on su visión para lo político, Bonaparte bautizó de inmediato nuestro cuasi desastre con el nombre de Batalla del Monte Tabor —un pico mucho más imponente y fácil de pronunciar que la modestamente empinada Djebel-el-Dahy, aunque a varios kilómetros de distancia— y la proclamó «una de las victorias más desequilibradas de la historia militar. Quiero que se envíen todos los detalles a París tan pronto como podamos».
Yo estaba seguro de que no había sido tan diligente para transmitir la noticia de la masacre de Jafa.
—Unas divisiones más y podríamos marchar sobre Damasco —dijo Kléber, embriagado por su improbable victoria. En vez de tener celos, ahora parecía deslumbrado por el oportuno rescate de su comandante. Bonaparte podía obrar milagros.
—Unas divisiones más, general, y podríamos marchar sobre Bagdad y Constantinopla —enmendó Napoleón—. ¡Maldito Nelson! ¡Si no hubiese destruido mi flota, sería el dueño de Asia!
Kléber asintió.
—Y si Alejandro no hubiese muerto en Babilonia, si César no hubiese sido acuchillado o si Rolando no se hubiese adelantado tanto…
—A falta de un clavo se perdió la batalla —tercié yo.
—¿Qué?
—Una frase que mi mentor Ben Franklin solía decir. Son las pequeñas cosas las que nos hacen tropezar. Él creía en la atención al detalle.
—Franklin era un hombre sabio —dijo Napoleón—. La escrupulosa atención al detalle es esencial para un soldado. Y vuestro mentor era un verdadero erudito. Estaría impaciente por resolver misterios antiguos, no en beneficio propio sino en el de la ciencia. Y es por eso que ahora seguiréis vuestro camino para reuniros con Silano, ¿me equivoco, monsieur Gage?
—Parece que habéis desembarazado el camino de obstáculos, general —dije amablemente. Bonaparte rompía ejércitos del mismo modo en que Moisés separaba las aguas del mar—. Pero aún estamos en el borde de Asia, a miles de kilómetros de la India y de vuestro aliado allí, Tippoo Sahib. Ni siquiera habéis tomado Acre. ¿Cómo podéis emular a Alejandro con tan pocos hombres?
Bonaparte frunció el ceño. No le gustaban las dudas.
—Los macedonios no eran mucho más numerosos. Y también Alejandro tuvo su asedio, en Tiro. —Pareció pensativo—. Pero nuestro mundo es más grande que el suyo, y en Francia se desarrollan acontecimientos. Tengo muchos llamamientos que atender, y vuestros descubrimientos pueden ser más importantes en París que aquí.
—¿Francia? —preguntó Kléber—. ¿Pensáis en nuestra patria cuando todavía estamos luchando en este estercolero?
—Intento pensar en todo, siempre, y es por eso que se me ocurrió prestar auxilio a vuestra expedición antes de que lo necesitarais, Kléber —respondió Bonaparte secamente. Dio una palmada al hombro del general, que se alzaba sobre él, su pelo espléndido como la melena de un león—. Aseguraos tan solo de que aquello que estamos haciendo tiene un propósito. ¡Cumplid con vuestro deber y triunfaremos juntos!
Kléber lo miró con recelo.
—Nuestro deber está aquí, no en Francia. ¿No es así?
—Y el deber de este americano es cumplir, por fin, aquello para lo que lo trajimos aquí: ¡resolver el misterio de las pirámides y los antiguos con el conde Alessandro Silano! Daos prisa, Gage, porque el tiempo nos apremia a todos.
—Estoy más impaciente por volver a casa que nadie —dije.
—En ese caso encontrad vuestro libro.
Se volvió y se alejó con paso airado con su estado mayor, agitando el dedo mientras lanzaba órdenes. Entretanto, yo me quedé helado. Era la primera vez que le oía mencionar un libro. Era obvio que los franceses sabían más de lo que había esperado.
Y Astiza les había contado más de lo que yo deseaba.
Tal era nuestra situación ahora, instrumentos de Silano y de su desacreditado Rito Egipcio de francmasones. Los templarios habían descubierto algo, y los habían quemado en la hoguera atormentadores que confiaban en encontrarlo. Esperaba que mi destino fuese más benigno. Esperaba no llevar a mis compañeros a la destrucción.
Cenamos carnes y pasteles capturados a los turcos, intentando no hacer caso del hedor que ya se levantaba del oscuro campo de batalla.
—Bueno, entonces se acabó —comentó Big Ned con pesimismo—. Si una horda como esa no sabe defenderse de unos cuantos franchutes, ¿qué posibilidades tienen mis compañeros en Acre? Será otro baño de sangre, como Jafa.
—Salvo que Acre tiene al Carnicero —dije—. No permitirá que nadie huya o se rinda.
—Y artillería, y a Phelipeaux, y a Sidney Smith —agregó Mohamed—. No temas, marinero. La ciudad resistirá hasta que regresemos.
—Justo a tiempo para el último saqueo. —Me miró pícaramente.
Supe qué estaba pensando el marinero. Encontrar el tesoro y echar a correr. No puedo decir que estuviera en desacuerdo del todo.
La caballería francesa aún perseguía a los restos del desperdigado ejército otomano cuando seguimos su camino pisoteado y accedimos al valle del río Jordán. Entonces dejamos atrás los campos para entrar en un terreno seco de cabras, exceptuando las arboledas y los prados junto al río. Innumerables hombres santos habían seguido aquella corriente, Juan Bautista dando audiencia en algún lugar a lo largo de sus legendarias orillas, pero nosotros viajábamos como una compañía de bandidos. La docena de franceses y árabes de Najac iba erizada de rifles, mosquetes, pistolas y espadas. También había bandidos auténticos, y vimos dos bandas distintas escabullándose como lobos decepcionados después de avistar nuestro arsenal. Pasamos también junto a cuerpos ahogados y acribillados de soldados otomanos, hinchados como globos de tela. Nos apartamos de ellos para evitar el hedor y tuvimos la precaución de beber agua solo de las fuentes.
Mientras avanzábamos hacia el sur, el valle fue haciéndose cada vez más árido y los navíos británicos a los que Ned llamaba su casa parecían distar veinte mil kilómetros. Una noche, se arrastró a mi lado para cuchichear.
—Dejemos plantados a estos bandidos y sigamos solos, patrón —instó—. Ese Najac no deja de mirarte como un cuervo esperando a sacarle los ojos a un cadáver. Aunque se vistieran de niños del coro, estos bribones conseguirían asustar a Westminster.
—Sí, tienen la moralidad de una asamblea legislativa y la higiene de galeotes, pero los necesitamos para que nos lleven hasta la mujer que llevaba el anillo del rubí, ¿recuerdas? —Gruñó, así que tuve que ponerlo en su sitio—. No creas que no he conservado mis poderes eléctricos. Conseguiremos lo que hemos venido a buscar, y ajustaremos cuentas con esta gente.
—Ya estoy deseando que llegue el día de aplastarlos. Odio a los franchutes. Y también a los árabes. Exceptuando a Mohamed.
—Llegará, Ned. Llegará.
Pasamos al trote junto a un camino que Najac dijo conducía a la aldea de Jericó. No vi nada, y el terreno era tan seco que costaba trabajo creer que se hubiese erigido allí una ciudad con murallas inmensas. Pensé en el quincallero y volví a sentirme culpable por haber abandonado a Miriam. No se lo merecía.
El mar Muerto era lo que su nombre implica: una costa incrustada de sal y un agua salobre de color azul intenso que se extendía hasta el horizonte. No había pájaros apiñados en los bajíos ni peces rompiendo la superficie. El aire del desierto era denso, calinoso y bochornoso, como si hubiésemos avanzado en el tiempo dos meses en dos días. Yo compartía la inquietud de Ned. Aquella era una tierra extraña y de ensueño, que había engendrado demasiados profetas y locos.
—Jerusalén queda hacia allí —dijo Mohamed, señalando hacia el oeste. Luego, extendiendo el brazo en la dirección contraria, anunció—: El monte Nebo.
Unas montañas se levantaban abruptamente de la costa del mar Muerto como presurosas de apartarse del piélago. La más alta era tanto una cadena como un pico, salpicada de pinos raquíticos. En los barrancos pedregosos, por los que solo corría agua cuando llovía, florecían adelfas rosadas.
Najac, que había dicho poco en nuestro viaje, sacó un espejo de señales y emitió destellos a la luz del sol. Aguardamos, pero no sucedió nada.
—El maldito ladrón nos ha extraviado —murmuró Ned.
—Ten paciencia, bruto —espetó el francés. Volvió a hacer señales.
Entonces una columna de humo se elevó de Nebo.
—¡Allí! —exclamó nuestro escolta—. ¡El asiento de Moisés!
Espoleamos nuestros caballos e iniciamos la ascensión.
Fue un alivio dejar el valle del Jordán y respirar un aire menos empalagoso. Nos refrescamos, y la ladera empezó a oler a pino. Había tiendas beduinas montadas en las banquetas de la montaña, y pude atisbar muchachos árabes con túnicas negras ocupándose de rebaños errantes de cabras enanas. Seguimos un camino de caravanas cuesta arriba, con los cascos cayendo con un ruido sordo sobre la tierra blanda, y los caballos bufando cuando pasaban junto a excrementos de camello.
Nos llevó cuatro horas, pero finalmente ganamos la cima. Ciertamente podíamos ver la Tierra Prometida al oeste al otro lado del Jordán, parda y calinosa desde allí, nada semejante a leche y miel. El mar Muerto era un espejo azul. Delante, no vi ninguna cueva que prometiera albergar un tesoro. En lugar de eso había una tienda francesa en una hondonada; la verde hierba contigua indicaba una fuente. Cerca se hallaban las ruinas bajas de algo, quizás una antigua iglesia. Varios hombres nos esperaban junto a la voluta de humo de una hoguera, los restos del fuego de señales. ¿Estaba Silano entre ellos? Pero antes de averiguarlo avisté a una persona sentada sobre un afloramiento rocoso al pie de la iglesia en ruinas, apartada de los hombres. Guié a mi caballo fuera de la fila y desmonté.
Era una mujer, vestida de blanco, que había estado observando nuestra llegada.
Se levantó cuando me acerqué a pie, sus trenzas largas y negras como las recordaba, cayendo de un pañuelo de color blanco para protegerse del sol. Tela y pelo se mecían suavemente en la brisa de la montaña. Su belleza era más tangible de lo que me esperaba, intensa a la luz de la cumbre. Yo la había convertido en un fantasma y sin embargo allí estaba ella, hecha carne. Me había preparado para la decepción, habiéndola sublimado en mi memoria, pero no, lo que me había imaginado seguía allí, la agilidad equilibrada, los labios y pómulos dignos de una Cleopatra, los brillantes ojos oscuros. Las mujeres son flores que confieren gracia al mundo, y Astiza era un loto.
No obstante, había envejecido. No mal —es un error considerar la edad como una ofensa para las mujeres, porque su belleza simplemente tenía más carácter—, pero sus ojos se habían hundido, como si hubiese visto o sentido cosas que prefería no haber conocido. Me pregunté si yo había cambiado del mismo modo: ¿cuánto tiempo hacía que no me miraba en un espejo? Me llevé una mano a la barba incipiente y reparé, de pronto, en mi ropa sucia por el viaje. Su túnica estaba manchada de polvo y partida para montar. Calzaba botas de caballería, tan pequeñas que quizá las había tomado prestadas a un tamborilero. Estaba delgada, un cuerpo de bailarina, pero también todos habíamos adelgazado. Llevaba la cintura ceñida por una cinta de seda que sujetaba una pequeña daga curva y una bolsa de cuero. Un odre de agua descansaba sobre la roca.
Vacilé, olvidados mis ensayos. Era como si se hubiera levantado de entre los muertos. Finalmente dije:
—Mandé hombres a preguntar. —Sonó como una disculpa, torpe y sin elocuencia; pero me sentía realmente avergonzado después de haberme ido volando en el globo sin ella—. Me dijeron que habías desaparecido.
—¿Tienes mi anillo?
Era una manera fría de empezar. Lo saqué, el rubí brillante. Ella me lo arrebató como un pájaro y se apresuró a deslizado en la bolsa que llevaba en el costado, como si quemara. «Todavía cree que está maldito», pensé.
—Lo utilizaré como ofrenda —dijo.
—¿A Isis?
—A todos ellos, incluido Thot.
—Te creía muerta. Es como un milagro. Pareces un espíritu o un ángel.
—¿Tienes los querubines?
Su distancia resultaba desconcertante.
—¿Te encuentro después de luchar contra viento y marea y lo único que quieres son joyas?
—Nos hacen falta.
Me di cuenta de que se esforzaba por no mostrar emoción.
—¿Nos?
—Ethan, fui salvada por Alessandro.
Bueno, eso fue una puñalada en las costillas. Había estado aferrada a la cuerda colgada del globo, Silano la sujetó para que no pudiera subir, y finalmente ella había cortado la soga con mi tomahawk para que la aeronave se alejara del alcance de los mosquetes. Yo no había podido izarla a la barquilla, ni deshacerme del noble hechicero que antes había sido su amante. ¿De modo que volvían a ser pareja? Si así era, que me aspen si lograba entender por qué habían mandado a buscarme. Si lo único que querían eran baratijas de oro, habría podido enviárselas por correo.
—Ese bastardo estuvo a punto de matarte. La única razón de que no escaparas es que él no te soltó.
Apartó la mirada hacia el valle, su voz sonó oscura.
—No recuerdo el impacto, solo la caída. Lo último que recuerdo es tu cara, asomando por el borde de la barquilla. Fue lo más espantoso que he tenido que hacer en mi vida. Cuando corté la cuerda vi cien emociones en tus ojos.
—Horror, si mal no recuerdo.
—Miedo, vergüenza, arrepentimiento, anhelo, pena… y alivio.
Me disponía a protestar, pero en lugar de eso me sonrojé, porque era verdad.
—Cuando blandí ese tomahawk te liberé, Ethan, de la carga que había caído sobre ti: salvaguardar el Libro de Tot. Te libré de mí. Y sin embargo no te fuiste a América.
—No puedes cortar la cuerda que nos une con un hacha, Astiza.
Se volvió y me miró nuevamente, sus ojos intensos, su cuerpo tembloroso, y supe que hacía todo lo posible por no arrojarse a mis brazos. ¿Por qué vacilaba? Una vez más no entendí nada. Y tampoco podía tocarla, porque había un muro invisible de deber y arrepentimiento que antes debíamos derribar. No podíamos empezar como era debido porque teníamos demasiado que decir.
—Cuando desperté, había pasado un mes y estaba con Silano, atendida en secreto. Los sabios le habían asignado unas dependencias de estudio en El Cairo. A medida que su cadera rota iba mejorando siguió leyendo cada fragmento de escritura antigua que podían conseguirle. Reunió baúles y más baúles de libros. Incluso le vi hurgar entre manuscritos ennegrecidos que debían de proceder de la biblioteca quemada de Enoc. No había renunciado, ni por un instante. Él sabía que no habíamos salido de la pirámide con nada útil, y sospechaba que habían llevado el libro a alguna otra parte. De modo que volví a aliarme con él con el fin de utilizarlo para volver contigo. Confiaba en que aún estuvieras en Egipto, o en algún sitio cercano.
—Has dicho que esperabas que me marchara a América.
—Dudé, lo admito. Sabía que habrías podido escapar. Entonces oí rumorear que estaban haciendo indagaciones, y mi corazón se aceleró. Silano hizo que Bonaparte encarcelara al mensajero auténtico y mandase en su lugar a su hombre a Jerusalén para desalentarte. Pero no dio resultado. Y cuando el conde empezó a urdir un nuevo plan, y Najac partió para espiarte, me di cuenta de que el destino estaba conspirando para reunimos a todos. Vamos a resolver este misterio, Ethan, y a encontrar el libro.
—¿Por qué? ¿Acaso no quieres solo volver a enterrarlo?
—También puede emplearse para el bien. El antiguo Egipto fue en otro tiempo un paraíso de paz y aprendizaje. El mundo podría volver a ser así.
—Astiza, ya has visto nuestro mundo. ¿O la caída te ha despojado de todo el sentido común?
—En la cima que se levanta sobre nosotros hay una iglesia, ahora en ruinas. Marca el lugar donde pudo haberse sentado Moisés, contemplando su Tierra Prometida, sabiendo que pese a todo su sacrificio jamás podría entrar en ella. El antiguo dios de tu cultura era cruel. Este edificio data de la época bizantina. Hemos encontrado una tumba de un caballero templario, como los estudios de Silano lo llevaron a esperar, y en ese sepulcro huesos. Escondido dentro de un fémur había un mapa medieval.
—¿Rompisteis los huesos de un muerto?
—Silano encontró una mención de esta posibilidad mientras estudiaba en Constantinopla. Los templarios fugitivos vinieron aquí, Ethan, después de su aniquilación en Europa. Ocultaron algo que habían hallado en Jerusalén en una extraña ciudad que este mapa describe. Silano ha descubierto también algo más, algo que puede implicar electricidad y a tu Benjamin Franklin. Entonces nos enteramos de que habías sido ejecutado en Jafa, pero tu cuerpo no apareció. Desesperada, entregué el anillo a Monge, preguntándome si llegaría a toparse contigo. Y ahora…
—¿Has estado alguna vez enamorada de Alessandro Silano? Vaciló solo un momento antes de responder.
—No.
Me quedé allí, esperando algo más antes de atreverme a formular la siguiente pregunta, más lógica.
—No me siento orgullosa de eso —dijo ella—. Él me quería. Todavía me ama. Los hombres se enamoran fácilmente, pero las mujeres deben tener cuidado. Fuimos amantes, pero me costaría trabajo quererle.
—Astiza, no me necesitabas aquí para traer dos ángeles dorados.
—¿Todavía me amas, Ethan, como dijiste a lo largo del Nilo?
Por supuesto que la quería. Pero también la temía. ¿Qué la había llamado el pobre Taima, una bruja? ¿Una hechicera? Temía el influjo que volvería a tener sobre mí cuando reconociera mi atracción. ¿Y la pobre Miriam, todavía asediada dentro de las murallas de Acre?
Pero nada de esto importaba. Todas las viejas emociones volvían a raudales.
—Te he amado desde el momento en que te saqué de los escombros en Alejandría —confirmé por fin precipitadamente—. Te amé cuando remontamos el Nilo en el chebek, te amé en la casa de Enoc y te amé incluso cuando pensé por un momento que me habías traicionado en el templo de Dendara. Y te amé cuando creí que estábamos perdidos dentro de la Gran Pirámide. Te amé lo suficiente como para aliarme con los malditos británicos con la sola esperanza de recuperarte, y te amé para volver a aliarme, según parece, con los malditos franceses. Amé incluso la ilusión de verte cuando me encontraba en ese valle de abajo, y toda la larga ascensión a esta montaña, aun sin tener la menor idea de qué te diría, qué aspecto tendrías o qué sentirías.
Estaba perdiendo toda la disciplina, ¿verdad? Las mujeres pueden despojar a un hombre del sentido común más rápido que el whisky de garrafón de los Apalaches. Y ahora, sin resuello y aferrándome a la esperanza, aguardé a que me matara con una palabra. Me había descubierto el pecho ante los mosquetes. Me había inclinado bajo la hoja del verdugo.
Ella sonrió con tristeza.
—Costaría trabajo querer a Alessandro, pero no me resultó difícil enamorarme de ti.
Me tambaleé ligeramente, ebrio de gozo.
—Entonces vayámonos. Esta noche.
Sacudió la cabeza, los ojos húmedos.
—No, Ethan. Silano sabe demasiado. No podemos dejarlo solo en esta búsqueda. Debemos llevarla a cabo, y apoderarnos del libro cuando llegue el momento. Tenemos que cooperar con él, y luego traicionarlo. Ha sido mi destino desde que lo conocí en El Cairo, y el tuyo desde que ganaste el medallón en París. Todo ha estado conduciendo a la cima de este monte y a las montañas que hay detrás. Lo encontraremos y entonces huiremos.
—¿Qué montañas de detrás?
—La Ciudad de los Fantasmas.
—¿Qué?
—Es un lugar sagrado, un lugar mítico. Ningún europeo ha estado allí, creo, desde los templarios. Nuestro viaje no ha terminado.
Gemí.
—Por la codicia de Benedict Arnold.
—De modo que ahora tú y yo debemos estar distanciados, Ethan, para engañarlo. Debes mostrarte enfadado porque vuelvo a ser pareja de Alessandro, y viajaremos como examantes resentidos. Deben creernos enemigos hasta el final.
—¿Enemigos?
Y entonces giró y me abofeteó, con todas sus fuerzas.
Sonó como un disparo de rifle. Eché un vistazo atrás. Los demás nos miraban ladera abajo. Alessandro Silano, alto, su porte aristocrático, era el que nos observaba con mayor atención.
Silano no era el espadachín ágil que yo recordaba. Andaba cojeando, y el dolor había endurecido sus apuestas facciones, transformando su atractivo propio del dios Pan en un sátiro más siniestro de frustrada ambición. Iba más rígido por la lesión que había sufrido en la caída del globo, y ahora su mirada no tenía seducción, solo objetivo. Había maldad en sus ojos, y una expresión dura en su boca. Hizo muecas cuando bajó por un camino de cabras desde la capilla bizantina en ruinas para acudir a nuestro encuentro, y no me ofreció la mano ni saludó. ¿Para qué? Éramos rivales, y aún me escocía la cara por la bofetada de Astiza. Sospeché que Monge u otros médicos le habían suministrado drogas para el dolor.
—¿Y bien? —preguntó Silano—. ¿Los tiene?
—No ha querido decirlo —informó ella—. No está convencido de que deba ayudarnos.
—¿Y lo convences abofeteándolo?
Ella se encogió de hombros.
—Tenemos ciertos antecedentes.
Silano se dirigió a mí.
—No parece que podamos escapar uno de otro, ¿eh, Gage?
—No me iba mal hasta que mandasteis a buscarme con el anillo de Astiza.
—Y habéis venido por ella, como hicisteis antes. Espero que aprenda a agradecerlo antes de que vos aprendáis a hartaros. No es una mujer fácil de querer, americano.
Le dirigió una mirada, sin saber más que yo hasta qué punto confiar en ella. Yo sabía que Astiza lo había rechazado. Eran aliados, no amantes. No resulta fácil vivir con alguien a quien no puedes tener, y Silano no era de los que llevaban bien la frustración. Todos íbamos a tener que vigilarnos.
—Me dijo que traeríais dos angelitos de metal que encontrasteis en la Gran Pirámide. ¿Lo habéis hecho?
Vacilé, solo para hacerle sufrir. Y luego:
—Los he traído. Eso no significa que los usaré para ayudaros. —Quería comprobar cuan hostil era. Naturalmente, podía hacer que me mataran—. Se encuentran en un lugar seguro hasta que hayamos hablado. Dados nuestros antecedentes, ya me disculparéis si no confío enteramente en vos.
Inclinó la cabeza.
—Ni yo en vos, desde luego. Y sin embargo no hay necesidad de que los aliados sean amigos. De hecho, a veces es mejor que no lo sean: de ese modo hay más sinceridad, ¿no os parece? Venid, estoy seguro de que tenéis hambre. Comamos, y os contaré una historia. Luego podréis decidir si deseáis ayudarnos.
—¿Y si no lo hago?
—En tal caso podéis regresar a Acre. Y Astiza puede seguiros o quedarse, como prefiera. —Se puso a cojear camino arriba, y luego se volvió—. Pero sé qué decidiréis los dos.
Eché una ojeada a Astiza, buscando la confirmación de que despreciaba a ese hombre, ese diplomático, duelista, ilusionista, erudito e intrigante. Pero su mirada no era de desprecio sino de tristeza. Entendía hasta qué punto somos prisioneros del deseo y la frustración. Éramos soñadores en una pesadilla engendrada por nosotros mismos.
Subimos hasta la iglesia sin techo; la luz resaltaba sus escombros. Había pilas de tierra y hoyos de excavaciones. Astiza me mostró el sarcófago de piedra abierto donde al parecer habían sido encontrados los huesos del caballero templario, ocultos bajo el suelo.
—Silano encontró referencias a esta tumba en el Vaticano y en las bibliotecas de Constantinopla —explicó—. Este caballero era Michel de Troyes, quien escapó a las detenciones de los templarios en París y partió hacia Tierra Santa.
—Había una carta que decía que dejó sus huesos con Moisés —dijo Silano— y enterró el secreto con él. Nos llevó algún tiempo comprender que esa referencia significaba que el lugar tenía que ser el monte Nebo, aun cuando la tumba de Moisés no se haya descubierto jamás. Yo esperaba encontrar el documento sin más en el sepulcro del caballero, pero no fue así.
—Golpeaste los huesos impacientado —dijo Astiza.
—Sí. —El conde reconoció su emoción a regañadientes—. Y una grieta en su fémur reveló un indicio de oro. Había insertado un tubo delgado (debieron de cortarle la pierna y vaciar el hueso después de su muerte) y dentro del tubo había un mapa medieval, con nombres en latín. Señala el siguiente paso. Fue entonces cuando mandamos a buscaros.
—¿Porqué?
—Porque sois un hombre de Franklin. Un electricista.
—¿Electricidad?
—Es la clave. Os lo explicaré después de cenar.
Para entonces éramos veinte: los hombres de Najac, mi trío y Silano, Astiza y varios guardaespaldas con los que viajaba el conde. Había caído la noche. Sus sirvientes encendieron una fogata en un rincón de los muros en ruinas de la iglesia y luego dejaron solos a los principales miembros de la expedición. Najac se sentó con nosotros, para mi disgusto, por lo que insistí en que Ned y Mohamed nos acompañaran. Astiza se arrodilló recatadamente, algo nada propio de su carácter, y Silano ocupó el centro. Nos sentamos en la arena amontonada sobre antiguos mosaicos de escenas de caza romanas; animales retrocediendo ante las lanzas arrojadas por nobles en un bosque.
—Bien, por fin estamos todos juntos —empezó Silano, el calor del fuego resguardándonos del frío cielo del desierto. Las chispas ascendían para ir a mezclarse con las estrellas—. ¿Es posible que Tot se propusiera forjar uniones como esta, para resolver los acertijos que nos dejó? ¿Hemos estado siguiendo sin darnos cuenta los designios de los dioses todo el trayecto?
—Yo creo en un solo Dios verdadero —murmuró Mohamed.
—Sí —dijo Ned—, aunque has elegido al equivocado, amigo. No te ofendas.
—Como yo creo en Uno —dijo Silano—; y todas las cosas, y todos los seres, y todas las creencias, son manifestaciones de su misterio. Hemos seguido mil sendas en las bibliotecas, monasterios y tumbas del mundo, y todas llevan hacia el mismo centro. Ese centro es lo que buscamos, mis reacios aliados.
—¿Qué centro, amo? —instó Najac, como el perro adiestrado que era.
Silano cogió un grano de arena.
—¿Y si dijera que esto es el universo?
—Os diría que lo cogierais y nos dejarais el resto —sugirió Ned.
El conde esbozó una sonrisa, lanzó el grano hacia arriba y lo cogió.
—¿Y si dijera que el mundo que nos rodea es sutil, tan insustancial como los espacios entre una tela de araña, y lo único que mantiene la ilusión son energías misteriosas que no entendemos… que esa energía tal vez no es más que pensamiento? ¿O… electricidad?
—Yo diría que el Nilo contra el que chocasteis no era una telaraña, sino en realidad lo bastante sustancial como para que os rompierais la cadera —repliqué.
—Una ilusión tras otra. Eso es lo que algunas de las escrituras sagradas sostienen, todas inspiradas por Tot.
—¿El oro es solo una tela de araña? ¿El poder no se apodera más que de aire?
—Oh, no. Mientras nos encontremos dentro de un sueño, el sueño es nuestra realidad. Pero aquí radica el secreto. Supongamos que las cosas más sólidas, las piedras de esta iglesia, son matrices de casi nada. Que el rodar de una piedra o la caída de una estrella es una simple regla matemática. Que un edificio puede abarcar lo divino, una forma puede ser sagrada, y una mente puede percibir energías invisibles. ¿Qué será de los seres que se den cuenta de ello? Si las montañas son simples telarañas, ¿no podrían moverse? Si los mares son el vapor más tenue, ¿no podrían separarse? ¿Podría el Nilo tornarse sangre, o una plaga de ranas? ¿Cuánto cuesta derribar las murallas de Jericó, si no son más que celosías? ¿Qué dificultad hay en convertir plomo en oro si ambos, básicamente, son polvo?
—Estáis loco —dijo Mohamed—. Eso es palabrería de Satanás.
—No. ¡Soy un erudito! —Ahora se puso en pie; Najac le prestó una mano que él apartó tan pronto como pudo—. Vos me negasteis este título una vez, en un banquete en presencia de Napoleón, Ethan Gage. Insultasteis mi reputación para hacerme parecer mezquino. —Me sonrojé a mi pesar. Aquel hombre no olvidaba nada—. Sin embargo he investigado estos misterios durante veinte años. Llegué a El Cairo cuando la ciudad aún era esclava de los mamelucos, y exploré misterios remotos mientras vos malgastabais vuestra vida. Seguí la senda de los antiguos mientras vos enganchabais vuestro oportunismo a los franceses. He tratado de comprender las enigmáticas pistas que nos dejaron, mientras los demás luchabais en el fango. —Tampoco había perdido el alto concepto que tenía de sí mismo—. Y ahora comprendo lo que andamos buscando, y lo que debemos utilizar para encontrarlo. ¡Tenemos que capturar el rayo!
—¿Capturar qué? —preguntó Ned con recelo.
—Gage, tengo entendido que habéis conseguido usar la electricidad como arma contra las tropas de Bonaparte.
—La guerra me obligó a ello.
—Creo que vamos a necesitar los conocimientos de Franklin cuando nos acerquemos al Libro de Tot. ¿Sois lo bastante electricista?
—Soy un hombre de ciencia, pero no entiendo ni media palabra de lo que estáis diciendo.
—Es por eso que necesitamos los querubines, Ethan —intervino Astiza, más bajito—. Creemos que de algún modo indicarán un último escondrijo que los caballeros templarios usaron después de la aniquilación de su orden. Trajeron lo que habían encontrado debajo de Jerusalén al desierto y lo ocultaron en la Ciudad de los Fantasmas. Los documentos son enigmáticos, pero Alessandro y yo creemos que también Tot sabía de electricidad, y que los templarios lo impusieron como prueba para encontrar el libro. Debemos atraer el rayo como hizo Franklin.
—En ese caso estoy de acuerdo con Mohamed. Los dos estáis locos.
—En las cámaras subterráneas de Jerusalén —dijo Silano— encontrasteis un suelo curioso, con un rayo dibujado. Y una extraña puerta. ¿No es así?
—¿Cómo sabéis eso?
Estaba seguro de que Najac no había penetrado en las estancias que habíamos explorado, y no había visto la puerta decorada de forma extraña de Miriam.
—He estado estudiando, como dijisteis. Y en esa puerta templaría visteis un dibujo judío, ¿no es cierto? ¿Los diez sefiroth de la cabala?
—¿Qué tiene eso que ver con el rayo?
—Mirad.
Inclinándose sobre la arena del suelo junto a la hoguera, trazó dos círculos unidos por los bordes.
—Todas las cosas son duales —murmuró Astiza.
—Y sin embargo unidas —dijo el conde. Dibujó otro círculo, del mismo tamaño que los dos primeros, superpuesto a ambos. Luego círculos sobre esos círculos, más y más, haciendo el dibujo más intrincado—. Los profetas conocían esto —dijo—. Quizá también Jesús. Los templarios lo reaprendieron. —Entonces, allí donde se cortaban los círculos, empezó a trazar líneas que formaban dibujos: una estrella de cinco puntas y otra de seis—. Una es egipcia y la otra judía —anunció—. Ambas igualmente sagradas. Vos usáis la estrella egipcia en la nueva bandera de vuestra nación. ¿No creéis que era esta la intención de los francmasones que contribuyeron a fundar vuestro país?
Y por último, en los intersticios, inscribió diez puntos, que formaban la misma pauta peculiar que habíamos visto en la sala templaría debajo del Monte del Templo. Los sefiroth, los había llamado Haim Farhi. Una vez más, todo el mundo parecía hablar lenguas antiguas que yo no conocía, y hallar significado en lo que yo habría supuesto simple decoración.
—¿Lo reconocéis? —preguntó Silano.
—¿Qué importa eso? —dije con cautela.
—Los templarios trazaron otra pauta a partir de este dibujo —explicó. De un punto a otro, trazó una línea zigzagueante y superpuesta—. Aquí tenéis. Un rayo. Espeluznante, ¿verdad?
—Tal vez.
—Tal vez, no. Sus pistas nos dicen que utilicemos el cielo si queremos averiguar dónde está el libro. El símbolo del rayo aparece en el mapa que encontramos aquí, y luego está el poema.
—¿Poema?
—Pareado. Es bastante elocuente.
Y recitó:
Aether cum radiis fulgore relucet
Ángelus et pinnis indicat ore Dei,
Cum región deserta bibens ex múrice torto
Siccatis labris árida sorbet aquas
Tum demum partem quandam lux clara revelat
Quae prius ignota est nec repute tibi
Opperiens cunctatur eum dea candida Veri
Floribus insanum qui furit atque fide.
—Para mí eso es chino, Silano.
—Latín. ¿No os enseñan los clásicos en la frontera, monsieur Gage?
—En la frontera, los clásicos sirven para encender el fuego.
—La traducción de este documento, que encontré en mis viajes, explica por qué estaba impaciente por volver a veros:
Cuando el cielo resplandece con el relámpago de los rayos del sol
Y con sus plumas el ángel señala por orden de Dios.
Cuando el desierto, bebiendo de la enroscada concha de caracol,
Absorbe con avidez agua con labios resecos,
Entonces por fin la luz clara revela cierta parte
Que antes era tanto desconocida como ignota en tu juicio
Verdad persistente y divina te aguarda,
El loco por la flor, que confía también en la fe.
¿Qué diablos significaba aquello? El mundo se ahorraría mucha confusión si todo el mundo se limitase a decir las cosas claras, pero no parece que lo tengamos por costumbre, ¿verdad? Y no obstante había algo en esa redacción que despertaba un recuerdo, un recuerdo que no había compartido nunca con Astiza ni Silano. Experimenté un escalofrío al caer en la cuenta.
—Debemos ir a un lugar especial dentro de la Ciudad de los Fantasmas —dijo Silano— e invocar las llamas de la tormenta, el rayo, como vuestro mentor Franklin hizo en Filadelfia. Atraerlo hacia los querubines, y ver qué parte señalan.
—¿La parte de qué?
—De un edificio o una cueva. Se hará patente si esto funciona.
—¿El desierto bebe de una concha de caracol?
—De la lluvia de la tormenta. Una alusión a una vasija de beber sagrada, sospecho.
«U otra cosa», me dije a mí mismo.
—¿Y la flor y la fe?
—Mi teoría es que se trata de una referencia a los propios templarios y a la orden de la Rosa y la Cruz, o de los rosacruces. Las teorías sobre el origen de la Rosacruz difieren, pero una sostiene que el sabio alejandrino Ormus fue convertido al cristianismo por el discípulo Marcos en el año 46 d. C. y fusionó sus enseñanzas con las del antiguo Egipto, para dar lugar a un credo gnóstico, o fe en el conocimiento. —Me miró fijamente para cerciorarse de que establecía la relación con el Libro de Tot—. Los movimientos aparecen y desaparecen de la historia, pero el símbolo de la cruz y la rosa es muy antiguo, simbolizando muerte y vida, o desesperación y esperanza. La resurrección, si queréis.
—Y hombre y mujer —añadió Astiza—, la cruz fálica y la flor yónica.
—Flor y fe simbolizan el carácter exigido a aquellos que descubrirían el secreto —dijo Silano.
—¿Una mujer?
—Quizá, lo cual es una razón de que nos acompañe una mujer. Decidí callarme mis sospechas.
—¿Así que queréis atraer un rayo a mis querubines y ver qué ocurre?
—En el lugar prescrito por los documentos que hemos encontrado, sí. Reflexioné:
—Estáis hablando de un pararrayos, o más bien dos, puesto que tenemos dos querubines. Necesitamos metal para hacer bajar la energía al suelo, creo.
—Lo cual explica que los palos de nuestras tiendas sean de metal, para fijar a ellos vuestros ángeles. Lo he estado planeando durante meses. Vos necesitáis nuestra ayuda para encontrar la ciudad, y nosotros necesitamos la vuestra para encontrar el escondrijo dentro de ella.
—¿Y luego qué? ¿Cortamos el libro por la mitad?
—No —contestó Silano—. No necesitamos a Salomón para resolver nuestra rivalidad. Lo usaremos juntos, para el bien de la humanidad, como hicieron los antiguos.
—¡Juntos!
—¿Por qué no, cuando tenemos el poder de hacer un bien ilimitado? Si la verdadera forma del mundo es una telaraña, puede hacerse girar y cambiar. Esto es lo que, según parece, ese libro nos dice cómo hacer. Y cuando todas las cosas son posibles, se pueden mudar las piedras, alargar las vidas, reconciliar a los enemigos y sanar las heridas. —Sus ojos brillaron.
Miré su cadera.
—Rejuvenecer.
—Exacto, y al frente de un mundo finalmente gobernado por la razón.
—¿La razón de Bonaparte?
Silano miró de soslayo a Najac.
—Soy leal al gobierno que me nombró. Y sin embargo políticos y generales solo entienden eso. Son los eruditos los que regirán el futuro, Ethan. El mundo antiguo fue el juguete de príncipes y sacerdotes. El nuevo será la responsabilidad de los científicos. Cuando se unan la razón y lo oculto, comenzará una edad de oro. Los sacerdotes desempeñaron esta misión en Egipto. Nosotros seremos los sacerdotes del futuro.
—¡Pero estamos en bandos opuestos!
—No, no lo estamos. Todas las cosas son duales. Y estamos vinculados por Astiza. —Su sonrisa pretendía ser seductora.
Qué trinidad tan impía. No obstante, ¿cómo podía conseguir nada sin participar del juego? La miré. Estaba sentada al lado de Silano, no de mí.
—Ni siquiera me ha perdonado —mentí.
—Lo haré si nos ayudas, Ethan —replicó ella—. Necesitamos que hagas bajar el fuego desde el cielo. Necesitamos que utilices las nubes, como tu Benjamín Franklin.