —Volvió a retomar la aguja y a tejer con exagerado brío—. Que usted, por su natural, sea bien pensado, pues lo puedo comprender, pero las cosas son como son y no hay más. Demasiado indulgente es usted, padre, como corresponde a su situación, no le digo yo que no, pero lo que hay es lo que hay. Que se lo digo yo, anda que sí… Pues estamos buenos ahora, que no se merecen lo que les pasa.
Guardó silencio unos segundos esperando alguna respuesta, comentario o réplica a favor o en contra de sus palabras; pero el sacerdote apenas la atendía, más centrado en degustar el orujo que se había servido hasta el límite de la diminuta copa de cristal y que parecía estar sabiéndole a gloria. Al cabo, doña Virtudes, como si hubiera caído en algo que tenía guardado, retomó la conversación cambiando el tono.
—Y no es por nada, padre, pero podía haberme dicho a mí antes lo del Palace. Basilio necesita una colocación, que está sin hacer nada y la carrera… —Hizo un mohín de desencanto—. Ya ves tú, ahí sigue… Que no sé yo si la terminará, aunque su padre está empeñado, pero lo que es yo… —Chascó la lengua negando con un sutil movimiento de cabeza, fijos los ojos en las agujas que se movían de nuevo una y otra vez en un cruce raudo y fugaz.
—Basilio es un tarambana y tú lo sabes, Virtudes. Mientras no cambie, no lo recomendaría ni para llevar mi capa.
—Es un buen chico, lo que pasa es que es joven, y hombre, y ya se sabe, los hombres…
—Los hombres se visten por los pies, Virtudes, y Basilio hay veces que no sabe ni dónde tiene los pantalones.
—Pero no me dirá —insistió doña Virtudes, sin dejar de tejer— que un trabajo en el Palace no podría hacerle sentar la cabeza.
Don Próculo dejó sobre la bandeja la copita totalmente vacía del líquido cristalino que ya anidaba en su agradecido estómago; se levantó con pesadez exhalando un ligero quejido.
—No seré yo quien se la haga sentar a ese haragán. Tú tienes gran parte de culpa, has sido demasiado blanda, y como no pongas límite, no vas a hacer carrera de él, te lo digo yo. Además, ¿qué idiomas tiene Basilio?
—Hombre, digo yo que mejor hará el trabajo Basilio que Marta, por mucho italiano que sepa.
—Ay, Virtudes, a veces me cuesta entenderte. He de irme; tengo una reunión en el obispado a la una. —Mientras se ponía el abrigo, se dirigió a la hija—. Virtuditas, ¿cómo llevas lo del Servicio Social? Ya sabes que hay que convencer a las mujeres de este país de la necesidad de que acudan a ese servicio a la Patria.
—Estoy en ello, padre, no tenga cuidado. Todas las que hayan cumplido los diecisiete años harán el servicio. Estamos haciendo una lista y vamos a notificarlas a todas.
—Por cierto, Elena va a cumplir dieciocho —intervino doña Virtudes con mala baba.
—Elena lo hará, no lo dudes, esa no me preocupa. Si todas las jóvenes de este país fueran como ella, otro gallo nos cantaría.
—Si usted lo dice…
En ese momento, cuando don Próculo se tocaba con el sombrero, la madre y la hija se levantaron. Doña Virtudes dejó las agujas y la lana sobre la mesa, se quitó las gafas, y con ellas entre las manos, acompañó al sacerdote hasta la puerta.