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Doña Celia Baldomero González se quedó viuda a los pocos días de casarse. Una mañana, el que fue su marido, Benito Olmedo Martín, se levantó muy ufano, y nada más poner los pies en el suelo y enderezar el cuerpo, se tambaleó de un lado a otro como si le diera un vahído y, ante la mirada atónita de su esposa, se desplomó en el suelo y ya no volvió a abrir los ojos, murió en el acto. Le dijeron a doña Celia que le había dado un ataque al corazón, que lo tenía muy débil, igual que lo había tenido el padre del difunto, que también había dejado una viuda muy joven pero con el vientre lleno. Doña Celia no tuvo esa suerte, y se quedó sin marido y sin hijo en el vientre.

La casa del matrimonio, herencia paterna de doña Celia, contaba con ocho habitaciones, algunas muy amplias y exteriores, otras algo más pequeñas que daban a un estrecho patio interior y con poca luz. Como estaba muy cerca de la estación de Atocha, al principio del paseo de Santa María de la Cabeza, decidió, incluso antes de quitarse el luto (el color negro en la ropa expresaba la pena de la pérdida, pero no daba de comer al que lo vestía), abrir una pensión en la que daría alojamiento y las tres comidas, además de limpieza y buen trato. Durante años regentó la pensión La Viuda, que fue el nombre que le dio a la casa de huéspedes.

Con su buena mano en la cocina y su trato casi maternal, se hizo con una clientela constante, convirtiéndose muchos de ellos en fijos o habituales; lo único que exigía, además del pago del mes por adelantado (aunque es justo decir que en ocasiones fue bastante tolerante con algún que otro infeliz, consciente de que podía estar pasando por ciertos apuros), era la puntualidad con los horarios de las comidas y, sobre todo, decoro en las alcobas, nada de escándalos ni indecencias, en su casa no, decía con vehemencia al que pillaba en alguno de esos deslices propios de lo que ella consideraba la débil naturaleza del hombre.

Las cosas le fueron muy bien hasta que llegó la guerra; entonces empezó a tener problemas: los clientes habituales dejaron de serlo y en su lugar llegaron otros que se negaban a pagar aprovechándose de que era una mujer indefensa y sin protección; además, tenía muchas dificultades para poner comida en los platos o jabón en el aguamanil; con demasiada frecuencia y durante demasiado tiempo había cortes de luz y de agua, todo escaseaba y así era casi imposible mantener un negocio como el suyo. Así que no le quedó más remedio que cerrar las puertas de su pensión, replegarse sola en su piso, en donde se mantuvo durante toda la guerra agazapada como un animal asustado, malviviendo o sobreviviendo, y rezando mucho hasta que llegó el Generalísimo que sacó a Madrid de tanto apuro.

Una vez restaurada la normalidad, pensó en reabrir las puertas de la pensión, pero gran parte de la energía que en otros tiempos la había mantenido despierta y activa durante horas, atendiendo los quehaceres propios de la casa y la cocina, se la había dejado a jirones a lo largo de interminables meses de encierro y hambruna. No se sentía ni con gana ni con fuerza suficientes para atender un negocio así; además, se había vuelto muy desconfiada, y eso iba en su contra. Cuando estaba en conversaciones con una familia para vender su casa, tan querida para ella, con la decisión tomada de instalarse en un pisito más modesto y bastante más pequeño de un portal cercano, recibió la llamada de uno de los que habían sido sus mejores clientes, solicitándole que le permitiera ocupar una habitación durante unas horas para un asunto de urgencia y muy delicado. Ella no entendió muy bien qué asunto urgente y delicado podía requerir una alcoba con sábanas limpias, pero lo comprendió a la perfección cuando el día y la hora convenidos abrió la puerta a don Emilio, al que le acompañaba una señorita de buen porte que ocultaba parte de su rostro bajo el ala de un sombrero oscuro y de la que apenas pudo ver más que el mentón.

Doña Celia se sentó en la sala y rezó el rosario con más devoción que nunca. Y cuando don Emilio salió con la señorita (a la que tampoco vio, ni falta que le hacía), le dejó un billete de cien pesetas sobre la mesa y le susurró con una sonrisa satisfecha que, si ella no tenía ningún inconveniente, en dos días estarían de nuevo allí a la misma hora. Doña Celia se santiguó, cogió el billete, se lo guardó y le dijo a don Emilio con voz muy grave y gesto serio: «No se olvide, don Emilio, de que esta es una casa decente, tan solo le ruego eso, decencia». «No se apure usted, doña Celia, no tendrá usted una queja por nuestra culpa, ya sabe que yo soy un caballero; usted me conoce bien».

Y así empezó doña Celia con el negocio de los encuentros, que requerían mucha discreción además de echar la mirada para otro lado. Todo cliente (siempre eran hombres) tenía que venir recomendado por algún conocido de doña Celia; si alguien, sin esta referencia, llamaba a su puerta y preguntaba por una habitación para alquilar, doña Celia hinchaba su generoso pecho, cruzando sus brazos sobre el regazo y, con gesto muy digno, le decía que ya hacía años que la pensión estaba cerrada, y en caso de que insistiera para la cesión de la alcoba, previo pago, de unas horitas, lo echaba con cajas destempladas, pero no demasiadas, por si acaso. La forma de actuar en casa de doña Celia era la misma para todos, y sus usuarios la conocían: una vez que se ajustaba el precio previamente en persona o por teléfono (en especial, para los que iban la primera vez o preferían una alcoba más grande o una cama más ancha, ya que cada una tenía su tarifa), doña Celia les decía el número de la habitación asignada; al piso se subía por separado, daba lo mismo que fuera primero él o ella; al abrir no se decía nada hasta que no se hubiera cerrado la puerta; una vez cerrada, se repetía el número de la habitación, la dueña de la casa acompañaba al caballero o a la señorita a la alcoba asignada y, ya en su interior, esperaba a que llegara la otra parte de la pareja. Mientras las habitaciones estaban ocupadas (había veces que las tenía todas, para escarnio de su conciencia y regocijo de su bolsillo), doña Celia se concentraba en rezar un rosario tras otro hasta que los ocupantes se iban, no más tarde de las diez de la noche, esa era otra norma, salvo excepciones muy señaladas y por causas mayores, y por supuesto con un coste muy superior al normal. Hubo veces que encadenó hasta diez rosarios, cosa que para ella no suponía sacrificio; muy al contrario, doña Celia era mujer devota y comprensiva, entendía de las debilidades naturales del hombre, necesitado de estas cosas para descargar esa energía animal que le podía volver tan agresivo (a pesar de que ella poco pudo catar de esa agresividad que tanto llegó a echar en falta en el pasado). Gracias a esos «ratitos» —así los llamaba ella— que los caballeros pasaban en su casa, dejaban en paz a sus mujeres y sobre todo no cercaban a sus novias, permitiendo que llegasen como Dios manda al altar, puras y enteras.