Antonio Montejano se inclinó presionando el pañuelo contra la boca, intentando controlar el acceso de tos. Eutimio Granados, el oficial más veterano de la notaría, lo miraba con recelo desde su mesa.
—Sería mejor que se fuera a casa, don Antonio. No debería usted estar aquí con esa tos —murmuró ceñudo y con mal gesto.
Los demás oficiales, sin apenas levantar la cara del documento que revisaban o en el que estaban trabajando, se miraron entre sí, manteniendo la respiración con el temor de que la expansión de la expectoración pudiera llegar a sus gargantas y a carcomer sus pulmones.
Antonio no le contestó, ni siquiera lo miró. Sabía que sus palabras no eran producto de la preocupación por su salud y bienestar; Eutimio Granados no conocía esa clase de sentimientos; es más, estaba convencido de que el oficial no había tenido un sentimiento bueno hacia nadie en toda su vida, porque lo suyo era manipular, controlar y sospechar de todo aquello que se le escapase de su mordaz mirada. Antonio Montejano conocía bien a Eutimio: trabajaba como oficial en la notaría desde el día en el que Rafael Figueroa tomó posesión de su plaza en Madrid, ubicada entonces en un piso angosto y pequeño en la calle de Atocha a cuyas estancias apenas llegaba la luz del día; era el único que se mantenía de la primera plantilla. Se trataba de un hombre tan extraño como contradictorio; su trabajo era intachable, conocía con claridad las leyes, normas y reglamentos hipotecarios y sabía la conveniencia o no de aplicar unas u otros según los casos y las circunstancias, siempre en beneficio del notario y de la notaría; pero además, sus escritos resultaban minuciosos, estrictos en su forma y fondo, su letra era impecable, picuda y clara, sin echar un solo borrón. Sin embargo, aquella limpieza contrastaba con su alma oscura y fría, que se reflejaba, para quien fuera un poco perspicaz, en sus ojos redondos y pardos, siempre abiertos y avizores, más parecidos a los de un cuervo que a los de un ser humano.
En varias ocasiones, Antonio, algo más curtido para percatarse de la perversidad ajena, le había advertido a Rafael de la mala fe de su oficial más avezado, mucho antes de que sobre ellos y su amistad se hubieran extendido las sombras de la sospecha y el recelo. Pero Rafael únicamente veía en el oficial su trabajo impecable, su inestimable ayuda para resolver asuntos escabrosos o problemáticos y su capacidad para conseguirle cualquier cosa que le pidiera, fuera lo que fuera, siempre que hubiera dinero y le diera tiempo suficiente para desplegar sus contactos. No fue consciente nunca, o bien no quiso serlo o, sencillamente, no le interesó, del poder que, poco a poco, Eutimio Granados fue adquiriendo, tejiendo una red de engaños y ardides que empezaban en el momento en el que entraba por la puerta de la notaría un nuevo oficial, un copista o un subalterno en busca de una oportunidad laboral. En apariencia, era bien recibido desde el primer día, se le colmaba de una cordialidad impostada que iba cercando la confianza del nuevo, creando a su alrededor una invisible tela de araña que terminaba por acogotar inexorablemente su voluntad a la de Eutimio. En caso de que el nuevo se dejase controlar y aceptase la máxima, nunca expresada pero sí intuida, de no mover un dedo en la notaría si no era con la aquiescencia de Eutimio Granados, entonces se mantenía en su puesto y las cosas seguían con la jerarquía perfectamente definida. Pero si, por el contrario, el recién llegado era de los que iban a su aire sin recibir más órdenes que las del notario, dispuesto a ceñirse a las normas propias del protocolo notarial, negándose por tanto a aceptar los oscuros chanchullos que venían de la mano del oficial Granados, entonces, tarde o temprano (la mayoría de las veces, más temprano que tarde), se veía envuelto en alguna que otra trampa perfectamente diseñada por el equipo de Eutimio. Ya fuera por la mala redacción de un documento o de cualquier otro error, siempre inducido por la mala argucia de los compañeros proporcionándole información equivocada que se hacía evidente en el acto público del fedatario, con el consiguiente enojo del notario, estricto hasta la manía en lo que se refería a las firmas, y que terminaba con el despido inmediato del infeliz insobornable. De ese modo, el oficial estrella, como lo llamaba Antonio Montejano en su cara, había visto desfilar a más de una docena de muchachos, muy bien preparados y de enorme experiencia, que perdieron la batalla por su osadía; y Rafael Figueroa y su notaría prescindieron, de forma indeliberada y algo necia, de grandes profesionales en beneficio de gente mediocre, haraganes tendentes a ralentizar las tareas, demorar su salida para desesperación de la clientela habitual de la oficina, que veía correr los días y las semanas para asuntos que se deberían haber resuelto en pocas horas.
Con el único que habían fallado todas las estrategias de Eutimio Granados había sido con Antonio Montejano; desde que entró a trabajar en la notaría, había intentado todas sus artimañas para echar de su terreno a un protegido de don Rafael que podía llegar a desbaratarle muchos de sus manejos en los quehaceres diarios. Sin embargo, fracasaba en su intento una y otra vez porque Rafael siempre encontraba la salida en beneficio de los fallos atribuidos a Antonio (nunca suyos) para no despedirlo. Pero lo que no le faltaba a Eutimio Granados era paciencia, y no cejaba en su empeño de hacer que Antonio Montejano fuera despedido, para recuperar la confianza y confidencialidad que se había visto obligado a ceder a su favor con el señor notario. Era cuestión de tiempo deshacerse de un elemento tan incómodo.
Marta Ribas de Montejano se asomó por la puerta entreabierta de la notaría. Buscó con la mirada hasta que vio a Antonio. Él también la vio y se levantó para acercarse hasta ella.
—Está en casa Carlos Torres —le dijo su esposa en voz baja, temiendo que la echase con viento fresco—. Quiere verte.
Antonio se quedó pensativo un rato. Dio un largo suspiro y afirmó antes de hablar.
—Está bien, dile que ahora subo.
Regresó a su mesa tosiendo bajo la mirada de todos. Sentía en su interior el pitido de sus pulmones, cansados y doloridos. Colocó el legajo que estaba organizando y se dirigió al despacho de Rafael Figueroa. La puerta estaba abierta y se asomó al interior.
—Rafael, ha bajado Marta, que está arriba Carlos. Subo a ver qué me dice.
El notario esbozó una sonrisa de satisfacción. Había temido que cumpliera con su velada amenaza de rechazar la visita del médico.
—Tómate el tiempo que quieras. Luego me cuentas.
Antonio afirmó cabizbajo y se marchó. Apesadumbrado, como si fuera con el alma a rastras, salió de la notaría y empezó a subir las escaleras, con la misma pregunta siempre rondando en su cabeza, cómo había caído en aquella situación de esperpento, en qué momento quebró su suerte y se rompió todo en mil pedazos imposibles de volver a unir, y sobre todo, por qué, cuál era la razón última de que la desgracia hubiera anidado en su familia sin dejarle apenas un respiro. Desgracia llama a desgracia, al igual que el miedo llama al miedo, y el dolor nunca trae bienestar.
Subía la escalera analizando su vida, repasando los fallos que le habían hecho caer tan bajo. Pero no encontraba la respuesta, o no quería encontrarla, o tal vez no existía porque hay cosas que no se pueden explicar, por más que se intente, el pasado no se puede hacer presente ni mucho menos futuro, pero sus consecuencias condicionan a uno y otro, decisiones tomadas en un momento con las que irremediablemente hay que vivir, remolcándolas como pesada carga, una carga difícil de asumir para un hombre arruinado y enfermo como él. En los últimos años había sentido el escalofrío de acabar de una vez con todo, pero quitarse la vida no le resultaba fácil, tal vez por ellas, por Marta y Elena; si él desaparecía, quedarían solas con toda la tristeza, echando sobre sus hombros el más injusto de los escarmientos. Cuando se hallaba solo en casa, se apoyaba en la ventana y miraba el fondo oscuro del patio; le pasaba por la cabeza la idea de dejarse caer al vacío, abandonarse en brazos del viento, imaginaba lo que sentiría en ese momento del vuelo, en ese instante antes de llegar a notar el golpe seco, sus restos maltrechos y dislocados, desparramados sus miembros, tal vez ni siquiera doliera; y después la nada, el silencio, el vacío reconfortante de la solitaria tumba. Pero entonces le subía un amargo sabor por la garganta y no le salían las fuerzas para dejarse vencer desde el alféizar. Y arrastrando su cobardía, o valentía, se decía a sí mismo, continuaba con su vida, halando su remordimiento y atrición, y los ojos suplicantes de Pedrito Figueroa cuando se lo llevaban entre dos milicianos casi en volandas porque el miedo le impedía mover las piernas y arrastraba las puntas de sus pies como si los aferrase al suelo para evitar el avance que lo alejaba de la vida, arrancado de la casa que le cobijaba y le protegía, gritando, suplicando desgarrado su nombre, «¡Antonio, no dejes que me lleven! Antonio…, ayúdame, haz algo… ¡Antonio!…», la amargura del recuerdo que le asediaba el cuerpo y el alma por dentro.
La puerta se abrió antes de que alcanzase el rellano. Marta lo esperaba. Cuando Antonio Montejano llegó frente a ella, miró aquellos ojos en los que apenas se reflejaba la frescura del pasado, ese brillo que tanto le había encandilado; no obstante, aún mantenía la belleza de sus rasgos, la figura esbelta y las curvas pronunciadas.
Entró sin decirle nada, y vio a Carlos Torres, alto, grueso, ceñido en su elegante traje, segregando un fuerte tufo a loción perfumada que hacía casi irrespirable el aire en aquella estancia tan pequeña y tan cerrada. El sombrero y el abrigo, sobre el respaldo de la silla en la que estaba sentado. Se levantó cuando Antonio entró. Los dos hombres se dieron la mano y permanecieron de pie, frente a frente, y Marta entre ellos, callada.
—No deberías haber venido.
—Me ha llamado Rafael.
—No tengo con qué pagarte.
—Eso ya me lo ha dicho Marta. No te preocupes, no hay problema.
—Sí, sí lo hay, te debo más de cinco consultas, y no voy a poder pagarlas.
—Te repito que no hay problema.
—Yo siempre he pagado mis deudas.
—No he venido a discutir contigo, Antonio. Me ha dicho Rafael que te niegas a que te consiga penicilina.
—Lo que tengo no se cura con penicilina.
—Bien sabes tú que sí. Y te vas a tomar esa penicilina —dijo con vehemencia—, a no ser que pretendas morirte y dejar solas a tu mujer y a tu hija.
Antonio lo miró laxo, con un gesto entre la ironía y el desprecio.
—No tengo dinero para pagar tu penicilina. —Frunció el ceño, apretó los puños y tensó la mandíbula, y dio un fuerte puñetazo sobre la mesa; Marta se estremeció, pero Carlos ni siquiera se inmutó—. No tengo dinero para nada, todo lo que gano se lo doy a tu amigo Rafael Figueroa para pagar esta miserable casa.
—Rafael también es tu amigo.
Antonio sonrió sardónico, y bajó los ojos al suelo.
—Por eso, como somos amigos, se ahorra mi seguro médico.
Carlos Torres no dijo nada porque sabía que era cierto, que Rafael no pagaba el seguro a ninguno de los oficiales de su notaría, a excepción de Eutimio Granados. Sin embargo, a su parecer, Antonio estaba siendo injusto.
—Rafael te está dando un sueldo, y sabes bien que no te hace falta el seguro ni para ti ni para ellas. Ahora necesitas cuidados médicos y medicinas, pues te los paga y punto. No le des más vueltas, Antonio, los amigos funcionamos así. No necesitamos contratos.
Antonio rio sin gana, apático, como si le pesaran los labios o sus propios pensamientos.
—Claro, tienes razón… Me da trabajo… —murmuró, dejando los ojos vagando por la estancia oscura—. Y casa, y… —calló apretando la mandíbula.
El médico abrió el maletín negro de piel que tenía sobre la mesa.
—Deja que te mire. Me ha dicho Marta que has pasado muy mala noche, y que a veces te sube mucho la fiebre y pierdes el conocimiento.
—No es para tanto.
—¿Sigues con el hipo?
Antonio afirmó. Torres sacó algunos instrumentos del interior del maletín, y los fue poniendo cuidadosamente encima de la mesa perfectamente ordenados.
—¿Muy a menudo?
—Hay veces que no me deja descansar, es imposible evitarlo, y termino con el pecho tan baldado que me duele hasta respirar.
—Quítate la camisa. Quiero escuchar el sonido de esos pulmones.
Antonio lo hizo despacio, con gesto derrotado. Mientras, Marta permanecía a un lado, tensa.
Durante un rato, Carlos Torres estuvo auscultando y examinando los pulmones y la garganta de Antonio, comprobó el pulso, el ritmo del corazón, los ojos y el color de la lengua.
—¿Tenéis aspirina?
Marta negó rotunda.
El médico metió la mano en uno de los compartimentos del maletín, sacó un tarro de plástico y lo dejó encima de la mesa.
—Ya sabes que esto te calmará el malestar, pero no te cura.
Empezó a guardar los instrumentos con el mismo cuidado que los había sacado, en silencio, pensativo. Con el golpe seco del cierre levantó los ojos y miró primero a Marta, que no se había movido ni de sitio ni de postura (una mano en el pecho y la otra rodeando su cintura), y después a Antonio, que se abrochaba los botones de la camisa.
Los dos hombres se miraron de hito en hito.
—Dime la verdad, ¿voy a morirme? —exigió Antonio.
—¿De verdad quieres oírla? —Continuaron mirándose durante unos segundos en silencio—. Tienes una neumonía cada vez más agresiva. Te morirás si no tomas penicilina inmediatamente, diez gramos durante cinco días, es la dosis mínima que necesitas para intentar combatir la infección —se calló ceñudo, sin dejar de observarle; apretó los labios indeciso, como si no supiera muy bien qué palabras utilizar—. Antonio, no te voy a engañar, no estás bien, si no ponemos coto con rapidez, la neumonía acabará contigo en muy poco tiempo. No sé cómo te las puedes arreglar, pero consigue esa medicina porque, de lo contrario, pronto tendré que venir otra vez a verte, pero para certificar tu muerte. Si no lo haces por ti, hazlo por ellas.
Antonio bajó la cabeza y la movió con una sonrisa rendida.
—Ya decía yo que era mejor que no vinieras, solo traes malas noticias.
—Es lo que hay. Me ha dicho Rafael que tiene buenos contactos que le pueden conseguir las ampollas necesarias para el tratamiento de una semana. Eso sería suficiente, al menos por el momento.
—Ya… —Antonio miró al bies al médico y quebró el gesto—, pero es que…, los contactos de Rafael salen muy caros.
—Déjate ayudar, Antonio, Rafael tiene buena intención…
—Porque me dejé ayudar estoy como estoy, Carlos —le miró con ironía—. No has entendido nada —expulsaba las palabras de su boca como si estuvieran envenenadas y supieran amargas; abrió los brazos como si se mostrase al médico—. ¿Quieres que te explique quién me ha llevado a este pozo? ¿Tan ciego estás? ¿O es que no quieres enterarte de la realidad?
El médico hizo un gesto como queriendo deshacerse de un mal pensamiento.
—Yo no sé nada. Únicamente que tienes un buen amigo que quiere ayudarte y tú no te dejas.
—Lo único que quiere Rafael Figueroa es lavar su mala conciencia.
Carlos Torres le miró serio, grave, como si dudase si debía decir lo que realmente pensaba.
—Todos tenemos deudas del pasado que pagar.
—Y algunos estamos pagando lo que deberían asumir otros.
—No hay nada peor en esta vida que ser desagradecido, Antonio. No se muerde la mano que te da de comer.
Un tenso silencio de miradas cortantes cruzó el ambiente.
—Lárgate de mi vista —le espetó Antonio con indolencia—. No sé cómo, pero pagaré lo que te debo.
—No me debes nada. Lo ha pagado Rafael, esta visita y las otras. No mereces lo que tienes.
Antonio lo cogió del brazo con brusquedad, abrió la puerta y lo empujó afuera. Luego cogió el maletín, el sombrero y el gorro que estaban colgados en el respaldo de una silla y se los arrojó con fuerza contra su cuerpo, uno a uno. Carlos Torres los fue sujetando entre sus manos, sin decir nada, envarado pero sin arrogancia. Con movimientos lentos y comedidos, dejó el maletín en el suelo, se puso el sombrero, se colocó el abrigo en el brazo, cogió de nuevo la cartera y movió la cabeza de un lado a otro.
—Estás loco, Antonio, completamente loco.
Antonio Montejano cerró de un portazo. Carlos Torres inició el descenso por las escaleras y entró a la notaría para hablar con Rafael, pero Eutimio Granados le dijo que estaba ocupado con una firma importante y que podría tardar un rato. Luego se marchó.
Antonio y Marta se miraron sin decir ni una palabra, ella de pie, él se había dejado caer en la silla. Un fuerte acceso de tos le dobló, se sacó el pañuelo del bolsillo y se lo puso en la boca. Cuando lo retiró, algo más calmado, vio horrorizado que la tela blanca de algodón estaba salpicada de unas pequeñas manchas de sangre. Levantó los ojos hacia Marta asustado.
—Voy a morirme… —musitó con voz temblona, ahogada por el llanto—, Marta, me voy a morir…
—¡No vas a morirte, no lo voy a consentir!
Se metió en la alcoba y se arregló.
—¿Adónde vas? —preguntó cuando salió.
—A buscar la forma de curarte.
—Marta… —la llamó, pero ella cerró la puerta con la misma fuerza con la que lo había hecho él antes.
Solo y derrotado, se cubrió la cara con las manos. No pudo evitar el llanto desbordado de impotencia.