18

P

a entrada a la Ciudad de los Fantasmas era una hendidura de un cañón de arenisca, estrecha y rosada como una virgen. El sinuoso pasadizo no era más ancho que una habitación en su base, el cielo una lejana línea azul en lo alto. Las paredes se levantaban a doscientos metros de altura, a veces inclinándose hacia dentro como un techo, como una grieta que se cierra en un terremoto. El abrazo resultaba inquietante mientras bajábamos con mochilas por su suelo sombreado. Pero si la roca puede ser voluptuosa, aquella barbacana rosa y azul era un serrallo de carne ondulada, esculpida por el agua en mil formas sensuales tan placenteras a los ojos como la favorita de un sultán. La mayor parte de ella estaba dividida en capas de coral, gris, blanco y lavanda. Acá la roca goteaba como sirope congelado, allá desprendía vapor como la escarcha, y en otro sitio era una cortina de encaje. El wadi de arena y piedra formaba una tosca carretera que descendía hacia nuestro destino, como una calzada hacia un infierno en el sueño de un sátiro. Y, cuando miré con detenimiento, vi que la naturaleza no era el único escultor en aquel lugar. Aquella había sido una entrada para caravanas, y se había excavado un canal en la pared del desfiladero, su mancha oscura poniendo de manifiesto que había sido un acueducto para la antigua ciudad. Pasamos debajo de un desgastado arco romano que señalaba el acceso de arriba del cañón y anduvimos en silencio, admirados, junto a nichos en sus paredes que contenían dioses e inscripciones geométricas. Camellos de arenisca, el doble del tamaño real, deambulaban con nosotros como bajorrelieves en los muros de roca. Era como si los muertos se hubiesen convertido en piedra, y cuando doblamos la última esquina del cañón este efecto espectral se intensificó. Nos quedamos boquiabiertos.

—Contemplad —entonó Silano—. ¡He aquí lo que es posible cuando los hombres sueñan!

Sí, allí tenía que residir el libro.

Habíamos estado viajando hasta ese lugar varios días desde Nebo. Nuestro grupo había seguido las tierras altas jordanas, rodeando verdes pastos en el altiplano y pasando junto a las siniestras ruinas de castillos cruzados, tan abandonados como los templarios. De vez en cuando bajábamos a desfiladeros profundos y calurosos entre montañas que se abrían en un desierto de arena amarilla al oeste. Arroyos minúsculos eran engullidos por la sequedad. Luego subimos a la otra vertiente y continuamos hacia el sur, los halcones girando en las secas corrientes térmicas y los beduinos ahuyentando a sus cabras hacia wadis laterales, observando en silencio desde una distancia prudencial hasta que habíamos pasado. El asedio en Acre parecía un mundo aparte.

Mientras avanzábamos dispuse de mucho tiempo para pensar en la pista latina de Silano. La parte sobre los ángeles señalando parecía hasta cierto punto plausible, aunque se me escapaba qué fuerzas había en juego. Pero aquello que había estimulado mi memoria eran las palabras «concha de caracol» y «flor». La misma imaginería había sido utilizada por el sabio francés, y amigo mío, Edme François Jomard cuando escalamos la Gran Pirámide. Había dicho que las dimensiones de la pirámide cifraban un «número áureo» o proporción —1,618, si mal no recordaba—, que era a su vez una representación geométrica de una progresión de números llamada secuencia de Fibonacci. Esta progresión matemática podía representarse con una serie interrelacionada de cuadrados siempre crecientes, y un arco a través de los cuadrados generaba el tipo de espiral que se aprecia en una concha de nautilo, o, como dijo Jomard, en la disposición de los pétalos de las flores. Mi compañero Taima había creído que el joven matemático estaba medio loco, pero yo me sentí intrigado. ¿Representaba realmente la pirámide alguna verdad fundamental sobre la naturaleza? ¿Y qué relación tenía, si es que guardaba alguna, con el lugar al que nos dirigíamos ahora?

Intenté pensar como Monge y Jomard, los matemáticos. «Entonces por fin la luz clara revela cierta parte que antes era tanto desconocida como ignota en tu juicio», habían escrito los templarios. Esto parecía absurdo, y sin embargo me dio una idea descabellada. ¿Tenía una pista que me permitiría birlar a Silano el Libro de Tot delante de sus narices?

Acampábamos en los lugares más defendibles que podíamos encontrar, y un atardecer subimos a un altozano para pasar la noche en los vestigios de caliza de un castillo cruzado, con golondrinas girando alrededor de sus torres destrozadas. Las ruinas amarilleaban a la luz del sol poniente, los hierbajos crecían en las grietas entre las piedras. Atravesamos un prado de flores silvestres que se mecían en el viento primaveral. Era como si asintieran ante mi suposición. «Fibonacci», susurraban.

Cuando nos congregamos en la puerta medio hundida para conducir nuestros caballos al patio abandonado, me las arreglé para susurrar unas palabras al oído de Astiza.

—Reúnete conmigo bajo la luna, en las almenas, lo más lejos posible de donde durmamos —murmuré.

Asintió con la cabeza de un modo casi imperceptible y después, fingiéndose irritada, instó a su caballo a pasar delante del mío para cortar el paso a mi montura. Sí, para los demás éramos examantes resentidos.

Nuestro trío había tomado por costumbre dormir algo apartado de la banda de asesinos de Najac, y cuando Ned estuvo sumido en sus potentes ronquidos me alejé sigilosamente y aguardé en las tinieblas. Ella vino como un fantasma, envuelta en ropa blanca y luminosa en la noche. Me levanté y la icé a una garita de centinela fuera de la vista de todos los demás, la lechosa luz de la luna cayendo a través de la aspillera. La besé por primera vez desde nuestro reencuentro, sus labios helados por el frío, sus dedos entrelazados con los míos para controlar mis manos.

—No tenemos tiempo —susurró—. Najac está despierto y cree que he ido a orinar. Estará contando los minutos.

—Deja que ese bastardo cuente.

Traté de abrazarla.

—¡Ethan, si vamos demasiado lejos se estropeará todo!

—Si no lo hacemos reventaré.

—No. —Me apartó de un empujón—. ¡Paciencia! ¡Ya estamos cerca!

Maldita sea, había resultado difícil mantener la estabilidad desde mi partida de París. Demasiado ejercicio y demasiado pocas mujeres. Respiré hondo.

—Está bien, escucha. Si el truco del rayo funciona de verdad, tienes que ayudarme a separarme de Silano. Necesito tiempo para probar algo por mi cuenta, y luego debemos encontrarnos más adelante.

—Sabes algo que no nos has dicho, ¿verdad?

—Tal vez. Es un juego.

—Y tú eres un jugador. —Reflexionó—. Después de utilizar el rayo, dile que canjearás tu parte del libro por mí. Entonces yo fingiré traicionarte y me iré con él. Te abandonaremos. Fíngete frustrado.

—Eso no resultará difícil. ¿Puedo confiar en ti?

Sonrió.

—La confianza tiene que venir de dentro.

Y dicho esto se escabulló. Durante el tiempo restante cuidamos de mostrarnos muy enojadizos. Yo esperaba que fuese realmente una treta.

Seguimos los antiguos caminos de las caravanas y temí la presencia de patrullas otomanas, pero era como si el choque en el monte Tabor hubiese hecho desaparecer temporalmente a las fuerzas turcas. El mundo parecía vacío, primitivo. En una ocasión fuimos seguidos por miembros de tribus indígenas, unos hombrecillos duros a lomos de camellos, pero nuestro grupo parecía duro también, y más pobre que las ratas, apenas digno de ser robado. Najac partió con sus matones a hablar con ellos, y se esfumaron.

Para cuando llegamos a la ciudad de los mapas templarios, no nos seguía ni un alma.

Giramos al oeste y bajamos desde el borde de la meseta central hacia el lejano desierto. Sin embargo, entre nosotros y aquel baldío se levantaba la formación geológica más extraña que había visto nunca. Había una cadena de montañas de aspecto lunar, dentadas e inhóspitas, y delante de ellas un forúnculo de arenisca marrón, aterronado y redondeado. Se asemejaba a un caldo petrificado de burbujas marrones, o a un pan muy aumentado. No parecía haber ningún modo de entrar o rodear aquella curiosa formación, pero cuando nos acercamos vi en ella cuevas, como un monstruo de cien ojos aquejado de viruela. Me fijé en que la arenisca estaba salpicada de grutas. Comenzaron a aparecer pilares y escalones tallados en los afloramientos. Acampamos en un wadi seco, las estrellas brillantes y frías.

Silano dijo que los senderos que pisaríamos a la mañana siguiente eran demasiado estrechos y escarpados para los caballos, de modo que cuando el cielo clareó los dejamos estacados a la entrada del cañón con algunos de los árabes de Najac de guardia. Observé que los animales estaban extrañamente nerviosos, relinchando y piafando, y se asustaban de un carro que había aparecido en el límite de nuestro campamento en algún momento de la noche. Era cuadrado y estaba cubierto de lona alquitranada, y Silano dijo que entre sus provisiones había carne que ponía nerviosos a los caballos. Quise investigar, pero entonces el sol matutino iluminó la escarpa y resaltó su desfiladero, semejante a una grieta, y el acogedor arco romano. Entramos a pie y a los pocos metros ya no pudimos ver nada del mundo que habíamos dejado atrás. Todos los sonidos se extinguieron, salvo el rumor de nuestros pies mientras bajábamos por el wadi.

—Las tormentas han arrastrado piedras sobre lo que fue una antigua carretera —dijo Silano—. En esta época del año se registran las inundaciones repentinas más frecuentes, después de rayos y truenos. Los templarios lo sabían, y lo aprovecharon. Nosotros también lo haremos.

Y entonces, como he descrito, llegamos al cabo de un kilómetro y medio a la otra punta del cañón y nos quedamos boquiabiertos. Delante se abría otro desfiladero, perpendicular al primero e igual de imponente, pero no es esto lo que nos asombró. En la pared de enfrente se hallaba el monumento más inesperado que he visto jamás, la primera cosa que se equipararía en esplendor con la inmensidad de las pirámides. Era un templo tallado en roca viva.

Imaginaos un risco de centenares de metros de altura, rosado como las mejillas de una doncella, y no sobre él, sino en su interior, un edificio pagano decorado con columnas, frontones y cúpulas alzándose más altas que la aguja de una iglesia de Filadelfia. Águilas esculpidas del tamaño de búfalos se agazapaban en sus cornisas superiores, y los nichos entre sus columnas albergaban figuras de piedra con alas de ángel. Pero lo que me llamó la atención no fueron esos querubines o demonios, sino la figura central emplazada sobre la oscura puerta del templo. Era una mujer, con los pechos descubiertos y erosionados, las caderas envueltas en pliegues romanos de tela pétrea, y la cabeza erguida y alerta. Ya había visto esa forma antes en los recintos sagrados del antiguo Egipto. Rodeaba con un brazo un cuerno de la abundancia, y tenía sobre la cabeza los restos de una corona hecha con un disco solar entre unos cuernos de toro. Me estremecí ante la reaparición de una diosa que me había obsesionado desde París, donde los romanos habían erigido un templo a esta misma divinidad en lo que ahora son los cimientos de Notre-Dame.

—¡Isis! —exclamó Astiza—. ¡Es una estrella, que nos guía hacia el libro!

Silano sonrió.

—Los árabes llaman a esto el Khazne, el Tesoro, porque sus leyendas afirman que es aquí donde el faraón ocultó sus riquezas.

—¿Queréis decir que el libro está ahí dentro? —pregunté.

—No. Las estancias son poco profundas y están vacías. Se halla en algún lugar cercano.

Nos dirigimos hacia la entrada del Khazne, chapoteando a través de un riachuelo que discurría por el centro de esta nueva sima. El cañón se alejaba serpenteando a nuestra derecha. Una gran escalinata conducía a la oscura entrada con columnas. Nos detuvimos un momento en el frescor del pórtico del templo, contemplando la roca rojiza, y luego accedimos al vestíbulo.

Como había dicho Silano, estaba lamentablemente vacío, tan monótono como la cámara que contenía los sarcófagos vacíos de la Gran Pirámide. El risco había sido excavado para formar unos aposentos interiores rectos, de formas cuadradas. Unos minutos de inspección confirmaron que no había puertas ocultas. Era sencillo como un almacén vacío.

—A menos que este lugar tenga algún truco, como sus dimensiones matemáticas, aquí no hay nada —dije—. ¿Para qué sirve?

Parecía demasiado grande para vivir en él, pero no lo bastante amplio y luminoso para ser un templo.

Silano se encogió de hombros.

—Eso no importa. Tenemos que encontrar el Lugar del Alto Sacrificio. Si hay algo que podemos confirmar al respecto, es que no será alto.

—Pero sí glorioso —murmuró Astiza.

—Ilusión, como todo lo demás —replicó el conde—. Solo la mente es real. Por eso la crueldad no es pecado.

Regresamos afuera, el cañón mitad iluminado por el sol, mitad a la sombra. El día se estaba nublando.

—Tenemos suerte —observó Silano—. El aire es denso y huele a tormenta. No tendremos que esperar, pero debemos actuar antes de que estalle la tempestad.

Este nuevo desfiladero se iba ensanchando poco a poco a medida que lo seguíamos, ofreciéndonos vislumbres aún mejores del laberinto de montañas en el que habíamos entrado. La roca se elevaba hacia el cielo como bizcochos de varias capas, barras de pan redondeadas y castillos pastosos. Las adelfas florecían para reflejar la extraña roca. Por todas partes las paredes del risco aparecían agujereadas por cuevas, pero no eran naturales. Presentaban la forma rectangular de puertas artificiales, indicando que alguien las había excavado. No era una ciudad construida sobre la tierra, sino dentro de ella. Pasamos por un espléndido teatro romano semicircular, sus gradas también talladas en la piedra del risco, y por último dejamos atrás una amplia cuenca rodeada de montañas abruptas, como un inmenso patio cerrado por paredes. Era un escondrijo perfecto para una ciudad, solo accesible a través de cañones angostos y fáciles de defender. No obstante había espacio suficiente para contener a una población como Boston. De la tierra surgían columnas que ya no sostenían nada. Templos sin techo se levantaban entre los escombros.

—Por la gracia de Isis —murmuró Astiza—. ¿Quién soñó esto?

Una pared del risco ofrecía un espectáculo que rivalizaba con el Khazne que acabábamos de ver. Esculpida en ella se encontraba la fachada de una ciudad fabulosa, un derroche de escalinatas, columnas, frontones; plataformas, ventanas y puertas, que conducían a una colmena de aposentos en el interior. Empecé a contar las entradas y me rendí. Había cientos. No, miles.

—Este lugar es inmenso —dije—. ¿Vamos a encontrar un libro ahí dentro? Hace que las pirámides parezcan un buzón.

—Vos lo encontraréis. Vos y vuestros querubines. —Silano había sacado su mapa templario y lo estaba estudiando. Entonces señaló—. Desde allá arriba.

A nuestra espalda, una montaña que se levantaba sobre el antiguo teatro estaba cortada en forma de almenas, pero su cima parecía plana. Unas veredas de cabras trepaban por ella.

—¿Allá arriba? ¿Dónde?

—En el Lugar Alto del Sacrificio.

Se había construido un estrecho sendero con toscos escalones tallados en la arenisca. Hacía bochorno y sudábamos, pero a medida que íbamos subiendo la vista se ensanchaba, y se hicieron visibles más y más riscos horadados por puertas y ventanas. No se veía gente por ningún lado. La ciudad abandonada estaba en silencio, sin lamentos de fantasmas. La luz se teñía de morado.

En la cima salimos a una meseta llana de arenisca con una vista magnífica. Abajo, muy lejos, se hallaba la cuenca grisácea de muros en ruinas y columnas desmoronadas, cercada por riscos. Más allá se extendían más montañas dentadas sin una pizca de vegetación, tan desnudas como un esqueleto. El sol descendía hacia unos nubarrones amenazadores que corrían hacia nosotros como buques de guerra negros. Soplaba una brisa caliente y húmeda que levantaba columnas de polvo y las hacía girar como peonzas. La cornisa de roca había sido aplanada con precisión por cinceles antiguos. En el centro había grabado un rectángulo del tamaño de un salón de baile, como un estanque muy poco profundo y seco. Silano consultó una brújula.

—Está orientado al norte y al sur, en efecto —confirmó como si ya lo esperara.

Al oeste, de donde venía la tormenta, cuatro escalones conducían a una plataforma elevada que se asemejaba a una especie de altar. En ella había una pila redonda con un canal.

—Para la sangre —nos explicó el conde. Su capa se agitaba al viento.

—No veo ningún sitio donde esconder un libro —dije yo.

Silano señaló la ciudad que se extendía muy abajo, diez mil agujeros horadando la arenisca como un panal de locos.

—Y yo veo infinidad. Ha llegado la hora de usar vuestros querubines, Ethan Gage. Están hechos de un metal más santo que el oro.

—¿Qué metal?

—Los egipcios lo llamaban Ra-ezhri. Lágrimas del Sol. El dedo de Dios lo tocará, y entonces nos indicará adonde tenemos que ir. ¿Qué necesitamos para atraer el dedo de Tot? ¿Cómo puede darnos una señal la esencia del universo?

Estaba loco de atar, pero también lo estaba el viejo Ben, supongo, cuando se propuso hacer volar una cometa en una tempestad. Los sabios son un atajo de chiflados.

—Esperad. ¿Qué ocurrirá cuando recuperemos el libro?

—Lo estudiaremos —contestó Silano secamente.

—Ni siquiera sabemos si podremos leerlo —agregó Astiza.

—Me refiero a quién se lo quedará —insistí—. Alguien tiene que custodiarlo. Parece que mis querubines son la herramienta crítica, y mi habilidad para fijarlos la clave. Y en realidad no estoy en el bando francés ni en el británico. Soy neutral. Deberíais confiármelo a mí.

—No habríais podido encontrar solo este lugar ni en mil años —gruñó Najac—, ni haceros cargo de la lista de la compra.

—Y vos no podríais encontraros la oreja derecha ni aunque llevaseis una cuerda atada desde ella hasta los testículos —repliqué irritado.

Monsieur Gage, no hay duda de que la situación está clara —dijo Silano con impaciencia—. Vos os asociáis conmigo, os unís al Rito Egipcio, y con una parte de poder.

—¿Asociarme con un hombre que en Egipto me mandó la cabeza de mi amigo en una vasija?

Suspiró.

—O bien puedo dejaros sin nada.

—¿Y qué os legitima para ser su propietario? —Tenía que representar mi papel.

Miró a su alrededor, divertido.

—Bueno, todas las armas, la mayor parte de las provisiones y la única esperanza de descifrar lo que estamos a punto de encontrar. —Los hombres de Najac levantaron los cañones de sus armas. Me molestó especialmente tener que mirar la boca del cañón de mi propio rifle, en las sucias manos de Najac—. La verdad, no sé qué vio Franklin en vos, Ethan. Os cuesta trabajo comprender lo que es obvio.

Señalé la concentración de nubes.

—No dará resultado sin mí, Silano.

—No seáis estúpido. Si no cooperáis, nadie dará con el libro y no tendréis nada. Además, sentís tanta curiosidad como yo.

Miré a Astiza.

—Hagamos un trato, entonces. Yo os ayudo a fijar los querubines. Si funciona, vos os quedáis con el libro. Tomadlo, y acabemos de una vez.

—¡Patrón! —gritó Ned.

—Pero a cambio quiero a Astiza.

—No es mía para entregárosla, monsieur.

—Quiero que nos dejéis marchar, sin causar daño ni intromisión. El conde la miró de soslayo. Ella evitaba los ojos de ambos.

—¿Y me ayudaréis si accedo?

Asentí.

—Más vale que nos demos prisa.

—Pero la decisión es suya, no mía —advirtió él.

El rostro de Astiza era una máscara.

—Su decisión —confirmé con confianza—. No vuestra. Es lo único que pido.

—De acuerdo. —Sonrió; su sonrisa era tan fría como una trampa de castores en un riachuelo canadiense—. Ahora ayudadnos a prepararlo.

Respiré hondo. ¿Podía confiar en ella? ¿Daría resultado aquello? Lo estaba apostando todo a un acertijo en latín. Pesqué mis recuerdos de la pirámide dentro de mi ropa y vi brillar los ojos del hechicero al cogerlos.

—Utilizad los cierres que los fijaban a la vara de Moisés para montarlos en la punta de vuestros palos metálicos —indiqué—. Vamos a hacer un pararrayos de Franklin.

Me había fijado en dos agujeros abiertos en la parte superior de la meseta aplanada, y Silano confirmó que se mencionaban en los documentos templarios, así que los introducimos allí. Pero no había conexión entre ellos.

Examiné la planicie. Vi unas estrías en la roca de arenisca que formaban una estrella de seis puntas. Los palos se encontraban en puntas opuestas.

—Necesitamos una conexión entre los palos —dije—. Flejes, para conducir la electricidad. ¿Tenéis alguno?

Desde luego que no. ¡Eso valían las investigaciones de Silano! Estaba oscureciendo; los truenos retumbaban mientras las nubes se hinchaban y crecían. Remolinos de polvo volaban a ras de suelo en el valle de abajo, zigzagueando e inclinándose como borrachos.

—No veo para qué servirán las barras si están aisladas —advertí.

—Los templarios dijeron que esto funcionará. Mis estudios son infalibles.

Aquel hombre tenía un ego comparable al de Aaron Burr. Así pues, pensé en algo que pudiera sustituir los flejes, porque mis enemigos tenían razón: sentía más curiosidad que nadie.

—Najac, haced algo más que mirar con ceño —sugerí por fin—. Usad vuestro odre de agua para llenar estas estrías de agua, y añadid un poco de sal.

—¿Agua?

—Ben dijo que puede ayudar a conducir la electricidad.

El agua llenó los canalillos hasta que la estrella resplandeció en la luz densa, de un morado verdoso. El sol fue engullido y la temperatura descendió. Me escocía la piel. Más truenos, y pude ver los primeros zarcillos de lluvia cayendo en espiral como plumas, evaporándose antes de tocar el suelo. Los rayos hendían el cielo del oeste. Retrocedí hasta el borde de la meseta. Ned y Mohamed me siguieron, pero nadie más parecía asustado. Incluso Astiza aguardaba con expectación, con el pelo arremolinándosele y los ojos puestos en el cielo y no en mí.

La tormenta se precipitó sobre nosotros como una carga de caballería. Se levantó un muro de viento racheado que arrojaba arenilla y las nubes nos cubrieron, grandes bolsas de lluvia y truenos que emitían un resplandor plateado mientras ondeaban y flotaban. Los rayos destellaban y alcanzaban los picos que nos rodeaban, cada vez más cercanos, los truenos como el fragor de la artillería. Cayeron grandes gotas de lluvia, calientes y pesadas, más semejantes a plomo fundido que a agua. Nuestras ropas se sacudían, y el viento arreció hasta un chillido. Y entonces se produjo un fogonazo cegador, un estruendo instantáneo, y la montaña tembló. ¡Una de las barras había sido alcanzada! Me flojearon las rodillas. Saltaron chispas, y una luz azul intenso se transmitió velozmente de una barra a otra siguiendo las estrías húmedas de la estrella y luego describió un arco a través del espacio de un ángel al otro. Los querubines se tornaron de un blanco reluciente. Oscilaron, al tiempo que las barras de hierro giraban, y sus alas señalaron hacia el noreste, inclinándose una hacia otra de suerte que unas líneas trazadas desde cada una se encontraban a unos veinte metros de distancia. El rayo se había extinguido, pero las barras acumulaban energía, todo bañado en un resplandor morado no muy distinto al que habíamos visto en la cámara bajo el Monte del Templo de Jerusalén. Entonces unos rayos de luz fluyeron de las alas de los querubines, se encontraron en el aire, y un solo haz salió disparado como una bala de rifle, como atraído, para ir a dar en una gran puerta con columnas de otro templo en la pared del risco, a tres kilómetros de donde nos hallábamos. Saltaron chispas en cascada.

—¡Sí! —gritaron los secuaces de Silano.

El rayo persistió un instante, como un momentáneo resquicio de sol en una cueva oscura, y luego se desvaneció. La cima de la montaña se oscureció. Deslumbrado, miré nuestras barras metálicas. Los querubines se habían fundido, las puntas de los palos achatadas como setas. Silano agitaba triunfalmente los brazos al aire. Astiza estaba rígida, su vestido empapado, los mechones de cabello oscuro pegados a su mejilla goteando. La tormenta se desplazaba hacia el este, pero detrás de su proa destellante llegó más lluvia, esta vez más fría, limpiando el ozono del aire con un siseo. Llovía a cántaros. Todos podíamos notar la electricidad en el aire; nuestro pelo todavía saltaba con ella. El agua bajaba por todas partes desde lo alto de los riscos.

—¿Os habéis fijado todos en eso? —preguntó Silano.

—Podría encontrarlo con los ojos cerrados —prometió Najac, con un dejo de codicia en su voz.

—Obra del diablo —murmuró Big Ned.

—¡No, de Moisés! —respondió Silano—. Y de los caballeros templarios, y de todos aquellos que buscan la verdad. Estamos ante la obra de Dios, caballeros, y ya sea ese dios Thot, Jehová o Alá, su disfraz es el mismo: conocimiento.

Sus ojos emitían un fulgor enérgico, como si parte del rayo hubiese entrado en él. No tengo nada en contra del conocimiento —a fin de cuentas navegué con sabios—, pero sus palabras y su mirada me molestaron. Recordé sermones de mi niñez acerca de Satanás con forma de serpiente, prometiendo sabiduría a Adán y Eva en el paraíso. ¿Con qué fuego estábamos jugando allí? Sin embargo, ¿cómo podía dejar una manzana tan tentadora sin morderla?

Miré a Astiza, mi brújula moral. Pero ella tenía que evitar mi mirada, ¿no? Parecía asombrada —de que verdaderamente hubiese ocurrido algo— y preocupada.

—Caballeros, creo que estamos a punto de hacer historia —dijo Silano—. Bajaremos antes de que caiga la noche. Acamparemos delante del templo y lo buscaremos mañana con la primera luz del día.

—O esta noche con antorchas —sugirió el ansioso Najac.

—Agradezco tu impaciencia, Pierre, pero después de mil años no creo que nuestro objetivo se vaya a ninguna parte. Monsieur Gage, como siempre vuestra compañía ha sido fascinante. Pero me atrevería a decir que ninguno de los dos lamentará por completo nuestra separación. Habéis cumplido vuestra parte del trato, de modo que ahora puedo decirlo. Adieu, hombre de la frontera. —Inclinó la cabeza.

—Astiza —dije—, ahora puedes venir conmigo.

Ella guardó silencio un buen rato. Luego:

—Pero no puedo, Ethan.

—¿Qué?

—Me voy con Alessandro.

—¡Pero he venido a buscarte! ¡Salí de Acre por ti!

Exhibí más cólera que un abogado ante las pruebas irrefutables de un cliente culpable.

—No puedo dejar que Alessandro se quede con el libro para sí, Ethan. No puedo alejarme de él después de tanto sufrimiento. Isis me ha traído a este lugar para terminar lo que empecé.

—¡Pero está loco! Mira a sus compañeros. ¡Son la estirpe del diablo! Vuelve con nosotros. Regresa conmigo a América.

Sacudió la cabeza.

—Adiós, Ethan.

Silano sonreía. Ya se lo esperaba.

—¡No!

—Ella ha tomado su decisión, monsieur.

—¡Solo he ayudado con el rayo para recuperarte!

—Lo siento, Ethan. El libro es más importante que tú. Más importante que nosotros. Vuelve con los ingleses. Yo me voy con Alessandro.

—¡Me has utilizado!

—Te hemos utilizado para encontrar el libro: para bien, espero.

Con fingida frustración, arranqué uno de los palos de hierro para usarlo como arma, pero la banda de Najac levantó sus mosquetes. Astiza no me miraba mientras Silano se la llevaba de la meseta, envolviéndose la cabeza en su pañuelo.

—¡Un día no muy lejano os daréis cuenta de lo que acabáis de rechazar, Gage! —gritó Silano—. ¡Lo que el Rito Egipcio habría podido daros! ¡Os arrepentiréis de vuestro trato!

—Sí —gruñó Najac, con su pistola preparada—. Ahora regresad a Acre y morid.

Dejé caer el palo con estrépito. Nuestra representación había salido bien. Si es que Astiza actuaba realmente.

—Entonces salid de mi montaña —ordené con voz temblorosa.

Sonriendo de satisfacción, emprendieron el camino de bajada, llevándose con ellos los querubines fundidos. Astiza solo miró atrás una vez mientras emprendía el descenso.

No fue hasta que ya no podían oírnos que Big Ned finalmente estalló.

—Por todos los santos, patrón, ¿vas a dejar que ese canalla papista nos robe el tesoro que nos corresponde? ¡Te suponía más valor!

—Valor no, Ned, ingenio. ¿Recuerdas cómo te superé en el duelo con espadas?

Pareció escarmentado.

—Sí.

—Eso fue mi cerebro, no mis músculos. Silano no sabe tanto como cree. Lo que significa que tenemos una posibilidad. Encontraremos un camino por la otra cara de la montaña y exploraremos por nuestra cuenta, bien lejos de esa tribu de asesinos.

—¿Lejos? ¡Pero ellos saben dónde está ese libro tuyo!

—Saben adonde ha arrojado su luz ese rayo. Pero no creo que los templarios fuesen tan elocuentes. Espero que fuesen estudiosos de la Gran Pirámide.

Ned estaba desconcertado.

—¿A qué te refieres, patrón?

—Apuesto a que acabamos de presenciar una señal errónea. Soy un jugador, Ned. Y la Gran Pirámide incluye una serie de números conocida como la secuencia de Fibonacci. Seguro que has oído hablar de ella.

—Caray, pues no.

—Los franceses me la enseñaron en Egipto. Y esta secuencia, a su vez, es una representación de algunos procesos básicos de la naturaleza. Es santa, si quieres. Justo la clase de cosas en que los templarios estarían interesados.

—Lo siento, patrón, pero yo creía que todo esto iba de un tesoro antiguo y poderes secretos, no de números y templarios.

—Son todas esas cosas. Bien, hay una relación que aparece en toda representación geográfica de la secuencia, una proporción armoniosa de una línea más larga respecto a una más corta que resulta ser de 1,61 y pico. Se llama «número áureo» y era conocido por los griegos, los constructores de las catedrales góticas y los pintores del Renacimiento. Y está codificado en las dimensiones de la Gran Pirámide.

—¿Oro?

Ned me miraba como si fuese tonto, lo cual tal vez era verdad. Encontré un retazo de tierra y dibujé.

—Lo que significa que el libro puede estar formando ángulo con lo que acabamos de ver. Esa es mi apuesta, por lo menos. Bien, supongamos que la base de la pirámide está representada por la línea que hemos visto cruzar sobre el valle. —Tracé una línea que apuntaba a las ruinas adonde Silano y su equipo se dirigían—. Dibujas una línea perpendicular a esta, y discurre más o menos al oeste. —Señalé la escarpada cordillera de donde había llegado la tormenta—. En alguna parte a lo largo de esta nueva línea hay un punto que se representaría si completásemos un triángulo rectángulo trazando desde donde va Silano hasta mí otra línea en dirección oeste.

—¿Un punto dónde?

—Efectivamente. Tienes que saber qué longitud tendría la tercera línea, la diagonal. Supongamos que sea 1,61 veces, aproximadamente, la de la línea al templo de Silano: la proporción áurea, la encarnación física de Fibonacci y la naturaleza, y la inclinación de la propia Gran Pirámide. Una pirámide construida para incorporar números fundamentales, como los que hay en las conchas de los caracoles o las flores. Es difícil medir la distancia, sí, pero si calculamos que el templo se halla a tres kilómetros, entonces nuestra línea contigua tendrá algo menos de cinco…

Entrecerró los ojos, siguiendo el movimiento de mi brazo conforme dejaba el templo sobre el que había incidido el haz de luz y se desplazaba de norte a oeste.

—Supongo que alcanzaría mi línea occidental imaginaria más o menos donde se encuentran aquellas imponentes ruinas.

Miramos. En el suelo del valle se hallaban los restos de un edificio antiguo que daba la impresión de haber sido bombardeado con artillería durante cien años. Su estado ruinoso era en realidad consecuencia del tiempo y el abandono, pero todavía se erguía más alto que los escombros de su alrededor. Una hilera de viejas columnas, que no sostenían nada, sobresalían a lo largo de lo que parecía una calzada antigua.

—¿Dónde viste ese ángulo, efendi? —intentó aclarar Mohamed.

—En la pendiente de la Gran Pirámide. Mi amigo Jomard me lo explicó.

—¿Quieres decir que el conde Demonio se dirige al templo equivocado?

—Es solo una suposición, pero la única posibilidad que nos queda. Muchachos, ¿estáis dispuestos a echar una ojeada y esperar que los templarios se interesaran por este juego de números tanto como los antiguos egipcios?

—He aprendido a tener fe en ti, effendi.

—Y, caray, ¡qué gracia tendría encontrar primero el dichoso libro! —rió Ned—. Y también un poco de oro, apuesto.

Y me mostró aquella sonrisa amplia y amenazadora.