3

Elena se tomó el café con leche caliente y se levantó.

—Bueno, yo me subo, que tengo que ir a la tienda.

—Te acompaño hasta la puerta —dijo Julita apurando el café y cogiendo dos suizos, ignorando las protestas de la madre por las prisas en abandonar la mesa.

Antes de despedirse, las dos amigas hablaron apoyadas en el quicio, Julita desde dentro de la casa, y Elena desde fuera, en el descansillo.

—¿Nos vemos esta tarde, cuando salgas de la tienda? —preguntó Julia.

—No lo sé, don Críspulo lleva unos días de un quisquilloso…

—¿Más todavía?

—Uy, no te puedes imaginar, es un… —Se quedó ahí, callada y contenida, como si no encontrase la palabra exacta para definir al personaje, o más bien supiera que no debía pronunciarla por pudor y recato—. Siempre encuentra algo que hacer justo a la hora de salir y que no puede esperar. No lo soporto. Te aseguro que me pone de los nervios.

—Me lo imagino. Deberías pensar lo de retomar los estudios, Elena, tú eres lista.

—No digas tontunas, Julita, eso para mí ya es pasado. Además, ¿para qué? Al final, de poco nos vale luego.

—En eso tienes razón…, chica, pero yo qué sé, por lo menos no aguantas a un jefe pesado.

—Eso sí, pero…, ya sabes, Julia, aunque me paga una miseria, necesitamos el dinero.

Las dos amigas esquivaron la mirada y apretaron los labios. Julia se dio cuenta de que llevaba el paquete de los bollos en las manos.

—Toma. —Le dio los suizos que había envuelto en su propia servilleta, blanca como la patena—. Que se los coma tu padre, le vendrán bien.

Elena los cogió, mirándolos con pena.

—Claro que le vendrían bien, si quisiera comérselos, es tan orgulloso que si sabe que son de tu casa…

—Pues dile que te los ha dado la señora Fermina. A esa no le hace ascos.

—Eso sí.

—¿Por qué no quiere que le vea el doctor Torres? Dice papá que el mal de tu padre se cura en una semana con penicilina.

—Eso pienso yo —añadió lánguida Elena, encogiendo los hombros—. Pero es lo de siempre, el dinero. No hay para todo, y menos para unas medicinas tan caras.

—Yo puedo ayudarte.

Elena sonrió a su amiga.

—Empiezo a creer que nadie puede ayudarnos —dio un largo suspiro, con gesto melancólico—. A veces tengo la sensación de que estamos solos en el mundo.

—No digas eso. Me tienes a mí. —Julita se irguió para dar énfasis a lo que le iba a decir—. Mira, Elena, yo tengo algo de dinero ahorrado, te lo voy a dejar y ya me lo devolverás cuando puedas.

—Te lo agradezco mucho, Julita, eres muy buena, pero…

Tuvieron que callarse porque otra vez subía alguien por la escalera. Esta vez era Eutimio Granados, el oficial de la notaría. Él se encargaba de abrir y de distribuir el trabajo para que, cuando el notario pasara, todo estuviera en marcha.

Al llegar al rellano, dio los buenos días a las dos chicas, que permanecían calladas, apoyadas en el quicio, con los brazos cruzados sobre el pecho a la espera de quedar a solas para continuar hablando. Eutimio metió el llavín en la cerradura, entró y, antes de cerrar, se giró y volvió a saludar tocándose el ala del sombrero. Luego desapareció.

—Qué hombre —dijo Julita en voz muy baja—, parece un fantasma. No me gusta nada. Oye —dijo cambiando de tema—, ¿qué haces el domingo por la tarde? ¿Sales con tu arquitecto?

—Uy, arquitecto, si todavía está en el primer año. El mes que viene tiene exámenes y me ha dicho que no puede salir hasta que no los pase, que tiene mucho que estudiar.

—Qué guapo es —le dijo Julia dándole en el brazo con una sonrisa pícara.

Elena sonrió con un gesto de boba ensoñación.

—Sí que lo es, y es tan amable, tan educado, ¿sabes que habla inglés y un poquito de alemán?

—Tiene toda la pinta de ser un chico inteligente.

—Sí, eso creo yo… —añadió Elena, y bajó los ojos al suelo como si de repente le hubiera dado miedo su propio bienestar—; pero no sé, no quiero hacerme ilusiones, Julia, todavía no me ha dicho nada. El día que me espera a la salida de la tienda me acompaña un rato y, cuando llegamos a la calle de San Sebastián, se despide. —Se encogió con un ademán de decepción—. Que no quiere comprometerme, dice.

—Está coladito por ti. Pone unos ojitos cuanto está a tu lado…

—Ya, bueno, eso me creo yo, a ver si cuando pase los exámenes se decide. —Miró a su amiga y sus ojos brillaron con una sonrisa—. Te aseguro que, en cuanto me diga que si quiero ser su novia, le voy a decir que sí, no lo voy a pensar ni un segundo.

—Qué suerte tienes, hija, yo con este… —Julia hizo un gesto con la mano de hastío—. Bueno, al menos es manejable.

—¿Por qué sigues con él si no le quieres?

—Cualquiera le dice a mi padre que lo dejo, y no digamos a mi madre, que le ha cogido un cariño que ni que fuera un hijo —calló un instante pensativa—. Dentro de lo malo, no es un mal partido, si llega a ser notario me tendrá como una señora.

—¿Y vas a estar toda la vida con un hombre al que no quieres?

Julia alzó los hombros.

—Mujer, no es que no le quiera…, no sé cómo explicarte. Mis padres no están enamorados y andan tan felices.

—A mí me gustaría casarme enamorada…

—Anda, y a mí. Pero no se puede tener todo: el que te quiere no tiene, y al que tiene, no le quieres.

—Puede que tengas razón. Si Alberto saca la carrera, se ganará bien la vida como arquitecto, ¿no?

—Casi como notario, como ahora están haciendo tantos pisos y esas cosas que hacen los arquitectos…

Elena frunció el ceño de repente y torció el gesto.

—A ver si se decide, porque me parece que don Próculo anda malmetiendo a mi padre. —Bajó la voz y se acercó un poco a su amiga—. Por lo visto, quiere ponerme de novia con el juez… —Elena señaló hacia arriba.

—¡No fastidies! —exclamó abriendo mucho los ojos con ademán de sorpresa—. ¿Que el Porculo te quiere colocar con el viudo? —Julia arrugó la nariz mientras Elena mudaba el rostro afectada de aflicción—. No me extrañaría nada porque ese sí que es un metomentodo. —De nuevo un silencio cavilante—. Con Mauricio Canales… Eso es que se ha cansado de esperar a la tonta de mi hermana, que como se descuide se queda para vestir santos.

—¿Cuánto tiempo va a estar de luto?

—Yo qué sé. Y es una lástima, porque con lo guapa que es… Se está estropeando; pero lo mismo…, el don Porculo dando por ahí con que se lo debe al novio ausente… Ya ves tú qué deber ni qué deber. Al novio se lo mataron en la guerra y mi hermana se quedó viuda sin estar casada, la pobre. A veces me da una pena…

—Pues sí, porque ya está a punto de los treinta, ¿no?

—En octubre le caen. —La miró con fijeza, ceñuda—. Oye, ¿no te casarás con ese…? ¿Dirás que no?

—Por ahora, a mí nadie me ha dicho nada. Oí a mi padre que se lo decía a mi madre la otra noche. Como en esa casa los tabiques son de panderete, se oye todo.

—Y tu madre, ¿qué dijo?

Elena Montejano mostró un mohín apenado.

—Nada. Mi madre no dice nada. —Un silencio valorativo se mantuvo entre ellas durante unos segundos. Elena continuó hablando con voz queda, como si arrastrase hasta los labios sus propios pensamientos—. Si Alberto se decidiera, lo presentaría en casa. Es un buen partido, como tú dirías, un futuro arquitecto y, además, sé que su familia es de muy buena posición.

—Eso te lo digo yo, que Dioni los conoce y son de postín. Qué suerte, hija, así podrás tener las dos cosas, el querer y el tener.

—Pues a ver. Si don Próculo se callase… Pero seguro que insiste. Estoy por declararme yo, fíjate.

—Eso no, Elena, que a los hombres eso les va mal. Deja que sea él. —Julia frunció el ceño pensativa—. Si es que es muy puñetero el cura este, que el nombre le va que ni pintao, no me digas, ni hecho a medida. Don Próculo dando siempre porculo —dijo Julita con retintín.

Las dos rieron divertidas, tapándose la boca con las manos como para encubrir las palabras malsonantes dichas y oídas. Después hubo otro silencio, abismada cada una en sus cosas, preguntándose qué sería de ellas, de su futuro incierto.

—¿Quedamos el domingo por la tarde? —preguntó Julita, saliendo antes de su propio ensimismamiento.

—¿Y Dionisio?

—Quedamos los tres…

—Es que con tu novio me aburro.

—Anda, y yo también, por eso quiero que vengas, bueno, y por otra cosa. Quiero que me acompañes a un sitio al que me quiere llevar.

—¿A qué sitio?

Encogió los hombros y se echó a reír, ocultándose la boca como si tuviera vergüenza de sus propios pensamientos.

—No lo sé muy bien —susurró—, dice que es una sorpresa, pero las sorpresas de este las temo, por eso quiero que me acompañes. —Se acercó aún más, como si fuera a verter una confidencia, y le habló en voz muy baja—. Últimamente parece un pulpo, no te puedes imaginar, tengo que tener un cuidado…

Las dos amigas se quedaron frente a frente, mirándose de hito en hito, en silencio, un silencio tenso, hasta que Elena le dijo casi balbuciente:

—No te habrás dejado…

Julia negó con la cabeza.

—No, no te preocupes, la sangre no ha llegado al río, pero como siga así, no sé lo que va a pasar, Elena, no sé… Cuando me besa, me sube una cosa por el cuerpo…

—Ten cuidado, Julia, ya sabes cómo son los hombres, mucho te quiero mucho te quiero y luego, hala, ahí te quedas, y si te he visto no me acuerdo, y ya marcada para toda la vida.

—Pues por eso me tienes que acompañar, Elena, porque no me fío de este, bueno, y no me fío de mí. No puedes fallarme, es cuestión de vida o muerte. —Las dos sonrieron por la expresión de gravedad que Julia imprimió a sus palabras—. Mira, vamos a hacer una cosa, favor por favor: yo te dejo las mil pesetas que tengo ahorradas para que le compres las medicinas a tu padre, y a cambio solo te pido que me acompañes el domingo.

—Eso es chantaje… —protestó Elena.

—Las amigas no se hacen chantajes, son favores. A mí no me importa darte el dinero, lo tengo ahí muerto de asco en una caja. —Alzó las cejas y puso cara cariacontecida—. Cualquier día de estos lo va a coger Venancia o mi hermano Basilio, que últimamente anda con un afán de dinero que no veas; además, yo quiero que tu padre se ponga bueno, así que no hay más que hablar. Esta tarde no tengo curso ni nada, me paso por la tienda a buscarte y te cuento.

De fondo se oía la voz estridente de una mujer que cantaba al son de un pasodoble procedente de la radio de Venancia, a la que de vez en cuando se la oía tararear intentando acompañar la melodía sin llegar a conseguirlo, por más empeño que ella ponía en entonar correctamente. Venancia se había gastado la paga de un mes para comprar el receptor al novio de una amiga que tenía un puesto en el Rastro y que lo había conseguido de contrabando por piezas. Durante cuatro semanas, dejó de salir los domingos por la tarde, que era cuando tenía libre, para ahorrar y poder hacerse con su propio aparato: un Iberia no muy grande y con un sonido aceptable, aunque a veces había demasiadas interferencias y, más que sonido, emitía un ruido desagradable; pero incluso con esos inconvenientes, la batahola enlatada de la radio se imponía al silencio.

En aquella casa, la radio de Venancia se había convertido con el tiempo en toda una institución; permanecía encendida desde la mañana hasta casi la medianoche, con la excepción de la hora de la siesta, en cuyo momento o bien se apagaba o se bajaba el volumen hasta hacerlo casi imperceptible al oído que no estuviera pegado al receptor; le servía de entretenimiento no solo a ella, sino a otras criadas que, desde sus respectivas cocinas y a través del patio interior, aguzaban el oído para escuchar el serial o los concursos, o simplemente se dejaban amenizar por las voces de Manolo Caracol, Lolita Garrido o Juanita Reina, melodías que animaban la mustia sobriedad de sus días. A las críticas de doña Virtudes por la disonancia continua de aquel ruido enlatado, alegaba la criada que no podía trabajar si no escuchaba la radio, y doña Virtudes, que de ninguna manera quería enfrentarse con Venancia (se conocían de toda la vida, Venancia había entrado a servir en la casa de la madre de doña Virtudes cuando esta era una niña; después, al casarse y quedar embarazada enseguida, su madre le cedió a la criada de confianza, y con el tiempo supo hacerse imprescindible para la casa de los Figueroa), terminó por aceptar el sonido de la radio como parte de la vida cotidiana.

De repente, la música dejó de sonar y en su lugar se oyó la voz engolada y grave de un caballero. Elena abrió los ojos alarmada como si hubiera caído en la cuenta de que el tiempo pasaba irremediablemente.

—¿Qué hora es? Dios santo. —Se alejó de Julita, que se enderezó para despedirse de su amiga—. Buena la voy a tener con don Críspulo.

—Dile que tu padre está enfermo…

—Eso le trae sin cuidado a ese, menuda excusa va a tener para darme la murga todo el día, no lo quiero ni pensar, nos vemos luego.

—Paso a buscarte, a las ocho.

—No sé si podré salir puntual.

—Yo te espero.

Elena continuó su rápido ascenso escaleras arriba. Ya debería estar camino de la tienda. Se le había ido el santo al cielo; con Julita siempre le pasaba lo mismo.

Al entrar a casa, vio a su padre sentado a la mesa sorbiendo un tazón de leche caliente. Era demasiado cabezota para dejar de cumplir con su obligación; aunque se estuviera muriendo, bajaría a la notaría. Elena pensó que no debía de haberle hecho ninguna gracia que hubiera bajado a casa de Rafael para avisarle de su ausencia, y se imaginó que había discutido con su madre por haberla enviado con el recado. No tenía buen aspecto. Llevaba grabada la enfermedad en su rostro: unas profundas ojeras de color violáceo se hundían en las cuencas como en un oscuro agujero de melancolía apagando el brillo de sus ojos; sus pómulos salientes parecían sujetar la fina piel de sus mejillas; tenía los labios blanquecinos, apenas una mueca de expresión quebrada, pálido como el mármol que parecía reclamarle; los tufos canosos (antes rizos negros y abundantes) caían sin orden por la frente ancha y despejada. Apenas quedaba nada del atractivo que siempre había tenido; su elegancia, su apostura habían desaparecido arrasadas por la pena, la preocupación y ahora aquella maldita enfermedad que parecía consumirle poco a poco por dentro.

Su madre permanecía sentada a su lado, seria, con el gesto constreñido, envolviendo con sus manos una taza ya vacía para aprovechar el calor desprendido de la loza caliente.

—¿Qué te ha dicho Rafael? —preguntó la madre.

Antes de contestar, Elena dejó sobre la mesa la servilleta blanca abierta mostrando los dos bollos.

—Me los ha dado la señora Fermina —mintió esquivando la mirada de su padre—, me ha entretenido al subir, quería saber cómo estabas.

—¿Y Rafael? —insistió su madre—. ¿Le has dicho que no podía bajar?

—Sí puedo bajar —sentenció el padre con los ojos puestos en el fondo del tazón casi vacío.

—Que así no se va a curar nunca… —añadió Elena con voz queda—, y que va a llamar a Carlos Torres.

El padre miró a su mujer y le dedicó una mirada de reproche. Terminó de beber la leche, se limpió los labios y se levantó.

—Me voy a trabajar.

—Vas a terminar matándote… —murmuró la madre mirándole sin moverse de la silla.

—Todos tenemos que morir tarde o temprano, aquí no se queda nadie.

Elena miró desolada los dos deliciosos suizos sobre la mesa con la capa blanquecina del azúcar por encima; tenían tan buena pinta que no le cabía en la cabeza que pudiera rechazarlos. No quiso decir nada, sabía que la cosa estaba demasiado tensa como para hablar. Se deslizó entre ambos y se metió a su alcoba para arreglarse. Les oyó murmurarse reproches por haberla enviado a casa de Rafael Figueroa. El portazo dio paso a un momento de silencio tenso, como si la madre también hubiera abandonado la casa, pero cuando Elena se estaba poniendo el abrigo, oyó su sollozo. Respiró hondo y salió al comedor.

—Madre, ¿por qué no queréis que le vea el médico? Carlos Torres es amigo de papá.

—Tu padre ya no tiene amigos, hija, se los arrancó la mala conciencia de muchos y la falta de corazón de otros.

—No seas injusta, mamá. Rafael y Virtudes os aprecian mucho.

Su madre la miró con los ojos enrojecidos por el llanto acostumbrado, y esbozó una sonrisa tan triste que Elena se estremeció.

—Qué equivocada estás… —dijo sin mirarla, decaída, con las palabras perdidas en sus labios, como si se hubiera quedado sin fuerzas.

—Por qué no me dices de una vez qué ha pasado entre vosotros. Antes erais uña y carne.

—Sabes lo que tienes que saber —sentenció.

—Rafael nos ayudó cuando las cosas fueron mal, sacó a papá de la cárcel; si no hubiera sido por él, todavía estaría encerrado, y nosotras sabe Dios dónde estaríamos. Y fue Rafael quien nos compró la casa, si no lo hubiera hecho, nos habríamos quedado en la calle.

—¿Quién te cuenta esa sarta de mentiras? —Alzó las cejas inquisitiva—. ¿Virtudes?

Elena no dijo nada. Bajó los ojos azarada porque era cierto. Ese era el discurso que le había repetido muchas veces la madre de Julia, incluso la misma Julia, o su hermana Virtuditas las pocas veces que le dirigía la palabra. La familia Figueroa les había salvado de la miseria, y le debían gratitud por ello.

Los ojos de la madre estaban cargados de una pesada desolación. La miró fijamente durante un rato, en silencio, pensativa, para luego murmurar lentamente:

—Estás ciega, hija mía…, y creo que es mejor que lo estés, no quiero que sufras por algo que ya no tiene remedio.

Elena levantó los ojos y espetó a su madre con vehemencia:

—¿Qué no tiene remedio, madre? ¡Dímelo! Tengo derecho a saber qué pasa.

La madre la miró conteniendo una rabia que se le escapaba a raudales por cada poro de la piel, dispuesta a gritar a su hija el porqué de cualquier ayuda procedente de Rafael Figueroa, la verdadera razón por la que su padre había ingresado en la cárcel siendo inocente de todo menos de entender la amistad como un pacto inquebrantable, a pesar de todos los pesares de esa inflexibilidad, a pesar de que esa amistad intachable hubiera llevado, inexorablemente, a la perdición a su propia familia. Pero Marta Ribas estaba acostumbrada a controlar su odio y su rabia; esquivó la mirada, se levantó y se acercó al fregadero para lavar las tazas, dándole la espalda.

—Llegas tarde, Elena —le dijo con brusquedad—, apresúrate si no quieres soportar el mal humor de don Críspulo.

Elena sabía que aquel tema era inabordable, no había más que hablar. El silencio pesado y culpable se cernía sobre las cabezas de las dos familias y no era capaz de sacar nada que no fuera aquella actitud: la espalda, las miradas esquivas, el silencio pertinaz ante cualquier pregunta o comentario. Se abrochó el abrigo, cogió su bolso y se marchó.

Cuando la puerta se cerró y se quedó sola, Marta dejó caer la taza que tenía entre las manos como si con la ausencia de la hija se le hubiera ido la fuerza para sujetarla. Se aferró al borde frío de la piedra del fregadero y, encogiéndose, rompió a llorar. Lentamente, sin apenas fuerzas, se acercó a la mesa y se dejó caer en una silla; con los codos sobre el mantel de cuadros apoyó la barbilla entre las manos, mirando a su alrededor como si le cercase toda la desolación del mundo. La puerta de su alcoba estaba abierta y al fondo se descubrió reflejada en el espejo del armario, su imagen lejana nublada por las lágrimas y turbia por las marcas del desgastado azogue. Un armario de tres cuerpos de madera de nogal regalo de su madre, como parte de su ajuar de boda; aquel armario, junto con la cama de matrimonio y la cómoda que no consintió vender a Rafael Figueroa, eran la única prueba que le quedaba de lo que un día fueron y tuvieron, muebles que nada tenían que ver con la casa en la que subsistían, que ni siquiera era suya porque pertenecía a Rafael Figueroa, pequeña, compuesta por una salita angosta en la que había una mesa con tres sillas, una alacena junto al fregadero de piedra; únicamente había una ventana que daba al patio interior; en un aparte se abría un cubil frío con una cocina de carbón, además de las puertas de las dos únicas alcobas, interiores y oprimidas, la suya algo más amplia en comparación con la de Elena; el retrete estaba fuera, un pequeño cuartucho que tenía un lavabo y un váter además de un cubo con asa.

Por aquello a lo que otros podrían considerar un hogar, le pagaban a Rafael un alquiler que se llevaba casi todo el sueldo que Antonio recibía desde hacía seis meses en la notaría enlegajando papeles. Dónde estaba el favor; aquello nada tenía que ver con su casa, la que todavía consideraba su casa a pesar de estar ocupada por la notaría de Rafael Figueroa. Les había comprado el piso para hacer frente al pago de los créditos que Antonio había firmado con la idea de poner en marcha la tienda de antigüedades, solicitados una vez acabada la guerra, y que le fue imposible pagar porque terminó en la cárcel por un desafortunado malentendido: una muerte de la que no era responsable.

Marta lo sabía, estaba convencida de que el turbio asunto no tenía nada que ver con él, segura de que su hombre era inocente y de que todo había sido una mala pasada del destino, tal y como justificaban ellos, los hombres, su marido y sus amigos: Rafael Figueroa como responsable directo, y Próculo, el encubridor necesario. Sin embargo, ella había llegado a otra conclusión muy distinta: su marido asumió una culpa que solo correspondía a Rafael Figueroa en aras de una mal entendida lealtad basada en la amistad que los unía.

Antonio Montejano había permanecido preso casi seis meses interminables, durante los cuales Marta Ribas se vio obligada a ir vendiendo las joyas que había podido conservar a pesar de las necesidades de la guerra (las alianzas de matrimonio y unos pendientes de perla que pertenecieron a su madre), así como algunos de los cuadros y objetos de cierto valor, salvados de las bombas y el saqueo, que decoraban su hogar. Cuando por fin consiguieron sacarlo de aquel encierro injusto, no acabaron las penurias para los Montejano; nadie daba trabajo a un expresidiario, a pesar de que no existía denuncia y que el turbio asunto se había aclarado, quedando como un desafortunado percance. Pero la cárcel deja en el cautivo eximido un estigma indeleble de culpabilidad difícil de limpiar. El banco que había otorgado el préstamo a Antonio Montejano para hacer las obras de rehabilitación de la tienda, y con el que había podido realizar las primeras adquisiciones para el negocio, exigió el pago inmediato. Como primera medida, Antonio cedió la propiedad del local (totalmente reformado ya) a la entidad en pago de parte del crédito, pero la deuda no quedaba cubierta con la tasación. Para liquidar el resto, hasta un montante de más de cincuenta mil pesetas, Rafael Figueroa se ofreció a comprar el piso de Antonio Montejano.

De ese modo, en contra de la voluntad de Marta, el primero derecha pasó a manos del notario Figueroa y, en apariencia, quedaron todas las deudas saldadas. Buscaron denodadamente un piso digno al que trasladarse, pero los alquileres que podían pagar eran de antros imposibles, y los más habitables tenían un precio prohibitivo. Rafael les ofreció entonces el zaquizamí (como ella llamaba a aquel agujero) del cuarto piso, en el que ahora vivían. Una vez instalados, Antonio continuó buscando trabajo. Pero esa mancha grabada de galeote urbano que le precedía clausuraba cualquier oportunidad de encontrar algo de provecho. Su ánimo, muy deteriorado después de su paso por la cárcel, se fue debilitando; parecía llevar el mundo sobre sus hombros, apenas dormía y casi no probaba bocado. Consiguió trabajos esporádicos de celador en un dispensario de La Latina, que apenas le duró unos meses; después pasó una temporada por una oficina bancaria haciendo las funciones de botones, por lo que le pagaban doscientas pesetas al mes. Se enteró de que se necesitaban mozos para cargar equipajes en la estación del Mediodía, y allí se pasó un año, hasta que se vio de nuevo en la calle.

No quedaba casi nada que vender. Marta compraba comida a fiado y, desde hacía unos meses, Antonio le había dicho a su amigo Rafael que, si le pagaba el alquiler, su familia y él morirían de hambre y de frío. Fue entonces cuando Rafael Figueroa le había ofrecido trabajar en la notaría a pesar de que no necesitaba a nadie más; la plantilla estaba más que cubierta con tres oficiales, un subalterno y un copista, pero tenía que ayudarle y, obviando las protestas de doña Virtudes (otro sueldo más que salía de sus riñones, afirmaba su esposa) y las reticencias de Eutimio Granados, le puso a enlegajar testamentos, capitulaciones matrimoniales, compraventas, donaciones o hipotecas, y le asignó un sueldo de trescientas cincuenta pesetas al mes. No le podía pagar más, y le manifestó que no se preocupase por el pago de las doscientas pesetas del alquiler, que lo primero era alimentar a su familia. Antonio Montejano aceptó el trabajo a regañadientes —en los últimos años todo lo hacía a disgusto, su devenir diario se había convertido en una queja constante—, al menos hasta que encontrase otra cosa, algo que resultaba complicado porque se pasaba todo el día metido en la notaría aliviando el trabajo al resto de la plantilla.

Marta Ribas de Montejano no dejaba de darle vueltas; lo habían perdido todo, su casa, su negocio, su vida; todo irremediablemente torcido como si una sombra negra se hubiera cernido sobre sus cabezas oscureciendo su horizonte, su futuro y su destino. Ante los primeros síntomas de la enfermedad que afectaba a la garganta y los pulmones de su esposo, no le había quedado más remedio que ceder a que Elena abandonase el colegio y se pusiera a trabajar, pero se sentía culpable de haber consentido que su hija fuera dependienta en una zapatería de caballeros, antes de aceptar la oferta que Virtudes Molina de Figueroa le había hecho para lavar y planchar la ropa de su casa. Se lo había ofrecido en varias ocasiones, sobre todo cuando se enteraba de que había recibos pendientes del alquiler o de que Antonio había solicitado algún adelanto del sueldo. «Antes de lavar tus trapos sucios me echo a la calle», le había espetado airada la primera vez que se lo propuso, y Virtudes Molina de Figueroa le había contestado muy ufana y ofendida que algún día le suplicaría el trabajo. La oferta le pareció a Marta denigrante y, sobre todo, ofendió su orgullo; pero de qué le servía el orgullo, se preguntaba una y otra vez, el mismo orgullo que, poco a poco, iba minando la salud de su marido por no pedir, por no suplicar si era necesario la penicilina que le arrebataría de la muerte segura. Frotaba nerviosa sus manos. No quería ni pensar que pudiera pasarle algo a Antonio, no quería ni pensarlo porque entonces sí que estarían perdidas, dos mujeres, la viuda y la hija de un expresidiario, en aquel mundo de hombres y de poderosos, arrinconadas al lado de los infortunados, de los subyugados, de aquellos sobre los que ha recaído la sombra de la sospecha; en aquellos tiempos, semejantes condiciones en su contra presuponían un negro futuro.

Con los ojos arrasados en llanto, pensó que cuando la mala suerte prende sobre alguien, parece que todas las maldades del mundo recaen implacables sobre su víctima, dejándola caer al abismo sin darle oportunidad de asirse a nada ni a nadie.