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Dionisio Martínez Solano era el novio de Julia Figueroa desde hacía casi dos años, y desde hacía cuatro preparaba oposiciones con don Rafael, su futuro suegro. En cuanto echó el ojo a Julita, no cejó hasta convertirse en novio suyo; no es que la chica fuera un monumento, tampoco era necesario, para él las mujeres demasiado guapas únicamente traían quebraderos de cabeza a sus novios o maridos, y él no era de ir encarándose por la calle con todo pringado que pusiera los ojos en las curvas de su chica; por lo que Dionisio quiso hacerse novio de Julita era porque de ese modo se aseguraba el futuro con una recomendación privilegiada y con la notaría ya montada en el centro de Madrid, y eso, a su parecer, eran ventajas que no se podían desperdiciar.

Antes de comprometerse con Julita, Dionisio Martínez ya conocía la casa de doña Celia; había ido recomendado por su padre, don Onofre Martínez Collado, que cada sábado por la tarde, de siete a nueve, ocupaba una de las mejores habitaciones con una señorita muy alta que solo decía «Buenas tardes» cuando llegaba y «Buenas noches» cuando se iba. Dionisio Martínez hacía visitas muy esporádicas porque su escueta paga de opositor (que cada mes recibía de la mano de su padre con el fin de que pudiera permitirse algún que otro dispendio que distrajera las horas enteras recitando de memoria el Castán y la Ley Hipotecaria, además de los artículos, uno tras otro, del Código Civil) le permitía pocas alegrías. Desde que se había hecho novio formal de Julita, había continuado yendo al menos una vez al mes con una amiga que tenía desde hacía tiempo, pero esta se enteró de que tenía novia formal y no quiso volver más con él.

Doña Celia le decía a su padre (algunas veces, don Onofre tenía que esperar a su acompañante durante un buen rato, por causas que a la dueña de la casa no le incumbían, y entonces se sentaba con ella en la mesa camilla y charlaban como viejos conocidos) que era una pena, porque la chiquita valía mucho, pero el padre de Dionisio alegaba en defensa de su hijo que era lógico que se echase novia formal, que había que comprender al chico, no pensaría la infeliz que se iba a casar con ella. Doña Celia sonreía indulgente, aunque era consciente de que una baja así suponía una mengua de ingresos, y la cosa no andaba muy boyante, sobre todo en aquellas fechas, después de las Navidades, que parecía que la gente se hubiera gastado todo el dinero en turrones y comilonas sin dejar ni un céntimo que derrochar hasta bien entrada la primavera, cuando la sangre se alteraba de nuevo con la llegada del sol y del buen tiempo.

A Dionisio Martínez le venía rondando una cosa en la cabeza desde hacía días y no sabía muy bien cómo afrontarla. La tarde anterior, después de haber recitado uno detrás de otro sin mácula alguna (aunque sin controlar el tiempo de la declamación) los ochocientos ochenta y ocho artículos del Libro Cuarto del Código Civil referentes a las Obligaciones y Contratos, les había dicho a sus padres que se iba a dar una vuelta porque necesitaba tomar el aire. No era algo habitual en él salir a esas horas, y mucho menos un martes; desde que estaba con la oposición, solo libraba los viernes por la tarde para ir al cine después de recitar los temas a don Rafael Figueroa (esta vez sí, con el reloj en mano para controlar el tiempo), y los domingos por la tarde a partir de las seis; el resto de la semana ni siquiera pisaba el portal, y así lo presumía su madre delante de las vecinas, admiradas por tanto esfuerzo y tantas horas de concienzudo estudio.

Aquel día, por tanto, había sido una excepción. Salió a la calle y se dirigió directamente a casa de doña Celia. Cuando la mujer abrió la puerta, se había extrañado de verlo porque no sabía nada de él tras el abandono de la chica con la que pasaba sus ratitos en la casa.

—¿Puedo hablar con usted, doña Celia? Necesito su consejo.

—Pasa, hijo, vienes helado de frío. ¿Quieres que te prepare un café? Estaba pensando en ponérmelo yo.

—Pues se lo agradezco mucho, doña Celia, me vendrá bien. El día está de hielo, si no nieva esta noche, poco le va a faltar.

—Anda, pasa aquí a la cocina, ahora es donde mejor se está, tengo encendido el chubesqui y se está muy calentito.

Ya en la cocina, Dionisio se había sentado sin quitarse ni el abrigo ni la bufanda; mientras, doña Celia atizó el carbón del fogón con una vara de hierro, puso el cazo a calentar y sacó de una alacena unas tazas de loza desconchadas por los bordes para colocarlas sobre la mesa.

—Y dime, ¿qué te trae por aquí? Ya no se te ve el pelo, como te has echado novia…

—De eso venía a hablarle, doña Celia. Verá…, mi novia, que se llama Julita, no sé si se lo había dicho, pues eso, que mi novia es una chica muy formal…

—Como debe ser, hijo, como debe ser.

—Ya, sí, pero verá, yo…, a mí me gustaría, verá…

Doña Celia se había dado cuenta de que el chico tenía la frente perlada de sudor y que se estaba poniendo muy colorado, sin apreciar que, más que sudar por el calor, lo hacía de la vergüenza que estaba pasando.

—Pero hijo, quítate el abrigo, que estás sudando como un pollo. Anda, trae.

Dionisio, con la obediencia de un buen hijo, se había quitado el abrigo y se lo había dado a doña Celia, que lo colgó en la silla, no sin antes sacudir con la mano la caspa que tenía esparcida sobre los hombros. El olor a café caliente se extendía por el ambiente y doña Celia echó el contenido del cazo en las tazas; sacó de un cajón dos cucharas y volvió a la alacena para coger un plato con unas galletas. Solo entonces se sentó, quedando frente a él, que desde que se había quitado el abrigo no había vuelto a abrir la boca. Se llevó a los labios la taza con el café humeante.

—Qué bien sabe.

Doña Celia había sonreído satisfecha.

—Me lo trae un vecino de Portugal, que por lo visto hay allí muy buen café. Me cuesta un dineral, pero qué le vamos a hacer, habrá que comer, digo yo, porque con lo de la cartilla no tiene una ni para mojarse la boca.

Había vuelto a levantarse para sacar dos servilletas de otro cajón y volvió a sentarse dejándose caer, como si le pesase el alma.

El silencio había continuado un rato, mientras Dionisio sorbía el café caliente lentamente, mirando de reojo por encima de la taza a doña Celia, que parecía no tener ninguna prisa, contenta con la compañía.

—Doña Celia —Dionisio se había decidido, por fin—, yo necesito que me alquile una habitación.

—¿Era eso? Pues hijo, anda que no te ha costao, si parece que fuera la primera vez. Me lo hubieras dicho y ya está, a qué viene tanto remilgo. A ver, qué día y a qué hora.

—No, verá, es que no sé si la chica…, bueno, no sé si querrá, ¿me entiende?

—No, no te entiendo. O vienes o no vienes.

—Es que la chica…, bueno…, es que ella es mi novia.

Doña Celia tenía la taza a punto de tocarle los labios y, al oír las palabras de Dionisio, la había bajado y la dejó sobre la mesa con el ceño fruncido.

—Ya sabes, Dionisio, que las normas en esta casa son muy claras, nada de puterío; si necesitas desahogarte, hazlo, pero que se te vaya de la cabeza traer aquí a tu novia formal, con la que te vas a casar, la que será la madre de tus hijos, a hacer manitas en mi casa… ¡De eso ni hablar!

—Doña Celia, yo sé lo que usted quiere decir, pero es que yo ya no puedo estar con otra, es que quiero mucho a Julita, ¿sabe?, y yo…, yo no quiero engañarla.

—Ah, claro, y el señorito se piensa que es mejor desgraciarla, ¿no? Es que sois todos iguales, no respetáis nada.

—No se me sulfure usted, doña Celia, que yo le explico, que no quiero yo desgraciarla, cómo voy a quererlo si es mi novia.

—¡Pachasco con el caballerete! Pues tú me contarás qué vas a venir a hacer a la alcoba; a ver si me vas a decir que os vais a poner a jugar al parchís.

El chico había dado un profundo suspiro de desesperación. Estaba obsesionado con Julita, su cuerpo había supuesto siempre un muro infranqueable para sus deseos; pero algo había cambiado en las últimas semanas, algo que lo traía por la calle de la amargura. Todo había sucedido el día antes de Navidad; habían salido los dos a dar un paseo y a ver el ambiente de fiesta que se respiraba en la calle; entraron en un bar que invitaba a la primera copa de vino, y alguna que otra cayó porque un señor muy alegre invitó a todos a la siguiente ronda, y luego otro se animó a hacer lo mismo, y no debieron ser muchas, pero lo cierto es que fueron demasiadas para Julita, tantas como para que se soltase la melena y se dejase arrimar a la oscuridad de un portal de la Cava Baja, donde no solo permitió que Dionisio palpase sus pechos (sublimes, en su opinión), sino que se dejó desabrochar el abrigo y la camisa y permitió que Dionisio los viera en la penumbra, mostrados en todo su esplendor. Muy a su pesar, la cosa no pudo llegar a nada más, ni el sitio ni el momento eran los adecuados porque, además, Julita se empezó a sentir mal y a punto estuvo de vomitar sobre él.

Desde aquella noche no hacía otra cosa que pensar en ella con una pasión concupiscente, de tal forma que apenas podía concentrarse en la oposición, presente siempre en su mente esa imagen de aquellos pechos al aire, abierto el abrigo y la camisa, por encima del sostén, con la descarada sonrisa de beoda novata dibujada en su cara. No estaba seguro de que la resistencia de Julita fuera ya tan férrea, porque desde aquel día, el muro infranqueable de su cuerpo se había hecho algo más accesible y en el cine le permitía poner la mano sobre el muslo, nada más, no había forma de subir más allá, y cuando una vez pasado el brazo por encima de su hombro dejaba caer la mano, por casualidad, sobre su pecho, lejos de reaccionar de inmediato, esperaba unos segundos antes de removerse un poco para retirarla con una sonrisa carente de reproche.

—Doña Celia, tiene que ayudarme, de lo contrario me volveré loco, no puedo pensar, no puedo estudiar, llevo retrasados los temas y don Rafael lo está notando… ¿Qué quiere, que eche a perder mi futuro como notario, el futuro que he de darle a Julia? —Casi tenía lágrimas en los ojos, era tanta su desesperación—. Usted no puede querer eso para Julita y para mí, ¿verdad, doña Celia? Solo necesito un rato, tan solo un rato con ella. Le prometo que será algo decente, pero necesito ese rato…

La mirada de doña Celia se movía entre el pasmo y la conmiseración. «Pobres hombres —había murmurado para sus adentros—, qué cruz lleváis a cuestas».

—Bueno, hijo…, si es tanta la urgencia…

—Entonces, ¿no le importará…? —Su rostro se había tornado más relajado, dejó la taza a un lado y adelantó un poco el cuerpo hacia la mesa, envalentonado ya para ir a por todas—. Mire, doña Celia, para mí usted es como una madre, aunque la mía es una santa por soportarnos a mi padre y a mí, pero con usted puedo hablar cosas que nunca podría hablar con ella…

—Dionisio, no te equivoques conmigo —lo había interrumpido poniéndose seria y en guardia.

—No, no, por Dios, no me lo tome usted a mal, doña Celia, entiéndame lo que quiero decirle…, yo…, verá…, para que todo sea más formal, si a usted le parece bien, había pensado traer a Julita el domingo para que la conozca a usted y compruebe por ella misma que esta es una casa decente.

—Eso no se duda.

Dionisio se había dado cuenta de que la tenía ganada, por eso no dijo nada más; esperó a que ella misma fuera entrando a donde él quería que entrase.

La mujer había torcido el gesto, como si no estuviera muy conforme, cogió de nuevo la taza y sorbió un poquito pensativa.

—Bueno —dijo al fin—, si es así, y ella viene y me conoce y yo la conozco a ella, al fin y al cabo, os vais a casar pronto.

—Sí, señora. Este año me presento, que yo creo que voy preparado y, con la recomendación de don Rafael, apruebo seguro.

—Bueno, el domingo os venís por aquí los dos y os invito a un chocolate. Luego ya veremos.

—Los suizos corren de mi cuenta. Los traeré de la pastelería Las Rosas, los hacen buenísimos.

Dionisio Martínez había descendido las escaleras con una estúpida sonrisa dibujada en la boca. Se sentía eufórico y había ido dándole vueltas a qué contarle a Julita para convencerla de que el domingo le acompañase a casa de doña Celia. Había salido a la calle, detenido bajo el desmayado haz de luz de la farola que había frente al portal, se caló el sombrero, sacó un cigarrillo del bolsillo del abrigo, lo encendió y aspiró el humo para luego expelerlo lentamente por la boca y por la nariz, pensativo, mirando sin ver nada; se subió el cuello del abrigo y emprendió la marcha en dirección a Atocha. Cuando echó a andar ya había decidido presentar el asunto como si fuera una sorpresa; una vez allí, con doña Celia de su lado, le resultaría más fácil persuadirla para que entrasen en una de las habitaciones; se conformaba con que volviera a enseñárselas otra vez. Levantó el mentón y resopló nervioso: solo de pensarlo, se le erizaba la piel y sentía un calor por todo el cuerpo que contrastaba con el gélido ambiente de la noche neblinosa.