os hallábamos en la llanura litoral cuando salió el sol, con el Mediterráneo como una tentadora bandeja de plata bloqueada por nuestros enemigos. Cuando partimos al galope, nuestros perseguidores, que habían estado reservando a sus corceles, hicieron lo propio. Yo los había estado observando a través del catalejo y había reconocido algunos de los caballos que habían vuelto a capturar. También tenían otros nuevos. Silano debía de haberlos forzado brutalmente. Nuestro descanso en el castillo cruzado nos había costado caro.
Nuestra única esperanza era el factor sorpresa.
—¡Astiza! ¡Cuando nos acerquemos al campamento, enarbola tu pañuelo blanco como una bandera de tregua! ¡Tenemos que confundirlos!
Ella asintió, inclinándose atentamente sobre su caballo al galope.
A nuestra espalda, oímos disparos. Miré hacia atrás. Nuestros perseguidores estaban muy lejos de nuestro alcance, pero trataban de alertar a los centinelas franceses de que debían arrestarnos. Yo apostaba por la confusión, ayudado por el hecho de que teníamos a una mujer.
El último kilómetro discurrió a la carrera, nuestros caballos rociados de espuma, los flancos palpitando, nuestras cabezas agachadas mientras seguían sonando disparos detrás. Los centinelas habían salido, con los mosquetes en alto y las bayonetas caladas, pero indecisos.
—¡Ahora, ahora! ¡Hazlo ondear!
Astiza lo hizo, levantando un brazo con el pañuelo colgado tras ella e irguiéndose lo suficiente como para exhibir su torso femenino, el viento alisando su vestido contra sus pechos. Los guardias bajaron las armas.
Pasamos con estrépito.
—¡Bandidos y guerrilleros! —grité.
El grupo de Najac parecía un atajo de rufianes. Ahora los piquetes apuntaban tímidamente a nuestros perseguidores.
—¡No aminoréis la marcha! —grité a los demás.
Pasamos como un rayo junto a las tiendas del hospital y saltamos las varas de los carros. Vaya, ¿no eran esos Monge y el químico, Berthollet? ¿Y salía Bonaparte de su tienda? Irrumpimos en un corro formado en torno a una hoguera, los hombres se dispersaron y las ascuas volaron, y por todas partes los soldados se levantaban de su desayuno gritando y señalando. Sus mosquetes estaban amontonados en pequeñas y ordenadas pirámides, con las bayonetas relucientes. Enfilamos el pasillo, parecido a una avenida, entre las tiendas de un regimiento, el polvo arremolinándose. Detrás pude oír gritos y discusiones cuando el grupo de Silano tiró de las riendas en las filas, señalando frenéticamente.
Podíamos conseguirlo.
Un sargento apuntó una pistola, pero viré bruscamente y el hombre fue apartado por el hombro de mi caballo; el arma se disparó sin causar daños. Mohamed, ágil de reflejos, agarró una tricolor y la portó, como si emprendiéramos un ataque contra Acre por nuestra cuenta. Pero no, ahora se estaba formando una cuña de infantería entre nosotros y los muros de la ciudad, todavía a un kilómetro y medio de distancia, así que zigzagueamos a lo largo de las líneas y saltamos un terraplén de arena. Empezaron a disparar. Las balas pasaron zumbando como avispas insistentes.
En lo alto de las murallas de Acre sonaban las cornetas. ¿Qué debía de pensar Smith después de haberlo abandonado sin mediar palabra?
Allí, una unidad de cocina, los hombres desarmados y ocupados en cocinar. Hice girar a mi caballo y la atravesé, dispersándolos. Su número nos ponía a cubierto del fuego ajeno. Luego crucé una trinchera, me puse a galopar junto al viejo acueducto en dirección a la ciudad…
Y entonces salté por los aires.
Por un momento no supe qué había ocurrido, y pensé que quizá mi caballo había sido alcanzado por una bala o le había reventado de repente el corazón. Caí sobre tierra blanda y resbalé, medio cegado por el polvo. Pero mientras rodaba me di cuenta de que también Mohamed y Astiza habían sido derribados, sus caballos chillaron al romperse sus patas, y vi la cuerda que habían estacado apresuradamente para hacernos tropezar. Esta chasqueó en el aire, y un cocinero ululó jubilosamente. ¡Abatidos, con nuestro objetivo a la vista!
Me levanté, con las manos llenas de arañazos, y corrí hacia los otros dos. Más disparos, balas que pasaban silbando.
—¡El acueducto, effendi! ¡Podemos utilizarlo para ponernos a cubierto!
Asentí, tirando despiadadamente de Astiza para no quedarnos atrás. Ella hacía muecas, con el tobillo torcido, pero resuelta.
Había una pila de escalas de mano reunidas para el siguiente asalto, y Mohamed y yo cogimos una y la apoyamos sobre la antigua obra de ingeniería romana. Icé a Astiza desde atrás, la hice pasar por la parte superior y pudimos dejarnos caer al canal por donde había circulado el agua. Nos proporcionaba algo de protección. Las balas rebotaban en la piedra.
—Agachaos y seguid el canal hasta que lleguemos bajo los cañones británicos —dije—. Astiza, ve tú delante con el pañuelo para hacerles señales.
Aquella mujer valerosa había aferrado la prenda incluso cuando cayó su caballo. Me lanzó el pañuelo.
—No, es a ti a quien reconocerán. Corre y consigue ayuda. Os seguiré tan aprisa como pueda.
—Me quedaré con ella —prometió Mohamed.
Miré sobre el borde del acueducto. Todo el campamento francés bullía de actividad. Silano había conseguido adentrarse y estaba apuntando. Najac parecía cargar mi rifle.
No había tiempo que perder.
Corrí por el canal de una anchura inferior a un metro, las balas silbaban y rebotaban. Astiza y Mohamed me seguían en cuclillas como podían. ¡Gracias a Tot un mosquete apenas puede acertar el lateral de un granero! Enfrente, más soldados en las trincheras de avance se volvían hacia el tumulto y levantaban las armas.
Entonces un cañón inglés tronó desde Acre, salpicando tierra, y los franceses se agacharon instintivamente dentro de sus trincheras. Luego otro cañón, y otro. Sin duda los defensores aún no tenían idea de a quién beneficiaban con sus disparos, pero habían decidido que cualquier enemigo de los franceses debía de ser su amigo.
Entonces se oyó otra voz, un grito, y una bala alcanzó los pilares del acueducto. ¡Artillería francesa! Toda la estructura tembló.
—¡Deprisa! —grité a los otros dos.
Corrí con la cabeza agachada, agitando el pañuelo como un loco y esperando un milagro.
Más bocanadas de humo desde una batería francesa y más silbidos mientras las balas surcaban el aire, algunas de ellas rebotando sobre sus propias trincheras. Una acertó y el acueducto volvió a temblar, y luego otra vez. Una bala fue a estrellarse contra el borde superior y me roció de cascotes. Parpadeé y miré a mi espalda. Astiza cojeaba denodadamente, con Mohamed justo detrás. ¡Otros cien metros! La artillería disparaba desde ambos bandos, toda una batalla arremolinándose alrededor de nuestro pequeño trío.
Entonces Astiza dio un grito. Me volví. Mohamed se sacudió, rígido, con la boca abierta de sorpresa. Su pecho se empapó de rojo, y se desplomó. Miré hacia atrás. Najac estaba bajando mi rifle.
Tuve que contenerme para no regresar corriendo y matar a ese bastardo.
—¡Déjalo! —grité a Astiza en lugar de eso. La esperaría.
Pero entonces el acueducto que nos separaba voló por los aires.
Fue un disparo perfecto de un cañón grande. Los franceses debían de haber traído nuevas piezas de asedio para sustituir las que les habíamos capturado en el mar. El acueducto se balanceó, piedras antiguas salieron despedidas en todas direcciones, se levantó una polvareda y luego se abrió un enorme boquete entre los pilares. Astiza y yo nos hallábamos de repente en los extremos opuestos de un abismo.
—¡Salta y yo te subiré!
—¡No, vete, vete! —gritó ella—. ¡A mí no me matará! ¡Te haré ganar tiempo! Arrancó un trozo de su vestido y empezó a regresar cojeando, mientras agitaba frenéticamente la tela en señal de rendición. El fuego francés amainó.
Solté un juramento, pero no podía detenerla. Angustiado, me volví y eché a correr hacia Acre, esta vez completamente erguido, confiando en que la velocidad hiciera de mí un blanco escurridizo.
Si se pudiera recargar un rifle largo más rápido, Najac habría podido acabar conmigo en aquel momento. Pero le llevaría un minuto entero efectuar otro disparo, y otras balas volaron a ciegas. Ahora ya había rebasado las primeras trincheras francesas, en el punto donde el extremo del acueducto se desmoronaba en escombros antes de alcanzar las murallas de Acre, y mientras el fuego de artillería se sucedía en cadena desde ambos bandos salté sobre su borde derruido y me dejé caer a la arena. Mis botas levantaron polvo.
Oí un fragor de cascos y me volví. Observé que los árabes de Najac seguían la longitud del acueducto hacia mí, inclinados sobre sus corceles y haciendo caso omiso del fuego inglés.
Eché a correr hacia el foso. Quedaba a cincuenta metros, la estratégica torre alzándose como un monolito, los soldados de las defensas de Acre señalándome. Sería casi una carrera. Con las piernas latiéndome, corrí como no lo había hecho nunca, oyendo a los jinetes perseguidores acortar la distancia. Ahora los hombres de la muralla de Acre disparaban por encima de mi cabeza, y oí los relinchos y el estrépito de los caballos al caer.
Al final del foso me deslicé por su vertiente como una nutria de Maine por una orilla nevada y fui a caer al seco fondo. El hedor era nauseabundo. Había cuerpos en descomposición, escalas rotas y armas abandonadas que constituían los desechos de guerra. La brecha en la torre había sido sellada y no había forma de escalar el muro. Los hombres me miraban desde arriba, pero no parecía que ninguno de ellos me reconociera todavía. No me arrojaron ninguna cuerda. Sin saber qué otra cosa hacer, bajé por el polvoriento cauce del foso hacia donde desembocaba en el Mediterráneo. Pude ver los mástiles de los navíos británicos, y los fusiles siguieron disparando sobre mi cabeza. ¿No había dicho Smith que estaban construyendo una presa de agua marina en la cabecera del foso?
¡Más gritos! Miré hacia atrás. Los valerosos árabes habían hecho bajar a algunos de sus caballos al fondo del foso y ahora lo recorrían al galope, sin hacer caso de los soldados que trataban de dispararles, decididos a cogerme. ¡Era evidente que Silano sabía que yo tenía el libro! Delante se hallaba la rampa sobre el foso junto a la Puerta de Tierra, y un dique húmedo y negro de la nueva presa detrás de ella. ¡Estaba atrapado!
Entonces se produjo otra explosión, justo delante. Hubo un estruendo, una lluvia de cascotes, y el muro negro se desintegró delante de mí. La onda expansiva me hizo caer hacia atrás, y observé estupefacto cómo una pared de agua marina verde se convertía en espuma y empezaba a precipitarse por el foso hacia mí y mis perseguidores. Me hinqué de rodillas justo cuando me alcanzaba la crecida. Me arrastró por donde había venido, como una hoja en un desagüe.
Me hallaba dentro de una corriente de espuma, incapaz de respirar bien y sin saber dónde estaba arriba y abajo. Avancé dando tumbos. El agua me llevó hasta mis perseguidores y algo grande, supuse que un caballo, me golpeó y me lanzó disparado por los aires. Estábamos siendo arrastrados por el foso hacia la torre central, todos mezclados con cadáveres en descomposición y restos del asedio. Me debatí en el agua, tosiendo.
¡Y entonces vi mi cadena! O, en cualquier caso, una cadena, colgando de la pared de la torre como una guirnalda, y cuando pasamos junto a ella la agarré.
Me sacó fuera del agua como si fuese un pozal y empezó a izarme sobre los ásperos muros de la torre, que rascaban como papel de lija.
—Resiste, Gage. ¡Ya casi estás en casa!
Era Jericó.
Ahora comenzaron a rebotar balas en la pared a mi alrededor y me di cuenta de que ofrecía un blanco colgante a todo el ejército francés. Un disparo afortunado y caería.
Me encogí formando un ovillo. Si hubiese podido hacerme más pequeño, habría desaparecido.
Tronó un cañón, y una bala que parecía del tamaño de un caballo fue a estrellarse en la mampostería a escasos metros de mí y se desintegró en metralla. La torre entera se estremeció y giré como una cuenta en un collar. Seguí aferrándome denodadamente. Luego otra bala, y otra. En cada ocasión la torre temblaba y la cadena se balanceaba, conmigo colgando. ¿Cuándo se acabaría aquello?
Miré hacia abajo. La corriente de agua disminuía, pero los jinetes árabes habían desaparecido, arrastrados quién sabe adonde. La superficie estaba sembrada de restos. Un hombre flotaba cabeza abajo, como un pez.
—¡Tirad! —gritó Jericó.
Unas fuertes manos me sujetaron y me sentí arrastrado, sin resuello, sobre las almenas al interior de las murallas de Acre, medio ahogado, arañado, chamuscado, cortado, amoratado, angustiado por el amor y los compañeros a los que había perdido, y sin embargo milagrosamente sin un solo agujero. Tenía las vidas, y el aspecto desaliñado, de un gato callejero.
Me derrumbé en el suelo, el pecho palpitante, incapaz de ponerme en pie. Se formó un corro de gente a mi alrededor: Jericó, Djezzar, Smith, Phelipeaux.
—Maldita sea, Ethan —dijo Smith a modo de saludo—. ¿En qué bando estáis ahora?
Pero yo miré detrás de ellos a la persona que instintivamente me había llamado la atención, sus cabellos dorados, los ojos abiertos como platos e incrédulos, el vestido sucio de humo y pólvora.
—Hola, Miriam —dije con voz ronca.
Y entonces los cañones franceses comenzaron a disparar de verdad.
En mi experiencia, es cuando necesitas poner en orden tus pensamientos con sumo cuidado que se producen las mayores distracciones. En este caso fue un centenar de piezas de artillería francesas, dando rienda suelta a su frustración por mi supervivencia. Me levanté y fui a asomarme con paso vacilante. Había mucha actividad en los campamentos de Napoleón, unidades formándose y avanzando hacia las trincheras. Al parecer, yo tenía algo que Bonaparte necesitaba recuperar. Desesperadamente.
El muro temblaba bajo nuestros pies.
Miriam me miraba con una expresión que era una mezcla de estupefacción y alivio, con una oleada creciente de indignación, un tributario de confusión, una presa de compasión y más de una jarra de recelo.
—¿Te fuiste sin decir palabra? —consiguió articular por fin.
Sonaba peor el tono en que lo expresó.
—Resultaba difícil explicar por qué.
—¿De qué huía este cristiano? —quiso sabe Djezzar.
—Aparentemente, de todo el ejército francés —respondió Phelipeaux con suavidad—. Monsieur Gage, no parece que os aprecien demasiado. Y también nosotros pensábamos mataros, por deserción y traición. ¿Tenéis algún amigo?
—Es esa mujer, ¿verdad? —Miriam había encontrado un modo de ir al grano—. Está viva, y fuiste con ella.
Miré hacia atrás. ¿Estaba viva Astiza? Acababa de ver a mi amigo musulmán asesinado por mi propio fusil, y a Astiza regresar hacia el malvado Silano.
—Tenía que conseguir algo antes de que lo hiciera Napoleón —les conté.
—¿Y lo hicisteis? —preguntó Smith.
Señalé a las tropas que se concentraban.
—Eso cree él, y viene para quitármelo.
Percatándose de la inminencia de un ataque, los jefes de nuestra guarnición se pusieron a gritar órdenes, con las cornetas tocando sobre el estruendo de los cañones.
Me dirigí a Miriam.
—Los franceses me enviaron una señal de que podía estar viva. Tenía que averiguarlo, pero no supe qué decirte, no después de la noche que pasamos juntos. Y resultó que estaba viva. Vinimos juntos para explicarlo, pero creo que han vuelto a capturarla.
—¿Significaba yo algo para ti?
—¡Desde luego! ¡Me enamoré de ti! Solo que…
—¿Qué?
—Nunca dejé de estar enamorado de ella.
—Maldito seas.
Era la primera blasfemia que oía de labios de Miriam, y me ofendió más que una diatriba de insultos por parte de alguien como Djezzar. Buscaba la manera de explicarme, dejando claro que había en juego causas más elevadas, pero cada vez que comenzaba una frase sonaba hueca y egoísta, incluso para mí. Nos habíamos dejado llevar por la emoción aquella noche después de la defensa de la torre, pero luego el destino y un anillo con un rubí me habían apartado de un modo que no me esperaba. ¿Dónde estaba el error? Además, tenía un cilindro de oro de valor incalculable oculto en mi camisa. Pero nada de esto resultaba fácil de expresar cuando se acercaba el ejército francés.
—Miriam, siempre ha habido algo más que nosotros. Tú lo sabes.
—No. Las decisiones hieren a las personas. Es así de sencillo.
—Bueno, he vuelto a perder a Astiza.
—Y a mí también.
Pero podría volver a conquistarla, ¿no? Sí, los hombres somos perros, pero las mujeres obtienen cierta satisfacción felina azotándonos con palabras y lágrimas. Hay amor y crueldad por ambas partes, ¿no? De modo que aceptaría su desprecio, libraría la batalla y después, si sobrevivíamos, urdiría una estrategia para disimular el pasado y recuperarla.
—¡Ya vienen!
Aliviado por tener que afrontar solo las divisiones de Napoleón en vez del dolor de Miriam, subí con los demás a lo alto de la gran torre. La llanura se había animado. Cada trinchera era una oruga de hombres en movimiento, su avance empañado por el humo del furioso cañoneo. Otras tropas arrastraban piezas de campaña más ligeras para utilizarlas si se abría una brecha. Las escalas de mano se bamboleaban mientras los granaderos atravesaban el desigual terreno, y tiros al galope suministraban balas de cañón y pólvora a las baterías. Un grupo de hombres ataviados con túnicas árabes se había congregado junto al acueducto medio destruido.
Desplegué mi catalejo. Eran los supervivientes de la banda de Najac, a juzgar por su aspecto. No vi a Silano ni a Astiza.
Smith me tiró del hombro y señaló.
—¿Qué diablos es eso?
Hice girar el catalejo. Un tronco horizontal avanzaba pesadamente hacia nosotros, un enorme cedro sobresaliendo de la caja de un carro con seis pares de ruedas. Los soldados lo empujaban por los lados y por detrás. Tenía la punta hinchada, como un gigantesco falo, y revestida, supuse, con alguna clase de blindaje. Sí, ¿qué diablos era? Parecía un ariete medieval. No debía pensar Bonaparte que podría empezar a machacar nuestras defensas con unas armas anticuadas hacía siglos. Con todo, los impulsores de aquel artefacto trotaban hacia delante llenos de confianza.
¿Se había vuelto loco Napoleón?
Me recordó la clase de artilugios improvisados que habrían encantado a Ben Franklin, o a mi colega americano Robert Fulton, quien merodeaba por París con ideas disparatadas de cosas que llamaba buques de vapor y submarinos. ¿Ya quién más conocía que fuese un chapucero empedernido? Nicolás-Jacques Conté, por supuesto, el hombre cuyo globo habíamos robado Astiza y yo en El Cairo. Monge había dicho que había inventado una especie de carro robusto para transportar cañones pesados a Acre. Ese tronco rodante llevaba el sello de su improvisado ingenio. Pero ¿un ariete? Parecía demasiado atrasado para un modernista como Conté. A menos que…
—¡Es una bomba! —grité de pronto—. ¡Disparad a su cabeza, disparad a la cabeza! El torpedo terrestre había alcanzado una ligera bajada que llevaba hasta el foso y empezaba a acelerar.
—¿Qué? —preguntó Phelipeaux.
—¡Hay explosivos en el extremo del tronco! ¡Tenemos que hacerlos estallar!
Cogí un mosquete y disparé, pero si llegué a dar al artefacto mi bala rebotó sin causar daño en el revestimiento metálico de la punta. Hubo otros disparos, pero nuestros soldados y marineros seguían apuntando a los hombres que empujaban junto a las ruedas. Un par de ellos fue abatido, pero el monstruo se limitó a pasarles por encima cuando cayeron, el torpedo ganando velocidad.
—¡Disparadle con un cañón!
—Es demasiado tarde, Gage —dijo Smith con serenidad—. No podemos bajar los cañones lo suficiente.
De modo que agarré a Miriam, pasé rozando a su sorprendido hermano y la arrastré a la parte trasera de la torre antes de que pudiera protestar.
—¡Retroceded por si funciona!
También Smith retrocedía, y Djezzar ya había salido a pavonearse por las murallas e intimidar a sus hombres. Pero Phelipeaux se quedó, tratando valientemente de frenar la carrera del artilugio de Conté con un disparo de pistola certero. Era una locura.
Entonces el ariete alcanzó el borde del foso y lo cruzó como un rayo, hasta que su hocico fue a estrellarse contra la base de la torre.
Los soldados que lo habían estado empujando salieron corriendo, pero uno de ellos se entretuvo lo suficiente como para tirar de un acollador. Llameó un cohete.
Unos segundos, y luego el artefacto estalló con un estruendo tan cacofónico que ensordeció mis oídos. El aire se llenó de humo y llamas, y fragmentos de piedra salieron volando más arriba de la parte superior de nuestra torre, girando perezosamente.
El edificio se había estremecido bajo ataques anteriores, pero esta vez se tambaleó como un borracho en Drury Lañe. Miriam y yo caímos, yo sujetándola entre mis brazos. Sir Sidney se agarró a las almenas traseras de la torre. Y la parte delantera del edificio se disolvió delante de mis propios ojos, desmoronándose y precipitándose en un abismo infernal. Phelipeaux y Jericó cayeron con ella.
—¡Hermano! —gritó Miriam, o por lo menos ese es el sonido que interpreté emitía su boca. Lo único que podía oír era un zumbido.
Corrió hacia el borde hasta que la intercepté.
Arrastrándome sobre su cuerpo, que se retorcía, sobre una plataforma que había medio desaparecido y se inclinaba peligrosamente, me asomé a los escombros que humeaban como la garganta de un volcán. El tercio frontal de la torre más sólida simplemente se había desprendido, el resto de ella quedó expuesto como un árbol hueco y apuntalado por suelos medio derruidos. Era como si nos hubiesen arrancado la ropa, dejándonos desnudos. En los escombros de abajo había cuerpos entrelazados con piedra, el foso lleno a rebosar de cascotes. Un nuevo sonido incidió en mis lastimados oídos, y me di cuenta de que miles de hombres vitoreaban, su clamor apenas perceptible en mi estado de confusión. Los franceses cargaban hacia la brecha que habían abierto.
Aposté a que Najac estaría con ellos, buscándome.
Smith había recobrado el equilibrio y desenfundado el sable. Gritaba algo que el zumbido en mis oídos hacía inaudible, pero supuse que llamaba a los hombres a la brecha de abajo. Me revolví hacia atrás sujetando a Miriam.
—¡El resto puede hundirse! —grité.
—¿Qué?
—¡Tenemos que salir de esta torre!
Tampoco ella podía oír. Asintió, se volvió hacia los atacantes franceses y antes de que pudiese detenerla saltó desde el borde del que yo acababa de retirarme. Me abalancé, tratando de sujetarla, y resbalé una vez más hasta el borde. Ella se había dejado caer como un gato a las vigas que sobresalían de la planta inferior de la torre y descendía por los bordes del desplome hacia Jericó. Jurando en silencio para mis adentros, procedí a seguirla, convencido de que todo el edificio cedería en cualquier momento y nos enterraría en una tumba de rocas. Entretanto las balas rebotaban como pulgas dentro un tarro, las balas de cañón chillaban en ambas direcciones y las escalas se extendían como garras.
Smith y un contingente de marinos británicos habían bajado medio al galope, medio saltando por la escalera parcialmente en ruinas que teníamos detrás y llegado a la brecha cuando lo hicimos nosotros. Chocaron con las tropas francesas que atravesaban los escombros en el foso obstruido y se produjo una descarga de fuego de mosquete desde ambos lados; los hombres gritaron. Luego se abalanzaron unos contra otros con bayonetas, alfanjes y culatas de mosquete. El comandante de división francés Louis Bon cayó, herido de muerte. El edecán Croisier, humillado por Napoleón cuando no pudo capturar a unos cuantos hombres en una escaramuza el año anterior, se arrojó a la batalla. Miriam se dejó caer en ese infierno llamando desesperadamente a Jericó. Y también me metí yo, aturdido, casi desarmado, ennegrecido por el humo de la pólvora, enfrentado cara a cara con todo el ejército francés.
Parecían tener tres metros de estatura con sus sombreros altos y cinturones cruzados, acometiéndonos con la furia y la frustración acumuladas durante semanas de asedio infructuoso. ¡Esa era la oportunidad de acabar con aquella situación, al igual que en Jafa! Rugían como las olas en una tempestad, abriéndose paso a través de la carnicería, la punta del tronco de cedro hecho pedazos abierta hacia fuera como una flor. Pero al mismo tiempo que presionaban, caían bajo un diluvio de hierro, piedras y bombetas arrojados desde arriba por los otomanos de Djezzar, que los derribaban como trigo. Si los franceses estaban resueltos, nosotros estábamos desesperados. Si conseguían atravesar la torre, Acre estaría perdida y todos nosotros moriríamos. Los marinos británicos se lanzaban sobre ellos gritando, disparando y acuchillando, los rojos y los azules un mosaico de color en lucha.
Fue el combate más feroz en el que había estado jamás, tan cuerpo a cuerpo como griegos y troyanos, sin pedir ni dar cuartel. Los hombres gruñían y soltaban juramentos mientras acuchillaban, estrangulaban, sacaban los ojos y daban patadas. Embestían y luchaban como toros. Croisier se hundió en la confusión, acribillado y acuchillado en una docena de sitios. No podíamos ver nada de la batalla más general, tan solo ese lienzo sobre un montón de escombros con la torre a punto de caernos encima. Vi a Phelipeaux, medio enterrado, con la espalda probablemente rota, sacar como pudo una pistola de debajo de su cuerpo y disparar contra sus enemigos revolucionarios. Media docena de bayonetas se clavaron en él a modo de respuesta.
Jericó no solo había sobrevivido a la caída, sino que además se retiraba arrastrándose de los escombros. Tenía la ropa chamuscada y rasgada y la piel grisácea por el polvo de las piedras, pero había encontrado una barra de hierro, ligeramente curvada, y golpeaba a los franceses que se le acercaban como Sansón. Los hombres se apartaban de su energía maníaca mientras hacía girar la vara. Un fusilero se acercó por detrás apuntando su mosquete, pero Miriam se había hecho con la pistola de un oficial, que sostuvo con ambas manos y disparó a quemarropa. La mitad de la cabeza del fusilero voló hecha pedazos. Un granadero venía por el lado contrario. Me acordé de mi tomahawk y lo lancé, observando cómo giraba antes de hundirse en el cuello del atacante. Cayó como un árbol talado y se lo arranqué. Entonces Miriam y yo conseguimos sujetar a Jericó por los brazos y lo hicimos retroceder un par de pasos, fuera del alcance de las bayonetas en las que parecía desesperado por ensartarse. Cuando lo hicimos, otros soldados de Djezzar pasaron por nuestro lado para entablar combate con los franceses. Se estaba formando un seto de cuerpos. Smith, sin sombrero y con la cabeza ensangrentada, acuchillaba con su sable como un poseso. Las balas silbaban, rebotaban o se hundían con un ruido sordo cuando encontraban carne, y alguien gruñía y se desplomaba.
Yo había recuperado vagamente el oído, y grité a Jericó y a Miriam:
—¡Tenemos que volver detrás de nuestras filas! ¡Podemos prestar más ayuda desde arriba!
Pero entonces algo pasó zumbando junto a mi oído, tan cerca como una avispa de advertencia, y Jericó recibió una bala en el hombro y giró como una peonza.
Me volví y vi a mi pesadilla. Najac maldecía, con mi propio rifle plantado sobre la culata en los escombros mientras empezaba a recargar, sus esbirros apartados del combate real pero asomando por entre las cabezas de los granaderos que luchaban. ¡Aquel disparo iba dirigido a mí! Habían venido por mi cadáver, ya lo creo: porque sabían lo que probablemente llevaba escondido dentro de mi camisa. Y entonces se apoderó de mí la locura del combate, una ira y una terrible sed de venganza que me hicieron sentir cómo se me hinchaban los músculos, se dilataban las venas y mis ojos eran repentinamente capaces de percibir los detalles sobrenaturales. Había visto el destello rojo en el dedo del bastardo. ¡Llevaba puesto el anillo con el rubí de Astiza!
Supe al instante qué había ocurrido. Mohamed había sido incapaz de resistir la tentación de la joya maldita que Astiza había arrojado en el patio del castillo cruzado. Mientras dormíamos se lo había guardado en el bolsillo, lo que puso fin a sus peticiones periódicas de dinero. Y también había sido él, no yo, quien había sido abatido por el disparo del rifle largo de Najac cuando huíamos por el acueducto. El canalla francés se había asegurado de que el musulmán estaba muerto y luego se había apoderado de la piedra, ignorando su historia. Era una confesión de asesinato. Así que cogí la barra de hierro de Jericó y me abalancé contra él, contando los segundos. Tardaría un minuto entero en cargar el rifle largo americano, y ya habían transcurrido diez segundos. Tenía que abrirme paso a través de un matorral de franceses para llegar hasta él.
La barra silbó cuando la esgrimí en un gran arco, tan poseído como un templario por Cristo. ¡Aquello era por Mohamed y por Ned! Me sentía invulnerable a las balas, desconocedor del miedo. El tiempo se volvió más lento, el ruido se atenuó, la visión se redujo. Lo único que veía era a Najac, sus manos temblorosas mientras introducía pólvora en el cañón del rifle.
Veinte segundos.
Mi barra giró en aquel campo erizado de bayonetas como una hoz limpiando un camino. El metal resonaba cuando lo apartaba a un lado a golpes. Los soldados de infantería se alejaban de mi locura.
Treinta segundos. La bala del rifle se enfundó en su taco y fue alojada nerviosamente en la boca del cañón con la baqueta corta.
Los franceses y árabes de Najac gritaban y disparaban, pero yo no notaba más que viento. Podía ver las ondas en el aire lleno de humo cuando las balas salían disparadas, el centelleo de unos ojos frenéticos, el blanco de los dientes, la sangre brotando de algún lugar del rostro de un joven oficial. La barra golpeó las costillas de un granadero altísimo, que se dobló.
Cuarenta segundos. La obstinada bala estaba siendo alojada con la baqueta.
Salté sobre muertos y moribundos, utilizando sus cuerpos como guijarros en un río, mi equilibrio el de una araña. Mi barra zumbaba en círculo a mi alrededor, los hombres dispersándose como habían hecho ante Jericó, Smith atravesando a un chasseur con su sable, un marino británico muriendo y otros dos clavando bayonetas a sus presas. Seguían lloviendo cascotes de lo alto de los muros, y vi florecer explosiones detrás de Najac cuando estallaban granadas y cartuchos. Al mismo tiempo que yo avanzaba, refuerzos otomanos e ingleses se abrían paso a mi espalda, obstruyendo la brecha con su número. Una tricolor ondeó y bajó, luego volvió a levantarse, bamboleándose adelante y atrás.
Cincuenta segundos. Najac ni siquiera se entretuvo en sacar la baqueta, sino que se apresuraba a cebar la cazoleta con pólvora y echar la llave hacia atrás. Había miedo en sus ojos, miedo y desesperación, pero también odio. Ya casi había llegado hasta él cuando uno de sus esbirros se plantó delante, las manos levantadas sobre la cabeza con una cimitarra, el rostro deformado por un aullido, hasta que mi barra lo alcanzó en el costado del cráneo y este estalló, salpicando sangre en todas direcciones. Pude notar su sabor en mis dientes.
Y ahora, cuando amartillaba el arma para el golpe definitivo, ante los ojos de Najac desorbitados de terror, hubo un fogonazo en la cazoleta y un estampido, una onda expansiva de calor y humo, y mi propio rifle, con la baqueta aún dentro, me disparó directamente al pecho.
Caí hacia atrás. Pero antes de morir hice girar la barra a ras de suelo y el hierro golpeó al ladrón en los tobillos, destrozándoselos. También él se derrumbó, las tropas pasaban en tropel sobre nosotros, y al comprobar que aún no estaba muerto me arrastré hacia delante, resollando, y lo agarré del cuello, enmudeciendo sus gritos de dolor. Apreté con tanta fuerza que los tendones de mi propio cuello se hincharon por el esfuerzo.
Me miró con odio desesperado. Sus brazos se agitaron, buscando un arma. Su lengua sobresalía obscenamente.
«Esto por Ned, por Mohamed, por Jericó y por todos los hombres buenos a los que has abatido en tu desgraciada vida de cucaracha», pensé. Y seguí apretando mientras él se ponía morado, y mi sangre goteaba sobre la víctima que se retorcía. Pude ver la baqueta sobresaliendo de mi pecho. ¿Qué estaba pasando?
Entonces noté sus manos en mi cintura y un tirón al cogerme el tomahawk. No habiendo podido acabar conmigo con mi propio rifle, ¡ahora se proponía abrirme la sien con mi propia hacha!
Casi sin pensar, me incliné hacia delante para que la baqueta que había disparado presionara contra su pecho y su corazón. Su punta estaba hecha pedazos y afilada como una aguja de hacer punto, y finalmente comprendí qué debía de haber sucedido. Cuando había disparado, el proyectil, semejante a una flecha, me había alcanzado sin duda, pero exactamente allí donde el cilindro que contenía el Libro de Tot estaba alojado dentro de mi camisa. Su punta roma se había clavado en el blando oro, derribándome hacia atrás pero sin atravesarme la piel. Ahora, al mismo tiempo que él liberaba mi tomahawk y echaba el brazo hacia atrás para golpear, me incliné hacia él, empujando la baqueta con el cilindro directamente contra su pecho. El esfuerzo me dolía una barbaridad, pero rompió el esternón de aquel demonio y luego se hundió fácilmente como un tenedor en un pastel. Najac puso ojos como platos mientras nos abrazábamos, y le perforé el corazón.
La sangre manó a borbotones como de un pozo, una charca que se ensanchaba, y siseando como la víbora que era murió, mi nombre una burbuja roja en sus labios.
Vítores, pero esta vez en inglés. Levanté la vista. El ataque francés se estaba descomponiendo.
Arranqué la baqueta de un tirón, me puse de rodillas tambaleándome y, por fin, recuperé mi rifle hecho a medida. Pero aquel era el peor osario, una horrenda maraña de miembros y torsos de hombres que habían muerto luchando cuerpo a cuerpo entre sí. Había cientos de cadáveres en la brecha, y varias veintenas más en el empapado foso en todas direcciones, escalas de mano hechas astillas y las murallas de Acre melladas y agrietadas. Pero los franceses se retiraban. También los turcos aclamaban; su artillería atronaba para despedir a los franceses.
Los hombres de Smith y Djezzar no se atrevieron a perseguirlos. Estaban en cuclillas, asombrados por su propio éxito, y luego se apresuraron a recargar por si el enemigo regresaba. Los sargentos empezaron a ordenar una tosca barricada al pie de la torre.
El propio Smith me atisbo y se acercó a zancadas, los cuerpos comprimiéndose ligeramente mientras pasaba a través de ellos.
—¡Gage! ¡Esto ha sido lo más parecido a un ataque que he visto nunca! ¡Dios mío, la torre! ¡Parece que vaya a caerse en cualquier momento!
—Bonaparte debió de pensar lo mismo, sir Sidney —dije. Estaba jadeando, con todos los músculos temblando, más agotado de lo que había estado nunca. La emoción me había dejado seco. No había recobrado el aliento en un siglo. No había dormido en mil años.
—Mañana al amanecer la verá reconstruida y más reforzada que nunca, si la ingeniería británica tiene algo que ver —dijo el capitán naval con pasión—. ¡Por Dios, lo hemos vencido, Ethan, lo hemos vencido! Ahora nos disparará cada bala de cañón que tenga, pero no regresará después de esta paliza. Sus hombres no lo permitirán. Se resistirán.
¿Cómo podía estar tan seguro? Y sin embargo los hechos iban a darle la razón. Smith asintió.
—¿Dónde está Phelipeaux? Le he visto encabezar la carga contra ellos. ¡Por Dios, eso sí que es valor monárquico!
Sacudí la cabeza.
—Me temo que han acabado con él, Sidney.
Nos abrimos camino cuidadosamente. Dos cuerpos yacían sobre Phelipeaux, y los apartamos a un lado. Y, milagro de milagros, el monárquico todavía respiraba, aun cuando yo había visto media docena de bayonetas atravesándolo como una pierna de carne de vaca. Smith lo incorporó ligeramente, recostando la cabeza del moribundo en su regazo.
—¡Edmond, los hemos hecho retroceder! —exclamó—. ¡El corso está acabado!
—¿Qué…? ¿Se han retirado?
Aunque tenía los ojos abiertos, estaba ciego.
—Ahora mismo nos mira con el ceño fruncido desde su colina, la flor y nata de sus tropas fuera de combate o huyendo. Vuestro nombre conocerá la gloria, amigo, porque Boney no tomará Acre. Hemos parado los pies al tirano republicano, y los generales políticos como él no duran más de una derrota dolorosa. —Me miró con ojos relucientes—. Acordaos bien de lo que os digo, Gage. El mundo oirá hablar poco de Napoleón Bonaparte en el futuro.