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o dejaba de resultar irónico ser encerrado en un «templo» construido originariamente como cuartel general de los caballeros templarios, después utilizado como mazmorra para retener al rey Luis y a María Antonieta antes de ser decapitados, y por último servido de inútil cárcel para Sidney Smith. El capitán inglés había escapado en parte haciendo señales a una mujer con la que se había acostado, a través de las ventanas de la prisión, una estratagema que era de mi gusto. Ahora, dieciocho meses después, Astiza y yo íbamos a probar aquellas dependencias personalmente; nuestro hostalero sería el corpulento, zalamero, servil, oficioso, lerdo pero curioso carcelero Jacques Boniface, quien había entretenido a sir Sidney con leyendas de los caballeros.

Nos llevaron hasta allí en el carruaje de hierro de la prisión, contemplando París a través de barrotes. La ciudad aparecía monótona en noviembre, la gente inquieta, los cielos grises. Éramos observados a nuestra vez, como animales, y era un modo deprimente de presentar a Astiza en una gran urbe. Todo era extraño para ella: las espléndidas agujas de la catedral, el clamor de los mercados de cuero, lino y fruta, la cacofonía del tráfico de caballos que relinchaban y mercaderes en las aceras, y el descaro de mujeres envueltas en pieles y terciopelo estratégicamente abiertos para dejar entrever el pecho o un tobillo. Astiza había sido humillada desnudándola para copiar la clave, y no hablaba. Cuando nos apeamos junto al torreón exterior, en un patio frío y desprovisto de árboles, algo me llamó la atención en la entrada del recinto. Había gente mirando a través de las rejas, siempre contentos de ver a desgraciados aún menos afortunados que ellos, y me sobresalté al atisbar una cabeza de pelo rojo, áspero y llameante, tan familiar como una factura de alquiler y tan molesta como un recuerdo inoportuno. ¿Podía ser? No, claro que no.

La Prisión del Temple, que databa del siglo XIII, era un castillo estrecho y feo que se alzaba sesenta metros hasta el vértice de su tejado piramidal, con las celdas de sus torres iluminadas por angostas ventanas enrejadas. Daban por la parte de dentro a galerías distribuidas en torno a un atrio central, accesible por una escalera de caracol. Dice mucho a favor de la eficiencia del Terror el hecho de que la prisión estuviera en gran parte vacía. Todos sus ocupantes monárquicos habían sido guillotinados.

En lo que se refiere a prisiones, había visto otras peores. A Astiza y a mí nos permitían pasear por el parapeto alrededor del tejado —era demasiado alto para intentar saltar o trepar—, y la comida era mejor que en algunos de los jans que había probado cerca de Jerusalén. A fin de cuentas estábamos en Francia. De no haber sido por el hecho de estar encerrados, y que Bonaparte y Silano parecían resueltos a dominar el mundo, yo habría agradecido aquel descanso. No hay como la búsqueda de tesoros, las leyendas antiguas y las batallas para hacerte apreciar una buena siesta.

Pero el Libro de Tot nos reclamaba, y Boniface era un chismoso que gustaba de contar las intrigas de una ciudad en guerra y bajo presión. Conjuras y conspiraciones se cocían con la rapidez de una crepé, cada facción buscando «una espada» que proporcionara la fuerza militar necesaria para hacerse con el gobierno. El Directorio de cinco políticos destacados era remodelado sin cesar por las dos cámaras legislativas. Y el Consejo de los Ancianos y el Consejo de los Quinientos eran asambleas pomposas y estridentes que vestían capas romanas, aceptaban sobornos descarados y mantenían una orquesta a mano para puntuar la legislación con himnos patrióticos. La economía era un desastre, el ejército andaba escaso de provisiones, la mitad del oeste de Francia se había sublevado con la ayuda de oro británico y la mayoría de los generales tenía un ojo puesto en el campo de batalla y el otro en París.

—Necesitamos un dirigente —dijo nuestro carcelero—. Todo el mundo está harto de democracia. Tenéis suerte de estar aquí, Gage, lejos de la confusión. Cuando voy a la ciudad nunca me siento seguro.

—Qué lástima.

—Pero la gente no quiere un dictador. Pocos pretenden el regreso del rey. Debemos conservar la república, pero ¿cómo puede alguien tomar las riendas de nuestra díscola asamblea? Es como controlar a los gatos de París. Necesitamos la sabiduría de Salomón.

—¿Vos creéis?

Compartíamos la cena en los confines de mi celda. Boniface había hecho lo mismo con Smith porque el carcelero se aburría y no tenía amigos. Supongo que su compañía tenía que formar parte de nuestra tortura, pero le había tomado una extraña simpatía. Mostraba más tolerancia con sus prisioneros que algunos anfitriones con sus invitados, y prestaba más atención. Tampoco venía nada mal que Astiza siguiera siendo una mujer hermosa y que yo, por supuesto, fuese una compañía excelente.

Ahora asintió.

—Bonaparte quiere ser un George Washington, aceptando de mala gana el gobierno de su país, pero no tiene la suficiente gravedad ni reserva. Sí, he estudiado a Washington, y su modestia estoica es un mérito para vuestra joven nación. El corso llegó creyendo que sería aupado al Directorio por aclamación popular, pero sus superiores lo recibieron con frialdad. ¿Por qué ha vuelto de Egipto sin órdenes? ¿Habéis leído El Mensajero?

—Si recordáis, monsieur Boniface, estamos confinados en esta torre —observó Astiza en voz baja.

—Sí, sí, claro. ¡Oh, ese periódico valiente denunciaba la campaña egipcia! ¡Se burlaba de ella! ¡Un ejército abandonado! ¡Bonaparte humillado por el hombre que estuvo encarcelado aquí, sir Sidney Smith! La prensa es la voz de la asamblea, ¿sabéis? Todo ha terminado para Napoleón.

Talma me había dicho que Bonaparte temía más a los periódicos hostiles que a las bayonetas. Pero lo que nadie sabía era que Napoleón tenía el libro, y que Silano volvía a disponer del código completo para leerlo. Eso por hacer tratos con Josefina, la zorra intrigante. Esa mujer podría seducir al Papa y llevarlo a la miseria.

Cuando interrogué a Boniface sobre los caballeros templarios que habían construido aquel lugar, fue como accionar la palanca de una bomba.

Surgió un torrente de hechos y teorías.

—¡El mismísimo Jacques de Molay fue gran maestre aquí y después torturado! Aquí hay fantasmas, jóvenes, fantasmas a los que he oído chillar en tormentas de invierno. Los templarios eran quemados y golpeados hasta que admitían la peor clase de aberraciones y culto al diablo, y entonces los mandaban a la hoguera. Pero ¿dónde estaba su tesoro? Se supone que las habitaciones en las que estáis encerrados estaban repletas, pero cuando el rey francés llegó para saquearlas no encontró nada en ellas. ¿Y dónde estaba la supuesta fuente del poder templario? De Molay no quiso decir nada, excepto cuando lo llevaron a la pira. Entonces profetizó que el rey y el Papa morirían en menos de un año. ¡Oh, cómo se estremeció la multitud cuando vaticinó eso! ¡Y fue verdad! Esos templarios no eran solo monjes guerreros, amigo mío, sino también magos. Habían encontrado algo en Jerusalén que les confería extraños poderes.

—Imaginaos si pudiera redescubrirse ese poder —murmuró Astiza.

—Un hombre como Bonaparte se apoderaría del Estado enseguida. Entonces veríamos cambiar las cosas, si queréis que os lo diga, para bien y para mal.

—¿Será entonces cuando nos juzgarán?

—No. Será entonces cuando os guillotinarán. —Se encogió de hombros con un gesto muy francés.

Nuestro carcelero estaba deseoso de oír nuestras aventuras, que revisamos cautelosamente. ¿Habíamos estado dentro de la Gran Pirámide? Oh, sí. Nada de interés.

¿Y el Monte del Templo de Jerusalén?

Un santuario musulmán en la actualidad, de acceso prohibido a los cristianos.

¿Y qué había de los rumores sobre ciudades perdidas en el desierto?

Si estaban perdidas, ¿cómo íbamos a encontrarlas?

Boniface insistió en que los antiguos no habrían podido erigir sus grandes monumentos sin secretos colosales. La magia se había perdido con los sacerdotes de antaño. La nuestra era una época moderna deslucida, falta de prodigios, mecánica y cínica. La ciencia estaba sometiendo el misterio, y el racionalismo pisoteaba las maravillas. ¡No había nada como Egipto!

—Pero ¿y si volviera a encontrarse? —insinué.

—Vos sabéis algo, ¿eh, americano? ¡No, no sacudáis la cabeza! ¡Sabéis algo, y yo, Boniface, os lo sonsacaré!

El 26 de octubre nuestro carcelero trajo una noticia electrizante. ¡Luciano Bonaparte, de veinticuatro años, acababa de ser nombrado presidente del Consejo de los Quinientos!

Yo sabía que Luciano había estado actuando en nombre de su hermano en París mucho antes de que Napoleón dejara Egipto. Era un político de talento. Pero ¿presidente de la cámara más influyente de Francia?

—Creía que había que tener treinta años para detentar ese cargo.

—¡Por eso mismo todo París comenta la noticia! Naturalmente mintió (tenía que hacerlo, para cumplir con la Constitución), pero todo el mundo conoce esa mentira. ¡Y a pesar de todo lo han nombrado! Esto es obra de Napoleón, de alguna manera. Los diputados están asustados, o hechizados.

Siguieron más noticias intrigantes. Napoleón Bonaparte, que había sido desairado por el Directorio, iba a tener un banquete en su honor. ¿Estaba cambiando la opinión pública? ¿Había estado cortejando el general a los políticos de la ciudad para que se pusieran de su parte?

El 9 de noviembre de 1799 —el 18 de brumario en el nuevo calendario revolucionario— Boniface llegó con los ojos desorbitados. El hombre era un periódico ambulante.

—¡No me lo creo! —exclamó—. ¡Es como si nuestros legisladores estuvieran hechizados por Mesmer! A las cuatro y media de esta madrugada, los miembros del Consejo de los Ancianos han sido levantados de sus camas y se han reunido soñolientos en el cercado de los caballos de las Tullerías, donde han acordado salir de la ciudad hacia la finca de Saint-Cloud para deliberar allí. Esta decisión es descabellada: los separa del apoyo de la multitud. ¡Lo han hecho voluntariamente, y los Quinientos seguirán su ejemplo! Todo es confusión y especulación. Pero algo más que eso hace que París esté en vilo.

—¿Qué?

—¡Napoleón ha recibido el mando de la guarnición de la ciudad y el general Moreau ha sido destituido! Ahora hay tropas dirigiéndose hacia Saint-Cloud. Otras están levantando barricadas. Hay bayonetas por todas partes.

—¿El mando de la guarnición? Eso son diez mil hombres. El ejército de París era lo que mantenía a raya a todo el mundo, Bonaparte incluido.

—Exactamente. ¿Por qué iban a permitirlo las cámaras? Algo raro está pasando, algo que las lleva a aprobar lo contrario de lo que habían afirmado solo horas o días antes. ¿Qué podría ser?

Yo sabía qué era, desde luego. Silano había hecho progresos en la traducción del Libro de Tot. Se urdían y pronunciaban hechizos, y las mentes se ofuscaban. ¡Hechizadas de veras! La ciudad entera estaba siendo encantada. No había tiempo que perder.

—Misterios de Oriente —dije de improviso.

—¿Qué?

—Carcelero, ¿habéis oído hablar del Libro de Tot? —preguntó Astiza. Boniface se mostró sorprendido.

—Por supuesto que sí. Todos los estudiosos del pasado han oído hablar del Tres Veces Grande, antepasado de Salomón, creador de todo el conocimiento, el Camino y el Verbo. —Su voz se había reducido a un susurro—. Hay quien dice que Tot creó un paraíso terrenal que hemos olvidado conservar, pero otros afirman que es el mismísimo arcángel negro, bajo mil disfraces: ¡Baal, Belcebú, Bahomet!

—Ese libro ha estado perdido durante miles de años, ¿no? Ahora adoptó una expresión astuta.

—Tal vez. Circulan rumores de que los templarios…

—Jacques Boniface, los rumores son ciertos —dije, levantándome de la tosca mesa sobre la que compartíamos una jarra de vino barato, mi voz más grave—. ¿Qué cargos se han presentado contra Astiza y yo?

—¿Cargos? Pues ninguno. No necesitamos cargos para reteneros en la Prisión del Temple.

—¿Y no os preguntáis por qué Bonaparte nos ha confinado aquí? Ya veis que no tenemos amigos y estamos indefensos. Nos han encerrado pero aún no nos han matado, por si todavía podemos ser de utilidad. ¿Qué hace una extraña pareja como nosotros en París, y qué sabemos que resulta tan peligroso para el Estado?

Nos miró con recelo.

—Me he preguntado tales cosas, en efecto.

—Quizá (planteaos la posibilidad, Boniface) conocemos un tesoro. El más grande de la tierra. —Me incliné hacia delante sobre la mesa.

—¿Un tesoro? —carraspeó.

—De los caballeros templarios, escondido desde ese viernes 13 de 1309, cuando fueron arrestados y torturados por el rey chiflado de Francia. Guardián de esta torre, estáis tan atrapado como nosotros. ¿Cuánto tiempo queréis permanecer aquí?

—Todo el que mis amos…

—Porque vos podéis ser amo, Boniface. Amo de Thot. Vos y nosotros, que somos los auténticos estudiosos del pasado. Nosotros no confiaríamos secretos sagrados a tiranos ambiciosos como Bonaparte, como está haciendo el conde Silano. Los reservaríamos para toda la humanidad, ¿no es cierto?

Se rascó la cabeza.

—Supongo.

—Pero para hacerlo debemos actuar, y deprisa. Esta noche será el golpe de Napoleón, creo. Y depende de quién posea un libro que estuvo perdido, ahora recuperado. Los templarios escondieron sus riquezas, en efecto, en un sitio en el que razonaron ningún hombre se atrevería a mirar nunca —mentí.

—¿Dónde? —Contenía la respiración.

—Bajo el Templo de la Razón, erigido en Isle de la Cité precisamente donde los antiguos romanos levantaron su templo a Isis, diosa de Egipto. Pero solo el libro nos dirá exactamente dónde está.

Puso ojos como platos.

—¿Notre-Dame?

La miseria te hace creer en cualquier cosa, y el salario de un carcelero es un crimen.

—Necesitaremos un pico y valor, monsieur Boniface. ¡El valor para convertirse en el hombre más rico y poderoso del mundo! ¡Pero solo si estáis dispuesto a cavar! ¡Y solo un hombre puede llevarnos hasta el lugar exacto! Silano vive únicamente para su codicia, y debemos capturarlo y hacer lo correcto, ¡por la francmasonería, la tradición templaría y los misterios de los antiguos! ¿Estáis conmigo?

—¿Será peligroso?

—Llevadnos hasta los aposentos de Silano y luego podréis ocultaros en las criptas de Notre-Dame mientras nosotros desciframos el secreto. ¡Entonces juntos cambiaremos la historia!

En tiempos más tranquilos no habría podido convencerlo. Pero con París al borde de un golpe de Estado, tropas levantando barricadas, asambleas legislativas presas del pánico, generales congregándose en brillante formación en la casa de Napoleón, y la ciudad sombría e inquieta, podía ocurrir cualquier cosa. Más importante aún, el clero católico había sido clausurado por la Revolución y Notre-Dame se había convertido en un imponente fantasma, usada solo por ancianas devotas y visitada por los pobres en busca de auxilio. Nuestro carcelero podría acceder a sus criptas fácilmente. Mientras Bonaparte se dirigía a miles de hombres en el jardín de las Tullerías, Boniface reunía herramientas para cavar.

Desde luego, dejarnos salir era un flagrante incumplimiento de las responsabilidades de su cargo. Pero le advertí que jamás encontraría el libro, ni lo leería, sin nosotros. Que pasaría el resto de sus días como carcelero de la Prisión del Temple, cotilleando con los condenados en lugar de heredar la riqueza y el poder de los caballeros templarios. Aquella noche Boniface informó que Bonaparte había irrumpido en el Consejo de los Ancianos cuando estos se resistían a sus exigencias de disolver el Directorio y designarlo primer cónsul. Su discurso había sido volcánico y absurdo, a decir de todos, hasta el punto de que sus propios edecanes tuvieron que llevárselo. ¡Estaba gritando disparates! ¡Todo parecía perdido! Y sin embargo los diputados no ordenaron su detención ni se negaron a reunirse con él. En lugar de eso parecían inclinados a satisfacer sus exigencias. ¿Por qué? Aquella noche, después de que las tropas hipnotizadas de Napoleón hubiesen despejado la Orangerie de Saint-Cloud del Consejo de los Quinientos, con algunos de los diputados saltando desde las ventanas para escapar, los Ancianos aprobaron un nuevo decreto que disponía que un «comité ejecutivo temporal» encabezado por Bonaparte sustituía al Directorio de la nación.

—Todo parecía perdido para sus conspiradores una docena de veces, y sin embargo los hombres se han sometido a su voluntad —dijo nuestro carcelero—. Ahora algunos diputados de los Quinientos están siendo acorralados para que hagan lo mismo. ¡Los conspiradores jurarán el cargo pasada la medianoche!

Más tarde, unos hombres dijeron que todo era un farol, bayonetas y pánico. Pero me pregunté si aquel galimatías incluía palabras de poder que no se habían pronunciado durante casi cinco mil años, palabras de un libro antiguo que había permanecido enterrado en una Ciudad de los Fantasmas con un caballero templario. Me pregunté si el Libro de Tot ya había entrado en acción. Si sus hechizos aún tenían poder, entonces Napoleón, nuevo dueño de la nación más poderosa del mundo, pronto dominaría el planeta, y con él el Rito Egipcio de Silano. Comenzaría un nuevo reinado de megalómanos ocultistas, y en lugar de un nuevo amanecer, caería una larga oscuridad sobre la historia humana.

Teníamos que actuar.

—¿Habéis averiguado dónde se encuentra Alessandro Silano?

—Está realizando experimentos en las Tullerías, bajo la protección de Bonaparte. Pero dicen que esta noche ha salido, ayudando a los conspiradores en su toma del gobierno. Afortunadamente, la mayor parte de las tropas ha marchado hacia Saint-Cloud. Hay unos pocos guardias en las Tullerías, pero el viejo palacio está vacío en gran parte. Podéis ir a los aposentos de Silano y coger el libro. —Nos miró—. ¿Estáis seguros de que tiene el secreto? Si fracasamos, ¡podría significar la guillotina!

—Una vez que tengáis el libro y el tesoro, Boniface, vos controlaréis la guillotina… y todo lo demás.

Asintió inseguro; las manchas de su última media docena de cenas formaban un revoltijo jaspeado sobre su camisa.

—Solo que esto es peligroso. No estoy seguro de que sea lo correcto.

—Todas las grandes cosas son difíciles; ¡de lo contrario no serían grandes! —Sonaba a lo que diría Bonaparte, ya los franceses les gustaba esa forma de hablar—. Llevadnos a las dependencias de Silano y nosotros correremos el riesgo mientras vos os dirigís hacia Notre-Dame.

—¡Pero soy vuestro carcelero! ¡No puedo dejaros solos!

—¿Creéis que compartir el mayor tesoro del mundo no nos ataría más estrechamente que la cadena más sólida? Confiad en mí, Boniface: no podréis deshaceros de nosotros.

Nuestro itinerario a través de París era de tres kilómetros, y lo cubrimos a pie en lugar de en coche para poder eludir los controles militares apostados en la ciudad. Todo París parecía estar en vilo. Había pocas luces, y los transeúntes se apiñaban en las calles, intercambiando rumores sobre el intento de golpe. Bonaparte reinaba. Bonaparte había sido arrestado. Bonaparte estaba en Saint-Cloud, o en el Palacio de Luxemburgo, o incluso en Versalles. Los diputados congregarían a las masas. Los diputados se habían unido a Bonaparte. Los diputados habían huido. Era una cháchara paralizada.

Pasamos por el Ayuntamiento hacia la orilla norte del Sena, con los teatros a oscuras en vez de animados. Conservaba muy buenos recuerdos de sus vestíbulos repletos de prostitutas intentando hacer negocios. Luego seguimos el río hacia el oeste hasta pasado el Louvre. Las magníficas agujas y contrafuertes de la Île de la Cité se alzaban contra un cielo gris, iluminado por una luna velada.

—Es allí donde debéis prepararnos el camino —dije, señalando hacia Notre-Dame—. Vendremos con el libro y con Silano capturado.

Boniface asintió. Nos ocultamos en un portal mientras una compañía de caballería pasaba con estrépito.

En una ocasión tuve la sensación de que alguien nos seguía y me volví, pero solo vislumbré una falda desapareciendo en un portal. Otra vez, un destello de pelo rojo. ¿Lo había imaginado? Deseé llevar encima mi rifle, o cualquier arma, pero si nos detenían con ella podrían encarcelarnos. Las armas de fuego estaban prohibidas en la ciudad.

—¿Has visto a una mujer extraña? —pregunté a Astiza.

—En París todo el mundo me parece extraño.

Pasamos junto al Louvre, el río oscuro y fundido, y en los jardines de las Tullerías giramos y seguimos la imponente fachada del Palacio de las Tullerías, ordenado por Catalina de Médicis dos siglos antes. Como tantos palacios europeos era un edificio descomunal, ocho veces demasiado grande para toda necesidad sensata, y además había sido abandonado en gran parte después de la construcción de Versalles. El pobre rey Luis y María Antonieta se habían visto obligados a regresar a él durante la Revolución, y después el lugar había sido asaltado por la turba y estaba hecho una ruina desde entonces. Aún conservaba un aire de abandono espectral. Boniface exhibió un pase de policía a un centinela aburrido y soñoliento en una puerta lateral, explicando que teníamos un asunto urgente. ¿Quién no lo tenía en aquellos días agitados?

—Yo no llevaría a la mujer ahí arriba —advirtió el soldado, echando un vistazo a Astiza—. Ya nadie lo hace. Está custodiado por un espíritu.

—¿Un espíritu? —preguntó Boniface, palideciendo.

—Los hombres han oído cosas por la noche.

—¿Os referís al conde?

—Algo se mueve ahí arriba cuando él se marcha. —Sonrió, tenía los dientes amarillos—. Podéis dejar a la dama conmigo.

—Me gustan los fantasmas —replicó Astiza.

Subimos la escalera hasta la primera planta. La opulencia arquitectónica de las Tullerías seguía intacta: salones inmensos abriéndose uno a otro en una larga sucesión, bóvedas de cañón profusamente decoradas, suelos de madera noble que parecían mosaicos y repisas de chimenea con baratijas suficientes para decorar media Filadelfia. Nuestros pasos resonaban. Pero la pintura estaba sucia, el papel se desconchaba y el suelo había sido agrietado y estropeado por un cañón que la turba arrastró sobre él para enfrentarse con Luis XVI en 1792. Varias de las suntuosas ventanas seguían entabladas después de su rotura. La mayoría de las obras de arte había desaparecido.

Seguimos adelante, una habitación tras otra, como un sitio visto interminablemente a través de espejos que se reflejan. Por fin nuestro carcelero se detuvo frente a una puerta.

—Estos son los aposentos de Silano —anunció Boniface—. No permite que los centinelas se acerquen. Debemos apresurarnos, porque podría volver en cualquier momento. —Miró alrededor—. ¿Dónde está ese fantasma?

—En tu imaginación —respondí.

—Pero algo mantiene alejados a los curiosos.

—Sí. La credulidad ante las historias ridículas.

El cerrojo de la puerta se forzó fácilmente: nuestro carcelero había tenido mucho tiempo para aprender cómo hacerlo de los delincuentes a los que alojaba.

—Buen trabajo —le dije—. Eres el hombre adecuado para entrar en las criptas. Nos reuniremos contigo allí.

—¿Me tomáis por estúpido? No voy a dejaros hasta que esté seguro de que ese conde tiene realmente algo que merece la pena encontrar. Siempre y cuando nos demos prisa.

Miró por encima del hombro.

Así, atravesamos juntos una antesala hasta una habitación más amplia y sombría y nos detuvimos, indecisos. Silano había estado ocupado.

Lo primero que llamaba la atención era una mesa central. Sobre ella yacía un perro muerto, el hocico contraído en una mueca de dolor helado, su pelaje pintarrajeado o esquilado. Del cadáver sobresalían unas agujas conectadas con filamentos de metal.

Mon Dieu, ¿qué es esto? —susurró Boniface.

—Un experimento, creo —contestó Astiza—. Silano está jugando con la resurrección.

Nuestro carcelero se santiguó.

Los estantes estaban repletos de libros y manuscritos que Silano debía de haber traído de Egipto. También había montones de frascos de conservación, su líquido amarillo como la bilis, llenos de organismos: peces de ojos saltones, anguilas fibrosas, pájaros con el pico metido en su plumaje empapado, mamíferos flotantes y partes de cosas que no acertaba a identificar del todo. Había miembros de bebés y órganos de adultos, cerebros y lenguas, y en uno —como canicas u olivas— un recipiente de ojos que parecían inquietantemente humanos. Había un estante de cráneos humanos, y un esqueleto armado de un animal grande que ni siquiera podía reconocer. Roedores y pájaros disecados y momificados nos contemplaban desde las sombras con ojos vidriosos.

Junto a la puerta había pintado un pentagrama en el suelo, con signos extraños del libro grabados. Pergaminos y placas con símbolos misteriosos colgaban de las paredes, junto con viejos mapas y diagramas de las pirámides. Atisbé el dibujo de la cabala que habíamos visto debajo de Jerusalén, y otros revoltijos de números, líneas y símbolos de fuentes arcanas, como una cruz torcida hacia atrás. Todo estaba iluminado por velas de llama baja: Silano se había ausentado durante algún tiempo, pero era obvio que esperaba volver. Sobre una segunda mesa se extendía un océano de papel, cubierto con los caracteres del Libro de Tot y los intentos de Silano de traducirlos al francés. La mitad estaba tachada y salpicada de puntos de tinta. Otros frasquitos contenían líquidos nocivos, y había cajas de latón con pilas de polvos químicos. La estancia estaba impregnada de un extraño olor a tinta, conservante, metal en polvo y una putrefacción subyacente.

—Este es un lugar diabólico —murmuró Boniface. Tenía una expresión como si acabara de hacer un pacto con el diablo.

—Es por eso que debemos quitarle el libro a Silano —dijo Astiza.

—Vete ahora si tienes miedo —insté.

—No. Quiero ver ese libro.

El suelo estaba cubierto en gran parte por una elegante alfombra de lana, manchada y raída pero sin duda dejada por los Borbones. Terminaba en un balcón que daba a un espacio oscuro. Debajo había una planta baja adoquinada, con dos grandes puertas de doble hoja que conducían al exterior como si se tratara de una cuadra. Dentro había un coche y tres carros, estos cargados con cajas amontonadas. De manera que Silano aún deshacía su equipaje. Una escalera de madera subía a la habitación en la que estábamos, lo cual explicaba por qué se había elegido esta. Resultaba práctica para meter y sacar cosas.

Como un sarcófago de madera.

El ataúd de Rosetta había permanecido oculto en las sombras, pero ahora lo vi, apoyado en vertical contra la pared. La tracería de decoración antigua aparecía gris en la tenue luz, pero conocida. Sin embargo la caja tenía algo extrañamente intimidante.

—Es la momia —dije—. Apuesto a que el conde ha propagado la noticia. Este es el espíritu al que se refería el centinela, lo que impide a los hombres fisgar en esta habitación.

—¿Hay un muerto ahí dentro?

—Muerto hace miles de años, Boniface. Echa un vistazo. Algún día, todos nosotros seremos así.

—¿Abrirlo? ¡No! ¡El guardia ha dicho que cobra vida!

—No sin el libro, diría yo, y todavía no lo tenemos. La llave de la fortuna que hay debajo de Notre-Dame podría estar en este sarcófago. Tú has enviado hombres al patíbulo, carcelero. ¿Te da miedo una caja de madera?

—Un ataúd.

—Que Silano trajo todo el trayecto desde Egipto sin ningún percance.

Así que el desafiado carcelero se armó de valor, se adelantó y abrió la tapa. Y Omar, la momia guardiana, con el rostro casi negro, las cuencas sin ojos y cerradas, y una mueca en la boca, se inclinó lentamente y cayó en sus brazos.

Boniface chilló. Vendas de lino se agitaron ante su cara y polvo que olía a humedad le fue a los ojos. Dejó caer a Omar como si la momia quemara.

—¡Está vivo!

El problema de pagar poco a los funcionarios públicos es que no consigues a los mejores.

—Cálmate, Boniface —dije—. Está muerto como una salchicha, y lo ha estado durante miles de años. ¿Lo ves? Lo llamamos Omar.

El carcelero volvió a persignarse, pese a la animosidad jacobina a la religión.

—Lo que estamos haciendo es un error. Nos condenarán por esto.

—Solo si perdemos el valor. Escucha, se está haciendo tarde. ¿Cuánto riesgo puedes aguantar? Ve a la iglesia, fuerza los cerrojos y oculta nuestras herramientas. Escóndete y espéranos.

—Pero ¿cuándo vendréis?

—Tan pronto como tengamos el libro y respuestas del conde. Empieza a golpear suavemente los suelos de la cripta. Tiene que haber un agujero en alguna parte.

Asintió, recobrando parte de su codicia.

—No seré rico a menos que lo haga, ¿verdad?

Esto lo dejó satisfecho y, para nuestro alivio, se marchó. Yo confiaba en que no lo veríamos más porque, que yo supiera, no había ningún tesoro debajo de Notre-Dame y no tenía intención de ir allí. La momia Omar nos había hecho un favor.

Miré al cadáver con recelo. Se estaría quieto, ¿no?

—Tenemos que encontrar el libro enseguida —dije a Astiza. El truco consistía en terminar antes de que regresara el conde—. Tú mira en los estantes de ese lado, yo en este.

Pasamos volando por los libros, tirándolos al suelo, buscando el manuscrito en la parte de atrás. Acá había volúmenes sobre alquimia, brujería, Zoroastro, Mitra, la Atlántida y Thule. Allá había álbumes de imaginería masónica, bocetos de jeroglíficos egipcios, la jerarquía de los caballeros templarios y teorías sobre rosacruces y el misterio del Grial. Silano tenía tratados sobre electricidad, longevidad, afrodisíacos, hierbas curativas, el origen de la enfermedad y la edad de la tierra. Su especulación era ilimitada, y sin embargo no encontramos lo que andábamos buscando.

—Tal vez lo lleva consigo —supuse.

—No se atrevería a hacerlo, no en las calles de París. Lo ha escondido donde no se nos ocurriría, o no nos atreveríamos, mirar.

¿Atreverse a mirar? En Rosetta, Omar había servido de centinela. Observé a la pobre momia tumbada, su nariz erosionada contra el suelo. ¿Era posible?

Le di la vuelta. Había una hendidura en las vendas y comprobé que su torso estaba hueco, después de extraerle los órganos vitales. Haciendo una mueca, metí la mano.

Y toqué el manuscrito, liso y bien envuelto. Ingenioso.

—De modo que el ratón ha encontrado el queso —dijo una voz desde el umbral. Me volví, consternado por no estar listos. Era Alessandro Silano, encaminándose hacia nosotros erguido y varios años más joven, con un estoque oscilando al andar. Su cojera había desaparecido y su expresión era mortífera.

—Sois un hombre difícil de matar, Ethan Gage, por lo que no voy a repetir el indulgente error que cometí en Egipto. Si bien quería desenterrar vuestro cadáver momificado y brindar por él en mi futuro palacio, también esperaba tener algún día esta oportunidad: atravesaros a los dos, como haré ahora.