Basilio Figueroa se separó de la mujer a la que se abrazaba con deseo. Se la quedó mirando con gesto pensativo, sonrió ladino y le dijo:
—Espera, ya sé adónde podemos ir. Es un sitio muy discreto.
—¿Seguro? —preguntó ella arrugando los labios, entre mimosa y desconfiada—. Ya te he dicho que no soy una fulana y a mí no me llevas…
Basilio la calló con un beso, y cuando volvió a separar los labios, pidió al camarero el teléfono.
—Voy a hacer una llamada —le dijo a la mujer con los labios muy juntos, oliendo su aliento, cargado de alcohol y tabaco—. La vieja es una alcahueta a quien no le gustan las visitas imprevistas.
Vio a Paquito al final de la barra colocando el pesado teléfono negro sobre la encimera.
—Espérame aquí un momento, preciosa. —Le levantó la barbilla con la mano para mirarla a los ojos, de un azul intenso, pintados con una raya negra y rímel, que convertían su mirada en profunda y espesa—. No te muevas. Vengo enseguida.
—No tardes, cielo.
No le perdió ojo mientras se alejaba abriéndose paso a través del gentío que los separaba del final de la barra, donde ya esperaba el camarero con el teléfono preparado. La mujer sacó del bolso un paquete de Marlboro y encendió un cigarrillo, dando una profunda bocanada y echando la cabeza hacia atrás. La huella del carmín rojo de sus labios quedó marcada en la boquilla. Estaba sentada en un taburete alto, acodada en la barra; las piernas cruzadas enseñando las rodillas y parte de los muslos enfundados en unas medias finas de color negro con talonera en forma de flecha que indicaba la dirección ascendente del nailon desaparecido bajo la tela de la falda roja que, desde la estrecha cintura, delineaba la redondez de las caderas, resaltando su pecho en pico bajo un ajustado jersey oscuro de cuello barco que pendía de sus hombros anchos y tersos. Se sabía observada por quienes la rodeaban, hombres y mujeres, aquellos con deseo, ellas con curiosidad y cierta envidia del atractivo que destilaba cada forma de su cuerpo. Pinzado el cigarro entre sus dedos lo llevaba de vez en cuando a los labios, aspiraba el humo y lo dejaba escapar lentamente de su boca, sujetando el vaso con sus manos largas, de piel fina y blanca, uñas perfectas pintadas de rojo. Nadie se atrevió a acercarse porque la sabían acompañada. Todos respetaron el terreno conquistado por Basilio, bien conocido en el local por los habituales.
Vio a Basilio llegando al final de la barra, se miraron un instante y se sonrieron como asegurándose del control mutuo, porque se había dado cuenta de que aquel gachó era una presa anhelada por muchas de las mujeres que se movían entre los clientes, embutidas en sus vestidos rancios, calzando topolinos de colores y con sus peinados anticuados. Basilio Figueroa era un hombre muy apuesto, alto, delgado, la piel tersa y bien nutrida, pelo negro y abundante peinado hacia atrás con brillantina, los ojos rasgados y glaucos igual que los de su padre, un verde claro con pintas negras que le proporcionaban una mirada profunda y atrayente; sus labios carnosos y pómulos salientes le daban al rostro la armonía perfecta de un galán de cine.
Basilio marcó el número que sabía de memoria. Mientras esperaba tono, sacó del bolsillo el paquete de cigarros americanos recién comprado a un estraperlista que no conocía de nada y con quien había discutido acaloradamente porque, a su parecer, le cobraba demasiado.
—¡Paquito! —llamó al camarero mostrándole el cigarro apagado en su mano para que le diera fuego. Su mechero era el que había utilizado la dama.
El hombre, corpulento y lustroso, con su chaquetilla blanca abotonada hasta el cuello, se acercó con presteza abriendo una caja de fósforos; encendió uno y lo acercó al cigarro que Basilio mantenía pinzado en la boca.
—Buena hembra se lleva hoy, don Basilio —le dijo mientras el galán sujetaba el pesado auricular pegado a su oreja. El camarero hizo un movimiento con la cabeza señalándola—. Es la primera vez que viene. No la conozco, parece extranjera, por el pelo, digo. Estas rubias tan rubias no se ven por aquí.
Basilio echó una rápida ojeada a la mujer que fumaba al otro lado del largo mostrador ocupado por codos y cuerpos vencidos, cuyas manos se aferraban a largos vasos con hielo y bebidas de distintos colores. Sonrió satisfecho aspirando el humo del cigarro ya prendido y miró al camarero.
—Americana —dijo contundente, alzando las cejas, derramando arrogancia con sus palabras—. De Boston. Se llama Marilyn, y le tengo unas ganas, Paquito, porque tiene un par de…
Se tuvo que callar porque en ese momento ya había línea al otro lado del teléfono. Cambió de postura y se dio la vuelta, quedando a su espalda el bullicio de la música y la gente que hablaba y reía con estridencia en medio del ambiente distendido de Chicote. Se pegó mucho el auricular a la oreja y con la mano en la que sujetaba entre dos dedos el cigarrillo humeante se tapó el otro oído.
Terminaba de colocar los cacharros de su frugal cena cuando sonó el teléfono. Doña Celia dejó la loza y se encaminó hacia la sala donde tenía el aparato; al salir, el cambio de temperatura la estremeció, y se cruzó la toquilla de lana que siempre llevaba sobre los hombros y que se había tejido ella misma entre rosario y rosario. No encendió la luz de la sala, no hacía falta porque por la ventana se colaba la claridad de la farola situada justo enfrente. Se tuvo que acercar al reloj para ver la hora que era, mientras el ruido estridente del teléfono no dejaba de sonar.
—Ya voy, ya voy, qué impaciencia, Señor…
Descolgó el auricular y se lo colocó en la oreja.
—¿Diga? No le escucho bien… Ah, Basilio, eres tú, ¿qué dices? ¿A estas horas? Te va a costar cuarenta duros. ¿Cómo? Está bien, te espero, pero no me armes jaleo o te echo a patadas y no vuelves a entrar en mi casa, ¿me oyes?
Basilio Figueroa colgó el teléfono y sonrió al camarero, que se mantenía en el rincón al otro lado del mostrador.
—Dime qué te debo —dijo sacando la cartera de piel del bolsillo de su chaqueta.
—Son cincuenta y siete pesetas, don Basilio.
Levantó los ojos y los clavó en la cara del camarero.
—¡Joder! ¿Qué he roto?
—Nada, don Basilio, no ha roto usted nada, pero es la cuenta de las copas consumidas por usted y la señorita, a las que hay que añadir las consumiciones de sus tres amigos, que ya se fueron hace un rato y dejaron dicho que usted se haría cargo.
—¿Que yo…? —refunfuñó enojado—. Panda de cabrones…, esta me la pagan, vaya si me la pagan —murmuraba mientras iba sacando billetes de la cartera—. La próxima vez, avisa, Paco.
—Estaba usted demasiado enfrascado en lo suyo, don Basilio, como para avisarle de que los amigos de usted se marchaban sin pagar.
El viejo camarero contó el dinero y agradeció la propina.
—Pase usted buena noche, don Basilio, tiene una buena jaca para hacerlo.
—A eso voy, Paquito, a ver si me desquito.
Todavía ceñudo, se acercó a la mujer, que esperaba sonriente en la misma postura que la había dejado.
—¿Nos vamos? —preguntó haciendo evidente la respuesta, que no esperaba; cogió el abrigo de piel de cabra y le ayudó a ponérselo. Luego echó al bolsillo el mechero, se bebió el último trago que quedaba en el vaso, cogió su abrigo y su sombrero y, con ella del brazo como si llevase su trofeo, se fueron abriendo paso hasta la puerta.
Cuando salieron a la calle, la mujer se pegó a él intentando protegerse del frío. Basilio se aferró a ella porque sintió el vaivén del alcohol y parecía que la acera se movía bajo sus pies.
—¿Adónde vamos, cielo? —preguntó ella exagerando su acento extranjero.
—A pasar un buen rato, reina, tú y yo, juntitos, que te voy a quitar este frío en un momento.
La abrazó y la besó en la boca en medio de la calle.
—¿Está lejos? —preguntó ella cuando echaron a andar—. Mejor cogemos un taxi.
—Un paseo nos vendrá bien para despejarnos.
—Me duelen los pies y no me apetece nada dar un paseo por estas calles de Madrid, que más parecen caminos que aceras.
Basilio la miró de reojo, entre la ofensa y la ironía.
—Mira tú, la pava, ¿qué pasa, que en Boston las aceras son de mármol o qué?
Ella se detuvo en seco y tiró de él para quedar frente a frente.
—No, no lo son, pero no hay tantos baches como aquí. Tomemos un taxi. —Miró por encima del hombro de Basilio y se irguió un poco, alzando el brazo—. Mira, ahí viene uno.
Se subieron al coche y se dirigieron al paseo de Santa María de la Cabeza entre arrumacos y besos, para deleite del conductor, que los observaba por el retrovisor. Pero Basilio iba pensando que con la cuenta que había tenido que apoquinar al estraperlista por el paquete de Lucky, las consumiciones pendientes en Chicote y lo que le iba a costar el taxi no tenía suficiente para pagarle a doña Celia, y la muy zorra no fiaba nunca, había que abonar la habitación por adelantado. De las mil pesetas que le había birlado a su hermanita ya solo le quedaba lo que llevaba en la cartera. Entre beso y beso, pensó que ya se las apañaría, pero tenía que entrar en algún sitio con aquella Marilyn de pacotilla porque se encontraba desenfrenado.
Pagó la carrera y bajaron del coche frente al edificio de doña Celia. Ya en el interior del portal, Basilio buscó a tientas el interruptor de la luz, lo presionó y un resplandor amarillento iluminó tibiamente el primer tramo de escaleras. Subieron riendo, besándose y persiguiéndose escaleras arriba.
Cuando doña Celia les abrió con gesto enfadado, los dejó pasar y cerró la puerta.
—Te he dicho que no quería escándalo. Sabes muy bien cuáles son las reglas, primero uno y después el otro. No quiero que nadie piense que esto es una casa de citas.
—Pero lo es, doña Celia. —El cuerpo de Basilio se balanceó adelante y atrás, sujeto a la cintura de su acompañante, que, entre arrumaco y arrumaco, miraba de reojo a la mujer—. Usted y yo lo sabemos.
—Como sigas así te voy a prohibir la entrada a mi casa…
Basilio no le hizo caso y se dirigió hacia el pasillo, pero doña Celia lo agarró del brazo con autoridad y extendió la mano abierta delante de él.
Él miró su mano y sonrió, le pellizcó la barbilla y le dijo:
—Cuando salgamos, doña Celia, que ahora voy con prisa.
La mujer negó con firmeza sin soltarle.
—Me pagas ahora mismo, o tú y tu amiguita os vais a la calle.
Basilio dudó mientras la chica esperaba conteniendo una risa tonta provocada por los efluvios del alcohol. Se palpó el abrigo, metió la mano en el interior de su chaqueta y sacó la cartera. La mano de doña Celia seguía extendida. Basilio rebuscó en los distintos compartimentos hasta que sacó un billete de cien y dos de veinticinco.
—No tengo más aquí, mañana se lo…
Se calló porque doña Celia negaba con la cabeza. Basilio miró a la chica.
—Oye, tú… —lo interrumpió un hipido ebrio—. ¿No tendrás por ahí diez duros?
De repente la chica perdió su acento americano y habló con una pronunciación de Chamberí.
—¡Estaría bueno! Encima voy a pagar yo la cama… Ahí te quedas, mochuelo, faltaría más.
Se dirigió a la puerta para abrirla, pero Basilio la detuvo en seco, con tanta violencia que doña Celia se asustó.
Un halo de silencio tenso y espeso los mantuvo durante unos instantes como si no respirasen. Basilio resopló como un animal herido y levantó la barbilla intentando relajarse.
—Mira, nena, ahora mismo no tengo ni un gramo de paciencia; me dejas esas cincuenta pesetas o te vas a arrepentir de haberme conocido…
La chica, asustada, miró a doña Celia por encima del hombro de Basilio; esta le habló con voz serena, intentando que se calmase:
—Basilio, hijo…, es mejor que os vayáis. Ya venís otro día. No estáis en condiciones.
La pareja se mantenía frente a frente, como si estuvieran en un duelo. Hasta que la mujer se soltó con un gesto arisco de la mano de Basilio, abrió su bolso, sacó otro billete de cincuenta pesetas y se lo puso delante de las narices.
Basilio rio satisfecho.
—Ten por seguro que te los devolveré.
—No te quepa la menor duda, me los vas a devolver hasta el último céntimo, de eso me encargo yo, que a mí no me chulea ningún mierda como tú.
—Pero ¿tú no eras de Boston? —agregó sonriente entregando el billete a doña Celia sin ni siquiera llegar a mirarla.
—Soy de donde me da la gana, ¿te enteras? Será posible que encima tenga que pagar yo…
Basilio tiró de ella y se metieron en la habitación dando un portazo. Doña Celia se sentó en la cocina y se puso a rezar el rosario con tanta devoción que se le saltaban las lágrimas, únicamente aplacadas al ver los billetes que había metido entre las páginas del misal. No había llegado al tercer misterio cuando oyó que la puerta de la habitación se abría, a continuación el taconeo de la chica avanzando por el pasillo y luego el portazo de la puerta de la calle. Se quedó alerta, a la espera de que saliera él también, pero no se oía nada. Se levantó al cabo de un rato, con miedo.
Temía la reacción de Basilio; lo conocía desde hacía años, a él y a su padre —aunque el notario apenas se dejaba ver muy de vez en cuando—; al principio era un chico muy formal y educado, de los que daban ejemplo; pero llevaba unos meses muy raro, se presentaba sin avisar, más allá de las diez de la noche y muchas veces bebido y actuando, como aquella noche, con más brusquedad y grosería de la que ella estaba dispuesta a tolerar. Tenía que ponerse firme aunque ello supusiera perder un cliente que, por cierto, pagaba muy bien; un día iba a tener un disgusto y lo último que quería era escándalos en su casa. No lo iba a permitir, no, señor, ya estaba bien de abusos y de excesos, estaba dispuesta a cortar con el asunto; así que se envalentonó, se cruzó la toquilla delante del pecho igual que si vistiera una coraza y se encaminó a la habitación dispuesta a decirle que se marchase y que no se le ocurriera acercarse más por su casa, al menos hasta que no cambiase de actitud, que ella no quería ni borrachos ni malas formas.
Abrió la puerta de la cocina mascullando las palabras que iba a decirle, dándose coraje. Se quedó clavada en el quicio mirando hacia el pasillo, tan conocido para ella pero que en ese momento le pareció un largo y oscuro túnel iluminado por la luz de la bombilla de la cocina que se filtraba a su espalda proyectando unas sombras que la estremecieron. Al fondo del corredor, un tenue haz de luz se escapaba por debajo de la puerta de la habitación número dos, difuminándose por las losas del suelo e indicando el lugar exacto al que debía llegar.
Se santiguó varias veces con el fin de invocar a todos sus santos, se sujetó la cruz de oro que le pendía del pecho y empezó a caminar; a cada paso pronunciaba el nombre de Basilio con voz muy suave, como si tuviera miedo de enojar a la bestia y con el temor tanto de obtener respuesta como de no hacerlo. A medida que se acercaba al final del pasillo empezó a temer que le hubiera pasado algo, o que aquella mujer lo hubiera matado. «¡Ay, Señor!», murmuró persignándose más deprisa y con más ahínco. Cuando llegó a la puerta golpeó una vez pronunciando de nuevo el nombre; se mantuvo alerta con la oreja pegada a la madera, pero no se oía ni una mosca.
Asió el pomo y lo bajó muy poco a poco hasta que la puerta cedió. Enseguida vio la cama desecha y el cuerpo en cueros de Basilio, tumbado de espaldas a ella («Menos mal», pensó persignándose otra vez). Desde el quicio, sin llegar a poner un pie en el interior de la alcoba, volvió a pronunciar el nombre del dormido, esta vez con más fuerza, pero Basilio ni se inmutó. «¡Ay, Dios mío! —exclamó varias veces—, que lo ha matao…». Con una mano en el pecho para evitar que el corazón le saliera desbocado, y con la otra en la boca anticipándose a un grito que parecía preparado en su garganta, fue acercándose despacio, hasta que quedó al borde de la cama.
—Basilio… Basilio, hijo, ¿te encuentras bien?
No le veía la cara y, con el fin de cubrir la desnudez, cogió la sábana y se la echó por encima con reparo. Se puso de puntillas para verle la cara y en ese momento, cuando estaba en el punto más álgido de su equilibrio, Basilio se removió de repente dándose la vuelta, con tal susto para ella que perdió el pie y cayó sobre el cuerpo del chico, quedando tendida encima de él. La situación fue tan grotesca que doña Celia, mayor y con poca agilidad, tardó un rato en deshacerse del momento embarazoso en el que se vio envuelta. Cuando se enderezó, comprobó que Basilio, a pesar de los esfuerzos que ella había realizado para levantarse, continuaba profundamente dormido, pero casi se desmaya cuando vio que tenía ante sí el cuerpo desnudo con todo a la vista.
Le tapó de inmediato y solo entonces respiró hasta recuperar el resuello. Basilio roncaba ahora con tanta fuerza que parecía un oso en una caverna. La alcoba apestaba a alcohol y la ropa estaba tirada por el suelo. Doña Celia, murmurando enojadas retahílas envueltas en el bochorno prendido en sus mejillas y en el acelerado pálpito de su corazón, la recogió y la dobló minuciosamente, colocándola sobre el respaldo de la silla. Cuando se acercó de nuevo a la cama vio que la cartera estaba sobre la manta, abierta y con su contenido desparramado por las sábanas. Lo guardó todo y la puso en la silla donde estaba el resto de la ropa.
—Y ahora, ¿qué? —musitó suspirando—. ¿Qué hago yo contigo? Mequetrefe, que eres un mequetrefe sin una pizca de sentido.
Le arropó con el resto de las mantas y apagó la luz de la lámpara.
Antes de dejar la habitación, lo miró desde la puerta, movió la cabeza con tristeza y masculló algo respecto de las locuras de la juventud, acabando con un quejumbroso «¡Ay, Señor, Señor!».