1

Doña Virtudes Molina de Figueroa y su hija Virtuditas acudían cada mañana puntualmente a misa de siete, ya hiciera frío o calor, lloviera o tronara; cumplir de buena mañana con los deberes religiosos era fundamental para empezar el día en paz con Dios. Después de desayunar en familia, si no tenían que asistir a alguna reunión de la Sección Femenina o una conferencia impartida en el local de Acción Católica, solían acomodarse en la salita de costura, en la que había un mirador que daba a la plaza del Ángel por el que entraba mucha luz, y allí se dedicaban a sus hacendosas labores de calceta o punto de cruz, hablando a ratos, callando la mayoría del tiempo, abismadas en la cadencia del tictac acompasado del reloj de pared, dejando transcurrir los segundos y los minutos, cada una enfrascada en sus propias lucubraciones.

La señora del notario manejaba las agujas con verdadera maestría sin necesidad de mirar la labor; era capaz de hablar, discutir, verter y rebatir opiniones de lo más diverso, y escuchar con la máxima atención, sin que sus manos dejasen ni un instante de moverse como si fueran máquinas programadas en constante oscilación. El ovillo mermaba su grosor con una celeridad pasmosa y en una mañana, o en el transcurso de una tarde, podía terminar la espalda y el pecho de un jersey que luego armaba y que, una vez terminado, donaba a la Sección Femenina para los pobres y más necesitados. Además de tejer toda clase de jerséis, bufandas, gorros, ropita de niños, calzones, chaquetas, calcetines, medias o toquillas, todo para repartir entre los menesterosos, cada principio de mes doña Virtudes hacía una aportación de quince pesetas de su parte y diez de cada una de sus hijas, Virtuditas y Julita, para que se bautizase a un niño chino con el nombre de un santo. La cantidad del donativo y el nombre del donante aparecían descritos en el listado que se publicaba mensualmente en la revista El Misionero, y ver su nombre y el de sus hijas impreso en el papel llenaba de orgullo a doña Virtudes y no dudaba en enseñarlo a todo el que quisiera verlo con el fin de demostrar el nivel de su elevada caridad cristiana, porque a ella a devota, moral y cumplidora en los deberes impuestos por la Santa Madre Iglesia no había quien la ganase.

Para mayor expresión de su fervor religioso y su manifiesta querencia al Generalísimo, doña Virtudes tenía montado una especie de altar en una de las paredes de la salita, culminado por la imagen del Sagrado Corazón de Jesús, y un poco más abajo y a la derecha, un cuadro con la foto de cuerpo entero del Caudillo: de pie, gesto altivo, vestido de uniforme con los correajes bien ceñidos a la guerrera y luciendo sobre los hombros una capa que le hacía parecer un mariscal; a su lado, la foto de medio cuerpo de José Antonio Primo de Rivera, el Ausente, austeramente vestido de traje y corbata; un poco más abajo, ya sobre la cómoda, un marco con la imagen de santa Teresa de Jesús, con la mirada dirigida al cielo en un ademán de envidiable misticismo; a su lado, el retrato de la reina Católica, doña Isabel, capaz de acabar de un plumazo con los infieles moros que amenazaban la santa fe. A la misma altura, entre ambas, había colocado doña Virtudes, por sugerencia de su hija Virtuditas, una foto dedicada a esta de la mujer viva más admirada en aquella casa (salvando la figura de doña Carmen Polo de Franco) y que no era otra que doña Pilar Primo de Rivera, con quien mantenían una estrecha relación, sobre todo Virtuditas, miembro destacada y muy activa de la Sección Femenina y conductora de algunos de los cursos que se daban en el Servicio Social.

Doña Virtudes Molina de Figueroa iba camino de los sesenta, aunque siendo tres años mayor que su marido, siempre se restaba alguno, una mentira menor justificada para su conciencia y ante el confesor como una falta sin trascendencia, fruto del natural carácter de las mujeres. Oriunda de Betanzos, fue allí donde conoció al que se convertiría en su marido, llegado al pueblo con la oposición de Notarías recién aprobada, dispuesto a ocupar su primera plaza. El jovencísimo Rafael Figueroa era apuesto, educado, elegante y gentil, y sin pretenderlo arrancó in extremis a la joven Virtudes de la existencia anodina y aburrida a la que ya se había vencido, viendo pasar los días y los meses y los años, incapaz de resolver su vida (tal como le había repetido su madre ante su pertinaz soltería), y no era porque ella no hubiera puesto todo su empeño en encontrar una solución para poner remedio a semejante inconveniente, pues durante los últimos diez años (una vez cumplidos los diecisiete) se habían avivado en ella tales ganas de cazar marido, cualquiera que fuera su apostura y el montante de sus caudales, que llegó a espantar a todos los hombres casaderos del pueblo y de los alrededores no solo por el ansia que ponía en su porfía, sino por la fama que la precedía en el trato: mandona y arisca (como su madre), además de ser mujer poco agraciada: baja de estatura, algo regordeta, de ojos y boca muy pequeños, nariz picuda, blanca de piel y lengua serpentina.

En la comarca ya se la daba por solterona, y si bien es cierto que ella se resistía a la castidad del celibato, y mucho menos a quedarse para vestir santos (porque aunque Virtudes era de misa y rosario diario, de ahí a plantarse una toca y encerrarse en un convento había un trecho que no estaba dispuesta a transitar), cierto era que el tiempo transcurría y los años pasaban y la joven caía cada vez más hondo en el pozo de la desesperación en el que se le iban acabando las alternativas.

La esperanza resurgió en su ánimo, con más fuerza si cabe, una vez enterada de la llegada del nuevo notario y confirmada la soltería del mismo. Apostada en el mirador de su alcoba, a diario le observaba pasar a la oficina notarial, que se encontraba en el portal situado frente a su casa. Cuando lo vio por primera vez acercarse cabizbajo y medroso por la rúa Nova, la joven Virtudes no tuvo ninguna duda de que ese era el hombre que la sacaría de aquella prisión de lluvia, campos verdes y tierra, para llevarla a la capital, que era donde ella quería estar. Fue un acoso en toda regla y todo el pueblo se dio cuenta a excepción del afectado, Rafael Figueroa, desubicado en un lugar del que ignoraba las costumbres, aturdido en su soledad, sin el consejo ni de familia (con la que no había contado nunca) ni de amigos, y demasiado concentrado en aprender su recién estrenada profesión.

Se había instalado Rafael Figueroa en una pensión de mala muerte en la calle Santiago, y Virtudes convenció a su madre de la conveniencia de alquilar al nuevo notario una habitación en su viejo caserón. Desde un principio, la madre (viuda desde hacía menos de un año de un profesor de escuela retirado) vio la propuesta y la intención con buenos ojos: de cara a la galería, se trataba de una forma de ingresar algún dinero extra a las exiguas arcas de la casa, ya que eran pocos los ahorros y escasas las rentas obtenidas del arriendo de un puñado de tierras de labranza, con lo que apenas llegaba para mantener, en un pueblo tan pequeño, la dignidad suficiente como para salir a la calle con la cabeza alta; pero en el fondo, más que en los ingresos esporádicos de una temporada, que en poco los sacaría de pobres, madre e hija coincidieron en que el joven notario se conformaba como la gran oportunidad de futuro para ambas. Así que las dos urdieron un sólido plan para cercar al incauto escribano, y una vez convencido de que en su casa estaría mejor atendido que en la pensión La Zamorana (la misma Virtudes se encargó de informarle de la poca virtud de la dueña, de quien se decía era guarra y algo puta), instalado en la mejor alcoba de la casa, empezaron a conquistarle por el estómago. Fueron tales los desayunos, comidas y cenas elaborados para Rafael Figueroa, y tan exquisitos y abundantes, que en menos de un año el chico (algo escuálido, al parecer de la gente del pueblo) engordó diez kilos. Además de recuperar el lustre, Rafael Figueroa salía cada mañana hecho un pincel de pies a cabeza, impoluto, bien planchado y con los zapatos relucientes a pesar del barro y de los charcos que proliferaban allá por donde pisaba.

El joven, poco acostumbrado a recibir cariños maternales, se vio apabullado con tantas atenciones y cuidados y, poco a poco, sin apenas apercibirse, se fue enredando en la tela de araña astutamente tejida a su alrededor. La puntilla del asunto se dio una tarde de sábado de enero, en la que el telón de fondo del horizonte se presentaba con lluvia fina y pesada y un viento gélido, sin que hubiera otra cosa que hacer que ver pasar las horas tras las ventanas al calor de la lumbre, leer o hacer solitarios. Aquella tarde invernal, la joven casadera y el infeliz notario quedaron solos en la casa debido a la imprevista y necesaria salida de la madre y la criada (la Venancia), con el fin de ver a un familiar que andaba enfermo y requería de sus cuidados inmediatos.

Los dos jóvenes dejaron pasar el tiempo jugando a cartas y tomando chocolate con deliciosos picatostes, que acompañaron con un orujo recio que elaboraban en el pueblo. Después de haber ingerido varias copas (Virtudes solo se mojaba los labios sin llegar apenas a probarlo), ignorando el peligro que aquel endiablado líquido podía tener para el equilibrio de la mente, a Rafael Figueroa se le fue soltando la lengua, las palabras y las manos, y los pensamientos se trastocaban sin mucho discernimiento, y hábilmente conducido por la conversación de su anfitriona, insinuó el chico que por su bondad y dedicación sería una buena esposa y madre para sus hijos. La chica, zalamera, puso a rodar un disco en un gramófono que sonaba a lata, y le dijo que por qué no la sacaba a bailar.

El recuerdo de Rafael se cortó cuando, una vez de pie, manteniendo a duras penas el equilibrio porque todo se movía bajo sus pies, se aferró a la gruesa cintura de la chica. Lo siguiente fue un despertar pastoso y pesado de la boca y los ojos, un fuerte dolor de cabeza y el cuerpo baldado, y con gran alarma comprobó que no estaba en su alcoba, sino en la de Virtudes, solo pero completamente desnudo bajo las sábanas impolutas que olían a jazmines. Sobresaltado, fue a levantarse justo cuando la puerta se abrió y apareció la cabeza de Virtudes con una taza humeante en las manos. Las explicaciones de su situación fueron vagas y algo difusas: que habían bailado y que se había sentido indispuesto, y que, como su alcoba estaba en el piso de arriba y ella no podía ayudarle a subir las escaleras, le había metido en su cama; y claro, al llegar la madre —además de la criada, que por su condición era vía segura de murmuraciones— y ver la escena del lecho de su adorada hija ocupado por Rafael, no hubo más remedio, con el fin de evitar cualquier escándalo, que pensar en un matrimonio rápido y de forma discreta.

La primera consecuencia de todo aquello fue que tuvo que abandonar la casa, porque no era decente que los novios durmieran bajo el mismo techo. Ante la atónita mirada de Rafael, recogieron sus cosas y le trasladaron a la casa de una tía abuela de Virtudes, donde el chico permaneció los dos meses siguientes, incapaz de detener los preparativos que la familia de Virtudes y el pueblo entero hacían para su propia boda. De este modo, sin comerlo ni beberlo, un día claro de primavera se vio saliendo de la iglesia del brazo de Virtudes, ya convertidos en marido y mujer.

Los hijos llegaron muy pronto; el primero, un hermoso varón al que pusieron de nombre Rafael, se malogró cuando tenía dos años por unas fiebres mal curadas; para entonces, Pedrito tenía un año, y Virtudes llegó enseguida, y con ellos se atenuaron las penas del hijo muerto. Cuando murió la madre de Virtudes, vendieron la casa vieja y destartalada que se hallaba en el centro del pueblo, y compraron otra a las afueras, mucho más amplia y cómoda, y con un hermoso jardín de árboles centenarios que daban buena sombra y frescor en verano. El sueño de doña Virtudes se cumplió cuando Rafael consiguió plaza en Madrid. Ya entonces, Virtudes conocía a Antonio y Marta porque, desde que los Montejano se casaron, se trasladaban a la casona de Betanzos en los primeros días de agosto para pasar los rigores del verano huyendo del agobiante calor de Madrid.