eníamos dos misiones. Una consistía en utilizar la Piedra de Rosetta para traducir los símbolos del manuscrito de Thot al francés. La segunda, una labor que requería todavía más tiempo, era traducir después el libro y sacarle algún sentido.
Ahora que tenía localizado un manuscrito que había estado buscando durante años, Silano exhibió parte de ese refinado atractivo con que había seducido a las mujeres en París. Las arrugas desaparecieron de su rostro, su cojera se hizo más ligera y se mostró ansiosamente animado cuando empezó a trazar símbolos y a intentar encontrar relaciones. Tenía encanto, y comencé a entender qué había visto Astiza en él. Había una energía elegantemente intelectual que resultaba seductora. Aún mejor, parecía contentarse con entregarme a Astiza, si bien lo sorprendí mirándola con anhelo varias veces. También ella parecía aceptar nuestro trato. ¡Qué extraño triunvirato de investigadores habíamos formado! Yo no olvidaba la muerte de mis amigos a manos de Silano, pero admiraba su diligencia. El conde había traído baúles llenos de libros que olían a humedad, y cada conjetura instruida remitía a uno de nosotros a otro volumen para comprobar la verosimilitud de que esta gramática pudiera funcionar o aquella referencia tuviera sentido. La oscura prehistoria en la que supuestamente se había escrito el libro se iba iluminando poco a poco.
Laboriosamente, desciframos los títulos de los capítulos del manuscrito.
«De la naturaleza diáfana de la realidad y su sometimiento a la voluntad propia», rezaba uno. Esta turbadora promesa me estimuló, a mi pesar.
«De la libertad y el destino», decía otro. Bueno, había una posibilidad.
«De la conjunción de mente, cuerpo y alma».
«De la invocación de maná del cielo». ¿Lo había leído Moisés? No vi ningún apartado sobre la separación de las aguas del mar.
«De la vida eterna en sus diversas formas». ¿Por qué no le había dado resultado?
«Del mundo subterráneo y el mundo celestial». ¿Infierno y cielo?
«Del sometimiento de la mente de los hombres a la voluntad propia». Oh, a Bonaparte le encantaría.
«De la supresión de enfermedades y la curación del dolor».
«De la conquista del corazón de la persona amada». Ahora esto sería un éxito de ventas.
«De las cuarenta y dos escrituras sagradas».
Esto último bastó para hacerme gemir. Al parecer, este libro era solo el primero de otros cuarenta y un volúmenes, que mi mentor egipcio Enoc había afirmado no eran más que una muestra de 36 535 manuscritos —cien por cada día del año— dispersos por la tierra. Solo debían ser encontrados por los dignos cuando llegase el momento.
¡Gracias a los santos que yo no era especialmente digno! Solo conseguir el primero había estado a punto de costarme la vida. Sin embargo, Silano soñaba con nuevas búsquedas.
—¡Esto es asombroso! Supongo que este libro es un sumario, una lista de temas y primeros principios, con conocimiento y misterio progresivos en cada volumen. ¿Os imagináis tenerlos todos?
—Los faraones creían que incluso este debía mantenerse oculto —recordé.
—Los faraones eran hombres primitivos que no conocían la ciencia moderna ni la alquimia. Todo el progreso humano viene del conocimiento, Gage. Desde el fuego y la rueda, nuestro mundo es una culminación de un millón de ideas, compartidas y registradas. Lo que tenemos aquí son mil años de desarrollo científico, dejados por alguien, un dios, un mago o algún ser eminente de quién sabe dónde (la Atlántida, o la luna) que inició la civilización y ahora puede restaurarla. Durante cinco milenios la mayor biblioteca estuvo perdida, y ahora ha vuelto a encontrarse. Este manuscrito nos conducirá a otros. Y entonces los hombres más sabios, como yo, podrán gobernar y poner las cosas en orden. ¡A diferencia de reyes y tiranos, yo decretaré con conocimiento perfecto!
Nadie podía acusar a Silano de humildad. Despojado de su fortuna por la Revolución, obligado a recuperar el favor congraciándose con demócratas que habían sido simples abogados y panfletistas, el conde era un hombre impulsado por la frustración. La hechicería y el ocultismo le permitirían recobrar lo que el republicanismo le había arrebatado.
Si bien teníamos los títulos de algunos capítulos, la reconstrucción del texto propiamente dicho resultaba una tarea tediosa. Su construcción era completamente extraña, y la simple identificación de palabras no aclaraba su significado.
—Este es un trabajo para universidades enteras —advertí al conde—. Pasaremos el resto de nuestras vidas tratando de descifrar esto aquí en Rosetta. Llevémoslo al Instituto Nacional o a la Academia Británica.
—¿Sois tonto de remate, Gage? Dejar que un sabio común tenga acceso a esto es como almacenar pólvora en una tienda de caramelos. ¿Y erais vos quién temía por su uso incorrecto? Yo he estudiado las tradiciones en torno a estas palabras durante décadas. Astiza y yo hemos trabajado duro y mucho tiempo para ser dignos.
—¿Y yo?
—Curiosamente, vos fuisteis necesario para encontrar el manuscrito. Solo Thot sabe por qué.
—Una gitana me dijo en cierta ocasión que yo era un loco. El loco que buscaba al loco.
—Es la primera vez que oigo que esos charlatanes tienen razón.
Y como si quisiera demostrarlo, aquella noche mandó envenenarme.
No soy el más bondadoso ni compasivo de los hombres, y por lo general no me preocupo demasiado de las criaturas de Dios a menos que quiera cazarlas, atraparlas o montarlas. Pero hay lebreles que me han parecido agradables, gatos que he apreciado por sus aptitudes para la caza de ratones y pájaros con plumas que dejaban a uno sin habla. Es por eso que di de comer al ratón.
Estuve levantado con el libro hasta más tarde que Silano y Astiza, planteándome si esta palabra casaba con aquella y si rarezas como «en tu mundo, el azar es el fundamento de la predeterminación fatalista» tenían algún sentido. Finalmente me tomé un breve respiro en nuestro porche, las tinieblas húmedas del cielo estival se veían pobladas de estrellas, y pedí a un ordenanza que me trajera algo que comer. Tardó en exceso, pero por fin me entregaron un plato y volví a entrar para sentarme a nuestra mesa a mordisquear fuul, un puré de alubias con tomate y cebolla. Vislumbré en un rincón a un visitante periódico que me había divertido antes, un ratón espinoso egipcio, así llamado porque sus púas pinchan la boca de sus depredadores. Sintiéndome amigable en la noche serena, le eché ociosamente un poco de puré, aunque la presencia de tales roedores era uno de los motivos por los que encerrábamos el libro en una caja fuerte.
Entonces volví a mi trabajo. ¡Cuántas opciones! Me maravillé ante los símbolos, reparando repentinamente en cómo parecían moverse, deslizarse, girar y caer. Parpadeé, las palabras me aparecieron borrosas. ¡Estaba más cansado de lo que creía! Pero si lograba descifrar dónde terminaba la frase, o si Tot empleaba frases en el sentido moderno…
Ahora el manuscrito temblaba. ¿Qué estaba ocurriendo? Eché una ojeada al rincón. El ratón, del tamaño de una rata pequeña en mi país, había caído de costado y se estremecía, con los ojos desorbitados de terror. Tenía espuma en la boca.
Aparté mi plato y me levanté.
—¡Astiza! —intenté gritar, pero fue un murmullo gutural de una lengua pastosa, que no oyó nadie más que yo. Di un paso vacilante. ¡Ese bastardo de Silano! ¡Creía que ya no me necesitaba! Recordé su amenaza de un cerdo envenenado en El Cairo, el año anterior. Entonces me derrumbé, sin saber siquiera qué les había sucedido a mis piernas, y me golpeé contra el suelo con tanta violencia que vi chiribitas. A través de una bruma vi morir al ratón.
Unos hombres entraron furtivamente en la habitación para recogerme. Pero ¿cómo iba a explicar el conde este asesinato a Astiza? ¿O planeaba matarla también? No, él aún la quería. Me izaron, gruñendo, y me portaron entre ellos como un saco de harina. Yo estaba mareado, pero consciente, seguramente porque apenas había probado la comida. Supusieron que estaba muerto.
Salimos por una puerta lateral y bajamos hacia el río y el retrete de la guarnición, irrigado por un canal. Al otro lado se extendía una pequeña laguna del río principal, que olía a loto y mierda. Me balancearon adelante y atrás y arrojaron mi cuerpo, indefenso como un bebé.
Me hundí con un chapoteo. ¿Pretendían simular que me había ahogado?
Pero el agua me reanimó un poco, y el pánico confirió movimiento a mis miembros. Conseguí salir a la superficie y respiré, tragando agua. La escasa dosis estaba desapareciendo. Mis dos presuntos verdugos me observaban, curiosamente no demasiado alarmados por mi resistencia. ¿No se daban cuenta de que no había ingerido suficiente veneno? No hacían ningún ademán de dispararme, ni de entrar en el agua para acabar conmigo con la espada o el hacha.
Tal vez podría llegar a la orilla y pedir ayuda.
Fue entonces cuando oí un fuerte chapoteo a mi espalda.
Me volví. Había un muelle bajo en la laguna, y una cadena se desenrollaba ruidosamente, sus eslabones serpenteando hacia mí. ¿Qué diablos era aquello?
Mis escoltas rieron.
En la oscuridad vi acercarse hacia mí el hocico prominente y los ojos de reptil de la más aborrecible y espantosa de todas las bestias: el cocodrilo del Nilo. Esta pesadilla prehistórica, blindada con escamas, grueso como un tronco, un torpedo de músculos, puede ser asombrosamente veloz dentro y fuera del agua. Es antiguo como los dragones e insensible como una máquina.
Pese a mi estado de confusión, comprendí su conjura. Los sinvergüenzas de Silano habían encadenado al depredador en aquella laguna para que se deshiciera de mí devorándome. Me parecía oír la versión del conde. El americano había usado el retrete, se había acercado hasta el Nilo para lavarse o contemplar la noche, el cocodrilo había salido del agua —ya había sucedido en Egipto mil veces antes— y, chas, chas, yo había desaparecido. Silano tendría piedra, manuscrito y mujer. ¡Jaque mate!
Acababa de asimilar este desagradable guión, reconociendo su ingeniosa perfidia con sorda admiración, cuando el animal atacó. Me cogió desde abajo, sujetándome la pierna pero sin masticarla todavía, y nos hundimos, en su costumbre ancestral de ahogar a su presa. El horror absoluto de ese torno de banco, su larga boca de dientes superpuestos, sus escamas cubiertas de musgo, la siniestra vacuidad de su expresión, todo ello se impresionó de algún modo en mi mente y me impulsó a la acción pese al dolor y el veneno. Liberé mi tomahawk del cinturón mientras girábamos y golpeé al animal en el hocico, sin duda sorprendiéndolo con mi pequeño aguijón tanto como él me había sorprendido a mí. Sus mandíbulas se abrieron como accionadas por un muelle, liberando mi pierna, y lo acuchillé otra vez, alcanzándolo en el paladar, adonde fue a alojarse el tomahawk. La laguna estalló cuando el cocodrilo se retorció, y mientras se debatía noté su cadena deslizándose junto a mí. La agarré instintivamente. El animal y su cadena me llevaron hacia arriba, mi cabeza salió a la superficie y tomé aire. Entonces nos sumergimos de nuevo, el cocodrilo intentando volverse para morderme, aunque con cada chasquido de las mandíbulas el tomahawk debía de clavársele más profundamente. No me atrevía a dejar que su boca se me acercara. Me impulsé frenéticamente hacia delante por la cadena hasta alcanzar el punto donde formaba un lazo alrededor del cuello del monstruo, justo delante de sus patas delanteras. Me sujeté. Por más que girase, no podía morderme.
Nos sumergimos, y traté de golpearlo en los ojos. Ahora se revolvió como un caballo encabritado mientras yo apenas podía sujetarme. Salimos a la superficie y volvimos a hundirnos, nos revolvimos en el lodo del fondo poco profundo y subimos de nuevo. Podía oír el muelle crujiendo y chirriando detrás mientras la bestia tiraba furiosamente de la cadena. Las risas de mis captores habían cesado. Mi pierna sangraba, y el olor a sangre hacía que el cocodrilo se retorciera con aún más frenesí. No tenía ningún modo de matar al animal.
Así pues, cuando nuestras contorsiones nos llevaron cerca del muelle, me solté y nadé hacia él. Ningún hombre ha salido jamás del agua con tanta celeridad. Me apresuré a ponerme de pie sobre la madera.
El cocodrilo se volvió, enredado en su propia cadena, y vino tras de mí, su hocico estrellándose contra las astillas del embarcadero. Mordió, gruñendo al sentir el dolor producido por mi tomahawk, y partió los tablones por la mitad. El muelle empezó a hundirse hacia su hocico al mismo tiempo que yo trataba de trepar por su pendiente. Oí gritos confusos de los hombres que me habían arrojado. Entonces atisbé el sitio donde la cadena estaba enredada y, cuando una brusca embestida aflojó la tensión, levanté su lazo para liberar al animal, confiando en que se alejara Nilo arriba.
En lugar de eso el cocodrilo irrumpió medio fuera del agua, la cadena suelta silbando como un látigo. Agaché la cabeza cuando pasaba relinchando. El animal volvió a caer en la laguna, comprendió que era libre y de repente arremetió a toda velocidad, pero no contra mí. Sus angustiosos ojos habían atisbado a los hombres que presenciaban nuestra lucha desde la orilla. El cocodrilo salió del agua tras ellos, sus fuertes patas extendidas mientras cargaba, levantando espuma. Los soldados echaron a correr, gritando.
Un cocodrilo puede galopar distancias cortas con la rapidez de un caballo. Alcanzó a uno de mis atormentadores y prácticamente lo partió por la mitad con una furiosa dentellada de sus mandíbulas, a continuación lo dejó y persiguió al siguiente, derecho hacia el fuerte. El hombre gritaba en señal de advertencia.
Yo no disponía de mucho tiempo.
Y no estaba dispuesto a dejárselo todo a Silano. Lo mataría si podía y, si no, lo atormentaría con lo que había perdido. Cogería el manuscrito y lo arrojaría a la sima más profunda del Mediterráneo. Herido por los dientes del animal, goteando sangre, subí el camino cojeando, siguiendo el rastro de arena removida por la poderosa cola del cocodrilo. Me detuve cautelosamente en la pequeña puerta por la que habíamos salido. El cocodrilo la había franqueado y se hallaba en el patio; los hombres empezaban a disparar. Un cañón descargó una salva de alarma. Entré a mi vez pero ocultándome en las sombras, recorriendo sigilosamente el perímetro hacia mis aposentos. Allí cogí mi rifle largo y miré a hurtadillas desde la puerta. El cocodrilo estaba abatido, un centenar de hombres le disparaban sin cesar, con los restos de otro humano atenazados por sus colosales fauces. Entonces apunté, pero no a la bestia. En su lugar puse la mira en un farol de las cuadras al otro lado del patio, que a su vez no distaban mucho del polvorín.
Me proponía incendiar el fuerte.
Fue uno de los mejores disparos que he efectuado nunca, conteniendo la respiración y apretando con el dedo. Tuve que disparar de un extremo a otro del patio de armas, a través de una ventana abierta, y acertar al farol sin apagar su mecha. Cayó, se rompió, y las llamas comenzaron a extenderse por el heno. Una luz extraña empezó a iluminar las escamas y los dientes como sables del monstruo, al mismo tiempo que los hombres prorrumpían en gritos: «¡Fuego, fuego!». Los caballos relinchaban.
Nadie reparó en mí.
De modo que regresé cojeando a la habitación en la que me habían envenenado. Por el camino, cogí uno de los picos empleados para la construcción del fuerte.
Maldito conde, el manuscrito había desaparecido.
Miré hacia fuera. Las llamas saltaban más altas y los asustados caballos salían en desbandada de la cuadra, aumentando la confusión. Pude oír los gritos de los oficiales. «¡El polvorín! ¡Mojad el polvorín!». Cargué y disparé otra vez, alcanzando a alguien que trataba de organizar una cadena de cubos desde el pozo del fuerte. Cuando cayó, la brigada que acarreaba los baldes se dispersó en desorden, sin saber qué estaba pasando. Se oían disparos mientras los centinelas abrían fuego en todas direcciones.
Astiza apareció en ropa de dormir, con el pelo revuelto y los ojos como platos en su confusión. Se fijó en mi pierna ensangrentada, mis ropas empapadas y la mesa vacía donde había estado el manuscrito.
—¡Ethan! ¿Qué has hecho?
—¡Querrás decir qué ha hecho tu antiguo amante! ¡Me ha envenenado y ha intentado darme de comer a ese reptil! No creas que no habrías sido la siguiente, una vez que te hubiese tenido y se hubiese cansado de ti. Quiere ese libro para él solo. No para la ciencia, ni para Bonaparte, ni desde luego para nosotros. ¡Lo ha vuelto loco!
—Le he visto salir corriendo hacia la atalaya con Bouchard. Y se han encerrado dentro.
—Va a esperar a que la guarnición acabe conmigo. Y quizá también contigo.
Más voces, y ahora las balas empezaron a golpetear el edificio del cuartel general en el que nos habíamos refugiado.
—¡No podemos dejar que desaparezca con ese libro! —dijo ella.
—Entonces ¿por qué lo encontramos para empezar?
—¿Por qué aprende la gente? ¡Somos así por naturaleza!
—Yo no. —La sujeté—. ¿Estás conmigo?
—Por supuesto.
—Entonces, si no podemos hacernos con el manuscrito, destruiremos la clave que permite traducirlo y tendrá un libro inservible. ¿Hay alguna salida de esta ratonera?
—Hay un arsenal de oficiales detrás de aquella puerta, y pólvora dentro.
—¿Crees que podemos combatir a toda la guarnición?
—Podemos abrir un agujero en la muralla de atrás. Sonreí.
—¡Dios mío, estás preciosa sometida a presión!
Era una puerta gruesa y cerrada con llave, pero disparé una vez y luego utilicé el pico. Cedió. No era el polvorín principal, sino que solo contenía las armas de los oficiales, pero gracias a Tot había dos barriles de pólvora. Destapé uno de ellos y dejé un reguero hasta la habitación principal. Luego coloqué ambos barriles junto al muro exterior.
—Ahora nos llevaremos la piedra.
—¡No puedes llevártela! ¡Pesa demasiado!
Levanté el rodillo que había metido en mi cartera como señuelo y sonreí.
—Ben Franklin dice que sí puedo.
Imprimir siempre me había parecido un oficio sucio, pero Franklin sostenía que era como emitir dinero. Me puse el fusil en bandolera y regresé cojeando a la habitación de la Piedra de Rosetta; la luz refulgente del fuego de afuera proyectaba sombras en el interior. En el patio, los soldados habían formado una larga cadena que llegaba hasta el río, pasándose cubos por encima de la cola del cocodrilo muerto. Los disparos habían amainado.
Saqué las pinturas experimentales de Silano de sus botes y vertí un poco sobre mi rodillo. A continuación lo pasé por la parte superior de la Piedra de Rosetta, embadurnando la superficie pero dejando los símbolos grabados sin pintar. Repetí la operación con el texto griego.
—Desnúdate hasta la cintura, por favor.
—¡Ethan!
—Necesito tu piel.
—¡Por la gracia de Isis, hombres! ¿Es lo único en que puedes pensar en un momento como…?
De modo que así su camisón de dormir por los hombros y tiré, desgarrándolo sobre su espalda mientras chillaba.
—Lo siento. Tu piel es más tersa que la mía.
Entonces la besé, sus harapos apretados contra sus pechos, y la apoyé contra la piedra.
Astiza se crispó.
—¿Qué estás haciendo?
—Convertirte en una biblioteca.
La aparté y miré. El resultado no era perfecto, algunos símbolos se perdían en la hendidura de su columna vertebral, pero aun así se había estampado allí una imagen refleja. La apreté otra vez contra el texto griego, un fragmento del cual le llegaba hasta la parte superior de los glúteos. El efecto resultaba extrañamente erótico, pero las mujeres tienen una espalda preciosa, y me gustaba la turgencia de sus caderas ceñidas por la tela…
¡De vuelta al trabajo! Mientras ella estaba allí de pie, demasiado avergonzada todavía para enfadarse, ataqué el monumento, no para llenarlo de pintadas sino para truncarlo. Tenía que apuntar al centro de los jeroglíficos, confiando en que no me maldijera algún sabio años más tarde. Un golpe, dos, tres, ¡y el granito empezó a agrietarse! Apunté por última vez, golpeé con todas mis fuerzas y el cuarto superior de la Piedra de Rosetta se desprendió, llevándose consigo toda la escritura de Thot y parte de los jeroglíficos. El fragmento se estrelló con estruendo contra el suelo.
—Ayúdame a arrastrarlo.
—¿Te has vuelto completamente loco?
—Tenemos la escritura clave estampada en ti. Debemos destruir este trozo. No podemos mover la piedra entera, pero podemos llevar esto al arsenal.
—¿Y luego?
—Lo volaremos junto con la pared. ¡Y el libro será inservible hasta que lo recuperemos!
La piedra era pesada, pero conseguimos llevarla tirando, empujando y arrastrándola a través de la habitación de la entrada hasta el arsenal del otro lado. La aseguré contra los sacos de pólvora, pensando que ayudaría a dirigir su onda expansiva hacia el muro.
Entonces me retiré, cogí una vela y encendí el reguero de pólvora. Miré hacia atrás. Astiza estaba agachada junto a la ventana, mirando afuera. Los hombres gritaban y corrían. Las llamas se intensificaban.
—¡Ethan! —advirtió. Entonces el mundo estalló.
El polvorín del Fuerte Julián fue el primero, una explosión atronadora que lanzó escombros en llamas despedidos por los aires varios centenares de metros. Aun resguardados dentro del edificio, la sacudida nos tiró al suelo. Un momento después se produjo un segundo estruendo en el arsenal que provocó también una lluvia de cascotes. Fragmentos de la Piedra de Rosetta salieron despedidos como metralla. El hermoso torso de Astiza sería el único documento de Thot. La toqué.
—La pintura ya está seca. —Sonreí—. ¡Eres un libro, Astiza, el secreto de la vida!
—Más vale que encuentres un forro para este libro. No pienso correr desnuda por todo Egipto.
Tomé prestada una capa de oficial. Tuve que dejar mi tomahawk en el cocodrilo muerto. Con mi rifle, nos abrimos paso por entre las ruinas del arsenal. En el muro de barro del fuerte se había abierto una brecha, y trepamos sobre sus escombros hacia las calles de Rosetta. Al final del callejón había ropa tendida junto a un carro de burro, no lejos de un asno acorralado y muy asustado.