20

P

a salida llana de la Ciudad de los Fantasmas nos obligaría a pasar por el campamento de Silano, lo cual no me atrevía a hacer. En lugar de eso, cuando las estrellas se desvanecían y el cielo se sonrojaba, primero volvimos a colocar en su sitio los tablones del pozo del templo —no quería cargar con la caída de un niño en mi conciencia— y luego deshicimos nuestro laborioso camino subiendo y coronando el Lugar Alto del Sacrificio, deteniéndonos solo ante la insistencia de Ned para que le dejara arrancar un pino pequeño y marchito. «Por lo menos es una porra —explicó—. Un convento de monjas tiene más armamento que nosotros». Mientras avanzábamos le arrancó las ramas con sus manazas como un Sansón para darle forma. Seguimos subiendo y bajando, sin aliento y agotados para cuando alcanzamos el suelo del cañón junto al teatro romano en ruinas. A un par de kilómetros a nuestra espalda, pude ver el resplandor de un fuego allí donde Silano estaba acampado. Si Astiza se había escabullido, ¿cuánto tardarían en advertir su ausencia? Al este el cielo clareaba. Los picos más altos ya estaban iluminados.

Nos apresuramos por el desfiladero principal de la ciudad hacia la sinuosa hendidura de la entrada y llegamos de nuevo ante la fachada del primer gran templo que habíamos visto, el Khazne. Mientras los demás se arrodillaban junto al pequeño riachuelo para beber, subí a saltos por sus escaleras y accedí al oscuro interior.

—¿Astiza?

Silencio. ¿No era ese el lugar de nuestra cita?

—¡Astiza!

Resonó como si se burlara de mí.

Maldita sea. ¿Había vuelto a malinterpretar a esa mujer? ¿Había descubierto Silano nuestro plan y la tenía prisionera? ¿O simplemente se retrasaba o se había perdido?

Salí corriendo. El cielo pasaba del gris al azul, y la parte superior de los riscos empezaba a resplandecer. ¡Debíamos irnos antes de que el conde se diera cuenta de que lo había dirigido hacia un agujero vacío! Pero no iba a canjear la mujer a la que amaba por un manuscrito que no sabía leer. Si partíamos sin ella, volvería a torturarme el remordimiento. Si nos demorábamos demasiado, mis amigos podían ser asesinados.

—No está aquí —anuncié con preocupación.

—Entonces debemos irnos —dijo Mohamed—. Cada kilómetro que pongamos entre nosotros y esos infieles francos duplica nuestras posibilidades de huir.

—Presiento que viene.

—No podemos esperar, patrón.

Ned tenía razón. Podía oír gritos apagados procedentes del grupo de Silano resonando en el desfiladero, aunque no sabía si eran de entusiasmo o de indignación.

—Unos minutos más —insistí.

—¿Te ha hechizado? ¡Hará que nos capturen a todos, y también tu libro!

—Podemos canjear el libro si no hay más remedio.

—Por el retrete de Lucifer, entonces ¿para qué hemos venido?

De repente Astiza apareció a la vuelta de la esquina, arrimándose a la roca para reducir al mínimo la posibilidad de ser vista, con la cara pálida, rizos de pelo negro delante de los ojos y sin resuello por la carrera. Corrí a su encuentro.

—¿Qué te ha retrasado tanto?

—Estaban tan emocionados que no podían dormir. Fui la primera en acostarme y ha sido una tortura, esperando toda la noche a que callaran. Entonces he tenido que entrar en el wadi del cañón y pasar junto a un centinela soñoliento, a lo largo de cien metros o más. —Llevaba el vestido sucio—. Creo que ya se han percatado de mi ausencia.

—¿Puedes correr?

—Si no lo tienes, no quiero hacerlo. —Sus ojos brillaban, interrogantes.

—Lo he encontrado.

Me cogió de los brazos, su sonrisa como la de una niña esperando un regalo. Había soñado con ese libro durante mucho más tiempo que yo. Saqué el cilindro. Ella contuvo la respiración.

—Sopésalo.

Sus dedos lo exploraron como los de un ciego.

—¿De verdad está aquí dentro?

—Sí. Pero no sé leerlo.

—Por el amor de Alá, effendi, tenemos qué irnos —apremió Mohamed.

No le hice caso, abrí el cilindro y desenrollé parte del manuscrito. De nuevo quedé impresionado por lo extraños que resultaban los caracteres. Ella cogió el libro con ambas manos, desconcertada, pero reacia a devolverlo.

—¿Dónde estaba?

—En el fondo de una tumba de los templarios. Aposté a que había que dar un giro a sus pistas, y exigían a los buscadores que usaran las matemáticas de las pirámides para demostrar sus conocimientos.

—Esto cambiará el mundo, Ethan.

—Para bien, espero. Las cosas no pueden empeorar mucho, desde mi punto de vista.

—¡Patrón!

El grito de Ned nos rescató de nuestro trance mutuo. Se llevaba una mano al oído, señalando. Era el eco de un disparo.

Arrebaté el libro a Astiza, cerré el cilindro, volví a introducirlo en mi camisa y corrí hacia donde el marinero estaba mirando. La luz del sol empezaba a bajar por la fachada del templo, pintando el risco y las esculturas de un rosa resplandeciente. Pero Ned señalaba el camino por el que habíamos venido, hacia el campamento de Silano. Un espejo emitía destellos al inclinarse.

—Están haciendo señales a alguien. —Indicó la meseta de arenisca que el cañón de la entrada dividía en dos—. A algún demonio de allá arriba, listo para hacer rodar una roca.

—¡Los hombres de Silano se acercan, effendi!

—Entonces tendremos que quitarles los caballos atados a los árabes de la entrada. ¿Estáis dispuestos, muchachos?

Pareció la clase de llamamiento que Nelson o Smith usarían.

—¡Volvamos a Inglaterra! —gritó Ned.

Así que echamos a correr, tragados en un instante por el angosto cañón de la entrada y completamente cegados por sus numerosas curvas. Nuestros pasos resonaban mientras nos precipitábamos cuesta arriba. Los brazos de Ned subían y bajaban con su garrote. El pelo de Astiza se agitaba tras ella.

Se oyeron gritos muy arriba, y luego golpes. Levantamos la vista. Una roca del tamaño de un barril de pólvora rebotaba entre las estrechas paredes mientras bajaba, con fragmentos desprendiéndose como metralla.

—¡Más rápido!

Corrimos a toda velocidad y superamos el proyectil antes de que impactara con estrépito en el suelo del desfiladero. En el borde de arriba gritaban en árabe.

Seguimos avanzando. Ahora se produjo un estruendo, y un fogonazo. ¡Aquellos bastardos se habían desplegado por todo el cañón! Silano debía de haber adivinado que seríamos más listos que él y que tendría que impedirnos la huida. Un alud de rocas provocado con pólvora bajó de la montaña, y esta vez hice retroceder a mis compañeros, refugiándonos todos debajo de un saliente. La avalancha pasó con estrépito, sacudiendo el suelo del desfiladero, y luego echamos a correr de nuevo ocultados por su polvareda, abriéndonos paso a través de los cascotes.

Silbaron las balas, inútilmente porque éramos invisibles.

—¡Deprisa! ¡Antes de que lancen otro ataque!

Hubo otra explosión, y otra lluvia de piedras, pero en esta ocasión se precipitó a nuestra espalda, donde obstaculizaría la persecución de Silano. Calculé que ya habíamos recorrido la mitad de aquel nido de serpientes, y si los árabes se encontraban arriba colocando cargas explosivas, no quedaría ninguno para custodiar los caballos. Una vez montados, provocaríamos la desbandada de los demás y…

Jadeando, doblamos otra esquina del cañón y vimos el camino obstruido por un carro. Era un armatoste enjaulado como los que había visto para transportar esclavos, y supuse que era el que habíamos visto cubierto cerca del campo y que había puesto nerviosos a los caballos. Había un solo árabe junto a él, apuntándonos con un mosquete.

—Yo me encargaré —gruñó Ned, levantando su porra.

—¡Ned, no le ofrezcas un blanco fácil!

Pero cuando el marinero atacaba, se oyó un silbido en el aire y una piedra pasó rozándonos los oídos casi con la velocidad de una bala. El proyectil acertó al árabe en la frente justo cuando abría fuego. El mosquete disparó, pero la bala salió desviada. Miré hacia atrás. Mohamed se había quitado el turbante y utilizado su tela como una onda improvisada.

—Cuando era chico, tenía que mantener a los perros y chacales alejados de las ovejas —explicó.

Corrimos a enfrentarnos con el aturdido árabe y pasar junto al carro, Ned en cabeza, Astiza a continuación. Pero cuando el hombre se desmoronaba como atontado, accionó una palanca y la parte posterior de la jaula cayó de golpe. Algo indefinido y enorme se levantó y se agazapó.

—¡Ned! —grité.

La cosa saltó como impulsada por una catapulta en lugar de sus patas traseras. Atisbé una visión aterradora de una melena parda, unos dientes blancos y el rosa íntimo de su boca. Astiza chilló. Ned y el león rugieron al unísono y chocaron, el garrote golpeando al mismo tiempo que las mandíbulas del depredador se cerraban sobre su antebrazo izquierdo.

El marinero aulló de dolor y de rabia, pero también pude oír el chasquido de las costillas del león cuando la porra de pino impactaba en su costado una y otra vez, tan potente que derribó al león lateralmente, arrastrando el brazo de Ned, y todo su cuerpo, consigo. Rodaron los dos, el humano gritando y el gato gruñendo, una masa de pelo y polvo. El marinero retrocedió y descargó el garrote una y otra vez aún aprisionado por las mandíbulas. Su ropa se rasgaba y su carne se abría. Me sentí mareado.

Había sacado mi tomahawk, endeble como una cucharilla, pero antes de pensármelo dos veces y huir como un hombre sensato, arremetí a mi vez.

—¡Ethan! —Oí a Astiza vagamente.

Otra piedra arrojada por Mohamed pasó silbando por mi lado y dio al gato, haciendo que su cabeza se sacudiera, y la distracción fue tan oportuna que pude meterme en el tumulto y asestar un golpe a la cabeza del león. Le acerté en una ceja, y el felino soltó el brazo de Ned y rugió de dolor y de furia, con la cola agitándose y las patas traseras removiendo la tierra. Ahora también Astiza atacaba, levantando una piedra sobre su cabeza y arrojándola como un atleta. La roca bajó hacia la visión ensangrentada de la bestia y se estrelló contra su hocico.

Nuestro furioso asalto lo desconcertó. En contra de todos los pronósticos, el león se descompuso y salió huyendo, saltando junto a la jaula del carro que lo había traído. Corrió cañón arriba y lo vi atacar a más árabes de Najac que venían a interponerse en nuestro camino. Gritando ante este cambio de rumbo de su arma secreta, se volvieron y huyeron. El ensangrentado león abatió a uno de ellos, se detuvo a romperle el cuello, y luego salió en persecución de los demás y la libertad de las colinas del fondo.

Los caballos relinchaban aterrorizados.

Estábamos estupefactos, con el corazón acelerado. El filo de mi tomahawk estaba manchado de sangre y pelo. Astiza estaba inclinada; le oscilaba el pecho. Asombrosamente, todos excepto Ned habíamos salido ilesos. Todavía podía oler el hedor del gato, ese olor apestoso de orina, carne y sangre, y me temblaba la voz cuando me arrodillé al lado del gigantesco marinero. Su ataque contra las fauces del león era el acto más valiente que había visto nunca.

—¡Ned, Ned! ¡Tenemos que seguir! —dije sin resuello—. Silano viene, pero creo que el león nos ha despejado el cañón.

—Me temo que no, patrón. —Hablaba con dificultad, los dientes apretados. Sangraba como un hombre apaleado. Relucía de sangre viva. Mohamed utilizaba la tela de su turbante para vendar el maltrecho antebrazo del gigante, pero era inútil—. Tendréis que continuar sin mí.

—¡Nosotros te llevaremos!

Él rió, o más bien carraspeó, una risa parecida a un estornudo entre sus labios fruncidos, con los ojos abiertos como platos al tener conocimiento de su destino.

—Ni hablar.

De todas formas extendimos el brazo para levantarlo, pero aulló de dolor y nos apartó de un manotazo.

—¡Dejadme, todos sabemos que no regresaré a Inglaterra! —Gimió y las lágrimas humedecieron sus mejillas—. Me ha rozado las costillas, me siento la pierna torcida o rota y peso más que el rey Jorge y su bañera. Corred, corred como el viento, para que haya merecido la pena.

Tenía los nudillos blanquecinos allí donde aferraba la porra.

—¡Ned, que me cuelguen si te abandono! ¡No después de todo esto!

—Estarás muerto si no lo haces, y tu libro del tesoro en las manos de ese conde loco y su esbirro chiflado. ¡Por Lucifer, haz que mi vida tenga algún sentido viviendo! Puedo retroceder hasta ese montón de escombros y capturarlos cuando lleguen.

—¡Te acribillarán!

—Será una bendición, patrón. Será una bendición. —Hizo una mueca—. Tenía el presentimiento de que no vería Inglaterra si iba contigo. Pero eres un compañero muy interesante, Ethan Gage. Algo más que un tramposo yanqui a las cartas, ya lo creo.

¿Por qué nuestros peores enemigos se convierten a veces en nuestros mejores amigos?

—Ned…

—¡Huye, malditos tus ojos! Huye, y si encuentras a mi madre, dale un poco de ese oro. —Y, quitándonos de encima, se incorporó tenazmente, primero de rodillas y luego de pie, zigzagueando, y enfiló tambaleándose el camino por el que habíamos venido, su costado una cortina de sangre—. ¡Dios, tengo sed!

Yo estaba paralizado, pero Mohamed tiró de mí.

Effendi, debemos irnos. ¡Ahora!

Y salimos corriendo. No me enorgullezco de ello, pero si nos quedábamos para luchar contra los franceses armados de Silano perderíamos seguro, ¿y para qué? Así que pasamos junto al árabe desplomado en el carro, saltamos sobre el mordido por el león y ascendimos por el desfiladero inclinado, con el pecho palpitando, casi esperando que el gato enfurecido se abalanzara sobre nosotros en cada esquina. Pero el león había desaparecido. Cuando llegamos a la boca del cañón oímos el eco de gritos y luego disparos a nuestra espalda. Hubo alaridos, un espantoso aullido como el de un hombre corpulento sometido a un dolor insoportable. Ned todavía nos hacía ganar tiempo, pero con agonía.

Los caballos estaban estacados donde los habíamos dejado la víspera, pero piafaban con estridentes relinchos y los ojos en blanco. Ensillamos a los tres mejores, cogimos la cuerda de los demás y salimos al galope por donde habíamos venido. Hubo más disparos, pero estábamos muy lejos de su alcance.

Mientras subíamos a la meseta miramos hacia atrás. El grupo de Silano había salido del cañón y nos seguía en tenaz persecución, pero iban a pie. La distancia aumentaba. No podíamos manejar los caballos sobrantes, por lo que los soltamos exceptuando a tres de refresco. A nuestros perseguidores les llevaría algún tiempo volver a capturarlos.

Luego, llorando y completamente agotados, emprendimos rumbo al norte hacia Acre.

Al atardecer alcanzamos el castillo cruzado donde habíamos acampado antes. Supongo que deberíamos haber avanzado más trecho, pero después de perder una noche de sueño rescatando el libro y huyendo a través de los desfiladeros, Mohamed y yo nos tambaleábamos en la silla. Astiza no estaba mucho mejor. Soy un jugador, y aposté a que Silano y Najac no recuperarían pronto sus caballos. Así pues nos detuvimos, las piedras del castillo brevemente anaranjadas al ponerse el sol, y comimos exiguas raciones de pan y dátiles que encontramos en las alforjas. No nos atrevimos a encender fuego.

—Dormid primero vosotros dos —dijo Mohamed—. Yo montaré guardia. Aunque franceses y árabes hayan quedado tirados atrás, sigue habiendo bandidos por estos andurriales.

—Tú estás tan exhausto como nosotros, Mohamed.

—Y por eso deberéis relevarme dentro de unas horas. En esa esquina hay hierba para un lecho y la piedra estará caliente del sol. Estaré en lo alto de la torre en ruinas.

Desapareció, todavía mi guía y guardián.

—Nos deja solos aposta —observó Astiza.

—Sí.

—Vamos. Estoy temblando.

La hierba era todavía verde y blanda en esa época del año. Una lagartija se escabulló dentro de su madriguera cuando el anochecer extendió sus tinieblas. Nos acostamos juntos en la cuña de piedra caliente, era nuestra primera oportunidad de estar realmente cerca desde que me había abofeteado delante de Silano. Astiza se acurrucó en busca de calor y consuelo. Estaba temblando y tenía las mejillas húmedas.

—Siempre es tan difícil…

—Ned no era mal tipo. Yo lo he llevado al desastre.

—Fue Najac quien metió el león ahí dentro, no tú.

Y yo quien había llevado a Ned, y Astiza quien portaba el anillo. De repente me acordé de él y se lo saqué del bolsito.

—Lo guardaste a pesar de haber dicho que estaba maldito.

—Era lo único que conservaba de ti, Ethan. Tenía intención de devolverlo.

—¿Tenían los dioses algún propósito, permitiendo que lo encontrásemos?

—No lo sé. No lo sé. —Se aferró aún más fuerte.

—Quizá trae buena suerte. Al fin y al cabo, tenemos el libro. Y volvemos a estar juntos.

Me miró sorprendida.

—Perseguidos, incapaces de leerlo, con un compañero muerto. —Tendió la mano—. Dámelo.

Cuando lo hice se incorporó y lo arrojó al rincón opuesto del patio en ruinas. Pude oírlo tintinear. Un rubí, lo bastante grande para mantener a un hombre toda su vida, se había perdido.

—Con el libro basta. Nada más, nada más.

Y entonces se recostó, los ojos furiosos, y me besó con eléctrica pasión.

Algún día, tal vez, tendré una cama como es debido, pero al igual que en Egipto, tuvimos que aprovechar el tiempo y el lugar de que disponíamos. Fue una ocasión urgente, desmañada, medio vestidos, nuestro deseo no tanto del cuerpo del otro como de la unión tranquilizadora contra un mundo frío, traicionero, implacable. Jadeamos al unirnos, esforzándonos como animales, Astiza soltando un pequeño grito, y luego nos derrumbamos juntos en una inconsciencia casi inmediata, nuestra maraña de ropa arrugada como una concha. Prometí débilmente relevar a Mohamed como habíamos convenido.

Nos despertó al amanecer.

—¡Mohamed, lo siento!

Nos esforzábamos con todo el decoro posible por vestirnos.

—No pasa nada, effendi. Yo también me dormí, probablemente unos minutos después de dejaros. He oteado el horizonte. No viene nadie. Pero tenemos que movernos otra vez, pronto. ¿Quién sabe cuándo recuperará sus caballos el enemigo?

—Sí, y con los franceses dominando Palestina, solo hay un sitio al que podamos ir sin ningún percance: Acre. Y ellos lo saben.

—¿Cómo atravesaremos el ejército de Bonaparte? —preguntó Astiza animosamente, no con preocupación. Parecía rejuvenecida a la luz que se intensificaba, radiante, sus ojos más vivos, su pelo una maraña exuberante. También yo me sentía resucitado. Habíamos hecho bien deshaciéndonos del anillo del faraón.

—Atajaremos hacia la costa, buscaremos una embarcación y navegaremos en ella —dije, repentinamente lleno de confianza. Tenía el libro, tenía a Astiza… y desde luego tenía también a Miriam, un detalle del que había olvidado hablarle a Astiza. Bueno, lo primero es lo primero.

Montamos y bajamos al galope por la ladera del castillo.

No nos atrevimos a descansar una segunda noche. Cabalgamos tanto como pudimos forzar a los caballos, deshaciendo el camino hasta el monte Nebo y bajando luego hasta el mar Muerto y el Jordán, levantando un penacho de polvo a nuestro paso. Supusimos que las tierras altas de Jerusalén estaban aún plagadas de guerrillas samaritanas que podían considerarnos o no como aliados, así que nos dirigimos al norte a orillas del Jordán y regresamos al valle de Jezreel, dando un amplio rodeo alrededor del campo de batalla de Kléber. Los buitres volaban en círculo sobre la colina donde habíamos hecho parada. Mi grupo aún no disponía de armas, exceptuando mi tomahawk. En una ocasión vimos una patrulla de la caballería francesa y desmontamos para escondernos en un olivar mientras pasaban a un kilómetro y medio de distancia. Por dos veces vimos jinetes otomanos, y también nos ocultamos de ellos.

—Nos dirigiremos a la costa cerca de Haifa —dije a mis compañeros—. Solo está ligeramente guarnecida por los franceses. Si podemos robar una embarcación y llegar hasta los británicos, estaremos a salvo.

Y así cabalgamos, separando el alto trigo como Moisés, la Ciudad de los Fantasmas tan irreal como un sueño y la extraña muerte de Ned una pesadilla incomprensible. Astiza y yo habíamos recobrado esa camaradería fácil que llega a las parejas, y Mohamed era nuestro leal carabina y compañero. Desde nuestra huida, no había mencionado el dinero ni una sola vez.

Todos nos habíamos transformado.

De modo que la huida parecía próxima, pero cuando avanzábamos en dirección noreste hacia las colinas de la costa y el monte Carmelo que rodeaban Haifa, vimos una fila de jinetes esperando enfrente.

Me encaramé a un pino para observar con mi telescopio, y fui presa del horror cuando enfoqué primero a una figura, y después a otra. ¿Cómo era posible?

Eran Silano y Najac. No solo nos habían dado alcance, sino que además nos habían aventajado y establecido aquella fila de piquetes para atraparnos.

Tal vez podríamos escabullimos por su lado.

Pero no, había campos abiertos inevitables mientras nos precipitábamos hacia el norte, y nos reconocieron dando un grito. ¡La persecución comenzaba! Se aseguraron de interponerse entre nosotros y la costa.

—¿Por qué no se acercan? —preguntó Astiza.

—Nos están conduciendo hacia Napoleón.

Esa noche tratamos de virar hacia el Mediterráneo, pero una descarga nos obligó a retroceder. Sospeché que los árabes de Najac eran rastreadores experimentados y habían adivinado adonde íbamos. Ahora no podíamos sacárnoslos de encima. Cabalgábamos con ahínco, lo suficiente para mantenerlos a distancia, pero éramos impotentes sin armas. Ellos no nos acuciaban, sabedores de que nos tenían.

—Podemos ir tierra adentro otra vez, effendi, hacia Nazaret o el mar de Galilea —sugirió Mohamed—. Incluso podríamos refugiarnos en el ejército turco en Damasco.

—Y perder todo lo que hemos conseguido —dije gravemente—. Los dos sabemos que los otomanos cogerían el cilindro al instante. —Miré hacia atrás—. Este es nuestro plan. Les echaremos una carrera hasta las filas francesas, como si fuéramos a rendirnos a Napoleón. Entonces seguiremos adelante, a través de su campamento, y huiremos hacia las murallas de Acre. Si Silano o los franceses nos siguen, se toparán con los cañones de los ingleses y Djezzar.

—¿Y luego, efendi?

—Espero que nuestros amigos no disparen también contra nosotros.

Y espoleamos nuestras monturas para cubrir los últimos kilómetros.