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Una fina costra de vaho escarchado sobre los cristales de la ventana velaba la visión del exterior. Elena frotó el vidrio con la manga de su vieja chaqueta de lana con intención de retirarla, pero le resultó inútil porque la lámina blanquecina se adhería por la parte de fuera. Se volvió al oír el trasteo sigiloso de su madre, que, recién levantada, atusaba su pelo en un recogido a la nuca, con la bata azul medio abotonada y ajustada al cuerpo con una lazada a la cintura; se sonrieron las dos como gesto de buenos días y cada una se puso a su tarea: Elena removió el cisco adormecido del brasero, mientras la madre ponía a calentar un cazo de cinc mediado de leche y recogía los cacharros limpios apilados junto al fregadero de piedra. Aún no desperezadas del todo, se movían en silencio en la ligera claridad de la amanecida que a duras penas conseguía atravesar los cristales.

Durante el invierno la casa era un lugar umbrío, escasamente avivado por el tibio sol que asomaba de refilón a través de la estrecha ventana; todo cambiaba, sin embargo, al llegar la primavera y, con ella, el buen tiempo; entonces la ventana permanecía abierta todo el día y la luz del sol de la mañana se colaba casi hasta la mitad de la estancia, y se respiraba aire fresco y no el ambiente cargado, espeso y gélido que soportaban durante el largo y mustio invierno.

Cuando la temperatura lo permitía, Elena solía asomarse y apoyar los brazos en el alféizar. Le resultaba fascinante aquella colmena de ventanas horadadas en las fachadas de los edificios que cerraban en una profunda angostura el patio interior, igual que una fosa de muros tachonados de las celdillas de un panal en el que se desarrollaba la vida íntima y confiada (aquella que solo se daba de puertas adentro), por donde ascendían la resonancia de las disputas y los ruidos del quehacer diario en las cocinas, de voces enlatadas de los aparatos de radio, de conversaciones dispersas, espaciadas o simultáneas, confundiéndose entre ellas, banales unas veces, tristes otras, frases complacientes dichas sin gana, discusiones civilizadas o riñas envueltas en gritos cargados de reproches y resentimiento, incluso algún que otro gemido pasional escapado de la oscuridad de la alcoba. Aquella era su atalaya privilegiada desde donde podía espiar furtiva a través de los visillos o de las rendijas de las cortinas, sintiéndose como un dios terreno, la conciencia que vigila desde lo alto, en invisible apariencia, sin ser vista nunca.

El acibarado olor de la achicoria despertó a Antonio Montejano. Primero abrió los ojos, sin mover ni un solo músculo. Se sentía baldado, le dolía el pecho y la garganta. Después de un rato oyendo al otro lado de la puerta el trastear de su mujer y su hija, intentó levantarse, pero desistió porque la cabeza le estallaba.

Marta oyó el crujido metálico del somier y entró en la alcoba. Le tocó la frente. Había pasado mala noche, inquieto, con hipo insistente e incómodo y tosiendo con dolorosas convulsiones y calentura. Con voz suave le dijo que se quedase en la cama, que no estaba en condiciones de levantarse y mucho menos de trabajar, pero él no hizo caso y, después de un rato con la cara pegada a la almohada, como si estuviera acumulando las únicas fuerzas de que disponía, con la ayuda y las protestas de su esposa, deslizó las piernas hasta el suelo y se incorporó para quedar sentado sobre el colchón de lana. Un escalofrío le recorrió todo el cuerpo.

—Tengo que bajar —dijo acallando las retahílas con una voz recia y bronca—, no me puedo permitir más días.

—Pero si no te tienes en pie…

—Un café migado me irá bien.

—No hay café, se acabó ayer.

—Pues lo que haya, el caso es tomar algo caliente.

Le costaba moverse. Marta vertió el agua templada del aguamanil en la palangana para que se lavase. Antonio se acercó y se quedó mirando el reflejo de su rostro en el espejo oscurecido de manchas pardas. «¿Cómo he podido llegar a esto…?». La misma pregunta sin respuesta repetida una y otra vez, sin hallar contestación que consolase en algo su espíritu lacerado. Introdujo las dos manos en la tibieza del líquido y se arrojó agua abundante a la cara, lo hizo varias veces como si quisiera hacer desaparecer todos los males que lo acuciaban; alzó los ojos mientras se secaba y de nuevo miró su rostro enfermo. Respiraba con dificultad y sentía la destemplanza de la calentura, que le provocaba escalofríos. Un acceso de tos lo dobló dolorosamente, estaba tan débil que cayó de rodillas con la mano en el pecho.

Casi desvanecido, arrastrándolo entre la madre y la hija, consiguieron llevarlo hasta la cama. Una vez acomodado y sin dejar de atenderle, Marta le dijo a su hija que bajase a decirle a Rafael que no contase con su padre. Elena se atusó un poco el pelo, se cambió de chaqueta y se calzó los zapatos. Descendió las escaleras hasta el primero; en la puerta derecha había una placa de madera en la que se leía con letras doradas: «Don Rafael Figueroa Salas. Notaría». Aquel piso que ahora era ocupado por oficiales con manguitos (incluido su propio padre), donde sobre mesas y anaqueles se acumulaban rimeros de papeles, legajos, carpetas y libros de leyes, aquel piso que ahora era la notaría de Rafael Figueroa Salas había sido la casa de sus padres, la casa en la que ella había nacido y en la que se había criado hasta hacía tres años. Todo formaba parte de un pasado feliz, un pasado demasiado cercano porque todavía sentía la dolorosa punzada que quedaba reflejada en el rostro de sus padres al haber sido arrojados a una pobreza que ella sabía injusta e impuesta, pero de la que solo intuía las verdaderas razones, envueltas siempre en un incómodo silencio que nunca había podido romper. Su padre le decía que en la vida unas veces se pierde y otras se gana, y que a ellos les había tocado perder. Su madre rebosaba rabia contenida, arrebatada de soberbia y dignidad que dificultaban mucho la situación. Sobrevivían gracias a los del otro lado de la suerte: a los que les había tocado caer en el lado de los triunfadores y de los que tenían en sus manos el poder y el dinero, sus benefactores en la desgracia, aquellos a los que la vida les había sonreído.

Casi sin mirar la puerta de su antiguo hogar, se dirigió a la de enfrente, la izquierda del mismo rellano; en ese piso vivían el notario y su familia. El timbre resonó en el interior como un rugido.

Abrió Venancia, la criada de los Figueroa, y tras ella apareció Julita, la hija del notario y amiga de Elena desde niñas. La criada se alejó y las dos jóvenes quedaron frente a frente. Elena se apoyó en el quicio, como si estuviera cansada. Cruzó los brazos bajo el pecho.

—Que dice mi madre que le digas a tu padre que mi padre no puede bajar, que está peor.

—Vaya, qué fatalidad. Anda, pasa y se lo dices tú misma.

En ese momento se volvieron hacia la escalera al oír que alguien subía. Era Basilio, el hermano de Julia. Su aspecto era deplorable, con ojeras, el abrigo y la chaqueta desabrochados, como puestos deprisa y sin cuidado, la corbata colgada al cuello sin el nudo y el sombrero echado hacia atrás.

Cuando llegó al rellano y las vio, se detuvo un segundo y resopló con gesto agrio.

—¿Y tú de dónde vienes a estas horas? —preguntó Julita—. Si ha dicho mamá que estabas durmiendo…

Basilio se puso frente a su hermana, acercándose mucho a ella, amedrentándola.

—Pues si mamá ha dicho que estoy durmiendo, es que estoy durmiendo. ¿Entendido?

Julita intentó erguirse para aparentar una seguridad que no tenía.

—A mí, como si te pasas el día en la cama. Ya ves tú lo que me importa. Pues mira este…

—Pues eso. —Se puso el dedo sobre los labios—. Tú no me has visto. —Se giró hacia Elena, que se mantenía a su espalda, tan repentinamente que la asustó—. Y tú, lo mismo. No me habéis visto, ¿de acuerdo?

Ninguna de ellas dijo nada, esquivaron la mirada y se removieron inquietas.

—Me voy a la cama.

Antes de moverse, se quitó el sombrero y le dedicó una mirada ladina a Elena. Pasó entre medias de las dos, dando un empujón a su hermana, que le llamó bruto. Elena se apartó un poco y no dijo ni una palabra.

Las chicas lo siguieron con la mirada mientras avanzaba de puntillas por el pasillo hasta llegar a su cuarto y desaparecer tras la puerta. Desprendía un fuerte olor a tabaco y alcohol.

—¿Y a este qué le pasa? —preguntó Elena mosqueada—. Últimamente está de tonto…

—Se ha juntado con un grupito poco recomendable. Según mi madre, sale demasiado y llega tarde y bebido. El otro día mi padre lo pilló como lo has visto ahora; no veas cómo se puso, le dijo que lo iba a encerrar; pero bah, es un hombre, al final hace lo que le da la gana. ¿Te acuerdas la que se montó cuando no sacó ni una sola asignatura de cuarto? —Elena afirmó con una sonrisa—. Pues nada, no ha pasado nada, sigue con su vida, estudiando poco y menos, y viviendo, que es joven, como él dice.

—Sí que lleva una temporada raro… —dijo pensativa Elena, sin dejar de mirar hacia el pasillo, justo a la puerta por donde había desaparecido Basilio. Hacía un tiempo que su mirada y sobre todo sus actitudes la intimidaban, pero lo que más le inquietaba había sido un incidente sucedido dos noches antes, al regresar de la zapatería en la que trabajaba; era bastante tarde porque don Críspulo, dueño de la tienda, se había empeñado en que había que limpiar todos los expositores incluidos los del escaparate que hacía esquina a dos calles. Al llegar al portal, había encontrado al sereno enseguida; le abrió y presionó el interruptor de la luz de la escalera, pero, como era habitual a esas horas debido a las restricciones, la habían cortado. El hombre le dijo que se quedaría con la puerta abierta hasta que llegase a su piso, pero ella rechazó el ofrecimiento porque, aunque poco, algo se veía, y subiría despacio; tras aconsejarle, en tono paternal, que tuviera cuidado al subir, no fuera a tropezarse, el sereno se despidió con un toque en la visera de la gorra, cerró la puerta y Elena quedó sumida en una penumbra amarillenta que se destilaba a través de los pequeños lucernarios abiertos al patio en cada tramo de escalera.

Acostumbrados sus ojos a la oscuridad, inició el ascenso, despacio, peldaño a peldaño, lenta, cansina, guiándose con la mano sobre la baranda de madera agrietada y áspera al tacto. Al pasar por el primero, percibió el olor a sopa que salía de casa de Julia y los sonidos amortiguados de los cacharros trasteados en la cocina de la mano de Venancia, mezclados con el murmullo enlatado de voces radiofónicas; continuó subiendo y, cuando estaba a mitad de recorrido entre el primero y el segundo, oyó un ruido a su espalda. Todo había sucedido muy deprisa. Antes de que pudiera darse la vuelta, sintió una mano fría sobre la boca; la voz ronca y blanda de Basilio le decía que no gritase, que era él. Ella le había arrancado la mano de la boca y se volvió enfadada. «¿Tú sabes el susto que me has dado?». Percibió el aliento espeso de alcohol y tabaco exhalado sobre su cara. «Elena, Elenita… Tengo que hablar contigo…, necesitaba verte a solas». Bajo la ventana por la que se colaba la luz cenicienta del patio interior, Elena descubrió su sonrisa beoda y estúpida. «Tendrá que ser mañana, Basilio, ahora estoy muy cansada». Le tenía demasiado cerca de la cara y dio un paso atrás con la intención de marcharse, pero ante el ademán de alejamiento Basilio reaccionó con brusquedad, la agarró de la cintura y la apretó contra él intentando besarla en la boca.

La baba viscosa se le adhería a la cara, en constante movimiento a un lado y a otro para intentar zafarse de sus labios agrios y carnosos, que le recordaban a los de un sapo. Resistiéndose con todas sus fuerzas le instó a que la soltase amenazando con gritar, pero Basilio se batía como un animal salvaje y hambriento acorralando a su presa; sus manos ya no le sujetaban la cintura, manoseaban su cuerpo con una lascivia que a Elena le provocaba asco. Un grito ahogado le desgarró la garganta, un aullido quejumbroso que apenas retumbó en el silencio de la escalera; pero ni siquiera la posibilidad de que alguien pudiera descubrirle había frenado los ímpetus descontrolados de Basilio.

Con brusquedad, la empujó contra la pared y la agarró del pelo para que dejase quieta la cara a merced de su boca. Los vanos intentos de librarse de la fuerza de los brazos que la atenazaban la habían ido agotando poco a poco, dejándola más indefensa. Asfixiada por su respiración ácida, espesa y pegajosa, intentaba gritar, pero la boca de Basilio y los tirones de pelo le impedían zafarse de sus rijosos besos. Entre las palabras soeces que esputaba desde su garganta mezcladas con los intentos por besarla, se había oído el chirriar de una puerta que se abría en el segundo: alguien posiblemente alertado por el grito.

Durante un único instante, Basilio había detenido su ataque. La bajada de la guardia supuso la relajación de la fortaleza de sus brazos y Elena había aprovechado ese momento para darle un empujón, con tanta fuerza que lo lanzó hacia atrás y trastabilló hasta caer sentado en los escalones a punto de rodar por ellos. Elena corrió escaleras arriba con el corazón a punto de estallarle. Antes de llegar al rellano del segundo, vio la cara de doña Fermina, que asomaba por una rendija de la puerta, iluminada a su espalda por la tenue luz de una lamparilla de gas, y desfiló delante de ella con paso apresurado pero sin correr, intentando mantener la compostura para que no pensara nada raro. La mujer le había preguntado si pasaba algo, que le parecía haber oído gritar a alguien, y ella le había contestado sin dejar de subir las escaleras que no se preocupara, que como no había luz había tropezado y por eso había gritado. Oyó el ruido de la puerta al cerrarse y de nuevo corrió escaleras arriba, sujetando el bolso con tanta fuerza que sintió dolorida la mano. Con la respiración acelerada, había llegado a su casa; llamó con premura sin volverse por el temor a descubrir a su espalda la sombra de Basilio. Había abierto la puerta su madre y antes de que pudiera decir nada, Elena entró y cerró de inmediato; la madre se la había quedado mirando desconcertada. Intentando recuperar el resuello, le explicó que se había asustado porque pensaba que había alguien en la escalera. No quiso decirle nada, no quería echar más leña a un fuego cuyos rescoldos permanecían candentes desde hacía tiempo entre las dos familias. No estaban las cosas como para que se enfrentasen por lo que ella entendía como la patochada de un borracho, y menos ahora que su padre estaba enfermo y ya había tenido que faltar varios días a su puesto en la notaría. Quiso convencerse de que Basilio Figueroa estaba ebrio y de que no sabía bien lo que hacía. Siempre se habían llevado bien, le consideraba un buen chico, correcto y educado con ella. Así que lo había dejado estar y trató de olvidar el incidente.

—Anda, pasa. Estamos desayunando.

—Que no, Julia, que no quiero molestar.

Julia la cogió por el brazo y la hizo entrar al amplio recibidor, cerrando la puerta con un golpe de cadera.

—Venga, tonta, siempre estás con lo mismo; tú no molestas, eres mi amiga. Por cierto. —Se acercó a su oído con la intención de hacerle una confidencia—. Tengo que contarte una cosa. Es de Dionisio…, tú no sabes…

Se tapó la boca con la mano, como si le diera vergüenza solo recordarlo. Elena se resistió a seguir avanzando por el largo pasillo.

—Julita, que no puedo, que tengo que subir a ayudar a mi madre, y luego se me hace tarde.

—¿A que no has desayunado?

Elena negó justo cuando entraban en el amplio y luminoso comedor. Alrededor de la larga mesa cubierta con un impoluto mantel blanco, se sentaban los padres de Julita: don Rafael Figueroa presidiendo, y a su lado doña Virtudes, la madre. Frente a ella estaba Virtuditas, la hermana doce años mayor que Julita.

A don Rafael, embozado detrás del diario Arriba, que tenía desplegado delante de su cara, no se le veía. Se asomó doblando una de las páginas al escuchar a su hija decir que Elena venía a avisar de que su padre no podría bajar porque estaba peor.

—Vaya por Dios —dijo en tono de contrariedad, observándola por encima de las pequeñas gafas que mantenía en la mitad de la nariz. Volvió a colocar bien el periódico y de nuevo desapareció tras él.

Julita tiró del brazo de Elena para que se acercase a la mesa.

—Mamá, no te importa que se siente, ¿verdad?

Elena la interrumpió.

—Que no, Julia, que tengo que subirme, que ya voy tarde.

Julia insistió sin hacer ningún caso a la premura de Elena.

—Mira qué suizos ha traído Venancia, y qué magdalenas; las hace una mujer de su pueblo. Anda, come una y te tomas un café caliente.

Julita se sentó frente a su hermana. Ella permaneció de pie, reacia a sentarse, intimidada por la solemne parafernalia del desayuno familiar, un ritual olvidado ahora para ella y tan habitual a lo largo de su infancia. Sin embargo, Julita no admitía una negativa fácilmente; separó la silla de su lado y dio sobre el asiento dos golpecitos para convencerla.

—Anda, hija —intervino doña Virtudes—, siéntate y come una magdalena. Te vendrá bien, tienes mala cara.

Elena se sentó tímidamente, casi al borde de la silla, incómoda, sin saber qué hacer con los brazos, hasta que Julia le ofreció la fuente repleta de esponjosas magdalenas que parecían rebosar del papel que las envolvía; cogió una, pero en vez de llevársela a la boca, posó la mano sobre la mesa como si no se atreviera a darle el primer mordisco. La mala cara era por la falta de sueño. El hipo incómodo y constante que impedía el sosiego nocturno de su padre, alternado con la tos ronca y dolorosa hasta para quien la oía, además del trajín de su madre intentando mitigar la fiebre con paños húmedos sobre la frente, habían hecho imposible un descanso profundo; y eso fue lo que contestó, que apenas dormían por la tos de su padre.

En ese momento entró la criada portando una bandeja con una cafetera de porcelana humeante de café del bueno y una enorme jarra de cristal llena hasta el borde de leche blanca y espesa. Doña Virtudes le dijo que pusiera otra taza para Elena.

Don Rafael por fin bajó el periódico y, con una sacudida, lo dobló y lo dejó sobre la mesa.

—Seguro que tu madre no ha avisado al médico —dijo ceñudo, con cierto tono de reproche.

Elena, que mantenía la magdalena entre sus manos como si fuera un tesoro que temiera romper, hizo un ligero gesto de negación y bajó la mirada.

—Así no se va a curar nunca, tiene que verle un médico. Hoy sin falta mando recado a Torres. Díselo a tu madre. Que se guarde el orgullo para mejor ocasión. —Esto último lo dijo en tono más bajo, mientras mojaba un suizo en el café con leche que le había servido Venancia, como si hablase para sí, con rabia, molesto.

Elena no dijo nada, dio un mordisco a la parte más saliente y azucarada de la magdalena, pensó que olía a gloria y por un momento disfrutó del sabor dulce y el tacto esponjoso del bizcocho. Sabía que su madre no aprobaría aquello: ni que estuviera sentada en la mesa de los Figueroa, ni que don Rafael llamase a su amigo médico (amigo suyo y de su propio padre, al menos lo fueron, porque en los últimos tiempos, su padre parecía haber dejado de tener amigos); no tenían dinero para pagar la visita y se resistía a pedir favores, y mucho menos a Rafael Figueroa. Sin embargo, en el fondo, ella no lo veía mal; al contrario, le parecía muy bien tanto la magdalena que se estaba tomando, y disfrutar del sabor embriagante y tan añorado del buen café, como que a su padre lo examinara el doctor Torres; necesitaba cuidados médicos y medicinas para curarse, y a ella no le importaba la dignidad ni el orgullo que su madre enarbolaba (a su entender, fuera de lugar, teniendo en cuenta las dificultades por las que pasaban) ante cualquier ayuda que les ofrecieran los padres de Julita, negada y rechazada sistemáticamente por su madre, con el silencio consentido de su padre. Elena no era así; estaba convencida de que no se comía ni de pundonor ni de soberbia y, sobre todo, se podía pasar sin las deliciosas magdalenas de Venancia, pero si no le veía un médico pronto, su padre se moriría como consecuencia de la enfermedad y de la envanecida dignidad de su madre.