legué de vuelta a Egipto el 14 de julio de 1799, un año y dos semanas después de mi primer desembarco con Napoleón. Esta vez iba con un ejército turco, no francés. Smith estaba entusiasmado con esta contraofensiva, proclamando que acabaría con Boney. Sin embargo, no pude evitar fijarme en que se mantenía a distancia de la costa con su escuadrón. Y cuesta trabajo decir quién tenía menos confianza en el éxito definitivo de esta invasión: su anciano comandante de barba blanca, Mustafá Pasha, quien limitó su avance a ocupar la minúscula península que constituía un lado de la bahía de Abukir, o yo. Sus tropas desembarcaron, tomaron un reducto francés al este de la aldea de Abukir, exterminaron a sus mil trescientos defensores, forzaron a rendirse a otro puesto avanzado francés en la punta de la península y se detuvieron. En el punto donde el istmo de la península se unía al continente, Mustafá empezó a erigir tres filas de fortificaciones en espera del inevitable contraataque francés. Pese a la satisfactoria defensa de Acre, los otomanos aún desconfiaban de enfrentarse a Napoleón en campo abierto. Después de la ridículamente desequilibrada victoria de Bonaparte en la Batalla del Monte Tabor, los pachas consideraban cada iniciativa propia como un desastre en potencia. De modo que invadieron y cavaron furiosamente, esperando que los franceses expiraran servicialmente delante de sus trincheras. Pudimos ver a los primeros exploradores de la fuerza de bloqueo de Bonaparte, que se reunía rápidamente, observándonos desde las dunas al otro lado de la península.
Sin que se me invitara, sugerí cortésmente a Mustafá que atacara al sur e intentara unir fuerzas con la resistencia mameluca en la que se había alistado mi amigo Ashraf, una caballería móvil a las órdenes de Murad Bey. Circulaba el rumor de que Murad había osado llegar hasta la Gran Pirámide, la había escalado hasta la cúspide y había usado un espejo para hacer señales a su esposa, cautiva en El Cairo. Era el gesto de un comandante gallardo, y yo esperaba que a estos turcos les fuese mejor bajo el astuto mando de Murad que a las órdenes del cauteloso Mustafá. Pero el pacha no confiaba en los arrogantes mamelucos, no quería compartir el mando y le daba pavor dejar la protección de sus terraplenes y troneras. Así como Bonaparte se había mostrado impaciente en Acre, los otomanos habían desembarcado demasiado pronto, y con demasiado pocas fuerzas, en Egipto.
Sin embargo la situación estratégica cambiaba continuamente. Sí, el gran plan estratégico original de Napoleón se había desbaratado. Su flota había sido destruida por el almirante Nelson el año anterior, su avance en Asia había sido detenido en Acre, y Smith había recibido un parte en el que se le informaba que el sultán indio con el que Bonaparte esperaba unirse, Tippoo Sahib, había muerto en el asedio de Seringapatam, en la India, a manos del general inglés Wellesley. Pero al mismo tiempo que Mustafá desembarcaba, una flota combinada franco-española había zarpado en el Mediterráneo para contrarrestar la superioridad naval británica. Las probabilidades se iban complicando.
Decidí que mi mejor apuesta consistía en hacer tratos con Silano en Rosetta, un puerto situado en la desembocadura del Nilo, lo antes posible. Luego regresaría a toda prisa al enclave turco antes de que su cabeza de playa se disolviera y tomaría un barco con rumbo a cualquier otra parte. Si lo conseguía, Astiza podría venir conmigo. ¿Y el libro?
Bonaparte y Silano tenían razón. Me sentía dueño de él, y más curioso que nunca por enterarme de qué decía en realidad su misteriosa escritura. ¿Habría podido resistirse el propio Ben? «Lo que hace que resistir a la tentación resulte tan difícil —había escrito— es que no queremos rechazarla del todo». Tenía que ingeniármelas para hacerme con la «clave» de Silano, rescatar a Astiza una vez más, y después decidir por mí mismo qué quería hacer con el secreto. La única cosa de la que estaba seguro era que, si el texto prometía la inmortalidad, no quería tener nada que ver con ella en este mundo. La vida ya es lo bastante dura como para soportarla eternamente.
Mientras los turcos se atrincheraban en el sofocante calor del verano, sus tiendas un carnaval de color, alquilé una falúa para que me llevara a la desembocadura occidental del Nilo, a Rosetta. Habíamos pasado por allí durante mi primera entrada en Egipto el año anterior, pero no recordaba que la ciudad mereciese especial atención. Su situación le otorgaba cierto valor estratégico, pero la razón por la que Silano quería que nos reuniéramos allí era un misterio; su ventaja para mí sería lo último en que pensaría el hechicero. La explicación más probable era que su mensaje fuese una mentira y una trampa, pero ofrecía un cebo lo bastante apetitoso —la mujer y una traducción— para atraparme la cabeza.
En consecuencia, pedí a mi nuevo capitán, Abdul, que virara a mitad de camino con el fin de efectuar una modificación importante en la vela, algo que aceptó como prueba más que suficiente de la locura de todos los extranjeros. Le hice jurar que no revelaría el secreto, con la ayuda de unas monedas. Entonces pasamos una vez más del mar azul a la lengua marrón del gran río africano.
Pronto fuimos interceptados por una patrullera francesa, pero Silano había enviado un salvoconducto para permitirme la entrada. El teniente del chebek reconoció mi nombre —al parecer mis aventuras y continuos cambios de bando me habían conferido cierta notoriedad— y me invitó a bordo. Dije que prefería quedarme en mi embarcación y seguirlos.
Consultó su documento.
—En ese caso tengo órdenes, monsieur, de confiscar vuestro equipaje hasta el momento en que os reunáis con el conde Alessandro Silano. Dice que es necesario para la seguridad del Estado.
—Mi equipaje es lo que me veis llevar encima, dado que mis hazañas me han dejado sin un céntimo y sin aliados. ¿No querréis que desembarque desnudo?
—No obstante lleváis una cartera al hombro.
—En efecto. Y es pesada, ya que contiene una piedra gorda. —La sostuve sobre la borda de la embarcación—. Si intentáis arrebatarme estas exiguas pertenencias, teniente, las dejaré caer al Nilo. De ocurrir esto, puedo aseguraros que el conde Silano os hará juzgar en consejo de guerra en el mejor de los casos, o bien os someterá a un hechizo antiguo particularmente desagradable en el peor. Así pues, continuemos. Estoy aquí por voluntad propia, un americano solitario en una colonia francesa.
—También tenéis un rifle —objetó.
—Que no tengo intención de disparar a menos que alguien trate de quitármelo. El último hombre que lo intentó está muerto. Confiad en mí, Silano lo aprobará.
Gruñó y miró su papel varias veces más, pero como yo estaba apostado en la barandilla con el rifle en una mano y la otra apoyada sobre el río, la confiscación resultaba poco factible. De modo que seguimos navegando, el chebek conduciéndonos como una mamá gallina, y atracamos en Rosetta. Es una ciudad agrícola a la sombra de las palmeras y bien regada, en el delta del Nilo, hecha de ladrillos de barro marrón exceptuando la mezquita de piedra caliza y su único minarete. Dejé instrucciones al capitán de mi falúa y me puse a andar por los sinuosos callejones hacia un fuerte francés todavía inacabado llamado Julián, la tricolor ondeando sobre sus muros de barro y una multitud de pilluelos curiosos tras de mí. Estos fueron detenidos en la puerta por centinelas con bicornios negros y enormes mostachos. Mi notoriedad se confirmó cuando estos soldados me reconocieron con una evidente expresión de desagrado. El electricista inofensivo se había convertido en algo a medio camino entre una molestia y una amenaza, y me observaron como si fuese un brujo. Los relatos de Acre debían de haber llegado hasta allí.
—No podéis entrar con ese rifle.
—Entonces no entraré. Estoy aquí por invitación, no por mandato.
—Nosotros os lo guardaremos.
—Ay, los franceses tenéis la costumbre de tomar prestado sin devolver.
—El conde no se opondrá —interrumpió una voz femenina. Astiza salía de un hueco, modestamente ataviada con un vestido largo y un pañuelo ceñido a la cabeza y anudado alrededor del cuello de tal manera que su rostro hermoso pero preocupado parecía una luna—. Ha venido a consultar en calidad de sabio, no como espía.
Al parecer revestía parte de la autoridad de Silano. De mala gana, los soldados me dejaron pasar al patio, y la puerta principal se cerró con un chasquido a mi espalda. Los muros interiores del fuerte, cuadrado y austero, estaban revestidos de edificios de ladrillo y madera.
—Le dije que vendrías —dijo en voz baja.
El intenso sol caía a plomo sobre la plaza de armas y, combinado con el perfume de ella —de flores y especias—, me mareaba.
—Y me iré, contigo.
—No te equivoques, los dos estamos prisioneros, Ethan, con rifle o sin él. Una vez más, debemos forjar una asociación de conveniencia con Alessandro. —Movió la cabeza en dirección a los muros y vi más centinelas vigilándonos—. Tenemos que averiguar si hay algo cierto en esa leyenda, y luego planear qué hacer.
—¿Te ha ordenado Silano decir esto?
Pareció decepcionada.
—¿Por qué no puedes creer que te quiero? Cabalgué contigo todo el camino hasta Acre, y fue un cañonazo lo que nos separó, no mi decisión. Ha sido el destino lo que ha vuelto a unirnos. Ten fe un poco más de tiempo.
—Hablas como Napoleón. «Yo he hecho todos los cálculos. El destino hará el resto».
—Bonaparte tiene su propia sabiduría.
Y dicho esto entramos en el cuartel general, una estructura de estuco de una sola planta cubierta con un tejado y un porche techado con palma. Dentro hacía fresco y había poca luz. Cuando mis ojos se acostumbraron a la penumbra, vi a Silano esperando sentado a una mesa sencilla con dos oficiales. Conocía al más viejo desde el desembarco francés en Alejandría. El general Jacques de Menou había combatido valientemente y más tarde, según decían, se había convertido al islam. Estaba fascinado por la cultura egipcia, pero no era un oficial especialmente imponente con su fino bigote, su cara redonda de contable y su cabeza parcialmente calva. Al otro, un apuesto capitán, no lo conocía. En cada lado de la estancia había puertas cerradas con cerrojo.
Silano se puso en pie.
—¡Siempre tratáis de huir de mí, monsieur Gage, y nuestros caminos siempre se entrecruzan! —Inclinó levemente la cabeza con elegancia—. Supongo que a estas alturas admitís el destino. Quizás estamos destinados a ser amigos, no enemigos.
—Estaría más convencido de ello si vuestros otros amigos no estuvieran siempre disparándome.
—Hasta los mejores amigos se pelean. —Indicó con la mano—. ¿Conocéis al general De Menou?
—Sí.
—No confiaba en volver a veros, américain. ¡Cómo se enfadó el pobre Nicolás por el robo de su globo!
—Eso fue debido a los disparos.
—Y este es el capitán Pierre-François Bouchard —continuó Silano—. Era el responsable de la construcción de este fuerte cuando sus hombres desenterraron un cascote. Por suerte, el capitán Bouchard comprendió su importancia de inmediato. Esta Piedra de Rosetta puede cambiar el mundo, creo.
—¿Una piedra?
—Venid. Os la mostraré.
Silano nos condujo a la habitación de la izquierda, abrió el cerrojo de la puerta y nos hizo pasar. El cuarto estaba en penumbra; sobre la estrecha ventana que daba al patio habían corrido una cortina para preservar la intimidad. Lo primero que me llamó la atención fue el ataúd de madera de una momia. Pintado con colores vivos y muy bien conservado, exhibía pinturas que parecían la descripción del viaje de un alma a través de la tierra de los muertos.
—¿Hay un cuerpo dentro?
—El de Omar, nuestro centinela —bromeó De Menou—. Es incansable.
—¿Centinela?
—Traje esto río abajo y dije a los soldados que lo encontramos en el emplazamiento de este fuerte —explicó Silano—. El miedo envuelve a estas momias, y dicen que ahora esta obsesiona a Rosetta. Es mejor que una cobra para mantener a los curiosos alejados de esta habitación.
Toqué la tapa.
—La viveza de los colores es sorprendente.
—Magia también, tal vez. Ahora no podemos hacer lo mismo, justo cuando hemos perdido la fórmula del vidrio emplomado en las catedrales medievales. No podemos igualar la belleza de nada. —Señaló unos botes de pintura en una esquina de la estancia—. Estoy experimentando. Quizás una de estas noches Omar, aquí presente, me dará una pista.
—¿Y vos no creéis en maldiciones?
—Creo que estoy a punto de controlarlas. Con esto.
Detrás del sarcófago de madera, un objeto voluminoso, de aproximadamente un metro y medio de alto y algo menos de noventa centímetros de ancho, estaba cubierto con una lona. Con un gesto teatral, Silano quitó la funda. Me incliné a mirar en la tenue luz. Había un escrito en distintas lenguas. No soy lingüista, pero un bloque de palabras parecía griego, y otro se asemejaba a la escritura que había visto en templos egipcios. No pude identificar un tercer alfabeto, pero el cuarto, en la parte superior, justo encima de la escritura de los templos, hizo que el corazón me latiera más deprisa. Eran los mismos curiosos símbolos que había leído en el manuscrito que había encontrado en la Ciudad de los Fantasmas. Comprendí a qué se había referido Silano con su críptico mensaje. ¡Podía comparar los términos griegos con las palabras secretas de Thot y posiblemente desvelar el misterio!
—¿Qué es este texto? —Señalé el que no reconocía.
—Demótico, la lengua egipcia que siguió a los jeroglíficos antiguos —dijo Silano—. Yo creo que están dispuestos en orden cronológico: la lengua más antigua, la de Thoth, en la parte de arriba, y la más moderna, el griego, en la de abajo.
—Cuando Alessandro me trajo aquí reconocí lo que habíamos visto en el manuscrito, Ethan —dijo Astiza—. ¿Lo ves? Estaba destinada a ser capturada de nuevo.
—Y ahora queréis que os ayude a descifrarlo —resumí.
—Queremos que nos deis el libro para que nosotros podamos ayudaros a descifrarlo —corrigió Silano.
—¿Y qué saco yo?
—Lo mismo que os ofrecí anteriormente. —Suspiró, como si yo fuese un hijo especialmente corto—. Asociación, poder, e inmortalidad si la queréis. Los secretos del universo, tal vez. La razón de la existencia, la faz de Dios y el mundo en la palma de vuestra mano. O bien nada, si preferís no cooperar.
—Pero si yo no coopero, vos no tenéis el libro, ¿verdad?
Vi que De Menou hacía un pequeño ademán. El capitán Bouchard maniobró a mi espalda, y observé que llevaba una pistola en el cinturón.
—Al contrario, monsieur —dijo Silano. Movió la cabeza, me arrebataron la cartera del hombro y la abrieron con brusquedad.
—Merde —exclamó Bouchard. Volvió mi bolsa de cuero del revés y de ella cayó un rodillo de madera, que dejó una marca en el suelo de tierra compactada del edificio. El general y el capitán parecieron desconcertados y Astiza contuvo una carcajada. El semblante de Silano se ensombreció.
—No creeríais realmente que os lo entregaría como el correo de Franklin, ¿verdad?
—¡Registradlo!
Pero no había manuscrito. Miraron incluso en el cañón de mi rifle, como si hubiese podido encontrar algún modo de introducirlo allí. Abrieron las suelas de mis botas, examinaron las plantas de mis pies y hurgaron en sitios que me indignaron.
—¿Vais a buscar también dentro de mis oídos?
—¿Dónde está? —La frustración de Silano era evidente.
—Escondido, hasta que formemos una verdadera asociación. Si los americanos y los franceses representamos la libertad y la razón, entonces la traducción es para toda la humanidad, no solo para el Rito Egipcio de francmasones renegados. Ni para generales ambiciosos como Napoleón Bonaparte. Quiero que se confíe al Instituto de Sabios de El Cairo para que lo divulguen al mundo. Y también a la Academia Británica. Y quiero a Astiza de una vez por todas. Quiero que me la entreguéis, Silano, para trocarla por el libro, sea cual sea la influencia que tengáis sobre nosotros. Y quiero que ella prometa que vendrá conmigo, adondequiera que vaya. Ahora y para siempre. Quiero que Bonaparte sepa que estamos todos aquí, trabajando para él, para que ninguno de nosotros desaparezca convenientemente. Y quiero que se acabe el derramamiento de sangre. Ambos hemos perdido a amigos. Prometedme todo esto, e iré a buscar el libro. Los dos tendremos nuestros sueños.
—¿Ir a buscarlo adónde? ¿A Acre?
—Podéis tenerlo en menos de una hora.
Se mordió el labio.
—Ya he ordenado registrar vuestra falúa y a vuestro desdichado capitán. Incluso han arrastrado la embarcación para examinar la quilla. ¡Nada! —Nuevamente, parte de la frustración impaciente que había vislumbrado el año anterior en Egipto se abrió paso entre su máscara de urbanidad.
Sonreí.
—Cuánta confianza, conde Silano. Se dirigió a Astiza.
—¿Estás de acuerdo con sus condiciones?
Me di cuenta de que era la segunda propuesta que hacía en un mes. Ninguna de ellas había sido demasiado romántica, pero aun así… debía de estar volviéndome viejo para pretender el compromiso de una mujer, que implicaba mi propio compromiso.
—Sí —dijo ella. Me miraba esperanzada. Me sentí dichoso y lleno de pánico al mismo tiempo.
—Entonces maldita sea, Gage, ¿dónde está?
—¿Aceptáis vos mis condiciones?
—Sí, sí. —Hizo un gesto con la mano.
—¿Por vuestro honor de noble y sabio? Estos soldados son vuestros testigos.
—Os doy mi palabra, a un americano más traicionero de lo que puedo afirmar. Lo importante es descifrar el código lingüístico y traducir el libro. ¡Instruiremos al mundo entero! Pero no si vos no lo tenéis.
—Está en la barca.
—Imposible —dijo Bouchard—. Mis hombres la han registrado de arriba abajo.
—Pero no han izado las velas.
Los conduje fuera del fuerte y hacia el Nilo. El sol descendía, la luz cálida se derramaba por entre las palmeras datileras que se mecían en la sofocante brisa. Las verdosas aguas parecían espesas, había garcetas de pie en los bajíos. Mi capitán se había acurrucado en un rincón de su embarcación varada, con cara de esperar su ejecución en cualquier momento. No podía reprochárselo. Tengo el don de traer mala suerte a mis compañeros.
Grité una orden y la vela, bordeada en su parte superior e inferior por botalones de madera, subió a lo alto del mástil hasta que se infló y giró impulsada por el viento.
—Allí. ¿Lo veis?
Miraron con atención. Indistinta en la luz horizontal, había una tira desde la parte inferior hasta el punto más alto de la vela con unos caracteres tenues y extraños.
—Lo ha cosido al algodón —observó De Menou con cierta admiración.
—Ha estado expuesto todo el trayecto río arriba —anuncié—. Nadie se ha percatado.